—Es increíble. Otra Navidad con mamá a tantos kilómetros de aquí. —Eddie Badgett estaba a punto de llorar—. Echo de menos mi tierra, echo de menos a mamá. Quiero verla.

Su rostro rubicundo se desdibujó en una expresión de congoja. Pasó los dedos por su espesa mata de cabellos grises.

La Navidad había puesto a Eddie en un estado de tristeza que todo su dinero, acumulado gracias a la usura, no podía borrar.

Estaba hablando con su hermano Junior, que, con cincuenta y cuatro años, era tres más joven que Eddie. A Junior lo habían bautizado como a su padre, que había pasado media vida encarcelado en una malsana prisión de Valonia, un diminuto país fronterizo con Albania.

Los hermanos se encontraban en una habitación que su carísimo decorador había bautizado ampulosamente como «la biblioteca» y llenado de libros que ninguno de los hermanos tenía la menor intención de leer.

La mansión, situada en doce acres de la dorada costa norte de Long Island, era un tributo a la capacidad de los hermanos Badgett para privar a otros seres humanos de sus bien ganados capitales.

Su abogado, Charlie Santoli, se encontraba con ellos en la biblioteca, sentado a una recargada mesa de mármol con el maletín al lado y una carpeta abierta ante él.

Santoli, un individuo aseado y menudo de sesenta y tantos años, con una desafortunada tendencia a completar su higiene diaria con dosis exageradas de colonia Manly Elegance, miró a los hermanos con su habitual mezcla de desdén y temor.

A menudo pensaba que aquellos dos le recordaban a una pelota de baloncesto y un bate de béisbol. Eddie era bajo, rechoncho, duro, redondo.

Junior era alto, flaco, recio. Y siniestro: podía enfriar toda una habitación con su sonrisa, o incluso con la mueca que él consideraba un gesto amable.

Charlie tenía la boca seca. Su deber era decirles a los hermanos Badgett que no había sido posible conseguir otro aplazamiento de su juicio por estafa, usura, incendio provocado e intento de asesinato. Lo cual quería decir que Billy Campbell, el famoso y apuesto cantante de rock de treinta años, y su glamurosa madre, la antigua cantante de cabaret Nor Kelly, propietaria de un conocido restaurante, tendrían que salir de su escondite y comparecer ante los tribunales. Su testimonio llevaría a Eddie y a Junior a sendas celdas que estos podrían decorar con fotos de su mamá, porque a ella no la iban a ver nunca más. Pero Santoli sabía que, incluso estando en prisión, se las apañarían para que Billy Campbell no volviera a cantar una sola nota más y para que su madre, Nor Kelly, no tuviera un solo cliente más en su establecimiento.

—Te da miedo hablar con nosotros —gruñó Junior—, pero será mejor que empieces. Somos todo oídos.

—Sí —careó su hermano Eddie al tiempo que se enjugaba los ojos y se sonaba la nariz—, somos todo oídos.