—Por Navidad, las tiendas se ponen imposibles —suspiró Jewel mientras la limusina cruzaba las puertas de la finca Badgett a las tres de la tarde—. Pero ¿no os gusta eso de ir al centro comercial y ver a todo el mundo ajetreado con las compras de última hora?
—A mí me pone de los nervios —dijo Junior—. No sé cómo me he dejado convencer para ir contigo.
—Ni yo —careó Eddie—. Eso de comer en un self-service no me va. Había tanto ruido que no podía ni oírme pensar.
—Bah, de todos modos tú no piensas —cortó Junior.
—Qué gracioso —gruñó Eddie—. Todos dicen que he salido a ti.
—Pero hemos comprado cosas muy chulas —dijo alegremente Jewel—. Esos jerséis de esquiar que te he regalado son una monada. Lástima que no salimos nunca, y que en Long Island no hay mucho donde esquiar. —Se encogió de hombros—. Bueno. ¿Qué se le va a hacer?
Una vez dentro de la casa, Jewel fue directamente al salón para conectar las luces del árbol.
—La verdad, no me gustan demasiado esas luces moradas —murmuró mientras se agachaba, cable en mano, buscando el enchufe.
Junior estaba junto a la ventana.
—¿Has invitado a alguno de esos idiotas amigos tuyos? Hay un coche en la verja.
—Oye, mis amigos no son idiotas, y además, no, están todos de compras.
Sonó el interfono. Eddie se acercó al panel de seguridad y pulsó un botón:
—¿Quién es?
—Charlie. Y vengo con mi mujer. ¿Podemos subir unos minutos?
Eddie puso los ojos en blanco.
—Sí. Supongo.
—¿Para qué diablos trae a Marge? —preguntó Junior enfadado.
—Son las fiestas —les recordó Jewel—. La gente va a visitar a los amigos. Nada más. Un simple gesto de simpatía. Y de cariño.
—A la mierda las fiestas —dijo Eddie—. Me ponen enfermo.
—Una reacción muy natural —dijo Jewel muy seria—. El otro día leía un artículo de un psicólogo la mar de listo. Según él, la gente se deprime porque…
—Porque la gente como tú les toca las narices —interrumpió Eddie.
—No te pases, Eddie. Ella solo trata de animarnos un poco.
—Oh, cariñito, tienes toda la razón. Yo no pretendo nada más.
Eddie se acercó a la puerta para recibir a los Santoli.
Mientras el tirador giraba hacia abajo, Sterling susurró:
—Tranquila, Marge.
El recibimiento de Eddie —«¿Qué tal? Pasad»— dejó claro a los Santoli hasta qué punto eran bienvenidos.
Marge hizo acopio de valor y siguió a Eddie hacia el salón, con Charlie y Sterling detrás.
—Hola —gorjeó Jewel—. Felices fiestas. Qué sorpresa. No sabéis la alegría que nos ha dado ver que veníais.
Santo cielo, pero mira qué árbol, pensó Marge.
Las pocas veces que había estado en la mansión por Navidad, los árboles habían sido más o menos tradicionales. Este año, no.
Traía consigo una caja de bizcochos navideños y se la pasó a Jewel.
—Los hago para los amigos siempre que es Navidad —explicó.
—Una muestra de amor. —Jewel se puso sentimental.
—Sentaos un poco —dijo Junior—. Estábamos a punto de salir.
—Sí, sentaos —les animó Jewel.
—No estaremos mucho rato —prometió Charlie mientras tomaban asiento en un sofá—. Es que Marge tuvo un sueño anoche, y ha insistido en poneros sobre aviso.
—¿Sobre aviso de qué? —preguntó Junior, comedido.
—Verás, anoche tuve un sueño de lo más inquietante… acerca de vuestra madre —empezó Marge.
—¡Mama! —Aulló Eddie—. ¿Es que le ha sucedido algo?
Marge negó con la cabeza.
—No, pero ¿ella padece mareos?
—Pues sí. —Junior le clavó la mirada.
—¿Y punzadas en el corazón?
—Sí.
—¿Y gases?
—Sí, también.
—¿La comida no le sabe a nada?
—Exacto.
—¿Un ojo no se le cierra del todo?
—Sí.
—¿A veces vomita?
—Sí.
—¿Le sangran las encías?
—Bueno, basta —gritó Eddie, al borde de las lágrimas—. Vaya llamarla.
Y corrió al teléfono.