Nevaba ligeramente, el viento era frío, y la aldea de Kizkek parecía no haber cambiado en un millar de años. Estaba situada en un vallecito, al pie de unos montes nevados que formaban como un escudo contra el mundo exterior.

Sterling se sorprendió en una calle estrecha a las afueras de la aldea. Al ver aproximarse un carro tirado por un burro, se hizo a un lado. Entonces miró la cara del carretero: ¡era Mama Heddy-Anna en persona, y acarreaba un montón de leña!

Siguió el carro por el exterior de la casa hasta el patio de atrás. Ella se detuvo al llegar allí, se apeó de un salto, ató el burro a una estaca y empezó a descargar, apilando vigorosamente los leños contra la casa.

Una vez vacío el carro, des enganchó el burro y lo metió en una zona vallada del patio.

Pasmado, Sterling entró detrás de Heddy-Anna en la casita de piedra. Parecía consistir en una sola habitación grande, construida alrededor de un hogar central. Una marmita que colgaba sobre la brasa despedía un delicioso aroma a estofado de carne.

En la parte dedicada a cocina había una mesa y unos bancos de madera. La mecedora estaba orientada hacia el televisor, que contrastaba, y de qué manera, con el entorno. Otro par de butacas muy gastadas, una alfombra raída y un maltrecho armarito de madera completaban la decoración.

Las paredes estaban cubiertas de fotografías de los hijos de Heddy-Anna y de su marido el preso.

La repisa de la chimenea contenía figuras enmarcadas de varios santos, sin duda los favoritos de Mama.

Mientras ella se despojaba de su parka y de su gruesa bufanda, Sterling subió arriba por la angosta escalera. Había allí dos pequeños dormitorios y un cuarto de baño minúsculo. Una de las habitaciones era obviamente la de Mama. En la otra había dos pequeñas camas contiguas; sin duda, cuando eran niños Eddie y Junior habían descansado allí sus inocentes cabecitas, dedujo Sterling. Nada que ver con la vistosa mansión que ahora tenían en Long Island.

Sobre las camas había sendas pilas de ropa de marca, todavía con las etiquetas puestas. Tenían que ser regalos de los hijos ausentes, cosas que su madre consideraba absolutamente inútiles.

Sterling percibió a lo lejos el sonido de un teléfono y bajó a toda prisa, dándose cuenta entonces de que el Consejo Celestial le había otorgado un poder que no había pensado en utilizar. Jamás pensé que un día entendería el valonio, pensó, mientras oía a Mama decirle a una amiga suya que trajera algo más de vino. Por lo visto iban a ser diez a comer y ella no quería quedarse corta. Estupendo, pensó Sterling. Vamos a tener compañía. Es la mejor manera de averiguar cómo es Heddy-Anna en realidad. Entonces se percató: ella estaba hablando por un teléfono mural cerca de los fogones. Junto al aparato, donde mucha gente tiene los teléfonos de urgencia, había una pizarra con una lista numerada.

Será la lista de la compra, pensó, pero luego vio lo que estaba escrito en la pizarra.

ACHAQUES Y DOLORES

Sterling revisó rápidamente la lista:

  1. Pies hinchados.
  2. Punzadas en el corazón.
  3. Gases.
  4. Mareos.
  5. He vomitado dos veces.
  6. La comida no me sabe a nada.
  7. Tienen que operarme.
  8. Ansiedad.
  9. Un ojo no se me cierra.
  10. Dolor de espalda.
  11. Encías inflamadas.

Ya lo he visto todo, pensó Sterling, al advertir que al lado de cada achaque había anotaciones con las fechas de las llamadas telefónicas de sus hijos desde América. Mama es una experta en esto, pensó: nunca usa dos veces seguidas la misma queja.

Mama Heddy-Anna había colgado el teléfono y estaba de pie a su lado, examinando la lista con una sonrisa satisfecha. Luego, con la energía de un sargento de instrucción, empezó a lanzar platos, vasos y cubiertos a la mesa.

Unos minutos después, sus amistades empezaron a llegar. Ella los fue recibiendo entre abrazos de oso.

Mama había dicho que serían diez. Son todos muy puntuales, observó Sterling. El décimo invitado era el que traía más vino.

Todos parecían tener más de setenta años, por no decir ochenta, y estaba claro que habían pasado la mayor parte de su vida a la intemperie. Su piel curtida y sus manos callosas eran el testimonio de una vida de duro trabajo físico, pero sus risas y su compañerismo no se diferenciaban en nada de los grupos de amigos que Sterling había observado en el King Cole de Manhattan, o en Nor's Place.

Mama Heddy-Anna sacó del horno una humeante hogaza de pan y sirvió el estofado. Llenaron los vasos de vino. Todo el mundo se sentó a la mesa. Sonoras carcajadas seguían al intercambio de anécdotas y chascarrillos sobre otros habitantes de la aldea, o sobre excursiones que habían disfrutado juntos. La semana anterior había habido un baile en la sala de la iglesia, y Heddy-Anna había bailado la danza popular valonia encima de una mesa.

—Tengo intención de hacer lo mismo en el monasterio cuando lo inauguren como hotel el día de Año Nuevo —anunció Mama Heddy-Anna.

—Yo fui hasta allí esquiando el otro día y estuve echando un vistazo —dijo el benjamín del grupo, un septuagenario recio—. No sabéis lo bonito que es. Ha estado cerrado durante veinte años, desde que se fue el último monje. Es bonito verlo todo tan arreglado.

—Mis chicos también solían ir esquiando hasta allí —dijo Heddy-Anna sirviéndose un poco más de estofado—. Lástima que el monasterio esté al otro lado de la frontera, el dinero de los turistas nos vendría muy bien.

El sonido del teléfono los hizo reír a todos. Heddy-Anna se limpió la boca con su servilleta, guiñó el ojo a sus amigos, se llevó un dedo a los labios y esperó al quinto tono para responder con voz débil:

—¿Digaaaa? —Se puso en pie para ver mejor la pizarra—. No oigo. Habla más fuerte. Espera, tengo que sentarme. Hoy me duele mucho el pie. Se me ha dislocado y he tenido que pasar la noche tendida en el suelo.

Luego, su expresión cambió.

—¿Cómo que se ha «equivocado de número»? ¿No es Eddie? —Colgó el teléfono—. Falsa alarma —dijo a sus amigos, y se sentó para seguir comiendo.

—Lo has hecho muy bien —dijo en tono de elogio la mujer que estaba a su lado—. Te estás superando, Heddy-Anna.

El teléfono volvió a sonar. Esta vez Heddy-Anna se aseguró de quién era el interlocutor antes de recitar su lista de achaques.

—Y aparte de eso… —continuó con lágrimas en su voz.

El que estaba más cerca del teléfono se levantó de un salto y señaló el punto seis de la lista. Heddy-Anna asintió con la cabeza.

—… Ya no noto el sabor de lo que como. Estoy adelgazando a marchas forzadas…

Me parece que ya sé lo que está pasando aquí en Valonia, pensó Sterling. Ahora me gustaría estar en la siguiente estación y echar un vistazo a Marissa.

Salió de la casita de piedra, miró hacia las montañas y luego elevó los ojos al cielo.

¿Puedo volver a casa de Marissa, por favor? y que sea el mes de abril, pidió. Después cerró los ojos.