Lee Kramer estaba sola en la pequeña sala de espera del hospital reservada a familiares de ingresados en cuidados intensivos. Salvo los escasos minutos que había podido estar junto a la cama de Hans, no había salido de allí desde la madrugada, cuando había seguido a la ambulancia hasta el hospital.
Las palabras «ataque al corazón» no dejaban de resonar en su cabeza. Hans, que en veintidós años de matrimonio apenas se había resfriado un par de veces.
Intentó tranquilizarse con lo que le había dicho el médico: que Hans se estaba estabilizando. También dijo que Hans había tenido suerte. El hecho de que hubieran estado allí los bomberos, con el equipo necesario para reanimarle, le había salvado la vida.
Hans ha estado sometido a demasiada tensión, pensó Lee. Presenciar el incendio fue la gota que colmó el vaso.
Alzó la vista cuando se abrió la puerta, luego miró hacia otra parte. Varios amigos suyos habían pasado por allí para hacerle un rato de compañía, pero Lee no conocía a aquel hombre de pelo oscuro y rostro severo.
El agente Rich Meyers del FBI había ido al hospital confiando en poder hablar con Kramer unos minutos. Eso estaba descartado, le había dicho con firmeza la enfermera, pero añadió que la señora Kramer se encontraba en la sala de espera.
—¿Señora Kramer?
Lee se dio la vuelta.
—Sí.
Se notaba que estaba muy tensa. Parecía como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Su pelo corto, rubio ceniza, sus ojos azules y su cutis pálido le hicieron pensar a Meyers que, al igual que su marido Hans, debía de tener antepasados suizos.
Rich se presentó y le entregó su tarjeta. Ella se alarmó al instante.
—¿FBI?
—Estamos investigando la posibilidad de que el incendio del almacén de su marido fuera intencionado.
—¿Intencionado, dice usted? ¿Quién haría una cosa así?
Meyers se sentó en la silla de plástico enfrente de ella.
—¿Sabe usted algo de unos préstamos?
Lee se llevó una mano a la boca, y los pensamientos que la habían torturado todo el día salieron a la luz.
—Cuando todo cambió y el negocio empezó a ir de mal en peor, hipotecamos de nuevo la casa por todo el dinero que el banco quiso prestarnos. El almacén también está hipotecado, pero es poca cosa.
Me consta que el seguro apenas cubre nada. Hans estaba convencido de que si podía aguantar un poco más, el negocio se recuperaría. Es muy bueno en su especialidad. Ese programa de software debería ser un éxito. —A Lee le falló la voz—. Y ahora ¿qué más da? Si al menos consigue sobrevivir…
—Señora Kramer, aparte de las hipotecas, ¿sabe si su marido pidió otros préstamos?
—Yo no sabía nada, pero esta mañana, después de recibir la llamada avisándonos del incendio, dijo algo como «He pedido prestado mucho dinero…».
Meyers no se alteró.
—¿Le dijo a quién se lo había pedido?
—No.
—Entonces usted no debe de saber si ayer noche hizo una llamada telefónica y dejó un mensaje acerca de un préstamo…
—No sé nada de eso. Pero anoche estaba muy nervioso.
—Señora Kramer, ¿su marido tiene un teléfono móvil?
—Sí.
—Quisiéramos que nos autorizara a verificar su cuenta y sus llamadas personales para ver si anoche hizo alguna llamada.
—¿A quién cree que pudo llamar?
—A personas que no dan prórrogas por un préstamo.
Sintiendo que se le removían las tripas, Lee tuvo miedo de hacer la siguiente pregunta.
—¿Es que Hans está en un apuro?
—¿Con la justicia? No. Solo queremos hablar con él acerca de ese préstamo. El médico nos dirá cuándo es posible verle.
—Si es que existe esa posibilidad —dijo Lee.