El lunes a las siete y media de la mañana, Charlie Santoli bajó a la cocina de su casa en Little Neck, Long Island. Marge, su mujer, estaba ya allí preparando el desayuno.

Con las manos en las caderas y una expresión preocupada, Marge le miró detenidamente.

—Parece como si hubieras estado levantado una semana entera, Charlie —le espetó.

Charlie levantó una mano:

—No empieces, Marge. Estoy perfectamente.

Marge era una mujer atractiva, de formas generosas y el pelo castaño corto, un tono de pelo que mantenía gracias a periódicas visitas al salón de belleza. Hacía años que acudía allí cada sábado para lavar, marcar y la manicura. Una vez al mes se hacía una mascarilla de algas y un teñido.

Marge no solía dejar que las circunstancias aquietaran su nerviosa lengua. Tenía fama de seguir conversando con otras clientas de la peluquería aunque estuviera debajo del secador. Naturalmente, eso significaba que para hacerse oír tenía que gritar, pero, como Charlie sabía, Marge había heredado de sus antepasados irlandeses el don de la labia. Nada le impedía tener siempre la primera y la última palabra.

Siguió examinando a su marido, observando su rostro, las arrugas de cansancio alrededor de los ojos, el ligero tic de un músculo en su mejilla, y entonces le dijo algo que repetía a menudo.

—Tienes una pinta horrible, y todo porque esos dos te están volviendo loco.

Sonó un silbato. Marge se dio la vuelta y con la mano enguantada retiró del horno una bandeja de muffins de maíz.

—¿Pudiste dormir algo anoche?

Charlie se hizo la misma pregunta. Le dolía la cabeza, tenía ardor de estómago. Su respuesta fue un encogimiento de hombros.

La víspera, cuando él había llegado a su casa a eso de las nueve, Marge le había atosigado con preguntas sobre la fiesta, pero Charlie había declinado dar detalles. «Dame tiempo para superarlo, Marge».

Afortunadamente no había hecho otra cosa, gracias en parte a que en algún canal estaba a punto de empezar una vieja película sobre la Navidad que a ella siempre le había encantado. Con una caja de kleenex en el sofá y una taza de té sobre la mesita baja, Marge se había preparado alegremente para darse un tute de llorar.

Inmensamente aliviado de tener un respiro, Charlie se sirvió un whisky doble y se sumió en la lectura de los dominicales.

A Marge le había disgustado mucho perderse la fiesta de los Badgett, sobre todo por la deliciosa perspectiva de ver a la madre vía satélite. Lo que le había impedido ir era una reunión planeada desde hacía tiempo con sus compañeras de curso en la academia Saint Mary's. Como presidenta de la asamblea, ella misma había elegido la fecha y la hora, y por tanto no podía faltar.

Marge le puso un plato delante con un muffin recién salido del horno.

—No te quedes ahí —dijo—. Siéntate y come como un ser humano normal.

Era inútil protestar. Charlie arrimó la silla, obediente, mientras ella le servía una taza de café.

Sus vitaminas estaban ya cuidadosamente alineadas junto a un vaso de zumo de naranjas recién exprimidas.

Ah, pensó Charlie, ojalá pudiera llamar a los Badgett y decirles que no iba a pisar nunca más su despacho. Si pudiera quedarme aquí sentado con Marge y disfrutar de un plácido desayuno sin tener que pensar nunca más en los hermanos.

Marge se sirvió café y untó un muffin con mermelada.

—Vamos a ver —dijo en voz autoritaria—. ¿Qué pasó en la fiesta? Por la forma en que llegaste anoche, debió de ser espantoso. ¿Es que no funcionó la conexión por satélite?

—Lamentablemente, no pudo ser más clara y más contundente.

—¿Por qué «lamentablemente»? —preguntó Marge, intrigada.

—Heddy-Anna estaba como una cuba.

—Charlie explicó el resto, sin omitir ningún detalle y terminando con una descripción de Mama Heddy-Anna haciendo carantoñas a la jet set de Long Island.

Marge descargó el puño contra la mesa, de pura frustración.

—Qué rabia me da habérmelo perdido. ¿Por qué solo me llevas a las fiestas aburridas? y pensar que fui yo quien dijo que el fin de semana de Acción de Gracias era un mal día para la reunión de antiguas alumnas. ¿Qué he hecho para merecer esto?

Charlie apuró su café.

—¡Pues ojalá yo me lo hubiera perdido! Esos dos van a estar de un humor de perros. —A punto estuvo de decirle que para todos los asistentes a la fiesta era ya evidente que los Badgett no habían vuelto a Valonia desde que partieron de allí, y de repetirle lo que había dicho la madre de los hermanos: «Qué canalladas estaréis haciendo, que no podéis venir a verme antes de que me muera».

Charlie no había tenido valor para decirle a Marge que se había enterado de todo lo relativo a Valonia cuando ya estaba demasiado metido en los asuntos de la familia Badgett. Junior y Eddie habían sido condenados en rebeldía a cadena perpetua por una lista de crímenes en los que Charlie no quería ni pensar. No podrían volver nunca a Valonia, y él estaba condenado a no perderlos nunca de vista.

Con algo similar a la desesperación, se levantó, besó a Marge en la coronilla, fue a coger su abrigo y su maletín y se marchó.

Las oficinas de los Badgett donde Charlie trabajaba estaban en Rosewood, a unos quince minutos de la autopista. Junior y Eddie ya se encontraban allí cuando Charlie llegó. Estaban en el despacho privado de Junior, y, para sorpresa de Charlie, ambos estaban de un humor excelente. Él había esperado lo contrario, e incluso que pudieran echarle parte de las culpas por el fiasco de la fiesta.

Mientras se dirigía allí desde Little Neck había estado preparando su defensa: «Yo os sugerí que hicierais el donativo, que organizarais la fiesta y que regalarais el retrato. Lo de la conexión por satélite fue idea vuestra».

Pero, naturalmente, Charlie sabía que no podía hacerla. Cualquier insinuación de que el aspecto de Heddy-Anna no había sido excelente sería imperdonable. A estas alturas los hermanos ya debían de haber encontrado otra razón para el colosal fracaso de la fiesta.

Los músicos, pensó Charlie. Seguro que dirán que Nor Kelly y Billy Campbell no estuvieron a la altura. Culparán a Jewel por recomendarlos, ya mí por contratarles. Mientras entraba en el estacionamiento privado, recordó de pronto el semblante de Kelly y Campbell al salir del despacho de Junior.

A los hermanos no debía de haberles gustado su versión en valonio del «Cumpleaños feliz», dedujo Charlie. De mala gana, apagó el contacto, se apeó del coche y apretó el símbolo «cerrar» en su llavero. Fue arrastrando los pies hasta el edificio y tomó el ascensor hasta la cuarta planta, que estaba dedicada a las empresas «casi» legales de los hermanos Badgett.

El motivo de una reunión tan de mañana era que Junior quería comprar un concesionario de coches que estaba empezando a hacerle la competencia. La secretaria de Junior no había llegado aún.

Mientras Charlie murmuraba un buenos días a la recepcionista y esperaba que le anunciasen, se preguntó cuánto tardarían en cerrar el trato, cuánto tardaría el propietario del concesionario en recibir el mensaje de que no tenía otra alternativa que vender el negocio a los Badgett.

—Dile que entre. —La voz jovial de Junior atronó por el intercomunicador.

La oficina era obra del mismo decorador que había dado rienda suelta a sus excesos en la mansión. Escritorio de recargada talla y acabado brillante, papel pintado a franjas doradas, alfombra marrón oscuro con las iniciales de los hermanos en letras doradas, gruesos cortinajes de raso marrón y, en una pequeña vitrina, una miniatura del pueblo con una placa que rezaba NUESTRO HOGAR JUVENIL, eran solo algunos de los puntos de interés.

A la izquierda de la puerta, un sofá y varias butacas tapizados con estampados de cebra miraban a un televisor de cuarenta pulgadas colgado de la pared.

Los hermanos estaban tomando café y viendo la cadena local. Junior le hizo señas de que entrara y le señaló una silla.

—Van a dar las noticias. Tengo ganas de verlo.

—Después de seis horas, el incendio en un almacén de Syosset sigue sin poder extinguirse —empezó a decir el presentador de las noticias—. Dos bomberos han tenido que ser atendidos por asfixia. El propietario del almacén, Hans Kramer, sufrió un ataque al corazón al ver el fuego y ha sido trasladado a la unidad de cuidados intensivos del hospital Saint Francis…

Impactantes imágenes del edificio en llamas aparecieron en la pantalla. En una esquina se reproducía el momento en que un bombero le hacía la respiración asistida a Hans Kramer, que estaba tendido en el suelo con una mascarilla de oxígeno sobre la cara.

—Es suficiente, Eddie. Apaga. —Junior se puso en pie—. Parece que sigue ardiendo, ¿eh? Menudo incendio…

—Un cortocircuito, seguro. —Eddie meneó la cabeza—. A veces pasa, ¿no, Junior?

Hans Kramer. A Charlie le sonaba. Había ido a ver a Junior a la mansión. Era uno de los que recibía «préstamos privados» de los hermanos Badgett. El incendio era obra de ellos. Como no pagó a tiempo, se dijo Charlie con absoluta convicción, le han quemado el negocio.

No era la primera vez que ocurría. Si la policía puede demostrar que Junior y Eddie tuvieron que ver con lo de ese almacén, pensó rápidamente Charlie, los acusarán una vez más de incendio provocado. Y si Kramer muere, podrían acusarlos de asesinato.

Pero, naturalmente, nadie demostraría la vinculación de los Badgett con el incendio. Eran muy cuidadosos. El préstamo firmado por Kramer debía de tener una tasa de interés normal en el dorso del pagaré. Nadie sabría que previamente se había añadido un cincuenta por ciento de interés sobre el capital. Y, por supuesto, el autor material del incendio no sería uno de los matones que tenían a sueldo. Habrían contratado a un autónomo.

Pero si por un casual este incendio pudiera relacionarse con Junior y Eddie, mi trabajo consiste en hacer que la gente olvide lo que sabe o lo que cree saber, pensó desesperado Charlie.

—Eh, Charlie, ¿a qué viene esa cara de pena? —Preguntó Junior—. Hace un día precioso.

—Es verdad, precioso —repitió Eddie, poniéndose en pie.

—Y, como dijo Jewel, mamá estaba hermosa como un capullo —añadió Junior—. Siempre le gustó beber grappa. Ya lo dice Jewel, después de que Eddie y yo nos fuéramos al despacho, todo el mundo comentaba que mamá había estado adorable.

—Sí —dijo Eddie, y su sonrisa adoptó un aire nostálgico.

—Y esos músicos eran realmente buenos. Buenísimos.

Charlie no veía a Junior de tan buen humor desde hacía meses. Bueno, decidió, Jewel no es la cabeza de chorlito que yo creía. Si ha conseguido convencer a este par de que a todos les encantó su madre, deberían nombrarla embajadora de Estados Unidos en Valonia.

—Me alegro de que os gustaran Nor Kelly y Billy Campbell —dijo—. Estaban tan pálidos cuando salieron de tu despacho que creí que les habríais dicho que no os había gustado su actuación.

Charlie captó de inmediato el drástico cambio que se operó en el ambiente. Junior le miró con dos ojos como dos rendijas, las mejillas arreboladas, los músculos del cuello hinchados.

—¿Qué has dicho? —preguntó con una voz como hielo en astillas.

Charlie miró nervioso a Eddie, cuyas mejillas de toro se habían quedado rígidas. La dulzura que había evocado en él la mención de la madre se había evaporado de sus ojos. Ahora sus labios eran un tajo de color rojo grisáceo en la parte inferior de su cara.

—Solo he dicho que… —Charlie se atragantó—… que Nor Kelly y Billy Campbell estaban un poco pálidos cuando salieron del despacho después de la conexión vía satélite.

—¿Por qué no nos dijiste que los habías visto allí?

—No había ningún motivo, Junior. ¿Por qué iba a hacerla? Pensaba que vosotros ya lo sabíais.

—Eddie, la puerta que da a la recepción estaba abierta, ¿no? —preguntó Junior.

—Sí.

—Muy bien, Charlie. Deberías habernos dicho que estaban allí. Deberías haber sabido que era importante que lo supiéramos. Ahora vas a tener que hacer unas llamadas a ese par de ruiseñores. —Hizo una pausa estudiada—. Creo que ya sabes de qué estoy hablando.