Hans Kramer recibió una llamada de su servicio de seguridad a las 3.43 de la madrugada. Los detectores de humo del almacén se habían activado. Los bomberos estaban en camino.

Desesperados y sin decir palabra, Hans y su mujer se vistieron a toda prisa, se calzaron sin ponerse calcetines, agarraron las chaquetas y corrieron al coche.

Rebajé mucho la cobertura del seguro, pensó Hans desesperado. No podía permitirme las primas. Si los bomberos no pueden salvar el almacén, ¿qué voy a hacer?

Notó una presión en el pecho. Aunque el coche no se había calentado aún, él sudaba a mares.

—Hans, estás temblando —dijo Lee, preocupadísima—. Sea lo que sea, lo solucionaremos. Te lo prometo, no te apures.

—Tú no lo entiendes, Lee. Pedí dinero prestado, mucho dinero. Pensé que podría devolverlo. Estaba seguro de que el negocio se remontaría. —La calle estaba casi desierta. Pisó el acelerador a fondo y el coche salió despedido hacia adelante.

—Hans, el doctor te lo ha advertido. La última prueba que te hiciste no dio buenos resultados. Haz el favor de calmarte.

Les debo trescientos mil dólares, pensó Hans. El almacén está valorado en tres millones, pero mi seguro solo cubre la hipoteca. No tendré suficiente para liquidar el préstamo.

Al torcer por la calle que llevaba a sus instalaciones, Hans y Lee se quedaron de piedra. A lo lejos vieron las llamas que iluminaban la oscuridad de la noche, llamas furiosas rodeadas por espesas nubes de humo.

—¡Dios santo! —exclamó Lee.

Hans, conmocionado, no dijo nada. Han sido ellos, pensó. Los Badgett. Es su respuesta a mi petición de una prórroga.

Cuando llegaron al almacén, vieron que había varios coches de bomberos. Las mangueras de alta potencia estaban arrojando litros y litros de agua a aquel infierno, pero estaba claro que el incendio no se podía sofocar.

Cuando Hans abrió la puerta del coche, se sintió invadir por una tremenda oleada de dolor.

Cayó a la calzada.

Momentos después notaba que le introducían algo por la nariz, una sacudida en el pecho, y que unas manos fuertes lo levantaban. De alguna manera se sintió aliviado.

Ya nada dependía de él.