No hay nada peor que asistir a los preparativos de una gran fiesta sabiendo que uno no está invitado. Peor todavía si la fiesta se celebra en el cielo, fue lo que pensó Sterling Brooks. Cuarenta y seis años, según la cuenta terrenal, llevaba en la sala de espera, que estaba situada justo enfrente de las puertas del cielo, El coro celeste estaba haciendo un repaso a las canciones con que daría comienzo la celebración de la inminente Navidad.

«Hark, the herald angels sing…».

Sterling suspiró. Siempre le había gustado esa canción. Se rebulló en su silla y miró a su alrededor. Había varias hileras de bancos llenos de gente que esperaba ser llamada ante el Consejo Celestial. Personas que tenían que responder de cosas que habían hecho —o no habían hecho— en la vida, como paso previo a ser admitidas en el cielo.

Sterling llevaba esperando más que ninguna otra persona. Se sentía como el niño cuya madre no ha ido a recoger al colegio. Normalmente era capaz de poner buena cara, pero en los últimos tiempos se había sentido cada vez más desamparado. Desde su asiento junto a la ventana había visto pasar a lo largo de los años, en un incesante desfile hacia el cielo, a muchas de las personas que él había conocido en la tierra. A veces le molestaba un poco que algunas de ellas no tuvieran que aguardar ni un minuto en la sala de espera. Incluso uno que había estafado al fisco y que había mentido sobre su puntuación en una partida de golf cruzó alegremente el puente que separaba la sala de espera de las puertas del cielo.

Pero lo que le partió el corazón fue ver a Annie. Hacía un par de semanas, la que había sido su amor pero con la cual no había llegado a casarse, la mujer de la que se había quedado colgado, había pasado por allí tan guapa y tan joven como el día en que la conoció. Sterling fue corriendo a información y preguntó por Annie Mansfield, el alma que acababa de pasar volando frente a la ventana de observación. El ángel consultó su ordenador y levantó las cejas.

—Ha muerto hace unos minutos, el día que cumplía ochenta y siete años. Mientras soplaba las velas, ha tenido un desvanecimiento. Qué vida tan ejemplar, la suya. Una persona generosa, tierna, bondadosa.

—¿Llegó a casarse? —preguntó Sterling.

El ángel tocó algunas teclas y movió el cursor, como un vendedor de billetes tratando de buscar la confirmación a una reserva de vuelo.

—Fue novia durante bastante tiempo de un memo que la tuvo engañada, y la pobre quedó destrozada cuando él murió de forma inesperada. Le dieron en la cabeza con una pelota de golf. —El ángel movió de nuevo el cursor y miró a Sterling—. Oh, perdona. Eras tú.

Sterling volvió a su asiento. Desde entonces había recapacitado mucho. Reconocía que había vivido cincuenta y un años en la tierra sin asumir jamás ninguna responsabilidad, evitando siempre las cosas desagradables o preocupantes. «Adopté el lema de Escarlata O'Hara: "Ya pensaré en eso mañana"», reconoció interiormente.

La única vez que Sterling recordaba haber experimentado un nerviosismo prolongado fue estando en lista de espera para entrar en la Universidad de Brown. Todos sus amigos de la escuela preparatoria habían recibido abultados sobres de las facultades que habían elegido, dándoles la bienvenida y animándolos encarecidamente a que enviaran cuanto antes el dinero de la matrícula. Faltaban pocos días para el inicio del curso cuando Sterling recibió una llamada de la oficina de admisiones de Brown confirmándole que tenía una plaza en la clase de primero. Eso puso fin a los cuatro meses y medio más largos de toda su vida.

Sabía que el motivo de que hubiera entrado en Brown solo a duras penas, pese a estar dotado de una fina inteligencia y de excelentes facultades atléticas, era que en el instituto se había dedicado a gandulear.

Un frío que era puro miedo se apoderó de él.

Al final había entrado en la universidad que deseaba, pero ahí arriba la suerte tal vez no le iba a sonreír. Hasta hacía un momento había estado convencido de que conseguiría entrar en el cielo.

Sterling le había recordado al ángel que custodiaba el Consejo Celestial que algunos de los que venían detrás de él habían entrado ya, y le sugirió que tal vez se habían olvidado de él involuntariamente.

El ángel le había dicho cortésmente pero con firmeza que volviera a su asiento.

Deseaba tanto estar en el cielo este día de Navidad. Las caras de los que pasaban volando tras la ventana, viendo ante ellos las puertas abiertas, le habían dejado pasmado. Y ahora Annie estaba allí dentro.

El ángel de la puerta hizo señas para que todos prestaran atención.

—Tengo buenas nuevas —dijo—. Los que nombre ahora son los beneficiarios de la amnistía navideña; no tendréis que comparecer ante el Consejo Celestial. Saldréis directamente por la puerta de la derecha, la que da al puente celestial. Poneos en fila e id pasando ordenadamente a medida que os vaya nombrando… Walter Cummings…

Unos bancos más allá, Walter, un anciano vivaracho de noventa años, se levantó de un salto y se cuadró al estilo militar. «¡Aleluya!», gritó, y fue corriendo a ponerse en la fila.

—He dicho de manera ordenada —le reprendió el ángel no sin resignación—. Claro que entiendo tu reacción —murmuró antes de llamar al siguiente—. Tito Ortiz…

Tito soltó un «hurra» y corrió a situarse detrás de Walter.

—Jackie MilIs, Dennis Pines, Veronica Murphy, Charlotte Green, Pasquale D' Amato, Winthrop Lloyd III, Charlie Potters, Jacob Weiss, Ten Eyck Elmendorf…

Los bancos se fueron vaciando a medida que el ángel iba cantando nombres.

Terminada la lista, el ángel dobló el papel. Sterling era el único que quedaba. Una lágrima se formó en sus ojos. La sala de espera celestial se le caía encima. Tengo que haber sido una persona espantosa, pensó. Me temo que no podré entrar en el cielo.

El ángel dejó la lista y se le acercó. Oh, no, pensó Sterling, no me digas que me manda al otro sitio. Por primera vez comprendía lo que era sentirse desesperado e impotente.

—Sterling Brooks —dijo el ángel—. Tienes que presentarte ante una asamblea extraordinaria del Consejo. Sígueme, por favor.

Un pequeño rayo de esperanza iluminó el corazón de Sterling. Quizá, solo quizá, aún le quedaba una oportunidad. Haciendo acopio de valor, se puso en pie y siguió al ángel hasta la puerta de la sala. El ángel, reflejando tanta simpatía en su rostro como en su voz, dijo «Buena suerte» mientras abría la puerta y hacía entrar a Sterling.

La sala no era grande, y estaba bañada de la luz más suave y deliciosa que Sterling había visto jamás. El ventanal iba del techo hasta el suelo y permitía una escalofriante vista de las puertas del cielo. Sterling se dio cuenta de que la luz procedía de allí.

Cuatro mujeres y cuatro hombres estaban sentados a una larga mesa, frente a él. Por los halos que brillaban alrededor de sus cabezas dedujo inmediatamente que debían de ser santos, pese a que no recordaba haberlos visto en los vitral es de las catedrales que había visitado estando de vacaciones. Las vestimentas que lucían variaban de prendas bíblicas a trajes del siglo XX. Con el saber instintivo que ya formaba parte de él, Sterling comprendió que llevaban el atuendo típico de la época en que cada cual había vivido. El hombre que estaba a un extremo, un monje de aire solemne, inició el procedimiento.

—Siéntate, Sterling. Tenemos algo que discutir contigo.

Sterling tomó asiento, consciente de que era objeto de todas las miradas.

Una de las mujeres, que vestía una elegante túnica de terciopelo rojo y una tiara, dijo con voz elegante:

—Tuviste una vida regalada, ¿no es así, Sterling?

Se diría que no fui el único, pensó Sterling, pero contuvo la lengua. Asintió sumiso:

—Sí, señora.

El monje le miró muy serio.

—Dura es la existencia de la cabeza que luce una corona. Su majestad hizo muchas cosas buenas por sus súbditos.

Dios, pueden leerme el pensamiento, comprendió Sterling, y se echó a temblar.

—Tú, en cambio, nunca le echaste una mano a nadie —prosiguió la reina.

—Fuiste amigo solo por interés —dijo un hombre con atuendo de pastor, el segundo por la derecha.

—Un pasivo-agresivo —declaró un joven torero que estaba arrancándose un hilo de la capa roja que llevaba.

—¿Qué significa eso? —preguntó Sterling, asustado.

—Oh, perdona. Esa expresión terrenal se puso de moda después de tu época. Ahora es muy popular, ¿sabes?

—Se usa para referirse a multitud de pecados —terció una hermosa mujer que le recordó a Sterling los grabados de Pocahontas que había visto.

—¿Agresivo, yo? —dijo él—. Yo no perdí nunca los estribos. Jamás.

—Pasivo-agresivo es otra cosa. Perjudicas a la gente por no hacer ciertas cosas. Y haciendo promesas que no tienes intención de cumplir.

—Estabas demasiado pendiente de ti mismo —dijo una monja de rostro dulce que estaba sentada al otro extremo—. Fuiste un buen abogado a la hora de solucionar los problemillas de los ricos, pero nunca prestaste tus conocimientos al pobre desdichado que estaba perdiendo injustamente su casa o su comercio. Y lo que es peor, de hecho alguna vez te ofreciste a ayudar y luego decidiste no meterte en líos. —Meneó la cabeza—. Fuiste una persona demasiado frívola.

—De esos que saltan al primer bote salvavidas cuando el barco se está yendo a pique —le espetó un santo con uniforme de almirante británico—. Un sinvergüenza, vaya. Ni siquiera ayudaste nunca a una anciana a cruzar la calle.

—¡Jamás vi a ninguna que necesitara ayuda!

—Resumiendo, la cosa está así —dijeron al unísono—. Eras demasiado vanidoso y egoísta para darte cuenta de lo que pasaba a tu alrededor.

—Lo siento —dijo humildemente Sterling—. Yo creía que era una persona bastante decente. Nunca le deseé nada malo a nadie. ¿Hay algo que pueda hacer para compensarlo?

Los miembros del Consejo se miraron entre sí.

—¿Tan malo fui? —Exclamó Sterling, y señaló hacia la sala de espera—. En todo este tiempo he hablado con muchas de las almas que han pasado por aquí. ¡No puede decirse que todas fueran santas! Y, a propósito, vi entrar directamente al cielo a uno que había estafado al fisco. ¡Seguro que os fijasteis en él!

Todos se rieron.

—Tienes mucha razón. Estábamos tomando un café. Pero, por el contrario, ese hombre dio gran parte de su dinero para obras de caridad.

—¿Y lo de la partida de golf? —Preguntó Sterling muy serio—. Yo jamás hice trampas, como él. Y en cambio me dieron en la cabeza con una pelota de golf. Mientras me estaba muriendo, perdoné al tipo que lo hizo. No todo el mundo tendría ese detalle, digo yo.

Se quedaron mirándolo mientras le venían a la mente todas las ocasiones en que había decepcionado al prójimo. Annie. No quiso casarse con ella por egoísmo, pero le fue dando esperanzas por miedo a perderla. Y cuando él murió, ya era tarde para que ella pudiera formar la familia que siempre había deseado. Y ahora estaba en el cielo. Tuvo ganas de volver a verla.

Se sentía deshecho. Necesitaba conocer su destino.

—¿Qué me decís? —Preguntó—.¿Podré entrar alguna vez en el cielo?

—Es curioso que lo preguntes —replicó el monje—. Hemos discutido tu caso y hemos llegado a la conclusión de que pareces el candidato ideal para un experimento que estamos pensando en poner en práctica desde hace tiempo.

Sterling aguzó los oídos. Aún quedaba una oportunidad.

—Me encantan los experimentos —dijo con entusiasmo—. Ponedme a prueba. ¿Cuándo empezamos? —Se dio cuenta de que comenzaba a hablar como un memo.

—Calla y escucha, Sterling. Te vamos a mandar de vuelta a la tierra. Tu misión consiste en identificar a alguien que tenga un problema y ayudarle a resolverlo.

—¡Volver a la tierra! —Sterling estaba muy sorprendido.

Las ocho cabezas asintieron al unísono.

—¿Cuánto tiempo tendré que estar allá abajo?

—El necesario para resolver el problema.

—¿Significa eso que si hago un buen trabajo se me permitirá entrar en el cielo? Me gustaría estar aquí por Navidad.

A todos les hizo gracia su observación.

—No tan deprisa —dijo el monje—. Como dirían ahora, no te falta nada para conseguir tu residencia permanente más allá de esas puertas. No obstante, si para Nochebuena has completado tu misión de modo satisfactorio, tendrás derecho a un pase de visita de veinticuatro horas.

Sterling se desanimó bastante. En fin, pensó, todo largo viaje empieza con un pequeño paso.

—Harás bien en recordarlo —le advirtió la reina.

Sterling parpadeó. Debería haber recordado que podían leer el pensamiento.

—¿Cómo sabré quién es la persona a la que debo ayudar? —preguntó.

—Ahí está la gracia del experimento. Tienes que aprender a reconocer las necesidades del prójimo y a hacer algo al respecto —le respondió una joven negra vestida de enfermera.

—¿Contaré con algún tipo de ayuda? Quiero decir, ¿con alguien a quien consultar si se me plantea una duda? Haré todo lo que sea necesario para llevar a cabo la misión. —Ya estoy hablando más de la cuenta, pensó.

—Podrás pedimos consejo siempre que lo desees —le aseguró el almirante.

—¿Cuándo empiezo?

El monje pulsó un botón de la mesa del consejo.

—Ahora mismo.

Sterling notó que se abría una trampilla bajo sus pies. Al instante estaba dejando atrás las estrellas, pasaba junto a la luna, atravesaba las nubes y, de repente, descendía junto a un enorme árbol navideño profusamente iluminado. Sus pies tocaron tierra.

—Dios mío —jadeó—. Estoy en el Rockefeller Center.