[Fragmentos del diario del reverendo
Hendricks Palliser.]
10 de febrero de 1971
El día de hoy ha amanecido gélido. Durante mi paseo de cada mañana me he encontrado el riachuelo helado. Se oía correr el agua por debajo del hielo. De todos modos, caminar deprisa no me ha servido para despejar la letargia que se ha asentado en mi alma desde la muerte de Reba.
Hoy se cumple exactamente un mes de su fallecimiento. Hay tantos muertos en el mundo actual… Los que se mueren en las selvas de Vietnam, en la flor de la edad, los asesinatos en las ciudades, las manifestaciones, los universitarios a los que matan… Casi no reconozco a mi querido país. Dios dijo: «No matarás». No recuerdo que pusiera excepciones a la regla. Se están desmoronando todos los grandes pilares de mi vida. Debo recordarme constantemente que no soy el único que sufre en este mundo, pero haberme quedado sin Reba es una cruz horrible que no creo tener fuerzas para arrastrar.
Esta mañana, cuando ha llegado Jennie para la clase semanal, me he sentido aliviado de un gran peso. Es tan feliz, le afectan tan poco las penas del mundo, que es inevitable que te alegre el corazón. He observado cómo se paseaba por la sala de estar cogiendo cosas, oliéndolas, poniéndoselas en la boca y tirándolas por la alfombra cuando dejaban de interesarle. No he tenido el valor de regañarla. Se me han escapado algunas lágrimas al acordarme de cómo se enfadaba Reba, y ella, al darse cuenta, se ha acercado con la frente arrugada de preocupación, me ha abrazado muy afectuosamente y me ha tocado las lágrimas para secarlas. Los dones más grandes de Dios son la bondad y el amor, y Jennie tiene ambas cosas en abundancia. No necesito mirar más lejos para hallar la prueba de que Jennie es hija de Dios.
Ahora me pregunto si en realidad mi tentativa frustrada de introducir el compromiso cristiano en la vida de Jennie no era como cuando los árboles te impiden ver el bosque. Jennie da todas las muestras posibles de bondad y altruismo, siempre, en todo momento y circunstancia, señal de que es hija de la Gracia. De la misma manera que a los bebés y los niños con retraso grave les salva la Gracia, a pesar de su falta de comprensión intelectual, la Gracia de Jennie se manifiesta en sus reacciones cristianas con todos los que la rodean. Si la bondad espontánea, sin astucia o previsión de recompensa, no es una prueba de la Gracia, ¿qué prueba puede existir? Soy consciente de que quizá sea una conclusión muy radical, que se aparta de mi Iglesia, pero qué le vamos a hacer; últimamente tengo la impresión de apartarme mucho de mi Iglesia.
Al final me he decidido a hacer el sermón sobre Jennie. Siempre me disuadía el miedo al ridículo.
Después de su llegada, he puesto en la cadena de música una de mis obras favoritas de música religiosa, el Réquiem de Duruflé. Se ha calmado y se ha sentado en el suelo, a escuchar. Yo le he dicho por señas que era una obra sobre Dios. Jennie me ha mirado interesada, pero no ha contestado.
24 de febrero de 1971
Esta noche he oído una ardilla dentro de la chimenea, y ahora tengo miedo de encenderla. Creía que en invierno las ardillas hibernaban.
Hoy Jennie ha estado muy vivaracha. Ha empezado a dar golpes a la cadena de música para hacerme saber que le apetecía oír música, y yo no me he hecho rogar. Le he puesto la Passacaglia y fuga en Do menor de Bach. Le encanta la música para órgano a todo volumen, y está contentísima de haber descubierto el botón para subirlo. Lo toca cada vez que le doy la espalda, quizá con la esperanza de que no me dé cuenta.
Hemos estado mirando el último número de Pennies from Heaven, y al llegar a un dibujo de Jesús resucitando a Lázaro, Jennie ha empezado a hacer signos. Primero aparecía Lázaro con una túnica, echado en el suelo, y después en el momento de levantarse, con una luz radiante alrededor de la cabeza. Jennie ha empezado a señalar el dibujo, preguntando por señas ¿Qué ser esto?, y yo he intentado explicarle la historia de Lázaro. Ha sido una conversación bastante peculiar, y en cierto modo asombrosa, la verdad sea dicha. Transcribo las partes más relevantes de mis notas sobre Jennie.
Yo: Hombre muerto.
Jennie: ¿Qué?
Yo: Hombre muerto.
Jennie: ¿Qué? (Creo que quería decir ¿Por qué?).
Yo: Hombre muerto, Jesús hacer hombre vivo.
Jennie miraba la imagen fijamente, como si le interesase mucho. Yo he pensado que probablemente no lo entendiera. Ha repetido cinco o seis veces ¿Qué?, despacio, y al final ha hecho el signo de Muerto, muerto, muerto, muerto. Lo repetía sin parar. He vuelto a explicarle la historia: Hombre muerto, Jesús hacer hombre vivo. Ella ha fruncido el entrecejo, se ha rascado y ha emitido unos cuantos grititos, como si estuviera muy ensimismada.
Después ha hecho un signo seguido por la palabra «muerto», así: ———— muerto. Lo único que he encontrado en el diccionario de ASL para el signo ———— ha sido bicho, pero claro, no debe de ser eso… Jennie ha seguido haciendo los signos de ———— muerto con bastante insistencia. Al mismo tiempo daba todas las muestras posibles de perplejidad, como si le pareciera misteriosa la palabra «muerto» en sí. Lo cual sería lógico. Es una de las cuestiones más antiguas y desconcertantes a las que hizo frente la humanidad hasta que Dios se reveló a través de su hijo Jesucristo, momento en que la muerte perdió todo su misterio. Espero que Jennie llegue a entenderlo en algún momento de su vida, aunque es posible que esté más allá de sus capacidades intelectuales.
Hemos seguido con nuestra peculiar conversación.
Yo: Jesús hacer hombre muerto vivo.
Jennie: Hombre muerto, muerto, muerto.
Yo: Hombre muerto. [He señalado el dibujo.]
Jennie: ¿Muerto qué?
Yo: Hombre.
Entonces Jennie se ha enfadado y ha hecho varias veces los signos de ¿Muerto qué?, a gran velocidad. Al darme cuenta de que debía de preguntar «¿qué es estar muerto? ¿qué es la muerte?», he contestado: Muerte como dormir.
Ella ha dado una patada en el suelo y ha chillado. Primero hacía signos de ¡Muerto! ¡Muerto!, y después de
¿Muerto qué?
Mi reacción ha sido tumbarme en el suelo y hacerme el muerto. Se ha callado. Al mirar con disimulo, he visto que me observaba con una mueca horrible de miedo. ¡Pobre, se había pegado un susto! Me he levantado rápidamente. Entonces ella ha hecho varias veces el signo de Abrazo. Ha cogido el libro, lo ha tirado al suelo y ha empezado a darle patadas por toda la sala. Evidentemente, la muerte es un tema de tan mal gusto entre los chimpancés como entre los seres humanos.
Pero yo no quería cambiar de tema. Tenía la intuición de que estábamos a punto de dar un paso importante. El miedo a la muerte es lo que lleva a muchas personas hacia Dios. A menudo he pensado que si Dios nos dio este miedo tan grande fue justamente para eso. En consecuencia, aunque me resultara doloroso, he introducido a Reba en la conversación.
He dicho por señas: Reba muerta.
Jennie me ha mirado.
¿Te acuerdas de Reba?, he preguntado yo.
Jennie ha hecho el signo de Reba.
Reba muerta, he dicho yo.
Jennie ha hecho varias veces el signo de ¡Reba!, como si ya no se acordara de ella, y lo ha mirado todo con los ojos muy abiertos. Sospecho que se ha dado cuenta por primera vez del tiempo que llevaba sin ver a Reba.
Rápidamente se ha dado la vuelta, ha subido corriendo por la escalera y ha empezado a dar golpes en la puerta del antiguo dormitorio de Reba. La tengo cerrada, pero no con llave. Yo iba detrás. Cuando he llegado, Jennie ya había abierto la puerta del dormitorio, y estaba en el umbral. Ha dado media vuelta, se ha cruzado conmigo en el distribuidor, ha bajado corriendo (tan deprisa que me costaba seguirla) y se ha metido en la cocina, el otro sitio donde solía estar Reba. Me la he encontrado en medio de la cocina, con cara de perplejidad.
Ha dicho: ¿Dónde Reba?
Reba muerta, he contestado yo por señas. Reba en el cielo. Me iba el pulso muy deprisa, con una mezcla de pena y de impaciencia. Tenía la corazonada de que en la inteligencia de Jennie se estaba fraguando una revelación muy profunda, y al mismo tiempo sentía una tristeza inmensa.
Jennie ha vuelto a hacer con las dos manos los signos: ¿Dónde Reba?
Reba muerta, he repetido yo. Reba en el cielo con Dios. He señalado hacia arriba. Reba muerta, en el cielo. Reba con Dios.
Ponía tal cara de incomprensión que le he preguntado por señas: ¿Qué piensas, Jennie?
Ella me ha mirado, ha vuelto a hacer los signos de ¿Dónde Reba? y ha dado una patada en el suelo, enfadada.
Entonces me he acordado del gatito que tuvo hace años, el que se murió al cabo de poco tiempo, y le he dicho por señas: ¿Recordar gato? ¿Gato de Jennie? Gato de Jennie muerto. Reba muerta. Igual. Igual.
Jennie me ha mirado, muy callada. Yo he repetido: Gato de Jennie muerto. Reba muerta. Igual.
Su reacción ha sido de lo más dramática. Se ha quedado muy quieta, pero se le han erizado despacio los pelos, y ha empezado a balancearse sobe los nudillos a la vez que emitía una especie de chillido gutural rarísimo; algo que yo nunca había oído, pero que evidentemente expresaba una profunda angustia. No sé si tenía miedo o pena. Sospecho que lo primero.
Después ha hecho varias veces los signos de Gato de Jennie, hasta que se ha sentado en un rincón, de cara a la pared, y se ha abrazado a sí misma mientras gritaba en voz baja. No me dejaba acercarme ni consolarla, cosa muy rara en ella. Yo estaba confuso, desgarrado entre la idea de que Jennie, a su manera, participaba de mi dolor, y la duda de si en realidad no estaría experimentando ese miedo de la muerte tan intenso e imposible de aliviar que entra a muchos no creyentes en los años centrales de su vida. Me costaba respirar.
He intentado consolarla, dentro de mis limitaciones. Reba contenta. Reba en el cielo. Reba con Dios y Jesús. Jennie, que se balanceaba sin parar, ha seguido haciéndose a sí misma los signos de Gato de Jennie y de Reba Reba Reba, perdida en una emoción íntima y poderosa, sin prestarme la menor atención. Al final le he cogido la mano y la he llevado a su casa. Estaba pasiva, indiferente.
La conciencia de la muerte (que, por extraño que parezca, en cierto modo equivale a la conciencia del bien y el mal) es el peso más terrible que deben llevar los seres humanos. Ahora me pregunto si no he sido cruel al imponérselo a Jennie.
[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]
En otoño de 1971 nos dimos cuenta de que Jennie crecía muy deprisa. Parecía más grande y fuerte cada día, más segura y menos dependiente. Se le pasaron muchos de sus hábitos infantiles; dejó de montar guardia obsesivamente sobre sus juguetes y empezó a estar más cómoda con los desconocidos. Ya no tenía tantas rabietas, aunque las que tenía eran más largas y violentas.
Al mismo tiempo, nuestro hijo pasaba por el trance de la adolescencia. Se dejó el pelo largo y fue a una manifestación contra la guerra de Vietnam en la plaza de Kibbencook. Era un acto pacífico (una marcha con velas por la paz), al que insistimos en acompañarle, en parte porque estábamos de acuerdo con los manifestantes, pero sobre todo porque no queríamos que detuviesen o hiciesen daño a Sandy si la policía se extralimitaba en su respuesta.
Los manifestantes quedaron al anochecer en el aparcamiento del instituto y fueron por Grove Street hasta la torre del reloj de la plaza del pueblo. Había cientos de personas, sobre todo chicos del instituto, y varios padres preocupados. Sandy y sus amigos llevaban flores en el pelo, y velas en las manos. Lea y yo íbamos detrás, tan atentos a ellos como a la policía. Teníamos miedo de que alguno de los amigos menos inteligentes de Sandy encendiera un porro de marihuana, dándole a la policía una razón para detenerlos a todos.
Se cogieron de las manos y cantaron Give Peace a Chance. Jennie iba en medio. No tema ni idea de lo que pasaba, pero le gustaba que hubiera tanta gente, y que cantaran, y que se palpara el entusiasmo en el ambiente. Estaba en su elemento.
Todo el recorrido de la manifestación estaba sembrado de policías, y de una unidad de la Guardia Nacional, pero sin pistolas desenfundadas ni gas lacrimógeno. La policía se comportó. La única nota desagradable la dio un grupo de hombres de clase trabajadora con chaquetas de cuero que se burlaban y gritaban contra nuestra manifestación. Kibbencook no era un semillero de radicales. Hasta las marchas antibélicas se organizaban con cierto decoro. Fue una manifestación suburbana de cabo a rabo.
Durante la marcha, Jennie se portó de maravilla. No alborotó, no atacó a la policía, no quemó la bandera ni escupió a la Guardia Nacional. Lo cierto es que era todo un espectáculo ver a aquellos adolescentes tratando como amigo a un simio; amigo bastante especial, todo sea dicho. Jennie hacía señas a los amigos de Sandy hasta el agotamiento, pero, sin la traducción de Sandy, ellos no entendían ni jota. De hecho no parecía importarles mucho, ni tampoco a Jennie, que de alguna manera siempre se hacía entender.
Vino la prensa, y al día siguiente el Kibbencook Townsman publicó en primera plana una foto de Jennie y una fila de manifestantes cogidos de la mano. Hubo varias cartas al director de lo más groseras, con comparaciones de pésimo gusto entre Jennie y los manifestantes. Sandy se enfadó y replicó con una carta al director en la que señalaba que quizá los chimpancés fueran más inteligentes que algunos políticos americanos, ya que la guerra no existe entre los monos. Claro que eso fue antes de las observaciones de la doctora Jane Goodall sobre conflictos mortales entre dos grupos de chimpancés en Gombe…
A mí la manifestación me impresionó. Fue muy conmovedor ver preocupados a los jóvenes por la moralidad de nuestro papel en Vietnam. Es posible que muchas de sus ideas fueran ingenuas o llenas de exceso juvenil, pero tenían el corazón donde hay que tenerlo. Fue una de las primeras veces en la historia de Estados Unidos en que una parte importante de la población puso en duda la moralidad de la guerra; no solo de una guerra concreta, sino de la guerra en general. No estaban dispuestos a aceptar ciegamente los valores de sus padres.
Sandy acababa de cumplir catorce años. Yo tuve la impresión de presenciar el inicio de un cambio radical en el país. Estaba muy emocionado. Me parecía posible que la horrible experiencia de Vietnam sirviera para convertir Estados Unidos en lo que habían deseado los padres fundadores, un país con un objetivo moral dentro del mundo, un país preocupado por sus ciudadanos. Tal vez viéramos el final de la cínica versión de la realpolitik de Nixon-Kissinger.
Al final no ha sido así, pero bueno, ahora somos todos un poco más viejos, y un poco más sabios.
Poco después de la manifestación, me compré una cámara muda de ocho milímetros Trans-Lux, un proyector y unos focos. Mi esperanza era recoger en película el aspecto infantil y juguetón de Jennie antes de que desapareciera por completo. Casi no estuve a tiempo.
Empecé a filmar a Jennie en casa, haciendo lo normal de cada día: comer, regar con la manguera, correr por la casa, jugar con Sandy… El día en que me devolvieron revelada la primera serie de películas, montamos la pantalla y nos dispusimos a pasar una velada de cine casero. Teníamos curiosidad por la reacción de Jennie al verse a sí misma en la pantalla. Tenía un ramalazo exhibicionista que era un requisito imprescindible para ser estrella de cine.
Cuando se apagaron las luces y parpadearon los primeros fotogramas, Jennie se quedó inmóvil y muy atenta. De repente apareció en pantalla su imagen sentada en el taburete del piano, aporreando las teclas de nuestro viejo Weser vertical. Al verse en pantalla, emitió un grito corto, se levantó y empezó a saltar de emoción, señalando la pantalla. Después empezó a hacer el signo de Jennie, mientras seguía señalando. Si hacía falta alguna prueba de que era consciente de sí misma, ya la teníamos.
Sí, dijo Sandy por señas, es Jennie tocando el piano.
¡Jennie yo!, fue la respuesta de Jennie, que se acercó a la pantalla para examinar su imagen de más cerca. Su sombra lo tapó todo. La tocó con el dedo, gruñendo de extrañeza. Después fue al proyector e intentó mirar por el objetivo, pero la luz era tan fuerte que se apartó con una mueca, parpadeando. Intentamos convencerla de que se sentara a mirar la filmación, pero cada vez que aparecía su imagen en pantalla volvía a levantarse y a dar saltos, chillando de entusiasmo.
Fue curioso presenciar su reacción. A cada cambio de escena, Jennie explicaba por signos lo que sucedía: Jennie comer, o Jennie mojada, o Fuego fuego, en el momento en que salía sacando del fuego las manzanas asadas. Una vez la filmamos persiguiendo a uno de los perros del vecindario. Ella se levantó con un grito de burla y corrió hacia la pantalla haciendo signos de ¡Malo! ¡Vete! En otra escena le dábamos una hamburguesa llena de pepinillos y ketchup. Queríamos tener registrados para la posteridad sus modales en la mesa. En el momento en que la Jennie de la película tiraba al suelo la hamburguesa, la de verdad se rio y empezó a dar vueltas, mientras decía por signos: ¡Jennie mala! ¡Jennie mala, mala!
Uno de los momentos de mayor interés fue cuando Sandy trajo a casa una serpiente que había encontrado por los campos de Maine, una falsa coral. Nosotros, que conocíamos el miedo irracional y la aversión de Jennie a las serpientes, la pusimos en una caja de zapatos y la dejamos en la mesa del salón. Yo situé la cámara en lugar estratégico para filmarlo todo, mientras Sandy llamaba a Jennie, que estaba en el huerto.
Jennie llegó bamboleándose, entró en casa y corrió al salón. Tenía unas facultades de observación increíbles. Siempre se daba cuenta de cualquier novedad en la distribución de las habitaciones. Enseguida vio la caja de zapatos, y frenó en seco. Acercó la mano, queriendo tocarla… y de repente la apartó, a la vez que se le erizaba el pelo de miedo. Todavía no sé cómo averiguó que había una serpiente en la caja. Los chimpancés no tienen el olfato más desarrollado que los hombres; por otro lado, las falsas corales son limpias, y no se les percibe ningún olor.
Jennie cogió la mano de Lea, gimió y dio un par de patadas en el suelo, pero no retrocedió. Le podía la curiosidad. Se acercó, arrastrando a Lea de la mano, dio una palmada a la caja y se escondió detrás de Lea.
La caja no se abrió.
Entonces Jennie le hizo a Lea los signos de Abrir caja, pero ella se limitó a responder: Jennie abrir caja.
Rápidamente, Jennie dio otro paso hacia la caja y le propinó un manotazo más fuerte que la tiró al suelo, haciendo aterrizar a la serpiente en la alfombra.
Entonces pegó un grito aterrador y corrió hacia la puerta, donde empezó a balancearse sobre los nudillos, a la vez que gritaba y daba patadas en el suelo como un tambor. Corrió de nuevo hacia la serpiente, pero se paró a medio camino, y tras desahogar su rabia con puñetazos y patadas en el suelo, se batió en retirada hacia la puerta. Su magnífica interpretación pasó desapercibida a la serpiente, que o bien estaba aturdida por la caída, o bien simplemente adormilada en una alfombra tan blanda.
Jennie hizo signos de ¡Mala! ¡Mala! y se lanzó de nuevo hacia la serpiente, con la ya consabida retirada, pero no sirvió de nada. La serpiente se quedó en el mismo sitio, sacando y metiendo la lengua. Sandy fue a cogerla, y al final convenció a Jennie de que la tocase de lejos, cosa que Jennie hizo estirando el brazo al máximo, y apartando la cara con una mueca de miedo. Yo lo filmé todo. Harold Epstein y la doctora Prentiss vieron la película con gran interés, y todos llegamos a la conclusión de que los chimpancés debían de tener programado genéticamente el miedo a las serpientes, a la vez que la capacidad de detectarlas en sus escondrijos, don que los seres humanos hemos perdido.
Durante el año siguiente rodé miles de metros de película de Jennie y Sandy: los dos asando malvavisco y bailando alrededor de una fogata en el campo de detrás de la granja, los dos en bicicleta por el barrio, Jennie y el reverendo Palliser saludando a la cámara… La cámara puso al descubierto una limitación de la inteligencia de Jennie: nunca llegó a relacionar la cámara con las películas caseras que veíamos más tarde. De resultas de ello, se dejaba filmar sin estar cohibida. En eso contrastaba mucho con Sandy, que cada vez se molestaba más al ser filmado. Ya había cumplido quince años, y como la gran mayoría de los adolescentes, era de una timidez angustiosa.
Jennie se aproximaba a la pubertad, y se cumplió el vaticinio de Harold Epstein: cada vez era más rebelde. Siempre había puesto «a prueba» los límites de su poder, pero al cumplir ocho años las pruebas a las que nos sometía se hicieron más estridentes y agresivas. A veces ni siquiera sabíamos cómo plantarle cara.
La rebeldía de Jennie a los ocho años iba en paralelo a la de Sandy a los quince, con el resultado de que muchas veces desafiaban juntos la autoridad paterna. Era una conspiración en la que el uno minaba nuestros esfuerzos por imponer disciplina al otro. Si yo me enfadaba con Sandy por algo, no era inhabitual que Jennie empezara a erizarse, a ladrar y a ponerse chula conmigo, su clásica actitud de amenaza. Cuando intentábamos regañar a Jennie, Sandy decía muchas veces: «Dejadla en paz», o «Venga, Jennie, vámonos». Entonces la expresión arrepentida de Jennie se borraba, y nos miraba con insolencia pura y dura.
Me acuerdo especialmente de una vez en que Jennie había estado aporreando demasiado tiempo el piano mientras yo intentaba trabajar, y le grité que parara. Sandy estaba en la habitación leyendo un libro. Jennie dejó de tocar y bajó del taburete, encogida y con una expresión de culpabilidad. Entonces Sandy dijo.
—¿Por qué no paras de meterte con Jennie? Siempre estás encima de ella, intentando controlarlo todo, y que haga esto y no haga lo otro.
Fue como si Jennie entendiera sus palabras, porque volvió a encaramarse al taburete y tocó varias teclas. Cuando volví a gritarle, empezó a hacer girar el taburete, con un signo de Puaj a cada vuelta. Después dio varios golpes en las teclas con toda la insolencia del mundo, para dejar bien claro el mensaje.
Ahora, con la distancia lenitiva de los años, me doy cuenta de lo cómica que era la escena, con un chimpancé y un adolescente rebeldes haciéndole la vida imposible a un padre, pero en aquel momento me enfadé mucho. A los padres, sobre todo hombres, les cuesta entender a los hijos rebeldes y reaccionar de manera adecuada, pero lo que ya es insoportable es tener a dos que se apoyen entre sí. Con su actitud de desafío, Sandy y Jennie me hacían sentirme impotente, rechazado y trasnochado. Me hacían sentirme como un inútil entrado en años.
[De una entrevista con la doctora Pamela Prentiss.]
Parece que se me ha roto esta mierda de grabadora. ¿Me mandará una copia de las cintas? Gracias.
Francamente, me decepciona que no haya leído los artículos. ¿Cómo puede escribir un libro sobre Jennie sin leer todo esto? Ha tenido todo un mes. Ya sé que es mucho, pero es información que tiene que saber.
A ver… Por aquí tengo algo para usted. Es lo que llamamos un análisis de matriz. Un gráfico tridimensional por ordenador. Lo hice yo misma, con la unidad central IBM 3000 que había en Tufts. Hoy en día se podría hacer con un simple PowerBook Macintosh, pero bueno, el caso es que refleja los progresos de Jennie con el lenguaje. Debería incluirlo en el libro. Es muy importante.
Mire: el eje X es el tiempo, y el eje Y es la cantidad de veces que se hace cada signo por unidad de tiempo. El eje Z es la media de palabras por emisión. ¿A que es una maravilla? Fíjese: después de dieciocho meses, la habilidad lingüística de Jennie aumentó vertiginosamente. ¿Ve este pico? ¡Parece el Everest!
Aquí, en 1972, se ve que ya usaba con regularidad ciento cuarenta signos en emisiones de dos y tres palabras. Es alucinante. No, eso es el eje Z. Es que es tridimensional… No me extraña, porque lo tiene puesto de lado. Cada punto consiste en tres grados de libertad, tres variables. Si no lo ve, no puedo explicárselo. A veces no sé por qué me tomo tantas molestias.
En 1972 el proyecto tenía cuatro años, y Jennie había aprendido más de ciento cincuenta signos. Era increíble cómo hablaba por señas. ¿Ve este valle, este bajón? No, aquí, en el gráfico… Pues fue una decepción. Nosotros esperábamos que cuantos más signos aprendiera más largas y complejas se harían emisiones, hasta que formara frases. Si hubiera sido así, aquí habría una superficie lisa, y no este bajón. Esto de aquí, que parece un cañón, ¿lo ve? Por mucho que aumentara el vocabulario de Jennie, sus emisiones seguían siendo de entre una y tres palabras. Las de cuatro eran excepcionales, y solo conseguías que formase una cadena de cinco palabras insistiendo mucho.
Le costaba crear la forma sujeto-verbo-objeto directo que aprenden con toda naturalidad los niños humanos. En inglés, claro, porque en otros idiomas es diferente. Está todo explicado en los artículos que le di.
El caso es que Jennie tenía dificultades en pasar de dar pelota a dar pelota a mí. El concepto del objeto indirecto (como en dar pelota a Sandy) estaba fuera de su alcance. Podía entenderlo, pero no decirlo.
Su sintaxis era muy pobre. Pésima. Al hacer análisis estadísticos de sus emisiones, solo encontramos una correlación muy vaga con la sintaxis correcta. Quiero decir que casi hacía tantas veces los signos de pelota dar que los de dar pelota. Como era previsible, nuestros enemigos (me refiero al gilipollas de Craig Miller, de Penn) se aferraron a ello para decir que sin sintaxis no había lenguaje, lo cual es una chorrada de tomo y lomo, perdone que se lo diga. ¡Si ni siquiera todos los idiomas humanos usan construcciones sintácticas! Como el latín. ¡Habrase visto! Miller era un tonto del bote. Nos la tenía jurada. ¡Anda, si aún tiene encendida la grabadora! Pues eso no lo ponga. [Risas.]
No me malinterprete. No es que nos decepcionaran los avances de Jennie; es que la rapidez increíble con que aprendió durante los primeros tres años hizo crecer como la espuma nuestras esperanzas, y pensábamos que el resultado serían frases cada vez más complejas. Cosa que no sucedió. En los chimpancés de nuestra colonia encontramos la misma «meseta», aunque con un nivel más bajo de vocabulario. Era una gran diferencia respecto al aprendizaje del lenguaje por parte de los niños humanos; algo muy interesante, pero sin la trascendencia que le daba Miller.
¿Se ha leído las transcripciones que le di? ¿«Conversaciones con un chimpancé»? Muy bien. Pues no hay manera de que me lo publiquen, oiga. Desde lo de Proxmire no quieren ni tocar el libro. En fin, si lo ha leído habrá visto lo increíble que era la comunicación entre nosotras dos. Parecía mentira cómo nos entendíamos Jennie y yo. Lo que no se ve en las transcripciones es el lenguaje corporal. Por ejemplo, en ASL las preguntas no se indican con ningún signo especial, ni siquiera con la sintaxis, sino con una pausa y una expresión interrogante, levantando las cejas. Igual que en italiano. Así: Jennie come, y ¿Jennie come? [La doctora Prentiss hace una demostración.] ¿Lo ve? Los signos son iguales, pero lo importante es el lenguaje corporal.
Si ha visto a alguien que domine el ASL, se habrá fijado enseguida en que participan todo el cuerpo y toda la cara. Fíjese en mí. Voy a contarle algo sobre Jennie. En ASL. ¡Huy, espero acordarme después de tantos años! Pero en vez de limitarme a articular las palabras (como los verdaderos traductores de ASL, para ayudar a que les lean los labios), las pronuncio. ¿Lo ve? Allá voy. [La doctora Prentiss se levanta y hace una demostración.]
Hace un tiempo, Jennie y Pam ir a pasear. Pasear, pasear, pasear hasta riachuelo. Mirar agua. ¿Jennie querer nadar? ¡No! ¡El agua no gustar a Jennie! Jennie y Pam ir a árbol Jennie trepar, trepar, trepar por árbol. ¡Jennie ver todo! ¡Jennie reina de todo! Jennie aullar. Todo el pueblo oír a Jennie. Pam no poder trepar. Pam quedarse abajo. Pam llorar, llorar, llorar.
¿Ve lo que quiero decir? Participa todo el cuerpo.
Uno de los grandes mitos sobre el ASL es que es un lenguaje «artificial» o «inventado». Para nada. El ASL tiene raíces tan claras en la biología y la evolución como el lenguaje hablado. ¿Sabía que investigando a los gorilas se ha demostrado que se comunican por gestos? Pues mire lo que voy a decirle: Es muy posible que, dentro de la evolución del ser humano, al lenguaje hablado le antecediera un lenguaje parecido al ASL, una especie de lenguaje con gestos y vocalizaciones. Las vocalizaciones fueron sustituyendo gradualmente a los gestos, porque hablar es mucho más práctico que hacer gestos. Todo este material es increíble, en serio.
Entre Jennie y yo la cosa iba mucho más allá de los simples signos. Nos intercambiábamos muchísimo más que lo que se ve en las transcripciones. El nivel de comunicación era tan alucinante que habría sido imposible de cuantificar.
Jennie y los otros chimpancés tenían el don de transmitir información mediante la expresión facial, los gestos y el lenguaje corporal. Las emisiones casi nunca pasaban de tres palabras, pero las expresiones faciales y el lenguaje corporal se fueron haciendo cada vez más sofisticados. ¿Sabe cuál era el problema? La dificultad de cuantificar el resultado. En cierto modo era una especie de telepatía, pero claro, eso no tiene nada de científico, ni de cuantificable… Si en una reunión yo dijera algo así, se reirían tanto que tendría que irme. Nadie sabe qué es el lenguaje. En todo caso, no se limita al habla. Pero a ver quién se lo explica a algunos de esos lingüistas estructurales tan reduccionistas…
El caso es que yo tengo mi teoría. Estoy convencida de que los seres humanos, a la hora de enseñar ASL a chimpancés y gorilas, topábamos con un sistema natural de comunicación que ya funcionaba. Lo único que hacíamos era potenciarlo. Se trata de una simple opinión personal, que no me atrevería a poner por escrito. Son cosas que nunca tuvimos ocasión de analizar, por la dureza de los ataques al proyecto Jennie.
Teníamos previsto un proyecto de seis años, que acabó siendo de cinco. Hacia el final tuve bastantes problemas con Jennie. Empezaba a notarse el ambiente incoherente y caótico de la casa de los Archibald. Jennie se volvió muy desobediente. Se le contagiaron muchas de las maneras de la señora Archibald. Muy agresiva.
Siento mucho tener que decirle que los Archibald empezaron a dar alcohol a Jennie. Siempre bebían por la tarde-noche; se tomaban un cóctel antes de cenar, y una copa de vino durante la cena, y aunque parezca mentira dejaron que Jennie hiciera lo mismo. Casi cada noche. Yo intenté impedirlo, pero no sirvió de nada. Seguro que le parece increíble, pero lo sabía todo el mundo. No tengo más remedio que explicarlo porque es la pura verdad. Para que vea que la situación en casa de Jennie no era precisamente la ideal.
Cuando Sandy era pequeño, mi relación con él era muy buena. Era un niño muy inteligente. Es un genio, para usar una palabra muy gustada; quiero decir gastada. ¿De dónde saldrá este lapsus freudiano?
Al entrar en la adolescencia se enemistó conmigo. Le venía de su madre. Empezó a acusarme de las cosas más tontas y descabelladas. Hacía que Jennie se acostara tarde, y después, cuando llegaba yo, ella tenía ojeras y se enfadaba por cualquier cosa. Sandy interrumpía nuestras sesiones. Le decía a Jennie cosas sobre mí a mis espaldas, aunque ella nunca llegó a rechazarme. ¡Qué va! Me quiso hasta el final. Su amor hacia mí era tan fuerte que los Archibald no habrían podido socavarlo de ninguna manera.
Cuando Sandy entró en la adolescencia, se rebeló, y fue un pésimo modelo para Jennie. Sandy iba de «radical» hippy, pero claro, de radical no tenía nada; solo era un adolescente blanco mimado de clase media. Nunca corrió el riesgo de que le llamaran a filas, lo cual no le impidió manifestarse y pedir que quemaran los bancos.
A Jennie se le contagiaron muchas costumbres malísimas de Sandy. Estoy prácticamente segura de que fumaba porros, y es posible incluso que tomara LSD con Sandy o sus amigos.
El golpe de gracia al proyecto fue en 1973. Yo esperaba que renovasen la subvención del NSF para aquel año. Era automático. El NSF casi nunca corta subvenciones a medio proyecto de investigación, y menos cuando los resultados son tan espectaculares como los nuestros, pero había otros factores de por medio. ¿Se acuerda del senador William Proxmire, y de sus premios «Vellocino de Oro»[3]? El botarate de Proxmire se dio cuenta de que podía conseguir votos criticando investigaciones científicas subvencionadas por el gobierno que él no entendía. Sabía de ciencia lo mismo que un alumno de quinto. Cada año elegía unos cuantos proyectos que le parecían sin interés y les daba un premio.
¡Madre mía! Nunca se me olvidará la mañana que abrí el New York Times y me enteré de que a nuestro proyecto lingüístico con chimpancés le habían dado un Vellocino de Oro. Estaba en primera plana. Me dio ganas de vomitar. Proxmire decía que los contribuyentes del país habían malgastado quinientos cincuenta mil dólares para enseñar a cinco chimpancés a hablar por signos. ¿Qué podía decir un chimpancé que fuera de algún interés? Es lo que preguntaba Proxmire. Pues aquí están los comentarios de los chimpancés, negro sobre blanco, después de medio millón de dólares en clases de inglés (decía): «¡Dar plátano!», y «¡Tengo que ir al orinal!». ¡Leyó partes de uno de mis artículos en el senado! Pretencioso de mierda… Hice mal en no denunciarle, al muy cabrón. Después metía todo un rollo sobre que los jóvenes no podían pagarse cinco mil dólares para ir a la universidad, mientras que se gastaban millones en enseñar a chimpancés. Como si el dinero se lo hubieran quitado a buenos estudiantes. Pedazo de gordinflón…
Total, que aunque estuviéramos teniendo resultados espectaculares, y buenísimas críticas por parte de la comunidad científica, nos cortaron la subvención. Quedarnos sin el dinero del NSF no habría sido el fin del mundo, pero resulta que desde lo de Proxmire ninguna fundación privada quiso saber nada del proyecto. Nos retiraron todo el dinero. Eramos los leprosos de la ciencia. Detrás de todo estaba aquel tío de Penn, Craig Miller, que dio alguna excusa para conseguir filmaciones de Jennie, y las analizó. Llegaron a la conclusión de que todo lo que decía Jennie estaba inducido. Según ellos, prácticamente todos los signos de Jennie repetían algún signo que acababa de hacerle su profesora. Encima volvieron a sacar la chorrada de la sintaxis. Sin sintaxis no existía lenguaje. ¡Pues a ver qué pasa con el latín! ¡Si ni siquiera sabían latín, los muy imbéciles! ¿De qué colegio saldrían?
En fin, que las conclusiones las sacaron unos tíos que nunca habían estado con chimpancés. Dos horas de vídeo no dan para nada. Yo me he pasado cinco años con cinco chimpancés, y entre los seres humanos y los chimpancés hay una infinidad de modos de comunicación que no se pueden cuantificar. El lenguaje corporal, la vehemencia y rapidez de los gestos, la expresión facial… Para entender lo profundo de la comunicación había que estar ahí. Con tantos enemigos sueltos, y un senador en contra, nos dejaron para el arrastre.
La investigación había sido carísima. Mantener la finca Barnum, pagar a los profesores, adiestradores y vigilantes de la colonia de chimpancés veinticuatro horas al día, mis horas de clases a Jennie, las miles de horas gastadas en analizar y procesar los datos… No se puede imaginar lo caro que sale un entorno humano de investigación de chimpancés. Seguro que a Miller le habría encantado que los encerrásemos a todos en jaulas de un metro por dos. Al quedarnos sin subvención, tuvimos que parar enseguida el proyecto.
Fue una pérdida gravísima para la ciencia. No podría explicárselo. Pero también afectó a Jennie. Fue el principio del fin.
[De un editorial del Boston Globe, 1 de febrero de 1973.
Reproducción autorizada.]
Cada año, el Congreso y la opinión pública esperan impacientes el «Vellocino de Oro» del senador William Proxmire. Hace tiempo que el senador Proxmire se dedica a controlar a la comunidad científica en busca de proyectos de investigación superfluos, innecesarios o simplemente absurdos, de los que procede a informar. Tales proyectos, que suponen un despilfarro mayúsculo para el contribuyente, reciben el máximo galardón del senador, conocido como Vellocino de Oro. Muchos de los proyectos que se alzan con el premio parecen divertidos hasta que se analiza su coste.
Este año, el senador Proxmire ha concedido su no muy anhelado premio a un proyecto que se desarrolla justo aquí, en Boston, en el marco de un esfuerzo conjunto sufragado por la Universidad de Tufts y el Museo de Historia Natural. Desde su puesta en marcha, en 1967, se ha invertido más de un millón de dólares de la National Science Foundation en el proyecto. ¿Que de qué va? Pues de enseñar a chimpancés a «hablar» usando el Lenguaje Americano de Signos.
La pregunta es la siguiente: ¿Necesitamos de verdad a chimpancés que hablen? Los partidarios del proyecto dicen que están desentrañando los secretos del lenguaje humano, pero es una idea que cuestiona el senador Proxmire (respaldado por toda una eminencia de la Universidad de Pensilvania, el doctor Craig Miller). Lo único que ha dado de sí el proyecto son una serie de comportamientos imitativos elaborados por parte de los monos. No se ha obtenido nada parecido a una comunicación real, es decir, al lenguaje, y eso después de gastarse medio millón de dólares del erario público. En un país donde se están deteriorando los centros urbanos, donde hay niños con hambre, y personas que pasan frío en pisos sin calefacción porque no pueden pagar el combustible, seguro que hay mejores maneras de invertir medio millón de dólares.
Por eso le decimos al senador Proxmire: ¡Leña al mono! (y nunca mejor dicho).
[De una carta al director publicada en el
Boston Globe el 11 de febrero de 1973.]
Apreciado director,
¿Conque le parece que no hacen falta chimpancés parlantes? Pero ¿alguno de los listillos de su redacción se ha tomado la molestia de venir a Kibbencook a ver a nuestro chimpancé «parlante»? Se llama Jennie, y forma parte de nuestra familia; se comunica con quienes la rodean mucho mejor que la mayoría de los niños de su edad. Por las mañanas, al abrir su periódico, casi se me atraganta la jerigonza de lo que intentan colar como «noticias». Si a eso usted lo llama «comunicación», se merece el Vellocino de Platino. ¡En cuanto a Craig Miller, no ha visto a Jennie ni una sola vez! ¡Ni una! ¡Dígame qué puede saber! O, como diría Jennie, «¡Puaj!».
A mí me parece que lo que no hace falta son redactores parlantes.
Atentamente,
LEA ARCHIBALD
[De una entrevista con Lea Archibald.]
Sandy se sacó el carnet de conducir a los quince años y medio. Que Dios nos cogiera confesados. Naturalmente, tenía que ir con un adulto en el coche hasta cumplir los dieciséis, o algo así, pero no se arredró por eso. Empezó a llevarse el coche sin permiso, acompañado por Jennie, cómo no. A Jennie le encantaba ir en coche. Se asomaba por la ventanilla y empezaba a hacer ruidos vulgares, mientras enseñaba el dedo a la gente. Tiemblo solo de pensarlo. Hugo no era nada severo, y yo no daba abasto.
Aquel invierno, el de 1973, fue el del gran «suceso», lo que volvió a hacer famosa a Jennie. Hubo una tormenta que lo cubrió todo con una capa de hielo. Yo había salido a comprar, y Hugo estaba metido en su estudio, como siempre. Sandy se llevó el Falcon a escondidas. Se fueron con Jennie al aparcamiento del instituto. El caso es que al volver a casa me encontré con que no estaba el coche, y pensé: qué raro, si Hugo no me había dicho que pensara salir… Justo entonces salió Hugo de su despacho, y le pregunté: «¿Dónde están Sandy y Jennie?».
Él dijo: «¿Por qué, no están aquí?».
Justo en ese momento sonó el teléfono, como si esperara aquella señal. ¡Madre mía! Era la policía de Kibbencook. Estaban desquiciados. Nos dijeron que fuéramos enseguida. Oí un ruido horrible de fondo, que solo podía tener orígenes simiescos. El policía estaba de los nervios, y empezó a gritarme por el teléfono: que si me iban a poner una multa de campeonato por daños y perjuicios, que si habían venido los de control de animales porque Jennie había mordido a un policía, y tendrían que sacrificarla…
Madre mía… Imagínese lo que pensaba yo. Salimos disparados. Todo estaba patas arriba. Ya había llegado alguien de la perrera para recoger a Jennie. Al pobre le daba miedo abrir el cerrojo de la celda donde estaba encerrada. Jennie lo estaba destrozando todo. Válgame Dios… Perdone que me ría; ahora tiene gracia, pero entonces no nos hizo ninguna.
Parece que Sandy había estado derrapando por el aparcamiento. Creo que lo llamaban «hacer dónuts»: hacían girar el coche en círculos por el hielo. En un momento dado llegó la policía, y un agente ordenó a Sandy que saliera del coche. Estaba enfadado, con la típica pose de chulo de los policías. Se llamaba Russo, Bill Russo. Yo a Bill Russo le conocía de años, y era un poco… digamos que limitado. Conocía a Sandy, o debería haberle conocido, pero supongo que con el pelo tan largo no le reconoció. Le parecería algún hippy medio pirado. Resumiendo, que le mandó apoyar las manos en el coche y empezó a cachearle. Bueno, pues ya sabe lo protectora que era Jennie: salió gritando del coche y le dio un mordisco en toda la pierna. Se la abrió lo que se dice en canal. Era un chimpancé muy fuerte.
Russo, tonto de remate como era, sacó la pistola de servicio y apuntó a Jennie. Lógicamente, Sandy se puso hecho una fiera y empezó a gritar, cogiendo la pistola y aferrándose a Jennie. A Russo le dijo de todo: que si cerdo fascista… Cosas por el estilo. Debió de ser horrible pensar que aquel idiota estaba a punto de pegar un tiro a Jennie. De hecho estoy segura de que se lo habría pegado si no llega a impedírselo Sandy. Salvó la vida a Jennie.
Bueno, pues al final metieron a Sandy y a Jennie en la parte trasera del coche y se los llevaron a la comisaría de Kibbencook, la de Washington Street. Los pusieron en celdas separadas, a pesar de que Sandy les había pedido muy correctamente que los metieran en la misma, y Jennie, que odiaba las jaulas… ¡Vaya por Dios! Dejó la celda destrozada. Reventó el colchón, partió el váter, lo desenroscó todo y rompió el grifo. Entonces llegó el de la perrera, aquella cosa gorda y espantosa que tenía miedo de abrir la puerta. Iba a dispararle un dardo tranquilizante a Jennie. Sandy le dijo que Jennie formaba parte de un proyecto científico secreto del gobierno, y que si le hacía daño vendría el FBI y le metería en la cárcel. ¡Imagínese! La verdad es que era tan cómico… No sé si el burro de la perrera se lo creyó, pero el jefe de policía había leído algo sobre Jennie y la investigación, y le pidió que esperase hasta que llegáramos.
Aparecimos justo cuando Bill Russo subía al coche para ir al hospital. Estaba rojo como un tomate, furioso de que le hubiera ganado un chimpancé. Dijo que había que eliminar a Jennie, que Sandy era un peligro para la sociedad, y que qué pasaba, que si se le había muerto el barbero, o si era uno de aquellos hippies radicales que querían una América comunista… Dijo que el día en que un hijo suyo se dejara el pelo de aquella manera, le enseñaría el cinturón por la parte más dura. ¡Imagínese, a mí con ese tono! ¡Vaya por Dios! Yo le dije a Bill Russo que lo que acababa de decir era difamación pura y dura, y que a la siguiente palabra que saliera de su bocaza nos veríamos en el juzgado. Él contestó que en todo caso los que tendrían que responder en los tribunales éramos nosotros, por criar a un mono feroz que había estado a punto de arrancarle la pierna. ¡Madre mía! ¡Cómo me enfadé!
Cuando entramos, Jennie estaba armando la de Dios es Cristo con sus gritos y sus golpes en los barrotes. Hacía tanto ruido que no se oía nada. Hugo fue a las celdas (nada, tres cuartitos al fondo del pasillo) y le dijo a Jennie que se callara. Ella le hizo caso. Tuvimos que pagar una fianza por Sandy, y el hombre de la perrera nos entregó una citación. Dijo que tendríamos que ir al juzgado, pero que mientras tanto él tenía que llevarse a Jennie al depósito.
Hugo estuvo fantástico, muy sereno y paciente. Le explicó quién y qué era Jennie, y por qué era impensable que se la llevasen a la perrera. Soltó unas cuantas indirectas sobre la fuerza de Jennie, y su capacidad de escaparse de cualquier jaula para animales. Casi le mata de miedo, al pobre hombre… El de la perrera dijo que bueno, que dadas las circunstancias era aceptable retener a Jennie en su casa hasta la fecha del juicio, atada a todas horas. Si mordía a alguien más… Hombre, eso ya sería más grave.
Volvimos a casa sin hablar. Hugo estaba furioso, y yo también, la verdad. Ni Sandy ni Jennie abrían la boca. Supongo que eran conscientes de haberse metido en un buen lío. Hugo le dijo a Sandy que fuera a su despacho, y a Jennie le hizo estos signos: Jennie mala, ir al lavabo.
Jennie fingió no reaccionar, pero en cuanto se abrieron las puertas del coche saltó y se escondió en el garaje. Hugo se enfadó todavía más y la encerró durante una hora. Dentro del garaje hacía frío, y Jennie solo llevaba su camiseta del pato Donald y unos pantalones.
Sandy se pasó bastantes fines de semana con la pala, quitando nieve para ganarse el dinero de la multa. Después el juez le retiró el carnet, y no le dejaron conducir hasta los dieciséis años y medio.
Lo más grave de todo fue el juicio a Jennie. Resulta que era verdad que el ayuntamiento tenía derecho a sacrificarla. Kibbencook tenía unas leyes muy estrictas sobre animales, y existía la obligación de sacrificar a cualquier perro que mordiese a alguien con efusión de sangre. A la primera, sin segundas oportunidades.
Imagínese cómo estaría Hugo de preocupado, que contrató a un abogado. Claro, no habría renunciado a Jennie por nada del mundo… Llegados a ese extremo nos habríamos ido a vivir a otra parte.
Era un abogado fabuloso, que se llamaba Alterman, Arthur Alterman. Cobraba cien dólares por hora, pero los valía.
Fue un juicio muy gracioso, sin precedentes en la historia de la jurisprudencia. Bueno, más que un juicio de verdad fue una audiencia; en vez de «fiscal» solo había un juez de derecho administrativo al frente, un italiano bajito que se llamaba Fiorello. De todos modos, el resultado podría haber sido horrible. Era un caso capital.
Russo testificó. Su compañero también. Después compareció el de la perrera a hacer su numerito, rojo de cara y sudoroso. Al final Alterman se puso en pie y llamó a Jennie al estrado.
Me fijé en que al fondo de la sala había un periodista joven que se había quedado dormido. Se despertó en cuanto intervino Jennie, y empezó a buscar un lápiz como un desesperado. Luego, mientras tomaba notas, llamó varias veces por teléfono, intentando que viniera un dibujante.
Alterman había contratado a una intérprete profesional de ASL de la escuela para sordos de Somervüle, una mujer con un currículo impresionante, que estuvo genial. Nosotros habíamos preparado muy cuidadosamente a Jennie, haciéndole ensayar su testimonio. Ensayamos sin descanso lo que tenía que decir, día tras día. Seguro que a un ser humano habría sido ilegal prepararle de aquella manera para testificar.
Alterman no hizo que Jennie subiera al estrado solo para declarar. Nos lo explicó: nada más ver a Jennie con su vestidito azul, y su gran lazo rojo, y verla intercambiar signos con la intérprete, al juez le parecería inconcebible que pudiera ser un peligro para la sociedad, y lo último que se le ocurriría sería ordenar que la sacrificasen. ¿Cómo, si era como una personita?
La intérprete llevó a Jennie y a Hugo al estrado. Hugo y Jennie se sentaron juntos, porque alguien tenía que controlar a Jennie si pasaba algo. ¡Solo faltaba que mordiera al juez, o a un abogado!
Alterman estuvo magnífico. Era un actor. Explicó que la testigo no podía jurar sobre la Biblia porque no era cristiana, lo cual hizo reír mucho al público. ¡De haber estado en la sala el reverendo Palliser, seguro que se habría ofendido! El juez, supongo que para que constase en acta, explicó que el testimonio de Jennie no tendría ningún peso a la hora de establecer los hechos, pero que aun así lo autorizaba. Quería ver en acción al chimpancé que hablaba por señas.
Así que pusieron a Jennie en el estrado. ¡No estaba graciosa ni nada, sentada en una silla enorme de roble con los piececitos asomando, mientras lo miraba todo con el máximo interés! Sus ojitos negros brillaban. ¡Qué pena que no estuviera usted! ¡Se la veía tan pequeña e indefensa en aquella sala majestuosa, con las banderas, el roble en las paredes y el juez con su toga! A ver si me acuerdo de cómo fue. ¿Quiere que le enseñe otra vez los signos? La verdad es que me sorprende lo bien que me acuerdo. Supongo que es como ir en bicicleta.
[Nota del editor: En este momento de la entrevista, la señora Archibald se levantó y acompañó la descripción de las preguntas con una demostración de los signos.]
El señor Alterman solo hablaba con la intérprete. Le pidió que preguntara a Jennie (o «la testigo», como decía él) qué había pasado el día tal de febrero de 1973 a mediodía. La intérprete le dijo a Jennie: ¿Qué pasar? Traducía las respuestas inmediatamente.
Claro, lo que hizo Jennie fue pedir enseguida una manzana, o alguna otra cosa. ¡Manzana! ¡Dar manzana! Se saltó el guión desde el principio. A mí se me cayó el alma a los pies, pero la intérprete tenía la obligación de traducirlo todo.
El juez dio un golpe con el mazo, se puso muy serio y dijo.
—No se puede comer durante el juicio.
Todo el mundo se rio. Me llevé un alivio… Desde aquel momento estuve segura de que ganaríamos. El juez ya se lo estaba pasando en grande. Lo malo es que después dijo.
—Pídale a la testigo que conteste a la pregunta.
La intérprete dijo por señas.
Jennie, manzana no. Después. ¿Qué pasar? Y Jennie contestó: Daño.
¿Quién?, quiso saber la intérprete. ¿Daño quién?
Hombre, fue el signo que hizo Jennie.
¿Hombre dónde?, preguntó la intérprete.
Jennie repetía: ¡Hombre, hombre!
La intérprete le pidió varias veces que señalara al hombre en cuestión, hasta que Jennie señaló directamente a Russo, el policía.
En ese momento el señor Alterman tronó.
—¡Que conste en acta que la testigo ha identificado al agente William H. Russo!
Fue tan emocionante… Aunque, por mucho que me duela, debo reconocer que llevábamos varios días ensayándolo con Jennie, con una foto ampliada de Russo que había encontrado no sé dónde el señor Alterman. Cada pregunta estaba ensayada diez o doce veces.
Bueno, pues cuando Jennie señaló a Russo, se oyó un gran «¡Aaaaah!» en la sala, y vi que el periodista escribía como si le fuera la vida en ello. Supongo que fue la exclusiva de su carrera. Probablemente se hubiera pasado meses haciendo la «guardia» del juzgado de Kibbencook sin ver nada más interesante que algún conductor borracho. Es curioso, pero ahora me pregunto si el señor Alterman no tendría algo que ver con que estuviera el periodista en la sala. No se me había ocurrido. El caso es que el juicio hizo famoso al señor Alterman. Salió hasta en la revista Time.
Vamos a ver… El señor Alterman pidió a la intérprete que preguntase a Jennie a quién había hecho daño el hombre, y por qué. La intérprete preguntó: ¿Hombre daño a quién?, y Jennie contestó: Sandy.
Se oyó otro murmullo en la sala. El juez dio varios golpes con el mazo. Fue muy emocionante, igual que en aquella serie de la tele, Ironside; sabe, ¿no?, la de Perry Masón. Jennie se levantó y empezó a saltar y dar gritos de emoción. Hugo tuvo que sentarla rápidamente. Supongo que desde el punto de vista jurídico era todo muy irregular, pero tenía mucha gracia. Quien más se divertía era el juez. Es que en el fondo no era un juicio de verdad, y no tenía que preocuparse de todas las sutilezas jurídicas.
La intéprete volvió a preguntar: ¿Hombre hacer daño a Sandy?
Jennie, la testigo perfecta, repitió: Hombre hacer daño a Sandy. Entonces Russo se levantó de golpe y se enfadó con el juez. Estaba indignado. Dijo que era ridículo. ¿A quién creería el juez, a un mono o a él? ¿A quién estaban juzgando? ¿Qué mamarrachada de juicio era ese, con todo el mundo haciendo el oso? Le puedo asegurar que quedó como lo que era, un tonto.
Para entonces el juez ya estaba totalmente de nuestro lado. Se apoyó sonriendo en el respaldo y dijo.
—Perdone que le corrija, pero aquí lo que se hace no es el oso, sino el chimpancé.
Se rio todo el mundo. Después la intérprete preguntó: ¿Cómo hombre hacer daño a Sandy? ¿Qué hacer hombre?
Entonces Jennie volvió a saltarse el guión e hizo el signo de morder. Hombre morder. Claro que Jennie siempre se saltaba todos los guiones… Si había una manera de alborotar, seguro que ella la encontraba.
Russo se levantó otra vez. Pobre, no sabía estarse callado…
—¡Señoría! —bramó—. ¡Yo no he mordido a nadie! ¡Es mentira!
Fue el no va más. ¡Madre mía! Todo el público se retorcía de risa. El juez intentaba aguantarse, pero no podía. Al final dio un golpe con el mazo, se puso muy serio y preguntó al señor Alterman cuál era la relevancia del testimonio.
—¿No pensará alegar que el agente Russo mordió al mono? —dijo.
¡Se le escapó la risa antes de haber acabado la pregunta! Le juro que no me he reído tanto en toda mi vida. Los únicos con cara de mal humor eran Russo y aquel hombre horroroso de la perrera. Fiorello se reía a la vez que daba golpes con el mazo, aunque al final se enfadó y amenazó con expulsar a todo el mundo de la sala.
El señor Alterman explicó que solo pretendía establecer el «estado de ánimo» de Jennie en el momento de morder al policía. El juez le dejó seguir.
Jennie hizo signos de ¡Manzana, dar manzana! Como la recompensa que le habíamos dado durante los ensayos eran manzanas, esperaba más manzanas como premio. ¡Desde su punto de vista, estaba contestando bien a las preguntas, pero nadie le daba manzanas! La intérprete le dijo por señas: No, manzana después. Jennie mala. Ahora no comer. ¿Hombre qué hacer a Sandy?
Jennie hizo el signo de Daño.
Entonces intervino el juez para decir que el señor Alterman solo tenía un minuto más para obtener información de la testigo. El señor Alterman le dijo a la intérprete.
—Por favor, ¿puede preguntar a la testigo por qué mordió al agente?
¿Por qué Jennie morder hombre?, dijo la intérprete por señas.
Jennie contestó: Hombre hacer daño a Sandy.
Entonces el señor Alterman, todo sonrisas, dijo:
—Gracias, señoría, no hay más preguntas. ¡Y gracias, Jennie!
Todo el mundo aplaudió, mientras el juez le daba al mazo.
En sus conclusiones, el señor Alterman dijo algo así como que… a ver si me acuerdo… Dijo que era evidente que Jennie creía que el policía estaba haciendo daño a Sandy, aunque no fuera verdad. Jennie interpretó equivocadamente que un desconocido estaba haciendo daño o atacando a su mejor amigo y hermano (es decir, Sandy), y reaccionó protegiendo a su amigo y hermano. Fue un error, pero un error noble. Protegía a un ser querido. ¿Y el juez estaba dispuesto a sacrificar a un chimpancé tan bueno, fiel y valiente por haberse equivocado? Pues claro que no. Siguió un buen rato en esa línea. En realidad la audiencia era para establecer si Jennie era peligrosa y había que sacrificarla. Era culpable de morder al agente Russo, pero no de ser peligrosa.
A partir de ahí… ¡Madre mía! El artículo del periodista despertó el interés general. El Globe, el Herald Traveler, el Kibbencook Townsman… Todos publicaron la noticia en primera plana. Después la difundieron las cadenas de televisión, y llegó a aparecer en la prensa de todo el país: Los Angeles Times, el Chicago Tribune, la revista People, el New York Times… En todas partes. De hecho el New York Times sacó un artículo muy bueno sobre Jennie. Fue lo único inteligente que escribieron sobre ella en todos esos años. ¿Cómo se llamaba el periodista? Un hombre muy amable… Sullivan, Walter Sullivan. En fin, que empezaron a llamar otra vez de todos los magacines de la tele. Hubo periódicos de esos llenos de fotos que nos ofrecieron cantidades increíbles, pero siempre dijimos que no. Nos había afectado bastante el incidente, y no queríamos arriesgarnos a nuevas apariciones públicas de Jennie. Le faltaba poco para la pubertad, y se estaba poniendo rebelde y difícil. Además de fuerte. Podía arrancar un pomo metálico macizo de una puerta. De hecho se estaba convirtiendo en un problema grave. No era cosa de risa.
[Transcripción de los archivos de datos de la doctora
Pamela Prentiss, conservada en el archivo del Centro de
Investigación sobre Primates de la Universidad de Tufts.]
Lugar: al pie del manzano silvestre, 20 de julio de 1973,13.00 horas. Jennie acaba de comer y está colgada de una de las ramas más bajas. Baja al suelo y se sienta delante de Pam. [Nota del editor: Fue la última sesión de la doctora Prentiss con Jennie.]
Jennie: Perseguir cosquillas. Perseguir cosquillas Jennie.
Pam: No, Pam cansada.
Jennie: Perseguir cosquillas.
Pam: Jennie sentarse. Ahora Jennie hablar con Pam.
Jennie: No. [Se levanta y da una patada en el suelo.]
Pam: Por favor, Jennie, ser buena. Pam hablar con Jennie. Importante. Esto es importante.
Jennie: [Sigue de pie.]
Pam: Pam irse. Pam irse mucho tiempo.
Jennie: [Se sienta.]
Pam: Pam irse mucho tiempo. ¿Jennie entender?
Jennie: [No reacciona.]
Pam: ¿Jennie entender? Pam irse mucho tiempo. Jennie no ver Pam mucho tiempo.
Jennie: Malo.
Pam: Pam irse mucho tiempo. ¿Jennie entender?
Jennie: Pam mala.
Pam: Pam querer a Jennie.
Jennie: Mala, mala.
Pam: Pam querer a Jennie. ¿Jennie querer a Pam?
Jennie: Mala.
Pam: ¿Jennie entender? ¿Sí o no? Pam irse mucho tiempo.
Jennie: Jennie mala.
Pam: Jennie buena. Jennie muy buena. Pam querer a Jennie.
Jennie: Mala.
Pam: Jennie buena.
Jennie: Mala.
Pam: Pam querer a Jennie. ¿Jennie abrazar a Pam?
Jennie: [No se mueve.] Mala.
Pam: ¿Jennie abrazar a Pam, por favor?
Jennie: [No se mueve. Se le eriza gradualmente el pelo.]
Pam: Por favor, Jennie abrazar a Pam.
Jennie: Jennie mala. Perdón perdón.
Pam: No, Jennie buena. Jennie buena.
Jennie: Mala, enfadada.
Pam: Por favor, Jennie abrazar a Pam. Pam daño.
Jennie: Mala mala mala mala.
Pam: [Se levanta y coge de la mano a Jennie, que se suelta y le da la espalda. Pam se sienta y empieza a cepillarle la espalda. El pelo de Jennie se alisa lentamente. Al final Jennie se pone panza arriba para que le rasquen la barriga.]
[Nota del editor: La transcripción termina con la siguiente conversación, que se produjo junto al jeep de la doctora Prentiss:]
Pam: ¿Jennie abrazar a Pam?
Jennie: [Abre los brazos. Pam la estrecha entre los suyos. Jennie tarda mucho en soltarla.]
Pam: Pam querer a Jennie.
Jennie: ¿Ir?
Pam: Pam irse.
Jennie: Malo malo Pam muerta.
Pam: Pam no muerta. Pam irse. Pam saber. Malo malo. Pam irse muy malo. Pam querer a Jennie.
Jennie: Pam Pam Pam perdón perdón Pam. Jennie mala. Mala mala mala mala mala muerta muerta muerta.