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[De una carta de Alexander («Sandy») Archibald

al autor, fechada el 10 de septiembre de 1992.]

Apreciado señor Preston.

Su carta ha estado tres semanas en la estafeta de correos de Totsoh antes de llegar a mis manos. Siento mucho haber tardado tanto en contestar.

Sé de su libro, por supuesto, pero dudo que pueda añadir algo al material con el que ya cuenta. Por lo que respecta a una entrevista, no tengo ningún problema en hablar con usted, pero tendría que venir a verme, lo cual podría plantear dificultades. La localidad más cercana es Lukachukai, en Arizona, del lado oeste de los montes Chuska, al oeste de la frontera entre Arizona y Nuevo México. Es la zona de Four Corners. Aparece en casi todos los buenos mapas. Yo estoy a casi treinta kilómetros de Lukachukai, en un lugar que los navajos llaman Hosh dítsahiitsob, es decir, Lugar del Cactus Gigante Venenoso. Necesitaría un buen cuatro por cuatro, y sería una imprudencia venir en invierno, porque en caso de haber nieve no podría seguir la carretera. De hecho solo son dos vueltas de rueda en el desierto.

Hago de pastor para una familia navajo, sin horarios fijos. Me temo que tendrá que venir y buscarme. De hecho es la única manera, porque no quiero llevar este asunto por carta, Por otro lado, tengo cierta curiosidad por conocerle.

Atentamente,

S. A.

[Fragmentos de un manuscrito inédito de la doctora

Pamela Prentiss, titulado

«Conversaciones con un chimpancé».

Reproducción autorizada.]

Pam: Este sombrero bonito. Sombrero bonito. Di sombrero bonito.

Jennie: [Se quita el sombrero y lo tira por la habitación. Abre la mano para que Pam le dé el otro sombrero que tiene.]

Pam: No, Jennie no tirar sombrero. No.

Jennie: Yo sombrero. Yo sombrero. [Los signos son simultáneos. Jennie hace el de yo (la palma en el pecho) con una mano y el de sombrero (mano sobre la cabeza) con la otra.]

Pam: ¿Jennie no tirar sombrero?

Jennie: ¡Yo sombrero!

Pam: Jennie ser buena. [Le da a Jennie el sombrero.]

Jennie: [Se pone el sombrero. Es un sombrero grande, que le tapa los ojos. Se lo quita y lo tira.]

Pam: No, Jennie mala. No tirar sombrero. Ir a buscar sombrero. Ir. ¡Ir!

Jennie: ¡Ir!

Pam: No, ir Jennie.

Jennie: ¡Ir! ¡Sombrero!

Pam: No, Jennie mala. No tirar sombrero. Ir a buscar sombrero. ¿Manzana?

Jennie: [Se levanta, va a buscar los dos sombreros y se los devuelve a Pam.] ¡Manzana!

Pam: Gracias, Jennie. Toma, coger manzana. [Le da a Jennie una rodaja de manzana, que Jennie se mete en la boca a la vez que tiende la mano para que Pam le dé más. Pam no reacciona.]

Jennie:

¡Más!

Pam: ¿Más qué?

Jennie: ¡Más! ¡Más!

Pam: No.

Jennie: ¡Manzana!

Pam: ¡No! No más manzana. ¿Jennie querer jugar con estos juguetes? [Señala un juego de construcción. Es una de las actividades favoritas de Jennie.]

Jennie: Jugar. Jugar.

Pam: ¿Jugar a qué?

Jennie: [Corre hacia la caja (que está cerrada) y empieza a dar golpes en la tapa con las manos, entre gritos de entusiasmo.]

Pam: No. Jennie tranquila.

Jennie: [Salta sobre la caja y empieza a dar patadas a la tapa.] ¡Jugar, jugar!

Pam: Jennie bajar de caja. Jennie jugar si Jennie bajar.

Jennie: [Baja de la caja y espera a que Pam la abra. En cuanto está levantada la tapa, saca un puñado de piezas y las tira al suelo.] ¡Jugar! ¡Pam jugar!

Pam: ¿Jennie hacer casa?

Jennie: ¡Casa!

Pam: Tú y yo hacer casa. Di: Jennie hacer casa.

Jennie: Jennie.

Pam: Di: Jennie hacer casa. Jennie… hacer… casa.

Jennie: Yo. Jennie.

Pam: Hacer. Hacer.

Jennie: [Se enfada, chilla y golpea vehementemente el suelo con las manos (su signo para jugar).]

Pam: No. Jennie tranquila. Hacer. Hacer. Di hacer.

Jennie: Di hacer.

Pam: ¡Bien! Casa. Casa.

Jennie: Casa.

Pam: Casa. Hacer casa.

Jennie: Casa.

Pam: ¿Jennie hacer casa?

Jennie: ¡Jugar!

Pam: Di Jennie hacer casa. Jennie hacer casa.

Jennie: Jennie hacer casa.

Pam: ¡Bien! ¡Jennie buena! ¡Bien! ¡Jennie hacer casa! [Pam empieza a construir una casa con las piezas, poniendo los ejes en las ruedas mientras Jennie la mira fascinada. El momento preferido de Jennie es cuando está terminada la estructura y le dejan tirarla al suelo y desmontarla.]

Jennie: [Saltando de entusiasmo.] ¡Jennie buena! ¡Yo Jennie buena!

[De una entrevista con Harold Epstein.]

Todo el rato me pregunta por la agresividad de Jennie. A ver si puedo explicarle lo que sabemos sobre las agresiones entre los chimpancés, porque parece que los periodistas no acaban de captarlo, por mucho que hables con ellos. No se ofenda, por favor. No me refería necesariamente a usted. Es que no entiendo que haya gente a quien le cueste tanto comprenderlo.

Jennie se fue volviendo más agresiva a medida que se hacía mayor. Normal. Ojo, que no era una agresividad como la que se ve en seres humanos perturbados. La de Jennie seguía una serie de pautas. Era una agresividad normal de chimpancé. ¿De momento me sigue?

Segundo punto: los chimpancés no son tan dulces y pacíficos como se había creído. Jane Goodall se pasó años estudiándolos en libertad, y se dio cuenta de que son muy agresivos. Están obsesionados por el rango y la posición dentro de la jerarquía social, sobre todo los machos. Son unos arribistas sin escrúpulos. Los chimpancés pasan gran parte de su tiempo determinando quién es el jefe y quién no. Goodall presenció muchos ejemplos de violencia, asesinato deliberado, infanticidio y hasta canibalismo. Los chimpancés no juegan limpio al pelearse. Se juntan para echarse sobre el débil. A veces los machos pegan a las hembras. Tienen miedo de los desconocidos, y los odian. Son territoriales. A veces los grupos de chimpancés machos funcionan como pandillas callejeras. Van por la frontera de su territorio en busca de chimpancés desconocidos a los que atacar y matar. La verdad es que Jane Goodall se llevó un buen disgusto al darse cuenta de que los chimpancés de Gombe cada vez manifestaban más los peores rasgos de los seres humanos.

He estado usando adrede un vocabulario antropocéntrico. Cuando lo lean los etólogos, me matarán. ¡Allá ellos! Lo que intento decir es lo siguiente: los chimpancés (y la mayoría de los animales) no viven de manera pura y pacífica. No matan solo para comer. Tampoco la humanidad vive en un estado corrupto y antinatural, como se supone que revela el alto grado de violencia de nuestra sociedad. Estoy tratando de enterrar la idea de que la violencia es anormal, sea en los chimpancés o en los humanos. La violencia está inscrita en nuestros genes, y no hay más que decir.

Son puntos que tiene que entender si pretende escribir un libro sobre Jennie. Muchos de los periodistas que han escrito sobre ella no han entendido del todo el origen de su agresividad. Se hacen llamar periodistas científicos, pero saben tanto de ciencia como yo de arreglar coches.

Lo que pasa es que, como la mayoría de los pensadores «pop», los periodistas a los que me refiero daban por supuesto que cualquier agresividad por parte de Jennie debía de ser fruto de la influencia corruptora de la sociedad humana; eso cuando no lo atribuían a los malos tratos de los investigadores, o a vivir en una familia disfuncional, o a cualquier otra cosa… Es un razonamiento defectuoso. La idea de que en la naturaleza los animales son incorruptos y pacíficos, mientras que el hombre es corrupto, violento e innatural, es una estupidez sin paliativos, pura y dura, al cien por cien.

Si se extrapolase el índice de asesinatos que observó Jane Goodall entre los chimpancés de Gombe (varias decenas) a Nueva York, por ejemplo, tendríamos más de cincuenta mil asesinatos al año. Y luego oyes que la gente dice: «El hombre es el único animal que mata por placer». ¡Qué sandez! ¿De dónde saldrán estas ideas? Eso es ser tan ignorante como decir que el mundo es plano. Cualquiera que haya tenido un gato (y que tenga dos neuronas) sabe que no es verdad. Los estudiosos de la conducta animal han constatado mil veces que las especies depredadoras a menudo matan sin tener ganas de comer. Matan porque el instinto de matar es muy fuerte. Que sientan «placer» al matar ya no está tan claro.

¿Qué narices se cree que pasa cuando le da de comer a su perro, y luego le abre la puerta y se lanza en persecución de una ardilla? No tiene hambre, pero quiere matar. O cuando el gato se pasa horas acechando a los pájaros en el jardín. Incluso los miembros de especies no depredadoras, como los caballos y las gallinas, pueden ser crueles y agresivos. El canibalismo y el asesinato son corrientes en el mundo animal. Entonces ¿de dónde sale la idea de que el único cruel, violento y corrupto es el hombre? Pues de un pensamiento «pop» que es antihumanístico y moralista. Ciencia New Age. En último término, es un modo de pensar basado en una idea ridícula a más no poder, inventada por nosotros, los judíos, pero refinada hasta el culmen de la absurdidad por ustedes, los cristianos: el mito del Pecado Original. El hombre es corrupto. El hombre es malo. El hombre es pecador de nacimiento. [Risas.] ¡Qué sarta de imbecilidades!

Voy a decirle una cosa. ¿Quiere saber cuál es el Pecado Original? Porque en el fondo sí que hay una especie de pecado original con el que nacen todos los seres humanos. ¡Pues voy a decírselo! Es la agresividad inscrita en nuestros genes por la evolución; una agresividad que en otros tiempos tenía una utilidad, pero que ahora, con las armas modernas, se ha convertido en un desajuste abominable…

Perdone. Perdone, por favor. Gracias. Me he dejado llevar. Déjeme que respire. Lo que quiero decir es que la humanidad ha tenido mucho más éxito en controlar la violencia que la mayoría de las sociedades animales que hemos estudiado. ¿Que ha habido fracasos espectaculares? Naturalmente, sobre todo en este siglo. Nuestra capacidad de violencia es mayor, pero no necesariamente nuestro deseo.

Lo cual me lleva nuevamente a lo que decía al principio: que la agresividad de Jennie era innata. No tenía causa. La gente tiene impulsos agresivos. Los que no pueden controlarlos van a la cárcel o siguen un tratamiento, dependiendo en gran parte del nivel socioeconómico del que proceden. Los que controlan demasiado esos impulsos, los pasivos, acaban deprimidos o suicidándose. La frontera es muy delgada.

Yo creo que Jennie tuvo que hacer el mismo tipo de equilibrios. La diferencia es que para ella era más difícil, porque estaba programada para otras reglas. Visto en retrospectiva, fue una tontería por nuestra parte esperar que otra especie entendiera y obedeciera nuestros controles sociales. ¡Bastantes problemas tenemos para que nuestros propios ciudadanos obedezcan nuestros controles!

¿Me entiende? Bueno, pues entonces vamos a hablar de la agresividad de Jennie en este contexto. Casi siempre que se ponía agresiva era por alguna idea de chimpancé sobre el rango, el dominio y la jerarquía social.

Le pondré un ejemplo. En el mundo de Jennie, Hugo era el macho dominante, el macho «alfa». Nadie tenía mayor rango. Por lo tanto, si Hugo discutía con alguien (por ejemplo conmigo), Jennie amenazaba a la otra persona.

Recuerdo perfectamente algunas de las escenas provocadas por Jennie. Una vez, Hugo y yo estábamos en el cuarto del sótano del museo, sentados en el suelo, jugando con ella y hablando de algún experimento. Disentíamos sobre no sé qué punto, pero no levantamos la voz, ni nada así; simplemente estábamos en desacuerdo. En un momento dado toqué el brazo de Hugo para subrayar algún argumento, y Jennie se me echó encima como un rayo, me mordió e hizo los signos de enfadada, morder, enfadada.

Lógicamente, Hugo la regañó. Jennie se encogió, como si estuviera muy sorprendida, y levantó una mano fofa (la pronación de la muñeca que indica sumisión entre los chimpancés, ¿sabe?) para hacer el signo de perdón, perdón.

Hugo le preguntó por qué me había mordido, y ella contestó Hombre daño.

Hugo le preguntó: ¿Hombre daño a quién?

Tú Hugo Hugo.

Harold no daño a Hugo. Harold amigo.

Perdón perdón perdón. Harold amigo, Harold amigo.

[El doctor Epstein reprodujo la conversación en ASL.]

La conversación fue más o menos así. Jennie había malinterpretado nuestra comunicación humana. La había visto en términos de chimpancé.

Cuando tenía tres o cuatro años, observaba las relaciones de Hugo con los demás como un halcón. Si hablabas con Hugo, o le tocabas, o le dabas una palmada en la espalda, Jennie podía interpretarlo como una amenaza, erizarse y ladrar. Su señal de amenaza era una especie de ladrido así: ¡Rraaa! Una vez estuvo a punto de morderme porque di a Hugo una palmada un poco demasiado fuerte en la espalda, felicitándole por algo. Tuve que ponerme un poco duro con ella. Eso era otra cosa: si demostrabas miedo, o te echabas para atrás, te mordía. En cambio, si le plantabas cara y te enfadabas, de palabra o por signos, solía acobardarse. Es otro modo de comportamiento de los chimpancés. Son igual de cobardes que los seres humanos. Pero vamos a plantearnos la cobardía en términos de evolución… No, mejor que no. ¡Volvamos a la historia!

No todo en Jennie era entrañable y maravilloso. Era un ser complejo, inteligente, pensante. Tenía una personalidad muy marcada, completamente suya. Y características poco agradables, como las tenemos todos.

La avaricia, sin ir más lejos. Al hacerse mayor, Jennie se volvió posesiva. Consideraba suyas algunas cosas de su entorno, y mucho cuidado con tocarlas o cogerlas. Una vez entré en el estudio de Hugo. Queríamos mirar algo en su escritorio. Empecé a acercar el sillón de orejas a la mesa. Sabe, ¿no?, el sillón destrozado donde siempre se sentaba Jennie. ¿Qué pasó? Pues que a Jennie se le pusieron los pelos de punta y empezó a ladrarme desde un rincón. ¡Le estaba tocando su sillón! Después Hugo me dijo que tenían que encerrarla en su cuarto con llave cada vez que venía la señora de la limpieza, porque le daba mucha rabia que moviera los muebles.

¿Lea le ha contado lo de los golpes en la moqueta? Es muy divertido. Un día en que Jennie estaba en el museo, Lea hizo cambiar la moqueta del salón. Al volver y entrar tranquilamente en el salón, Jennie se erizó y retrocedió haciendo muecas de miedo y ladrando. Después volvió corriendo y atacó la moqueta. Literalmente. Empezó a saltar sobre ella, a darle puñetazos y a intentar arrancarla, mientras chillaba a pleno pulmón. Estaba furiosa.

Le explico todo esto porque no creo que tenga nada de antinatural el hecho de que Jennie se volviera más agresiva al hacerse mayor. Todos los chimpancés se vuelven más enérgicos con la edad, al margen de que crezcan en cautiverio o en libertad. Pero ¡si pasa exactamente lo mismo con los niños, hombre!

Supongo que en el fondo lo que quiero decir es que los chimpancés y los seres humanos tienen mucho en común, incluidos el egoísmo, la crueldad, la cobardía, la codicia y una propensión a la violencia. Bueno, tampoco quiero que suene tan mal; los chimpancés también comparten atributos humanos como el amor a la familia, la bondad, el altruismo, la amistad y el valor. Lo peor de lo peor y lo mejor de lo mejor. Simia quam similis, turpissima bestia, nobis.

[Fragmento de «Jennie Comes of Age», Psychology Today,

16 de marzo de 1970. Reproducción autorizada.]

En un experimento a largo plazo del Museo de Historia Natural de Boston se está enseñando a un chimpancé a comunicarse mediante el Lenguaje Americano de Signos. Jennie está siendo criada por el doctor Hugo Archibald, conservador del departamento de antropología. El doctor Archibald encontró a Jennie en la selva africana, cuando solo era un bebé, y se la trajo a Estados Unidos, donde él y la señora Archibald la están criando como si fuera su hija. Viven en las afueras de Boston…

Este experimento no es la primera tentativa de enseñar el Lenguaje Americano de Signos a chimpancés. Según muchos primatólogos, tiene algo en común con los experimentos anteriores: que falla por su propia base.

«Es tirar el dinero de la National Science Foundation», dice el doctor Craig Miller, de la Universidad de Pensilvania, una de las principales voces críticas contra el aprendizaje del lenguaje por chimpancés. El doctor Miller ha formado un equipo de psicólogos para estudiar una grabación de vídeo de dos horas en la que Jennie habla por señas con su entrenadora, Pamela Prentiss, del Centro de Investigación sobre Primates de la Universidad de Tufts. La grabación ha sido estudiada a fondo con técnicas de congelación de imagen. «Uno de nuestros psicólogos se pasó veinte horas analizando seis minutos de grabación —dice el doctor Miller—. Es el estudio más pormenorizado que se ha hecho jamás del “lenguaje de signos” entre los chimpancés». ¿Conclusión? He aquí lo que dice el doctor Miller: «El chimpancé no usa lenguaje. Así de claro». Los científicos cognitivos que estudiaron la grabación observaron que la mayoría de las «emisiones» de Jennie se habían visto precedidas de los mismos signos por parte de la entrenadora. El doctor Miller concluye que el chimpancé se limitaba a repetir signos. Otro problema es la sintaxis. Ni Jennie ni ningún chimpancé formado en ASL han llegado a dominar la sintaxis. «La sintaxis es básica para la definición del lenguaje —dice el doctor Miller—. “Perro morder hombre” tiene un sentido totalmente distinto a “hombre morder perro”». Sin dominio de la sintaxis no se puede decir que Jennie posea un «lenguaje» según la definición habitual del término.

El doctor Miller también saca a relucir el tema de la motivación. Cada signo hecho por Jennie iba dirigido a la gratificación inmediata de algún deseo, generalmente de comida, de un abrazo o de la posesión de un juguete. «Yo emplazo a estos investigadores del ASL a que un chimpancé diga algo que no esté motivado por la perspectiva de una recompensa inmediata», les desafía el doctor Miller. Otro investigador que ha estudiado la grabación describe así los signos de Jennie: «Ir moviendo las manos hasta que consigue lo que quiere».

El análisis de la grabación realizado por el equipo de Miller ha demostrado que Jennie interrumpía mucho y no captaba la naturaleza bidireccional de la conversación. Casi nunca iniciaba conversaciones. Por último, sus emisiones de mayor longitud no aportaban nada reseñable al significado, sino que consistían en una mera multiplicación de las mismas palabras.

«El problema básico —sostiene el doctor Miller— son las ganas que tienen estos supuestos investigadores de creer que los simios poseen el potencial del lenguaje. Se produce una identificación demasiado fuerte entre investigador e investigado para que pueda hablarse de análisis objetivo. Sería como pedirle a una madre que evaluase la inteligencia de su hijo. Lo que se necesita, en este caso, es algo de rigor y de distancia emocional. Yo, para empezar, no enseñaría con un ser humano, sino con un monitor de vídeo. Así eliminaríamos cualquier posibilidad de inducción. Y por último reduciría al mínimo la “estática” de fondo (la confusión y falta de estructura) manteniendo al animal en un entorno restringido y controlado. Una casa grande y ruidosa, con niños y vecinos entrando y saliendo constantemente, dista mucho de ser un entorno ideal para la investigación».

[De una entrevista con la doctora Pamela Prentiss.]

Cada vez que hacíamos alguna prueba a Jennie, descubríamos algo nuevo. Cada experimento abría nuevas vías de investigación. Fueron momentos tan vertiginosos… Es tan complejo el cerebro del chimpancé… La única pega es que no conseguíamos limitar las variables y crear un entorno experimental «puro». Siempre hacíamos cinco tests a la vez.

A nuestro psicólogo, Sonnenblick, le interesaba la «teoría intencional». Seguro que la conoce de haber leído Gramática generativa y estructura profunda. Porque se lo ha leído, ¿no? Ya, ya sé que es un poco gordo, pero ¿cómo quiere escribir sobre todo esto si es demasiado vago para…? Perdone, pero es que es importante. Al menos lea esto: «Análisis intencional, mentiras, abstracción y generalización en el cerebro de los chimpancés». Es un artículo corto, pero que se lo aclarará todo.

Lo que quería saber Sonnenblick es lo siguiente: ¿Los chimpancés saben que tenemos intenciones? Me explico. Pongamos que yo le hago daño sin querer. Se enfadará menos que si fuera queriendo, ¿verdad? Porque sabe mis intenciones. Pues en los perros no funciona así. Le pisa la cola a un perro, el perro le morderá tanto si ha sido adrede como si no. No sabe sus intenciones. De hecho tampoco puede saberlas, porque le falta cerebro para eso. Hasta entonces creíamos que los seres humanos eran los únicos capaces de interpretar mutuamente sus intenciones. Por lo tanto, la pregunta era la siguiente: ¿Los chimpancés pueden saber que tenemos intenciones? Y, en ese caso, ¿pueden averiguar cuáles son?

Hicimos un experimento para saber si los chimpancés podían mentir. Ah, ¿que ya se lo ha contado el doctor Epstein? Mejor. Pues ahora escuche: el experimento demostró algo más que el hecho de que los chimpancés pudieran mentir. Jennie sabía quién compartiría el plátano y quién no; es decir, que conocía la intención de la persona. ¿De acuerdo?

Sonnenblick quería profundizar en esta idea. Preste atención, que es complicado. ¿Los chimpancés pueden atribuir intenciones a terceros? Se le ocurrió un test muy ingenioso. No se le pedía a Jennie que resolviera ella misma un problema, sino a un tercero.

Lo que hicimos fue lo siguiente: Creamos una serie de grabaciones de vídeo. Jennie había visto tanto la tele en casa de los Archibald que para ella mirar un monitor era lo más natural del mundo. Algo bueno tenía que tener tanta televisión… Claro, es que la señora Archibald la dejaba aparcada delante del televisor. Le molestaba tanto tener a Jennie en casa… De hecho, a su hijo Sandy también le estropeó la tele. Ya le digo que…

Me estoy apartando del tema. Las cintas eran de personas enfrentadas a un problema. A continuación pedíamos a Jennie que lo resolviese en su lugar. En una cinta, por ejemplo, salía un hombre que intentaba coger un racimo de plátanos colgado del techo. Al lado aparecía una silla. Al final de la grabación enseñamos a Jennie fotos que ilustraban dos soluciones posibles al problema. En una, el hombre estaba tumbado en el suelo, al lado de la silla. Representaba que se había caído. En la otra se estaba subiendo a la silla, puesta debajo de los plátanos. Después de darle las fotos a Jennie, se le indicó que colocara la «correcta» en un lugar determinado, y que tocase un timbre al terminar. Después salimos todos de la sala. Era para impedir cualquier inducción inconsciente por nuestra parte.

Eligió la solución correcta. Naturalmente. A continuación le enseñamos tres problemas más complicados: un hombre temblando en una habitación con una estufa desenchufada, otro intentando salir de una jaula con candado, y otro intentando regar un jardín con la manguera desenchufada. Siempre eran cosas que Jennie conocía por experiencia, del entorno de su casa.

A continuación le dimos fotos de las soluciones. En las dos primeras se veía la estufa enchufada o desenchufada. En la segunda se veían dos llaves, una torcida y la otra recta. En la tercera pareja se veían una manguera enchufada y otra desenchufada.

Jennie las eligió todas bien. ¡Así, a la primera! Aquí lo tiene, en el artículo. Creo que… A ver qué dice el artículo… En veinticuatro intentos obtuvo veinte soluciones correctas. Y ahora fíjese bien: ¡sacó el doble de puntuación que niños de tres años y medio ante la misma serie de problemas!

Ahora llegamos al ejemplo más interesante de todos. Preste atención. Sonnenblick se dio cuenta de que los resultados podían interpretarse de varias maneras. ¿Jennie elegía las soluciones porque eran lo que haría ella en la misma situación? ¿O lo que le gustaría ver hacer a la persona? ¿O lo que debería hacer la persona?

La solución de Sonnenblick fue muy inteligente. Se va a quedar alucinado. Usó a un ayudante «malo». ¿Ya se lo ha contado Epstein? Hizo que un ayudante se disfrazara de ladrón, con un pañuelo en la cara y gafas oscuras. Y esa persona trató mal a Jennie. Nada físico, como comprenderá. Cosas malas como comerse un plátano sin darle una parte, o no hacerle caso cuando ella hacía el signo de abrazo.

Conseguimos que Jennie le odiase de verdad. Al verle llegar, chillaba y le amenazaba. Él gruñía y merodeaba por la habitación. Divertidísimo.

Bueno, pues cogimos a la persona «mala» y le enseñamos a Jennie una cinta de vídeo donde salía intentando coger los plátanos. Después le enseñamos dos fotos de sillas: una normal y la otra rota, solo con tres patas. ¡Eligió la de tres patas! ¿Se imagina?

Después le enseñamos una grabación del hombre «malo» intentando salir de una jaula con candado. Le enseñamos las dos llaves… ¡y eligió la torcida! Muchas de estas decisiones las tomaba contentísima, riéndose y dando vueltas sin parar. Era increíble.

¿Se da cuenta de lo que significa? Para la gente que le gustaba, Jennie elegía las soluciones correctas, y para la que no le gustaba siempre elegía las soluciones desagradables, las catástrofes. O sea, que indicaba lo que le habría gustado que ocurriese.

Piense un poco. ¡Jennie tenía la capacidad de darse cuenta de que la persona «mala» quería coger los plátanos, y no pensaba permitirlo! Lo que hacía era frustrar sus intenciones. Si eso no demuestra que los chimpancés pueden atribuir intenciones a otros, no sé qué demuestra.

Hicimos todo tipo de experimentos. A ver… Debería leer algunos de estos artículos, donde se explica todo. Queríamos saber si los chimpancés eran capaces de contar. ¡Perfectamente! Siempre y cuando fuera un número bajo. Sacábamos cinco botones y le ofrecíamos bandejas de cinco, cuatro o seis piedrecitas. Cuando le pedíamos la solución correcta, ella elegía la de cinco. Hasta cinco, podía contar de manera fiable. Si pasábamos de cinco, la puntuación bajaba en picado. Al llegar a siete, prácticamente era aleatorio, aunque fue mejorando con los tests. Seguro que con más insistencia podríamos haberle enseñado a sumar y restar. Lo digo en serio.

Y ahora agárrese bien: ¡entendía las fracciones! Llenamos parcialmente un vaso de agua y le ofrecimos objetos que se parecían un poco a gráficos de sectores. Una pieza de tres cuartos, una de medio y una de un cuarto. Desde que entendió qué se esperaba de ella, siempre asociaba la pieza correcta con la cantidad correcta de agua en el vaso. Hicimos el mismo experimento con trozos de arcilla, de madera, etcétera.

Me pasaría el día hablando de los experimentos. Léase mis artículos. Le he encontrado algunas separatas. Tome, se quedará de piedra. De piedra.

[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]

Nuestra familia pasaba todas las vacaciones de agosto en Maine, en una granja que había comprado mi padre. Quedaba cerca de Franklin’s Pond Harbor, un pueblo de pescadores a orillas de la bahía de Muscongus. La finca tenía cincuenta hectáreas de campos y bosques, y casi un kilómetro de costa rocosa, con una caleta y una playa de guijarros.

Las vacaciones de agosto eran un descanso para todos, sobre todo para Jennie, que con las tres clases semanales de ASL, el museo, los experimentos cognitivos dos veces por semana y las clases semanales de religión del reverendo Palliser era un chimpancé muy ocupado. Nuestros vecinos de Kibbencook habrían envidiado su agenda. De haber sido humana, habría tardado muy poco en llegar a Harvard.

La relación entre Sandy y Jennie era tan estrecha como entre mellizos humanos. Iban juntos a todas partes, y de resultas de ello no había mañana de colegio en que Jennie no se pusiera nerviosa y se angustiase. Nunca entendió que Sandy tuviera que irse. En cambio en Maine todo era diferente. Podían estar juntos todo el día. Como Sandy no tenía ningún otro compañero de juegos, se pasaban horas en el bosque, pescando cangrejos en los charcos que dejaba la marea o buscando el tesoro que según los rumores estaba enterrado en un acantilado de la zona. En Maine, Jennie tenía permiso para moverse libremente. El vecino más próximo quedaba a casi un kilómetro, y Jennie era demasiado cobarde para alejarse tanto por sí sola. Podíamos dejarla jugando en los campos y en el huerto. Ni siquiera hacía falta vigilarla. No pasaba nada si rompía unas cuantas ramas, aullaba o tiraba manzanas.

La libertad de Jennie en Maine tenía efectos curiosos en su personalidad. En vez de volverse más salvaje, y más difícil de controlar, parecía más tranquila y obediente. Mi teoría era que su vida en Maine reproducía con mayor similitud la de los chimpancés en libertad, en virtud de lo cual estaba más contenta y menos nerviosa.

Al lado de la casa había un viejo establo con granero en el piso de arriba. Dentro, con tantas vigas y postes, Jennie podía trepar y dejarse caer durante horas. Lea tenía tanto miedo que intentó impedírselo, pero yo le señalé que al fin y al cabo Jennie era un chimpancé. Quien tenía prohibido subirse por los postes era Sandy, para contrariedad tanto de él como de Jennie. Jennie correteaba por una viga y empezaba a hacer signos: Jugar, jugar, Sandy jugar. Sandy le contestaba: No, Sandy no tener permiso. Arriba, en el granero, había una cama vieja que era donde dormía Jennie.

Su espacio de juego favorito era el jardín, plantado de manzanos, su fruta favorita. Trepaba por los árboles, se subía a las copas, y además de ver los movimientos de la familia podía comer manzanas hasta que le doliera la barriga. Defendía y protegía con celo sus manzanas. Una mañana oímos un grito y vimos que Jennie salía corriendo del establo hacia los manzanos, donde dos ciervos tenían la temeridad de comerse sus manzanas. Les chilló y les tiró una piedra, logrando que huyeran despavoridos. Nadie de nosotros tenía el valor de coger manzanas si Jennie andaba cerca.

Yo pasaba mucho tiempo sentado en el porche de piedra, viendo cómo se balanceaba entre los manzanos. Nunca era tan chimpancé como entonces, jugando en los árboles, aullando y balbuceando mientras se metía manzanas en la boca. Era capaz de comerse cantidades ingentes de manzanas. Una vez las conté, y se comió veinte de un tirón.

Fue en los manzanos donde Jennie cogió gusto al alcohol. Un día, a finales del verano de 1969, no la encontrábamos en ningún sitio, y Lea y Sandy salieron a llamarla por el campo. Al final la encontraron entre los manzanos, profundamente dormida entre la hierba alta. Cuando la despertaron estaba atontada, fuera de sí. Se bamboleó hasta el establo y se metió en la cama, cosa muy inhabitual en pleno día. A la mañana siguiente era otra vez la de siempre. Vimos que se iba hacia los manzanos a primera hora. Empezó a recoger manzanas podridas y a comérselas, a pesar de que en el árbol hubiera muchas maduras. No supimos por qué hasta que empezó a tambalearse como una borracha, riéndose y dando vueltas por la hierba. Entonces lo entendimos: se estaba emborrachando con la fruta fermentada.

Jennie siempre insistía en probar todo lo que comiéramos o bebiéramos nosotros. Alguna que otra vez había exigido un sorbito de los cócteles de la tarde, pero siempre hacía una mueca y escupía el alcohol. Poco después del incidente de las manzanas, un día en que tomábamos un cóctel en el salón, dijo.

Jennie beber.

¿Jennie beber esto?

Jennie beber beber.

Yo le di mi gin-tonic. Al primer sorbito hizo una mueca, pero después, para sorpresa de todos, bebió un buen trago. Le arrebaté rápidamente el vaso.

¡Jennie beber!, gesticuló frenéticamente.

Lea y yo estábamos horrorizados. No teníamos ni idea de cómo podía reaccionar un chimpancé de veinte kilos a un combinado fuerte.

No, no, le dije yo por señas. Parecía a punto de sufrir un berrinche, pero de repente cambió de expresión. Se irguió como si hubiera oído algo a lo lejos, miró a su alrededor y se le dibujó en la cara una gran sonrisa de loca.

—Uy uy uy… —dijo Lea.

Jennie miró a su alrededor y emitió una nota grave. Después subió al sofá, se apoyó en el respaldo con una sonrisa irresistible y se quedó mirándonos con los párpados caídos.

Desde entonces, cada noche quería tomar una copa con nosotros. No se conformaba con un zumo o una Pepsi. Quería algo más fuerte. Lea opuso una resistencia feroz a que bebiera alcohol, pero Jennie ya le había cogido el gusto, y sabía perfectamente que teníamos algo especial en los vasos. Respondió a los esfuerzos de Lea con una rabieta tras otra, todas monumentales, y al final Lea cedió.

—¡Venga, bebe hasta atontarte! —gritó, dándole su cóctel.

Jennie se lo bebió en silencio. Después se acomodó en el sofá con la misma expresión adormilada de satisfacción.

Lea y yo hablamos muchas veces sobre los aspectos éticos de permitir a Jennie el consumo de alcohol. ¿Le convenía? ¿Le haría daño psicológicamente? ¿Se volvería adicta al alcohol? Al final, lo que zanjó la cuestión fue su manera responsable de beber. Teníamos la impresión de que la bebida la afectaba igual que a los adultos. No se ponía nerviosa, ni se enfadaba; más bien se relajaba, y además nunca quería beber más que nosotros, ni seguir bebiendo cuando ya no bebía nadie. Nunca se tomaba más del equivalente de una copa, porque le hacíamos los combinados flojos. Presentaba todas las características de un bebedor social y responsable.

Fue así como se incorporó a nuestra hora del cóctel. Después los tiros vinieron por otro lado. A Sandy no le gustaba que Jennie tuviera privilegios.

—¡Es una injusticia! ¿Por qué puede beber, y yo no? —se quejó.

Le explicamos que no era bueno para él. Él nos acorraló.

—¿O sea, que es bueno para Jennie pero malo para mí? ¿O es que a Jennie no la queréis tanto como a mí? ¿Es lo que estáis diciendo?

Como no podía zafarme de la lógica de mi hijo, al final le dije la verdad: que las rabietas de Jennie eran mucho más insufribles que las suyas. Tampoco le sentó bien.

—¡A ella siempre le dejáis hacer todo, y yo nunca puedo hacer nada! —exclamó—. Si Jennie matara a alguien, no le pasaría nada; en cambio, cuando yo hago algo siempre me castigan. Me dais asco.

Se fue a su cuarto hecho una furia.

Fue una queja muy frecuente en su preadolescencia. Tal vez fuera un indicio de la estrecha amistad que existía entre ambos el hecho de que, por muchas quejas de favoritismo que elevara Sandy, nunca fueran un obstáculo en su relación.

Desde que Jennie empezó a beber alcohol, también insistía en que le sirvieran una copa de vino en la mesa, y en poco tiempo nos dimos cuenta de que las reservas de vino caro (yo siempre he tenido debilidad por el burdeos) estaban desapareciendo por el gaznate de un simio. La verdad es que no me acostumbraba a ver que un chimpancé se tragaba toda una copa de mi Léoville-Poyferré del 56, que desde hacía diez años veía madurar en la bodega con paciencia infinita.

Por eso compré una caja de Cold Duck, pensando que le gustaría su toque dulce, pero sobre todo por el precio, 99 céntimos cada botella. La primera vez que le dimos Cold Duck, Jennie bebió un poco, pero después se dio cuenta de la diferencia de color con el Cháteau Pétrus que estábamos bebiendo nosotros. Diferencia de color y sin duda de calidad, debió de concluir. Estaba indignada. Pretendíamos endosarle un vino barato, mientras el bueno nos lo guardábamos para nosotros. Rápidamente dejó su copa, cogió la mía y engulló cinco dólares de Burdeos de un solo trago. Después se apoyó en el respaldo con una expresión de desafío.

El problema del vino lo resolvimos comprándole a Jennie botellas de vino barato blanco y tinto del mismo color y aspecto que el que bebíamos nosotros. Mientras la botella fuera de la misma forma, y el vino del mismo color, Jennie no se daba cuenta de que le dábamos Gallo Chablis mientras nos bebíamos Puligny-Montrachet.

A Jennie y a Sarah les pasaba lo mismo que a los hermanos humanos de edad similar que no congeniaban mucho. En verano de 1969 las dos tenían cinco años, y podía decirse que su relación estaba en un impasse. Tenían personalidades muy diferentes. Ya de muy pequeña Sarah era bastante quisquillosa, y no le gustaba la impulsividad de Jennie. A Sarah le gustaba el orden, y a Jennie el caos; a Sarah el silencio, y a Jennie el ruido. Sarah pensaba, y Jennie actuaba. Sarah era sonriente, dulce y tranquila por naturaleza; Jennie, ruidosa y amiga de burlas. No tenían mucho en común. Sarah no aprendió ASL con el entusiasmo de Sandy, pero sabía bastante para regañar, insultar y amenazar a Jennie, y la ponía en su sitio sin dificultad.

A pesar de su dulzura, Sarah tenía un fondo duro que intimidaba a Jennie. El modus operandi de esta última era identificar y aprovechar la debilidad, pero nunca encontró una sola rendija en la armadura de Sarah. En cambio Sarah conocía todas las debilidades de Jennie: su materialismo codicioso, su miedo al rechazo y su angustia al ver llorar a los humanos, y se aprovechaba de ellas siempre que fuera necesario. No se esforzaba mucho por poner a Jennie en su lugar, pero sabía reaccionar cuando cruzaba algún límite invisible.

A los cinco años Sarah ya era toda una experta en controlar a Jennie. Una vez, en Maine, Jennie rompió un juguete de Sarah y escondió los trozos debajo de un sillón de la sala de estar. Sarah los encontró, y sin decir nada a nadie subió al granero de Jennie y desparramó los trozos en su cama, tapándolos bien con la manta. En otra ocasión Jennie robó una de las camisetas preferidas de Sarah y la ensució jugando por el suelo. Sarah la pilló, pero en vez de intentar recuperarla (lo cual habría sido imposible), subió al cuarto de Jennie, sacó una de sus camisas y se la sacudió en la cara. Cuando Jennie, que era muy celosa de sus pertenencias, vio a Sarah zarandeando su camisa, intentó quitarse la de Sarah y recuperar la suya, haciendo signos de ¡Dar camisa! ¡Dar camisa! Sarah se limitó a hacer el de ¡Bah! y se fue, mientras Jennie chillaba de enfado y daba golpes en el suelo con las manos.

Siempre que se avecinaban las vacaciones en Maine, Jennie se daba cuenta, no sé cómo, y pasaba muy nerviosa las últimas semanas. En cuanto empezábamos a cargar el equipaje en el coche, se volvía casi incontrolable. Corría por la casa, subiendo y bajando por la escalera, y no paraba de entrar y salir del coche haciendo signos de ¡Ir! ¡Ir! ¡Ir coche! ¡Deprisa! A veces daba golpes en el coche, que estaba aparcado en el camino de entrada, y hacía signos de ¡Coche malo! ¡Malo!, como si fuera el propio coche el que lo retrasaba todo.

Se sabía todos los accidentes del trayecto, y se iba poniendo nerviosa a medida que nos acercábamos a la granja. El detonante siempre era un gran indio de madera puesto en la entrada de un outlet de zapatos, porque significaba que estábamos a punto de salir de la carretera principal. Diez minutos después, cuando llegábamos al camino de la casa, y aparecía el establo, Jennie perdía totalmente el control y emitía una mezcla de jadeos y gritos que aumentaba de intensidad hasta acabar en un aullido prolongado, de una magnífica intensidad.

[De una llamada telefónica a Sarah Archibald Burnham,

en Manhattan, 23 de octubre de 1992.]

He recibido sus cartas, y he recibido sus mensajes. Aunque me llame hasta el fin de los tiempos, no hablaré con usted. Y punto. No tengo nada que decir. No creo que nadie tenga derecho a inmiscuirse en la intimidad de nuestra familia. No pienso leer una sola carta, ni responder a una sola llamada, o sea, que no se moleste, por favor. No es que quiera ser maleducada. Puede que usted sea una bellísima persona. No lo sé.

Solo diré una cosa, una sola. Es la primera vez que lo digo, pero bueno, por qué no… Mi padre ya está muerto, y no puede perjudicarle. Alguien lo tiene que decir. Me ha costado mucho tiempo y ayuda entenderlo. Me gustaría que en su libro apareciera como mínimo esto, si es que tiene valor para imprimirlo. Lo digo en serio. Imprima toda la basura que tenga que imprimir, pero encaje esto en algún sitio.

Yo odiaba al chimpancé. Y le diré por qué: Mi padre quería más al chimpancé que a mí.

Bueno, pues ya está dicho. Adiós.

[De una entrevista con Lea Archibald.]

La verdad es que cuando Jenny cumplió cuatro o cinco años nuestra vida se había vuelto… cómo se lo diría… anárquica. Cuando tienes en tu casa un chimpancé, pronto averiguas quiénes son tus auténticos amigos. Muchos dejaron de venir a vernos, algunos por miedo a Jennie y otros porque les agotaba tanto ruido y actividad. Aun así, teníamos muchos amigos que estaban encantados con ella. Había que quererla para disfrutar de las visitas a nuestra casa, sobre todo porque lo más probable era salir con las gafas rotas, la corbata sucia o el peinado deshecho. Con algo de suerte, la habilidad de Jennie para sembrar el caos no conocía límites.

Se habla mucho de lo duros que son los dos años en los niños, pero en el caso de los chimpancés yo lo extendería a los tres, los cuatro… Y a los cinco y los seis. Si me paro a pensar en todo lo que hacía… Le daré unos cuantos ejemplos. Se subía a los armarios de la cocina, cogía un tarro de miel, se chupaba la mano un par de veces y lo dejaba tirado en la moqueta del salón. Abierto. Yo me ponía furiosa, pero Hugo siempre decía lo mismo: «¿Has visto cómo ha desenroscado la tapa? ¿A que es increíble?». Claro, no tenía que limpiarlo… O cuando Jennie desmontó la parte trasera del televisor y sacó los tubos y los cables, provocando una lluvia de chispas. Podría haber incendiado la casa. Todo porque Hugo, en uno de sus experimentos, le enseñó a usar un destornillador. ¡Qué gran error! Después guardamos el destornillador, pero Jennie lo encontró y lo escondió. Al final se lo quitamos, pero al cabo de unas semanas robó otro, y empezamos a encontrar desenroscados los pomos de las puertas, las bisagras y las cerraduras. Yo estaba desquiciada, pero nada, que no había manera de saber dónde escondía el maldito destornillador.

Intenté preguntarle por señas: ¿Dónde destornillador? Pero ella, que era una mentirosilla, siempre contestaba: No sé. Otra cosa que aprendió de los experimentos: a decir mentiras. Yo me ponía furiosa y le decía: ¡Enfadada! ¡Púa]! ¿Dónde destornillador? Y ella tan pancha. No sé, no sé, con mirada culpable… Ni con un sacacorchos le habrías sacado aquella información. Siguió unos días en la misma línea. Después hubo un paréntesis de tranquilidad. Esperábamos que hubiera perdido el destornillador. Un día desaparecieron los tornillos del mueble bar, y la botella de ginebra. Subí corriendo a la habitación de Jennie. Efectivamente, estaba tirada por el suelo, riéndose y haciendo chocar los dientes. ¡Borracha como una cuba! Había cogido una botella de ginebra, un tubo de dentífrico y un plato, y se había dedicado a mezclar chorritos de pasta con ginebra. Lo removía con el dedo, lo chupaba, y vuelta a empezar. Olía a pasta de dientes y ginebra. Daba asco.

Al vernos intentó levantarse, pero se cayó riendo. Luego se vomitó encima. Yo estaba fuera de quicio, pero a Hugo le parecía fascinante. Fue y dijo: «Pero ¿no ves lo que significa? ¡Jennie tiene la facultad de engañar! ¡De planear!». O alguna chorrada por el estilo. Yo no recuerdo qué demostraba, más allá de que Jennie necesitaba una buena tunda. Total, que la encerré en el baño (que, dicho sea de paso, resultó ser donde había escondido el destornillador), y la muy bruja desenroscó el pomo y se escapó. Fue como lo encontré. Estaba en el armario del cuarto de baño. Yo poniendo toda la casa patas arriba, y estaba ahí, a simple vista…

Pues así era todo. A Jennie cada vez se le ocurrían maneras más inteligentes de armarla. Hugo seguía con sus rollos sobre el ingenio, y yo a limpiarlos restos. ¿Le sueno rencorosa? Será porque lo estoy. Toda la diversión se la llevaba Hugo, y yo venga a fregar.

A veces montábamos fiestas, cada vez menos a medida que Jennie se hacía mayor. Para disfrutar de una cena con ella había que ser un invitado un poco especial. Algunas fueron desastrosas. ¡Madre mía! Me acuerdo de cuando vino a cenar el rector de la Universidad de Harvard, Julius Whitehead. Con su mujer. Madre de Dios… No fue mucho después de la triunfal puesta de largo de Jennie en la gala del Museo de Historia Natural. Es que a Hugo le habían nombrado profesor adjunto en Harvard, y nos sentimos en la obligación de invitar a cenar al rector Whitehead. Además, él y su mujer habían leído los artículos de sociedad sobre Jennie, y estaban empeñados en conocerla. ¡Pues sí que la conocieron, sí!

Empezamos con cócteles. El rector Whitehead se tomó un daiquiri, y Jennie un gin-tonic. Creo que los Whitehead ya se escandalizaron un poco de que Jennie bebiera alcohol. En realidad poníamos muy poco alcohol en sus bebidas; pero bueno, el caso es que al ver lo soso que era su vaso, y lo verde y bonito que era el de Whitehead, Jennie tomó una decisión. Se acercó furtivamente al rector y le ofreció su bebida. Él dijo.

—Ah, ¿es para mí? ¡Qué amable!

Y dejó su copa para coger el vaso de Jennie.

Era lo que esperaba ella. Como un rayo, su mano peluda cogió la copa de Whitehead. Luego se escondió debajo de una mesa y se bebió el cóctel de un solo trago, mientras Hugo la regañaba de la manera ineficaz de siempre.

—¡Vaya! —fue lo único que dijo el rector Whitehead.

La verdad es que era bastante estirado. Debería haber protestado con más energía. Si Jennie no te conocía, tenías que demostrarle desde el primer momento quién mandaba; si no, te ponía a prueba una y otra vez. Durante la cena Jennie se comió muy deprisa su macedonia de frutas y robó la de Whitehead antes de que el pobre hubiera levantado la cuchara. Estaba tan ocupado pontificando que no había empezado a comer. Yo intenté decirle: No, Jennie, devuélvelo, pero ella contestaba todo el rato con el mismo gesto, bastante vulgar: ¡Bah! En un momento dado abrió la boca y se echó toda la macedonia, manchando su camisa y la mesa. Después empezó a recoger los trocitos con los labios. Madre mía… El rector Whitehead y su mujer no hacían nada. Él tenía una… pasividad, o debilidad, de la que Jennie se dio cuenta, y de la que se aprovechó. Era por su educación de bostoniano de clase alta, miembro de una clase que estaba desapareciendo. De hecho no duró mucho. Harvard espabiló y contrató a aquel rector tan bueno que ahora no me acuerdo de cómo se llamaba. Bok. Bueno, el caso es que yo empecé a decir por señas: ¡No! Jennie mala. La próxima vez irse de la mesa. Jennie odiaba levantarse de la mesa. Pensé que de esa manera obedecería.

El siguiente plato era un bistec. Como a Jennie no le gustaba el bistec, yo creía que la cena de Whitehead no correría peligro. A ella le habíamos preparado un bol de avena, fruta y miel, que le encantaba; pero no, tenía que comerse el bistec del rector Whitehead: alargó el brazo, se lo quitó del plato y se lo metió en la boca. Después hizo una mueca, sacó el bistec… ¡y lo tiró a la cocina! ¡Pasé una vergüenza!

Nos la llevamos de la mesa, ella gritaba tanto que daba lástima, y la encerramos en el cuarto de baño. Durante el resto de la cena tuvimos que aguantar un berrinche tremendo, con gritos y puñetazos que hacían temblar toda la casa. Lógicamente, los Whitehead no veían la hora de irse. Yo estaba tan avergonzada… En cambio a Hugo le pareció bastante gracioso. Consideraba a Whitehead un hombre muy tieso. A mi temor de que pudiera salir perjudicado en Harvard, contestó que Whitehead solo era una figura decorativa, un recaudador de fondos.

¿Qué más puedo contarle sobre aquellos años? A Jennie le encantaba ir en coche. Era como los perros. Sacaba la cabeza por la ventanilla para tener el viento de cara, y si veía algo interesante se ponía a chillar y a dar golpes en la carrocería.

Cuando parábamos en un semáforo, y Jennie veía algo interesante en el coche de al lado, gritaba de alegría y empezaba a hacer signos, aullando y saludando con las manos. En el otro coche se volvían todas las cabezas, y se nos quedaban mirando. ¡Qué caras de alucinados! Es que la gente tiene tan poca imaginación… Se altera tanto por cualquier cosa que se salga un poco de la rutina… ¡Y mucho cuidado con que hubiera un perro en el coche! Los perros se volvían locos al ver a Jennie.

Una vez, creo que hacia 1970, íbamos en coche y de repente Jennie, que iba con la cabeza fuera, como siempre, entró y empezó a señalar una calle, con signos de ir, ir. Yo no tenía la menor idea de qué quería, pero giré por curiosidad. Desde ese momento me dejé guiar por Jennie, que hacía signos de ir y señalaba con el dedo. Después de muchas vueltas y revueltas llegamos a una heladería. Jennie hizo el signo de ¡para, para! y empezó a proferir sonidos de comida, acompañados de aullidos y gruñidos. Se tiró del coche y corrió al escaparate, saltándose la cola, como comprenderá, y apartando a todo el mundo. Madre mía… Las chicas de la heladería chillaban: «¡Ha vuelto el chimpancé! ¡Ha vuelto Jennie! ¡Hola, Jennie!». Estaban entusiasmadas. Más tarde, cuando se lo comenté, Hugo dijo que el fin de semana anterior se había llevado a Sandy y a Jennie a aquella heladería. ¡Y ella se acordaba del camino! ¿A que es extraordinario? La verdad es que era un genio.

Acabó sabiéndose la situación de muchos de los fast-foods del pueblo. Desde aquel éxito, siempre que íbamos en coche, hacía constantemente los signos de ¡ir! y ¡parar!, y si pasábamos al lado de un Howard Johnson o de un Ice Cream Palace, o incluso de una expendedora de gasolinera, se enfadaba y daba golpes en la puerta. Reconozco que se convirtió en una costumbre bastante molesta.

En esa época Sarah tenía seis años, y ella y Jennie habían llegado a una especie de pacto. Sarah tenía su propio cuarto, en el que Jennie tenía prohibido entrar. El chimpancé la respetaba. ¡Vaya si la respetaba! Sabía perfectamente que Sarah no toleraría ninguna impertinencia. Si algo no era Sarah, era repipi. De vez en cuando tenían encontronazos, pero siempre ganaba ella. Una vez Jennie le cogió comida del plato. Fideos. Sarah solo tenía cinco años, pero cogió un puñado de fideos con toda la tranquilidad del mundo y se los tiró a la cabeza. Jennie se llevó una sorpresa enorme. La verdad es que para ella fue bastante humillante que nos pusiéramos todos a reír. Fue la última vez que le quitó comida a Sarah. En otra ocasión entró en el cuarto de Sarah (por un descuido de alguien, supongo, porque solíamos cerrarlo con llave) y le robó un montón de juguetes. Los escondió en su propia caja de juguetes.

Pero claro, Sarah no iba a quedarse cruzada de brazos. Entró en el cuarto de Jennie (poniéndola nerviosa, porque nunca lo hacía), abrió la caja y empezó a sacar todos los juguetes, los suyos y los de Jennie. Normalmente Jennie se habría puesto furiosa, pero, sabiéndose culpable, no se movió. Creo que Sarah hizo cuatro o cinco viajes para robar hasta el último juguete de Jennie, que se quedó sentada en una esquina, haciendo signos de ¡Mala, mala! y lloriqueando. Esperó a quedarse sola para armar un escándalo. Entonces empezó a dar gritos y a aporrear la caja de juguetes. Sarah, con la misma calma de antes, empezó a devolverle los juguetes. Quedándose los suyos, claro. De esa manera Jennie se enteró de que la que mandaba era Sarah. Fue una estratagema brillante. Desde entonces Jennie casi nunca tocó sus juguetes. Creo que en algunos aspectos Sarah sabía manejar mejor a Jennie que los demás.

[Fragmentos de un manuscrito inédito de la doctor

Pamela Prentiss, titulado «Conversaciones con un

chimpancé». Reproducción autorizada.]

Lugar: jardín de los Archibald, al pie del manzano silvestre, 16.00 horas, miércoles 16 de abril de 1970.

Pam: ¿Qué ser esto?

Jennie: Bicho.

Pam: ¿Qué tipo de bicho?

Jennie: Bicho bicho.

Pam: Mariposa. Hacer signo de mariposa.

Jennie: [Intenta hacer el signo. Mariposa es un signo que conoce, pero que aún no ha aprendido del todo.]

Pam: Mariposa.

Jennie: Mariposa roja.

Pam: Mariposa bonita, amarilla, no roja.

Jennie: Mariposa roja amarilla.

Pam: Amarilla.

Jennie: Roja.

Pam: Amarilla.

Jennie: Roja, roja, puaj.

Pam: Puaj tú.

Jennie: Perseguir cosquillas Jennie.

Pam: [Ignora la petición y señala una hormiga.] ¿Qué ser esto?

Jennie: ¡Perseguir cosquillas Jennie!

Pam: ¿Qué ser esto?

Jennie: Bicho malo.

Pam: Hacer signo de hormiga.

Jennie: Bicho negro. [Aplasta la hormiga con el pie.]

Pam: ¡Ay! Hormiga muerta.

Jennie: Hormiga. [(Muerta es un signo que desconoce).]

Pam: Hacer signo de muerta. Muerta. [Forma el signo con las manos de Jennie.]

Jennie: Muerta. Muerta.

Pam: Ahora hormiga muerta. [Pam recoge la hormiga muerta y se la enseña a Jennie.]

Jennie: Hormiga.

Pam: Hormiga muerta.

Jennie: Hormiga hormiga.

Pam: Hacer signo de muerta. Hormiga muerta.

Jennie: Muerta.

Pam: [Deja la hormiga en el suelo.] Jennie: Plátano.

Pam: Ahora no. Plátano después. ¿Jennie subir árbol?

Jennie: ¡Subir! [Jennie corre hacia el árbol y trepa.]

Pam: ¿Árbol gustar a ti?

Jennie: [Ignora la pregunta.]

Pam: ¿Árbol gustar a Jennie?

Jennie: [Sigue ignorando la pregunta y sube más.]

Pam: Jennie subir más arriba.

Jennie: [Acaba parándose y se sienta en una rama, mirando hacia abajo.] Tú subir subir.

Pam: No. Yo no poder subir árbol.

Jennie: Perdón.

Pam: Humanos no poder subir árbol.

Jennie: ¡Subir!

Pam: No. Yo no poder subir árbol.

Jennie: Perdón.

Pam: Jennie bajar.

Jennie: [Aparta la vista, ignorando adrede a Pam.]

Pam: Perseguir cosquillas.

Jennie: [Baja enseguida. Jennie y Pam juegan unos minutos a perseguirse y hacerse cosquillas.]

Pam: ¿Jennie querer plátano? Jennie: ¡Plátano! ¡Plátano!

Pam: [Le da un plátano a Jennie.]

Lugar: Sala de juegos de la casa de los Archibald, 13.00 horas, lunes 19 de abril de 1970. A Jennie acaban de darle una caja de madera cerrada con llave, que contiene un ratón vivo.

Pam: Regalo para Jennie.

Jennie: [Tiende ambas manos.]

Pam: ¿Qué decir Jennie?

Jennie: Por favor por favor por favor.

Pam: ¿Qué ser esto? [Señala la caja.]

Jennie: Por favor.

Pam: ¿Qué ser esto?

Jennie: Manzana.

Pam: No, caja.

Jennie: Perdón, caja por favor.

Pam: [Le da la caja a Jennie.] Abrir caja.

Jennie: [Levanta la caja y husmea los agujeros de ventilación. Después intenta mirar por dentro.]

Pam: Abrir caja.

Jennie: Abrir abrir. [Intenta darle la caja a Pam.]

Pam: No, tú abrir caja.

Jennie: [Da vueltas a la caja, la deja en el suelo y le da golpes enfadada.]

Pam: ¿Jennie no poder abrir caja?

Jennie: No. Jennie no.

Pam: ¿Jennie querer llave?

Jennie: Dar dar.

Pam: ¿Jennie querer llave?

Jennie: Dar dar.

Pam: ¿Dar qué?

Jennie: Esto.

Pam: ¿Esto qué ser?

Jennie: Llave.

Pam: [Le da la llave a Jennie, que abre inmediatamente la cerradura y la caja. El ratón asoma la cabeza, bastante mal parado por el zarandeo. Jennie lo coge y se lo mete en la boca.]

Pam: ¡No! [Saca el ratón de la boca de Jennie y se lo pone en la mano para que lo vea.]

Jennie: ¡Dar, dar!

Pam: ¿Qué es esto?

Jennie: Dar.

Pam: Esto ser ratón. Ratón. Hacer signo de ratón.

Jennie: [Da un golpe a la caja.]

Pam: Ratón. Ratón. Si tú hacer signo de ratón, yo dar ratón a ti.

Jennie: Dar a mi Jennie.

Pam: Ratón, ratón.

Jennie: ¡Jennie! ¡Jennie! ¡Dar!

Pam: Hacer signo de ratón. Ratón. Ratón.

Jennie: ¡Dar! [Da otro golpe a la caja. Después la levanta y la tira.]

Pam: No, Jennie mala. No tirar. Hacer signo de ratón. Ratón. Ratón.

Jennie: Ratón.

Pam: ¡Bien! No comer ratón. Jugar con ratón. Le da el ratón a Jennie.

Jennie: Jugar, jugar. [Se lo dice por señas al ratón. Después lo coge y se lo pone muy suavemente en el pecho, mirándolo con los labios apretados. A continuación le da un beso.]

Pam: Besar ratón.

Jennie: Ratón Jennie yo. [Le da otro beso al ratón y lo prueba con la lengua.]

Pam: ¿Ratón saber bien?

Jennie: Bien. Manzana.

Pam: ¿Ratón saber como manzana?

Jennie: Dar manzana.

Pam: No, manzana ahora no. Jennie ya comer manzana antes. ¿Ratón gustar a Jennie?

Jennie: Ratón. [Jennie husmea el ratón, le da la vuelta y le aprieta la barriga con un dedo.]

Pam: Amable. Ser amable con ratón.

Jennie: Ratón amable.

Pam: Ratón amable.

Jennie: Ratón de Jennie.

Pam: Sí, este ser ratón de Jennie. Poner ratón en caja.

Jennie: [Pone el ratón en la caja]. Jennie comer manzana.

Pam: Jennie ya comer manzana antes.

Jennie: ¡Manzana!

Pam: No. ¿Jennie jugar con tabla?

Jennie: Sucio. [A Jennie no le gusta. Es una tabla con imágenes que representan palabras. Sirve para enseñarle conceptos en imágenes.]

Pam: ¿Jennie ir lavabo?

Jennie: Sucio, sucio.

Pam: Jennie mentir.

Jennie: Sucio.

Pam: Jennie no sucia. Jennie ya ir lavabo antes.

Jennie: Sucio.

Pam: Jennie jugar con tabla ahora.

Jennie: ¡Sucio! ¡Sucio! ¡Sucio!

Pam: No, Jennie no sucia. [Saca la tabla.]

Jennie: ¡Puaj puaj puaj!

Lugar: jardín trasero de la casa de los Archibald. Miércoles 23 de abril de 1970, 15.30 horas. Sandy acaba de llegar del colegio. Las palabras que no están en cursiva se vocalizaron sin signos.

Sandy: ¡Jennie! ¡Ya estoy en casa!

Jennie: [Deja a medias la lección y corre hacia el seto, vocalizando.]

Sandy: ¿Dónde está Jennie? ¿Dónde está Jennie?

Jennie: [Vocaliza muy fuerte, sobre todo gritos y aullidos]. ¡Abrazo!

Sandy: No veo a Jennie. ¿Dónde está Jennie? [Sandy se pone en cuclillas detrás del seto. Jennie lo cruza y coge a Sandy por la cintura.] Jennie aquí. Hola Jennie. Socorro socorro simio peludo coger a mí.

Jennie: Abrazo abrazo abrazo a mí.

Sandy: [Abraza a Jennie.] ¿Dónde Pam?

Jennie: [Me señala.]

Sandy: Hola, doctora Prentiss.

Pam: Hola, Sandy. Seguid jugando, que os miro.

Sandy: Vale. ¿Jennie perseguir cosquillas?

Jennie: [Grita de alegría y corre hacia el riachuelo. Sandy la sigue y la coge. Jennie rueda por el suelo y grita mientras Sandy le hace cosquillas. Después se levanta de un salto y se va corriendo para que Sandy vuelva a perseguirla. Rueda otra vez por el suelo, quitándose a Sandy de encima con las manos y los pies prensiles. Forcejean un poco, y Sandy para de jugar.]

Sandy: Jennie ir a casa, pedir dos manzanas a mamá, dar una a mí, Jennie comer una.

Jennie: [Entra en la casa y vuelve al cabo de cinco minutos con una manzana.]

Sandy: ¿Dónde dos manzanas?

Jennie: Jennie comer.

Sandy: ¿Esta manzana para mí?

Jennie: Dar a Jennie.

Sandy: Ni hablar. Tú ya te has comido la tuya. Dámela. Tú ya comer manzana antes, dar manzana a mí.

Jennie: [Da la manzana a Sandy.] Dar manzana.

Sandy: Yo dar trozo a ti. [Le da un trozo a Jennie.]

Jennie: Más.

Sandy: No, manzana ser mía, simio peludo.

Jennie: Puaj.

Sandy: Puaj tú. ¿Jennie montar triciclo?

Jennie: Triciclo.

Sandy: Ir. Montar. Tú ir a buscar triciclo. ¡Venga!

Jennie: [Corre al garaje y levanta la barra para abrir la puerta. Entra y sale montada en el triciclo. Sandy va a buscar su bicicleta y adelanta a Jennie gritando: «¡Más deprisa, más deprisa!». Se van los dos por el camino de entrada. Sandy espera a Jennie en una esquina. Cuando Jennie se pone a su altura, se pierden de vista al otro lado.]

[De entrevistas con Lea Archibald.]

Durante años nos preguntamos cuándo perdería Sandy el interés por Jennie. Tenían una relación muy estrecha, pero contábamos con que en algún momento los chicos pasan a otras cosas. No sé si me entiende. No faltaba mucho para que Sandy empezara a pensar en las chicas y a sacarse el carnet de conducir. Entonces Jennie tendría que buscarse otro amigo.

Nuestra otra preocupación era sobre la adolescencia en general. Preveíamos problemas. Añádale a todo eso un chimpancé excitable, y podía pasar de todo. Era a finales de los sesenta, y algunos vecinos habían tenido muchos problemas. El hijo de los Miller, que vivían en la misma calle, se murió de sobredosis, por no hablar del suicidio de la hija de los Newcomb. También estaba el hijo de los Hoyt, claro, muerto en Vietnam, y una larga serie de accidentes de coche, a cuál más grave… Madre mía… ¡En este mundo pueden pasarles tantas cosas a los niños! Cuando tienes hijos es cuando te das cuenta de que el mundo es un sitio peligroso. En serio.

Yo siempre estaba preocupada por Sandy. Tenía una vulnerabilidad que a Sarah, por ejemplo, no se la veías. Era dulce e inocente, aunque tuviera el pelo en punta como un nido de ratas. Tenía buenos valores. Y los buenos valores son la mejor protección en un mundo como este. Tenga en cuenta que muchas de las otras familias no habían educado a sus hijos en valores dignos de consideración. Estaban tan obsesionados por el éxito y el dinero, y con saber comportarse, que les salieron niños sin fundamento; niños que, cuando se rebelaban, no tenían ninguna referencia. Habían ido a un club de campo exclusivo, y a los boy scouts, y a clases de baile, y juraban fidelidad a la bandera cada mañana, año tras año. Y yo pregunto: ¿Qué tipo de sistema de valores es ese? Habían hecho todo lo que querían sus padres. Al cumplir dieciocho años, y ver que su país les enviaba a la muerte en selvas del otro lado del mundo… Pues no me extraña que se rebelasen. Imagínese el shock.

Nosotros a nuestros hijos los educamos de otra manera. Los animábamos a pensar por su cuenta. No les decíamos qué hacer, ni les obligábamos a cortarse el pelo. ¿Qué más daba si querían estar ridículos? Les dejábamos tomar sus propias decisiones. Por eso, cuando Sandy se rebeló, pudo rechazarnos a nosotros y a nuestro estilo de vida, pero aún le quedaban referencias. Puede que en este momento no sea el tipo de triunfador al que la sociedad considera importante, pero siempre ha tenido valores sólidos. Para mí es lo que cuenta de verdad. Cuando encuentre su sitio en el mundo, hará cosas importantes.

Sandy cumplió catorce años el 15 de agosto de 1971. Jennie tenía seis. El primer síntoma fue cuando Sandy dejó de jugar al ajedrez. Jugaba muy bien. En el colegio había ganado varios campeonatos, pero de repente perdió todo el interés. Se volvió huraño y dejado. ¿Y su habitación? Seguro que nunca ha visto un desorden como aquel. Hugo y yo nos dimos cuenta de que empezaban los años de la adolescencia.

Lo curioso es que a medida que Sandy se hacía mayor, su relación con Jennie siguió siendo igual de estrecha. Si iba a alguna fiesta, se la llevaba. Si salía hasta tarde, y yo enloquecía de preocupación, Jennie estaba con él. Si Sandy iba al puente, Jennie lo acompañaba.

Madre mía… El puente era donde se reunían todos los adolescentes. Quedaba un poco más lejos que el campo de golf, donde se cruzaban la antigua vía férrea Boston-Albany y el río Charles. El puente en sí estaba cerrado, pero los chicos se juntaban debajo, a la orilla del río. Encendían una hoguera y se sentaban a beber cerveza. No sé decirle exactamente qué pasaba, pero seguro que nada bueno. También había chicas. Siempre que Sandy se iba al puente, yo lo pasaba fatal. No quería prohibírselo, porque claro, es lo peor que puedes hacer con un adolescente. De todos modos habría ido, y habría sido un acicate para engañarnos. Lo único que exigíamos rotundamente a nuestros hijos era sinceridad. Por otro lado, ya sabe que la manera más fácil de que algo resulte atractivo a un adolescente es prohibírselo.

Total, que a los trece o catorce años Sandy empezó a ir al puente. Estaba justo al otro lado del campo de golf, y se podía ir caminando. Aunque Sandy solo tuviera trece años, ya se estaba volviendo un intelectual radical. Se había empezado a dejar el pelo largo, y tenía libros de anarquistas rusos, Bakunin o alguno por el estilo, que simulaba leer y entender. Colgó sobre su cama una bandera americana quemada y hecha jirones, con el signo de la paz. Empezaba a decir tonterías. Se vendió la colección de monedas para darles el dinero a las Panteras Negras. Fue todo tan rápido… Lo que tardó en crecerle el pelo. ¡Y a ver qué hacías con un genio de catorce años que peroraba sobre Trotsky y mandaba dinero a los Panteras Negras!

Parecería que para un anarquista en ciernes un chimpancé tuviera que ser un «coñazo», pero no. No nos habíamos dado cuenta de lo apegado que estaba Sandy a Jennie. No fue una etapa que dejara atrás, al contrario. Y los amigos de Sandy, lejos de rechazar a Jennie, decidieron que estaba más «en la onda» que nadie. [Risas.] Lo que pasó fue eso, que Jennie se volvió lo más in de lo in. Bebía cerveza, estoy segura de que fumaba porros con ellos, y a saber qué otras drogas le darían. Les seguía la corriente en todo. Bueno, lo de seguirles la corriente está mal dicho, porque seguro que exigía participar en todo lo que hicieran. Me angustia pensar en lo que harían en el puente. Una angustia tremenda, de verdad. Nosotros hablábamos con Sandy, nos informamos sobre los peligros de las drogas, y un par de veces, cuando yo ya no aguantaba más, hice que Hugo fuera a buscar a Sandy y a Jennie y los trajera a casa. Hugo habló con Sandy sobre el sexo, la responsabilidad y cosas así; al menos dijo que lo había hecho. También es posible que exagere, y que en realidad no pasara nada tan grave. No lo sé. Madre mía…

Usted es demasiado joven para haberlo vivido, pero la sensación de perder el control de los hijos es horrible. Si quieren hacer alguna idiotez, no puedes impedírselo. ¿Cómo evitar que tomen LSD o heroína? No se puede. Solo se puede rezar por haber conseguido inculcarles un poco de sentido común cuando eran pequeños, y por que sean bastante listos para no caer en las estupideces más flagrantes. Es una sensación horrible. Y la verdad es que Sandy, a pesar de toda su inteligencia, era bastante inocente. Tan ingenuo… Yo estaba angustiadísima.

Tenía la sensación de estar perdiendo el control de mis dos hijos a la vez, Sandy y Jennie. Nos preocupaban las consecuencias de lo que pudiera estar haciendo Sandy con Jennie: las drogas, salir hasta muy tarde… Vaya usted a saber. Jennie cada vez era menos disciplinada, y más rebelde. Harold ya nos había avisado de que se volvería más agresiva con la edad, como todos los chimpancés, independientemente de dónde se críen. Hugo y Harold hablaban mucho del tema. A Harold la agresividad de Jennie le parecía normal, pero no sé… Se le contagió gran parte de la rebeldía de Sandy. Se negaba sistemáticamente a hacer lo que le pedíamos. Su signo favorito era ¡puaj!, que usaba como una especie de insulto, como diciendo: «Vete a la porra». Por si fuera poco, alguien (seguro que un amigo de Sandy) le enseñó lo del dedo. Sabe a qué me refiero, ¿verdad? Enseñar el dedo. Madre mía… La castigamos varias veces por hacer aquel gesto, pero pensándolo bien creo que solo empeoró las cosas. Jennie se dio cuenta de que suscitaba una gran reacción en nosotros. Además, ¿sabe qué decía Hugo? «Es fascinante cómo ha aprendido Jennie el poder de los signos». Pues sí, ya ve a qué me tema que enfrentar: Jennie enseñándole el dedo a un desconocido en una parada de autobús, y Hugo reflexionando sobre lo fascinante que era. Decía: «¿Quién se lo va a tomar en serio? Solo es un chimpancé». Ya, pero ¿qué imagen daba de nuestra familia? ¿Y de la educación que dábamos a nuestros hijos? Además, aquella chimpancé sabía perfectamente cuándo hacer el gesto para escandalizar a todo el mundo.

Durante una cena de Navidad, creo que la de 1972, llamaron al timbre y Jennie corrió a la puerta. Siempre era la primera en abrir. Resultó ser mi madre. Jennie le cerró el paso y le hizo aquel gesto tan horrible. Mi madre se echó a llorar. Es que acababa de quedarse viuda de mi padre, y era su primera Navidad a solas. Fue tan grotesco… Jennie impidiendo que entrara, y haciéndole aquel gesto tan odioso… No me explico que fuera capaz de herir así a las personas. ¡Y eso que mi madre le caía bien!

Luego está lo de cuando vinieron los testigos de Jehová y Jennie le robó el sombrero a la señora. Cuando ella le pidió que se lo devolviera, le hizo el gesto. Pasé una vergüenza… Supongo que debería mirarlo por el lado bueno, porque nunca volvieron. ¡Es evidente que no teníamos salvación posible! [Risas.]

¿Y la doctora Prentiss? El día en que Jennie empezó a practicar el gesto con ella, entró en casa como un vendaval, ella siempre tan puesta, y nos dijo que teníamos que hablar muy en serio. Como si yo fuera una especie de monstruo como madre. Era… era una bruja. Perdone, pero es que debería haberla oído. ¡Qué impertinencia! Cuando perdía los estribos… ¡Qué palabras soltaba! Decía más tacos que un marinero.

También le indignaba el hecho de que Jennie bebiera alcohol. «Obligar a beber a un pobre animal indefenso». ¡Indefenso! Encima Sandy se puso muy maleducado con ella. Madre mía… Claro que lo hacía con todo el mundo. Pero era tan listo que siempre encontraba la mejor manera de sacar de quicio a la doctora Prentiss. La acusaba de poner en práctica «experimentos fascistas de modificación de la conducta» con su «hermana». La relación de la doctora con Jennie era «burguesa», que no sé qué significa. Reconozco que las acusaciones eran injustas. Yo, si por un momento hubiera pensado que la doctora Prentiss le hacía algún daño a Jennie, la habría echado enseguida de casa. A la doctora Prentiss le sentaban fatal aquellas acusaciones. Es que se consideraba una especie de rebelde, y le ponía furiosa que le atribuyesen valores de clase media. Tenía la sensación de que Sandy intentaba indisponer a Jennie contra ella. Yo creo que es verdad, pero no funcionó. Jennie quería a la doctora Prentiss, y confiaba en ella. No sé por qué, la verdad, pero es así. En todo caso, Sandy fue el primero que la caló.

Ahora bien, le digo una cosa: Sandy nunca le hizo a Jennie ningún comentario negativo sobre mí. Teníamos nuestras diferencias, pero Sandy nunca intentó poner a Jennie en contra de mí. Ni de Hugo.

Veías que cambiaba todo tan deprisa… Fue una época muy dura, durísima. Yo tenía la sensación de que acabaría ocurriendo algo muy grave.