[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]
En abril de 1967, la doctora Pamela Prentiss conoció a Jennie. Jennie era una jueza muy perspicaz de la naturaleza humana; siempre que conocía a alguien, tardaba poco en decidirse: o le caía bien, o le caía mal. Recelaba especialmente de la efusividad exagerada, de la presuntuosidad, de las personas represivas y de las que se pasaban de «amables». Nunca dejó de sorprenderme su capacidad de humillar a quienes mostraban alguna de esas características.
Por eso nos interesaba tanto su reacción ante la doctora Prentiss. En cierto modo nos fiábamos más del juicio de Jennie que del nuestro. A nuestro modo de ver, su reacción sería el factor determinante para permitir que participase en el proyecto de investigación.
La doctora Prentiss nos encontró jugando con Jennie en el césped. La primera impresión fue bastante teatral. Apareció en un jeep manchado de barro, con el pelo rubio por los hombros, y un sombrero destrozado que parecía hermano gemelo del de Jennie. Llevaba vaqueros y una camisa de trabajo, aspecto que le granjeó inmediatamente mi respeto. De haberse presentado con un vestido, habría despertado mis dudas sobre su experiencia con los chimpancés.
Se acercó a Jennie sin decirnos nada y se puso delante de ella, en cuclillas.
—Hola, Jennie —dijo—. Soy Pam. ¿Quieres un abrazo?
Su actitud de naturalidad, aplomo y falta de prisa era perfecta para Jennie, cuya reacción fue abrir los brazos. La doctora Prentiss la estrechó en los suyos. Después Jennie le dio un beso, gesto más cariñoso de lo habitual con los desconocidos, sobre todo si eran mujeres. Solía tener preferencia por los hombres.
Solo entonces, después de haberse presentado a Jennie, la doctora Prentiss nos dio la mano. A mí me gustaron sus prioridades. Con nosotros estuvo un poco forzada y a la defensiva. Sospeché que era una de esas expertas en conducta animal que se relacionaba mejor con su objeto de estudio que con el resto de la humanidad.
Nos retiramos al salón. También vino Sandy, ya que sería la familia en su conjunto la implicada. La doctora Prentiss resumió los objetivos y la metodología de la investigación. El Centro de Investigación de Primates de Tufts tenía una colonia de chimpancés en cautividad, todos los cuales estaban aprendiendo el Lenguaje de Signos Norteamericano para Sordos, o ASL. Necesitaban un «control». Sería Jennie. Querían ver si Jennie, un ejemplar aislado del resto de su especie y socializado de principio a fin como ser humano, aprendería ASL de otra manera que los chimpancés de la colonia.
El proyecto de investigación se centraba más en el aspecto lingüístico que en el de la conducta primate. Los problemas lingüísticos que planteaba eran bastante esotéricos, y quedan fuera del ámbito de estas páginas; tanto es así, que incluso a mí me costaba entenderlos.
Me impresionó el cuidado con que la doctora Prentiss y su equipo habían establecido las pautas de investigación. El plan no tenía nada de borroso, ni de abierto; nada de ideas vagas del tipo «vamos a enseñarle el lenguaje de los signos a un chimpancé, a ver qué pasa». Querían explorar con la mayor exactitud cómo adquieren el «lenguaje» los chimpancés, y compararlo con la teoría del aprendizaje lingüístico entre los niños.
Era una idea fascinante. Tanto Lea como yo nos dimos cuenta del valor de la participación de Jennie en el proyecto. Yo ya tenía mi hipótesis. Intuía que al haber sido criada en un entorno humano, rodeada de cariño, Jennie aprendería mucho más deprisa que un grupo de chimpancés enjaulados que no se habían socializado como seres humanos. A fin de cuentas, el lenguaje es un invento de los hombres, al margen de que use signos o palabras.
Recuerdo que así se lo dije a la doctora Prentiss.
Ella me miró con cara de sorpresa.
—Doctor Archibald —dijo un poco seca—, en nuestra investigación procuramos no formar hipótesis prematuras. Siempre se corre el riesgo de que un observador con prejuicios sesgue los datos.
Típica respuesta de la doctora Prentiss. Era una científica de los pies a la cabeza, a expensas (a veces) de los sentimientos ajenos.
Explicó que tanto Lea como yo tendríamos que aprender ASL. Después se volvió hacia Sandy. ¿También querría aprenderlo?
—¡Síí! —exclamó él—. ¿Quiere decir que podremos hablar, Jennie y yo?
—Si trabajáis los dos, sí —dijo la doctora Prentiss.
—¡Qué chuli! —dijo Sandy.
Entonces Sarah solo tenía dos años, y nos pareció probable que lo aprendiera por sí sola al hacerse mayor. Sería una experiencia valiosa para todos.
La doctora Prentiss nos explicó que no sería difícil aprender ASL, ya que durante el primer año Jennie probablemente solo asimilaría cinco o diez signos. A lo largo de los cinco años del proyecto, se esperaba que aprendiera un total de unos cien signos. Nunca podría comunicarse tan bien como una persona sorda. Su manera de formar los signos tampoco sería igual de precisa ni de rápida.
La doctora Prentiss propuso venir a nuestra casa tres días por semana, durante los que Jennie quedaría totalmente a su cargo. Jugarían en el manzano silvestre, se irían a dar una vuelta en jeep, pasearían por el campo de golf o por el riachuelo… Necesitaría una habitación para jugar y estudiar con Jennie. (Le ofrecimos la de juegos del sótano). Nuestra intimidad sería respetada, y durante sus estancias la doctora no tendría acceso al resto de la casa. Por último, dijo que el Centro de Primates nos pagaría una suma de dinero para compensar una parte de los gastos de cuidar a Jennie.
Lea y yo hablamos de la propuesta, y nos sorprendió descubrir que ambos nos moríamos de ganas de poder comunicarnos con Jennie. En realidad ya entendía bastantes palabras en inglés, aunque fuera de forma un poco vaga, pero más de una vez se frustraba por no poder contestar. Cuando quería algo, me estiraba el pantalón, gritaba, señalaba, y en casos extremos daba golpes en el suelo con las manos y los pies. Sus necesidades no eran complicadas (en lo que más pensaba era en comida, juguetes, cosquillas y abrazos), y nos pareció que incluso unos pocos signos le abrirían todo un mundo. También a nosotros. Probablemente nuestros sentimientos no difiriesen mucho de los de los padres de un niño sordo.
La idea tenía otro atractivo. A Lea le resultaba bastante agotador cuidar a Jennie, y sería un alivio disponer de una canguro profesional tres días por semana. Jennie daba la impresión de haberse encariñado con la doctora Prentiss. Estábamos seguros de que se llevarían bien.
Sin embargo, antes de tomar la decisión final fuimos a ver la colonia de chimpancés de la doctora Prentiss. Queríamos saber cómo trataba al resto de los animales.
El Centro de Primates ocupaba un gran terreno en Hopkiln, Massachusetts, una finca cedida a la universidad ni más ni menos que por el empresario circense P. T. Barnum. La colonia llevaba el nombre no oficial de «colonia Barnum». Consistía en quince hectáreas de jardines, campos, bosques y estanques, delimitadas por tela metálica electrificada. Los cuatro chimpancés dormían en un antiguo establo para vacas lecheras, enorme y con calefacción. Vivían cómodamente y a sus anchas en la mayor estructura para trepar que hubiéramos visto en nuestras vidas, con repisas elevadas donde pasaban la noche. Aparte de poder circular libremente por toda la finca, gozaban de acceso al primer piso de la antigua mansión de los Barnum, donde se reunían a diario con sus profesores en una especie de aula. No había jaulas.
Cada cierto tiempo, los animales recibían la visita de un médico, un dentista y un nutricionista. Se los veía tan felices que desechamos todos nuestros temores. Dudo que hubiera otro grupo de animales tan feliz o mimado, sin reparar en gastos. Cualquier ser humano habría estado encantado de vivir en un lugar así.
La doctora Prentiss era un nuevo tipo de experta en primates. Odiaba los tests psicológicos indiscretos y crueles de otros investigadores como el doctor Harry Harlow, de la Universidad de Wisconsin. Un aspecto en el que no transigía era en aplicar criterios humanos de decencia y bondad a los chimpancés sometidos a sus estudios.
Por otro lado, nos explicó que al final del proyecto los chimpancés de su colonia serían enviados a una isla de Florida, donde la propia doctora había fundado un programa de «rehabilitación» de chimpancés en cautiverio. Hizo hincapié en que uno de los aspectos más crueles de la investigación con primates era que cuando los animales dejaban de ser necesarios para los científicos, pasaban el resto de su vida en alguna triste jaula de laboratorio o zoo. Por lo que respectaba a su proyecto, ella se sentía responsable de los chimpancés durante toda su vida.
Profundamente impresionados, aceptamos la propuesta de la doctora Prentiss con algunas reservas. Para empezar, rechazamos el dinero. La idea de cobrar a cambio de incluir a Jennie en un proyecto de investigación nos parecía repugnante. También nos reservamos el derecho a observar a la doctora Prentiss y a Jennie siempre que quisiéramos, y de interrumpir el proyecto en cualquier momento y por cualquier motivo.
La doctora Prentiss aceptó la condiciones. Así empezó el trascendental viaje de Jennie al mundo del lenguaje.
[De una entrevista con Lea Archibald.]
La doctora Prentiss… ¡Vaya por Dios! ¿Qué puedo decirle de la doctora Prentiss? Quizá no sea la persona más indicada para hablar de ella. No era exactamente una persona cordial. Siempre iba al grano, y usaba el tipo de jerga que hace parecer inteligente hasta lo más ridículo. No veíamos las cosas de la misma manera. A ella no le parecía bien nuestra manera de criar a Jennie. ¡Y eso que no tenía hijos! ¿Sabe que nunca ha estado casada? Da que pensar, ¿verdad?
Le parecía que la educábamos de una manera incoherente. Ella quería que pusiéramos en práctica toda una serie de cosas experimentales, mientras que yo lo único que quería era criar a una hija.
Debo reconocer que a Jennie la quería. Con sus limitaciones, claro. Y Jennie a ella. Jennie era tan dulce, tan confiada… Hasta con alguien como la doctora.
¿Que cómo era físicamente? ¡Uy! Inmaculada, desenvuelta, guapa… Un témpano rubio. Tenía unos treinta y cinco años. Era de una familia rica de Nueva York, de las de toda la vida, aunque no se le notara en la forma de vestir: vaqueros remendados, camisa de trabajo y un sombrerito tonto. Aunque se depilaba las cejas, ¿eh? Se lo noté. Iba por Kibbencook en un jeep viejo, a unas velocidades temerarias, poniendo en peligro a los niños. Se suponía que era muy inteligente: doctorada en Harvard, etcétera, etcétera. Puede ser. Yo nunca he leído ninguno de sus artículos sobre Jennie. Tampoco me interesa lo más mínimo, gracias.
Es curioso, pero ni siquiera sé qué descubrieron estudiando a Jennie. Hugo intentó explicármelo, pero me pareció una tontería. ¡Averiguaron que era lista, o algo así! ¡Hombre, no me diga! Eso se lo podría haber dicho cualquier tonto.
La doctora Prentiss empezó a darnos clases de ASL. No era tan fácil como nos había dicho. De Jennie solo esperaban que aprendiera cinco o diez signos el primer año, pero a nosotros la doctora Prentiss nos pedía aprender centenares: dar, beber, comer, hacer cosquillas, abrazar, más, tú, yo, triciclo, perdón, sucio (¡que en realidad significaba «tengo que ir al baño»!), y muchos más. Nos inventamos signos para nuestros nombres y el de Jennie. El de Jennie era igual que la jota en ASL, cerrando los dedos y extendiendo el pulgar, pero señalando su pecho. [Hace una demostración.] El mío era la ele en ASL, moviendo la mano como cuando saludas. Así. [Otra demostración.]
La doctora Prentiss nos exigía demasiado. Pretendía que habláramos por señas siempre que estuviera Jennie, aunque no nos dirigiésemos a ella. ¡En serio! ¿Se lo imagina? Era una imposición ridícula, que yo veté enseguida. De hecho tuve que pararle los pies varias veces. A fin de cuentas eran mi casa y mi hija; quiero decir mi hija chimpancé, claro… También quería que no vocalizáramos al hablar por señas. Yo le pregunté: «¿Qué sentido tiene no vocalizar si Jennie ya entiende el inglés? Ni hablar. Diremos las palabras a la vez que hacemos los signos». También le hice notar que Sarah solo tenía dos años, y que aún estaba aprendiendo a hablar. Si empezábamos a hacer signos en silencio, podía pasar cualquier cosa. Jennie no era la única hija que estábamos criando. A pesar de toda su inteligencia, la doctora Prentiss nunca llegaba al fondo de las cosas. No tenía el menor sentido común.
No me malinterprete. Nos entusiasmaba la idea de poder comunicarnos con Jennie. Le dábamos una importancia enorme. Queríamos abrir la puerta de su cerebro y de sus pensamientos.
El más entusiasta era Sandy, que aprendió ASL como si fuera lo más fácil del mundo. Nosotros ya sabíamos que era un genio; al menos era lo que salía en los tests de coeficiente intelectual. Debería haberle visto unos años después, moviendo las manos como loco, con la fluidez de un sordo… Daba gusto verle hablar por señas. El movimiento físico del ASL es tan fluido, tan bonito y elegante… Parece un baile. Participa todo el cuerpo. En cierto modo es más bonito que el lenguaje hablado. Ahora casi no me acuerdo de nada. Ha pasado tanto tiempo…
Pues eso, que la doctora Prentiss empezó a venir tres días por semana. Yo oía mucho ruido en el sótano, donde jugaban, pero no vi ningún indicio de que hablaran por señas. Algunos días salían al jardín y trepaban por el manzano. Entonces sí veía hacer señas a la doctora, pero Jennie no reaccionaba. Hugo y yo hacíamos lo que podíamos con el ASL; dejamos el diccionario para el arrastre, pero Jennie no manifestaba el menor interés. La verdad es que te desanimaba. Ella sentada en él suelo, jugando con un peluche o lo que fuera, y Hugo y yo inclinados, haciendo señas hasta el agotamiento, buscando los signos en el diccionario y discutiendo sobre lo que significaban. ¿Sabe qué hacía ella? Pues mirarnos con aquella carita de «¿Qué narices estáis haciendo ahora, humanos locos?».
Después de un mes así, pillé por banda a la doctora Prentiss y le dije: «Oiga, ¿qué pasa? ¿Por qué no aprende nada Jennie? ¡No será por falta de inteligencia! Entonces ¿cuál es el problema?». ¿Qué estaba saliendo mal en el aprendizaje?
La doctora Prentiss era una chica susceptible. Perdón, mujer. Se enfurruñó y dijo que teníamos demasiadas expectativas. Dijo que podían pasar seis meses antes del primer signo. ¡Seis meses! Yo me puse furiosa. ¡Es que era lo primero que oía sobre seis meses! Hablé con Hugo, y él intentó calmarme, pero no estaba dispuesta a tener en casa a aquella mujer durante seis meses. La verdad es que me peleé bastante con Hugo. ¡Madre mía!
[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]
La doctora Prentiss empezó a trabajar a fondo con Jennie a finales de la primavera de 1967. Le parecía necesaria una relación de afecto como prerrequisito para enseñar el lenguaje de signos a un chimpancé. Es posible que al lector no informado le parezca obvio, pero en realidad era una postura muy polémica dentro del campo. Muchos primatólogos eran de la opinión de que los primeros intentos de enseñar ASL a chimpancés se habían resentido del fuerte vínculo que se creaba entre el investigador y el investigado. Creían que aquel tipo de relación destruía la objetividad del investigador y provocaba una «inducción» inconsciente al chimpancé. Por desgracia estas críticas a la enseñanza del ASL a chimpancés siguen vigentes. Todavía hay muchas eminencias de la etología que se basan en este argumento para restar validez a todos los experimentos de ASL con chimpancés.
La doctora Prentiss, Harold Epstein y yo disentíamos. Cuando los bebés humanos aprenden a hablar, necesitan lazos fuertes con sus madres, y mucho amor. No había motivos ni razón para no creer lo mismo de los chimpancés. Podríamos haber introducido controles rigurosos, de doble ciego, para enseñar ASL a Jennie, negándole el contacto directo con seres humanos, y eliminando así cualquier posibilidad de inducción, pero el resultado final habría sido un marco experimental perfecto con resultados negativos. En esas circunstancias, no es que un chimpancé no pudiera aprender un lenguaje, es que no podría aprenderlo ni un bebé humano.
La doctora Prentiss pasaba veintidós horas semanales con Jennie. Al cabo de dos semanas, para sorpresa y decepción de todos, los resultados eran nulos. Dado que Jennie tenía la facultad de imitarlo todo, esperábamos que aprendiera los signos tan deprisa, por ejemplo, como a fregar los platos, poner el coche en marcha cuando no la veíamos, encender cerillas, desenroscar bombillas y usar tijeras para cortarse todo el pelo de la barriga.
Esperábamos que solo tardara uno o dos días en aprender su primer signo, pero transcurrió un mes sin que se viera un solo indicio alentador. El más decepcionado fue Sandy. Había estudiado ASL con entusiasmo, y se había aprendido decenas de signos, pero al cabo de un mes sin progresos por parte de Jennie su interés empezó a flaquear. La doctora Prentiss nos daba ánimos, diciendo que la imitación y la comunicación eran dos cosas muy distintas. Habría sido fácil enseñar a Jennie a imitar gestos de las manos. Muy distinto era enseñarla a comunicarse con gestos de las manos. Ahora, en retrospectiva, nuestra reacción me parece cómica. Eramos los típicos padres demasiado ambiciosos respecto a su hijo, llenos de expectativas y dispuestos a culpar al profesor de la falta de progresos.
[De una entrevista a Lea Archibald.]
Vamos a ver… Fue unas cinco semanas después de que empezara la doctora Prentiss. Yo estaba en la cocina preparando la cena. La doctora Prentiss acababa de irse, y Jennie estaba dentro, jugando en el suelo de la cocina. Se aburrió y empezó a dar golpes en el suelo con su taza. Yo me giré y le dije «¡No!», muy enfadada. Jennie se quedó un momento sin moverse. Después siguió dando golpes, pero esta vez con la taza y la cuchara. Al mismo tiempo hacía aquel ruido barriobajero con los labios, su pedorreta, a la vez que sacaba la barriga. ¡Y me lo hacía a mí!
Tenía el arte de sacarme de quicio. La levanté del suelo y le di una palmada en el culo. No se escandalice, ¿eh? La verdad es que no servía de nada pegarle en el culo a aquella chimpancé. No le hacía ningún daño. Es que los chimpancés no tienen un pompis bien acolchadito; por detrás son todo hueso, y duros como una piedra. De todos modos, a mí me aliviaba, y ella, como es natural, se enfadaba, porque era muy sensible a nuestros humores. Aunque a veces, cuando le daba azotes, se reía y hacía como si jugásemos, devolviéndome los golpes. ¡Cómo perdía yo los nervios!
Bueno, el caso es que después de la tunda Jennie se sentó en el suelo, balanceándose y haciendo «uuuu uuuu uuu». Muy disgustada. Yo, que aún estaba enfadada, le dije: «¡Cállate!». Entonces ella hizo un signo. Me quedé de piedra. Dije: «¿Qué?», y formé el signo de ¿qué? Ella repitió varias veces el primer signo. Era el de abrazo, así. [Hace una demostración cruzando los brazos en el pecho.] Primero me llevé una sorpresa, pero después pensé: «Bueno, es un gesto natural. No es ningún signo. Ya lo ha hecho muchas veces». Es que a veces Jennie se abrazaba a sí misma de una manera muy parecida. De todos modos, para asegurarme, dije por señas: ¿Abrazo quién? Y ella contestó, también por señas: ¡Abrazo, abrazo, abrazo, abrazo Jennie, Jennie! ¡Había dicho su nombre por señas! ¡Jennie! [Vuelve a enseñar el signo.]
Me quedé… atónita. Le pregunté por señas: ¿Quién eres?, y ella contestó con las dos manos: ¡Yo Jennie! Dos signos, así. [La señora Archibald lo reproduce.] ¡Yo Jennie! Con una expresión de triunfo… algo inconfundible. Fue… perdone… perdone, por favor… Es que me trae tantos recuerdos… Madre mía… [Nota del editor: En este momento la señora Archibald se vino abajo y se suspendió la entrevista.]
[Del diario del reverendo Hendricks Palliser.]
15 de enero de 1967
Ayer fui a casa de los Archibald para ver a Jennie. Ahora va una profesora tres veces por semana para enseñarle el lenguaje de signos. Ya hace unas semanas que la veo llegar e irse en jeep. La encontré en la casa y, aunque me sepa mal decirlo, es una persona bastante maleducada y falta de consideración. Me pidió que me fuera. Parece que Jennie ya se está comunicando con diversas personas mediante el lenguaje de los signos.
Volví después de que se fuera y hablé con la señora Archibald. Tras un año o más de reflexión, al final le he hecho mi propuesta.
Por escrito parece una ridiculez, y estoy seguro de que es lo que le pareció a la señora Archibald. Le dije que consideraba que Jennie saldría ganando si se le impartía una formación religiosa, y le pedí permiso para llevármela una tarde por semana.
Naturalmente, obtuve la reacción que esperaba: incredulidad, seguida por un alborozo mal disimulado. Entonces le expliqué por qué me parecía que Jennie podía disfrutar aprendiendo sobre Jesús y Dios. Saqué a colación su inteligencia y su capacidad de mostrarse bondadosa, y referí su interés por la cruz. Recordé a la señora Archibald el inexplicable cariño de Jennie a la imagen de Jesús que le regalé, y aclaré que yo también aprendería a hablar por señas.
La señora Archibald me preguntó qué tipo de instrucción religiosa proponía. ¿Episcopaliana?
Yo me reí y le expliqué que sería una formación no confesional, del mismo tipo que habría impartido a niños muy pequeños. Le expliqué que no entraría en cuestiones de dogma, sino que me limitaría a ayudar a Jennie a entender y sentir el amor de Dios y su hijo Jesucristo. Le dije que cualquier formación religiosa empieza por un sentimiento muy simple: el amor. Seguro que Jennie entiende el amor, dije. Sí, murmuró la señora Archibald, sí que sabe qué es el amor. Entonces, dije, puede entender la religión, porque la religión empieza por el amor. La religión es amor. Si no se empieza por amar a Dios, y por sentir en nosotros el amor de Dios, no puede haber religión.
Ella dijo que le parecía que aquel tipo de formación confundiría a Jennie y sería frustrante para mí. Yo contesté que era mi vocación, y que consideraría un gran favor que me permitiese intentarlo; dije que, por tonta que sonase la idea, solo había llegado tras mucho pensar y rezar. Por último, le recordé que Jennie ya venía a nuestra casa como mínimo una vez por semana, y que nos habíamos hecho muy amigos; también le dije que Reba y yo no tenemos hijos, y que en cierto modo había empezado a considerar a Jennie como tal. Tuve la impresión de que se emocionaba. Dijo que se lo comentaría a su marido y a la maestra, que es —agárrense— una profesora de la Universidad de Tufts involucrada en una especie de estudio lingüístico.
[De una entrevista con la doctora Pamela Prentiss,
exdirectora del Centro de Investigación de Primates
y profesora Throckmorton de lingüística en la Universidad
de Tufts, Malden, Massachusetts, en su despacho de Tufts,
noviembre y diciembre de 1992.]
El doctor Epstein me lo ha explicado todo. Me ha dicho lo que espera conseguir con este libro. ¿Cuál es su formación? Me gustaría saber qué le convierte en alguien tan experto en el tema como para dedicarle un libro. [Nota del editor: En este momento dio comienzo una larga discusión sobre las credenciales del autor, que no satisfizo del todo a la doctora Prentiss. La hemos omitido en bien del relato.]
Bueno, mire, que sepa que si hablo con usted solo es porque me lo ha pedido el doctor Epstein, ¿vale? Perdóneme mi escepticismo. Es que todos los periodistas con los que he hablado estaban tan mal informados… No hacen ningún esfuerzo por entender la parte científica. Los periodistas son perezosos y tontos. No daré nombres, pero no hay más que ver a aquel chico de la revista Esquire. ¿Sabe que su curriculum de periodista consiste en hacer perfiles de famosos? Su autoridad para escribir sobre Jennie viene de haber escrito sobre estrellas de cine. ¡Porque claro, Jennie era una estrella! Menudo chiste. Y eso que del Boston Globe te esperarías un poco de exactitud científica… Aquel pobre reportero no sabía ni qué eran los grandes simios. Tendría gracia si no fuera tan patético.
Le he traído material para que se lo lea: artículos, separatas, monografías… Eso para empezar. Cuando necesite más… ¿Ve aquellas tres estanterías? Pues es todo lo que se ha investigado sobre Jennie. Tendrá que leérselo casi al completo. La verdad es que es muy interesante. Solo hace falta dedicación.
Voy a poner las cosas claras. Solo hablaré con usted con una serie de condiciones. [Nota del editor: También se ha omitido la mayor parte de esta discusión.]
Por fin va a contar la verdad. He leído tantas mentiras sobre el proyecto, que ya no puedo más. Si este libro consigue poner los puntos sobre las íes… pues nos hará un favor. Espero que no le importe que encienda mi propia grabadora durante la conversación. No es que no me fíe de usted…
Le he traído unos apuntes. ¡Uy! Mierda. Ayúdeme a recogerlo. ¡Será posible! Ahora se ha desordenado todo. A ver… Mi trabajo con Jennie empezó el 1 de mayo de 1967. Aprendió sus primeros dos signos cinco semanas más tarde, el… a ver… 4 de junio de 1967. Eran abrazo y yo. El 6 de junio formó espontáneamente los signos abrazo a yo Jennie a la señora Archibald, su madre adoptiva. La señora Archibald tuvo la impresión de que el primer signo de Jennie iba dirigido a ella. Yo no corregí el malentendido. ¿Que por qué? La razón me parece evidente.
Mi técnica era formar el signo con los dedos de Jennie a la vez que pronunciaba la palabra. Siempre decíamos la palabra al formar los signos. Parecía que Jennie ya entendía un poco de inglés. Yo le cogía los dedos, formaba el signo abrazo y le daba su recompensa, que era un abrazo. En cuanto Jennie aprendía un signo, yo ya no respondía a sus peticiones a menos que lo usase. Por ejemplo cuando aprendió beber. A partir de ese momento, para obtener una bebida tenía que formar el signo de beber. Naturalmente, su recompensa era recibir la bebida, o el abrazo, o de lo que se tratara.
No usábamos comida como recompensa. En eso nos diferenciábamos de otros investigadores anteriores en ASL. La recompensa de Jennie era hacerse entender. Es decir, que se la recompensaba como se habría recompensado a un niño. Queríamos reproducir la manera de adquirir el lenguaje de los niños. ¿Verdad que a un niño no le metes comida en la boca cada vez que dice algo? Pues claro que no.
Las condiciones de la casa de los Archibald no eran ideales. Era todo bastante caótico. De todos modos, Jennie progresó de una manera extraordinaria. Nuestros chimpancés de la colonia Barnum aprendían a menos de la mitad del ritmo de Jennie. El progreso de Jennie tenía mucho que ver con el niño de los Archibald, Sandy, que aprendió ASL igual de deprisa que un niño sordo, y lo usaba constantemente con Jennie. Los padres adoptivos de Jennie no participaban en el proyecto, especialmente la señora Archibald. El ritmo de aprendizaje de Jennie podría haber sido aún más rápido con algo más de coherencia en su formación. Y en su relación con su madre adoptiva.
Tuvimos varias trabas en el experimento. El hecho de que la familia Archibald se fuera de vacaciones cada mes de agosto interrumpió mi labor con Jennie. Por no hablar del viejo párroco de la casa de enfrente, un hombre bastante peculiar que se entrometía constantemente. Intromisión que la señora Archibald fomentaba. De una mujer religiosa lo habría entendido, pero ella no lo era. La señora Archibald siempre me ponía palos en las ruedas. Estaba muy celosa de mi relación con Jennie. Una mujer muy difícil. El sacerdote, o lo que fuera, aprendió los rudimentos básicos del ASL, y los combinaba con signos toscos de su propia invención. Acabó siendo un problema muy serio. Nunca he trabajado en condiciones tan difíciles. Cada semana tenía que desprogramar a Jennie después de una sesión con aquel energúmeno. Los signos de cielo o nubes, por ejemplo, no llegó a aprenderlos porque los confundía con el signo que se inventó el párroco para referirse a Dios. Siempre que Jennie veía a un hombre con barba, se frotaba la cabeza. Yo no entendía nada, hasta que me enteré de que era el signo del párroco para Jesús. Un día Jennie empezó a hacer un signo… No era nada en ASL. Me di cuenta, escandalizada, de que… No se lo va a creer. ¡Se estaba santiguando! Ahora, al pensarlo, me parece inconcebible que aquel… hombre intentase volver cristiana a Jennie. Lo que ya me supera del todo es por qué razón lo toleraban los Archibald. El doctor Archibald era un científico razonablemente capaz, pero tratándose de Jennie, y de cuestiones familiares, lo dejaba todo en manos de su mujer. Ella era… bueno, es, una mujer difícil. Una mujer difícil. Con una voz de hielo. Ya la conoce. ¿Hace falta que diga más?
También había otras limitaciones. Ninguno de los niños del barrio que jugaban con Jennie aprendió ASL, lo cual sospecho que obstaculizó su progreso. Si algo demuestra, es que en mejores circunstancias un chimpancé podría aprender mucho más.
Esperábamos que el primer año aprendiera cinco o diez signos, pero aprendió veintiuno. Déjeme echar un vistazo a mis notas… Mierda, se ha mezclado todo. ¿Dónde están mis gafas? Aquí… Aprendió veinticuatro el segundo año, sesenta el tercero, cincuenta y uno el cuarto y diecisiete el quinto; en total, ciento noventa y tres signos. Un momento… ¿Puede ser? Creía que había aprendido más. Déjeme sumarlo. Siempre llevo encima esta calculadora. Es una bendición. Mmm…, Pues sí, parece que son ciento noventa y tres. De todos modos, sigue siendo mucho. Más que cualquier chimpancé hasta entonces. Penny Patterson ha enseñado seiscientos signos a aquel gorila, Koko. Tal como se lo digo. Yo estaba, y lo he visto con mis propios ojos. Sé que si me hubieran dejado seguir con el proyecto podría haberle enseñado mil signos a Jennie. Los chimpancés son mucho más inteligentes que los gorilas.
Pero bueno, el caso es que de esos ciento noventa y tres signos, veinticinco se los inventó ella misma. En ningún proyecto anterior constaba que un chimpancé se inventara un solo signo. Nuestro primer artículo fue sobre los signos inventados de Jennie. A ver… Aquí está, en este volumen: Actas de la Trigésima Tercera Conferencia Anual de la Asociación Norteamericana de Lingüística. Creo que le he puesto una separata. ¿Es eso? No. Pues debería estar… A menos que lo tenga yo aquí… A ver… No, lo tiene que tener usted.
Por su parte, los cuatro chimpancés de la colonia aprendieron respectivamente noventa y uno, ciento uno, cincuenta y cuatro y sesenta y seis signos. Ninguno inventó un solo signo. A lo largo del proyecto, Jennie formó más de treinta mil emisiones distintas a partir de esos signos; que sepamos, claro, porque en mi ausencia no había nadie que registrase lo que decía. Lo llamamos «emisiones» porque está en duda que sean frases. Existe un gran debate sobre si los chimpancés crean frases. Y sobre el propio hecho de que tengan lenguaje. Chorradas. ¡Claro que lo tienen! Si Jennie dice Dar manzana a Jennie, ¿qué coño es si no lenguaje? No dan una a derechas. Perdone por los tacos. Pero bueno, esa es otra cuestión. De hecho todavía estamos analizando los datos.
La primera sorpresa fue que Jennie se inventara signos. El primero fue el de jugar. Pasó en… a ver… abril de 1968. El 1 de abril. ¡Ajá! ¡Aquí está el artículo! Estaba segura de tenerlo. ¡Es imprescindible que se lo lea! Solo son treinta páginas. Si le desorienta alguna parte de la terminología, llámeme por teléfono. ¿Conoce Gramática generativa y estructura profunda: Prolegómenos a la futura lingüística? ¿Qué? Sí, claro, es un libro, una introducción excepcional a la lingüística. Muy amena. Del gran lingüista V. R. Czerczywicz. Puede llevarse este ejemplar.
Fue así: estábamos en la sala de estudio del sótano, en plena sesión. Al otro lado de la ventana hacía sol, y Jennie se empezó a poner nerviosa. Vocalizaba y trataba de abrir la puerta cerrada con llave. Yo no le hacía caso. Nuestra metodología era fingir que no entendíamos las peticiones de Jennie hasta que las hacía por señas. Jennie no conocía el signo de jugar, pero empezó a dar palmadas en el suelo. Fue un movimiento intencionado que me pareció increíblemente similar a un signo. Di unas palmadas en el suelo, como experimento. Ella hizo lo mismo y sacudió el pomo de la puerta. Yo dije por señas: ¿Jennie querer ir afuera y jugar? Pero dije jugar con el signo de Jennie, dando palmadas en el suelo. Ella dio otras tres o cuatro, intercalando signos de sí.
La recompensé con una sesión de juego a la orilla del riachuelo. Jugamos a perseguir y hacer cosquillas, su juego favorito.
Desde entonces Jennie daba palmadas en el suelo o en la tierra como signo de jugar. Lo hacía al ver niños, y a veces al ver un perro o un gato, aunque su idea de jugar con un perro era perseguirlo y estirarle la cola.
Cuando le regalaron el gatito, le hacía a menudo el signo de jugar. Lo repetía varias veces antes de cogerlo y ponerse a jugar con él.
A ver… Qué más debería saber… Cuando quería subrayar algo, hacía el signo con las dos manos. Al principio intentamos que no se acostumbrase, pero ella insistía, y acabamos cediendo. Entonces fue Sandy el que empezó a hacer signos con las dos manos, y se me contagió. Para dar énfasis. Los niños sordos… Esto es interesante: los niños sordos también usan las dos manos para añadir énfasis. Los paralelismos lingüísticos entre el ser humano y el chimpancé eran francamente asombrosos.
Otra cosa muy interesante: Jennie empezó a usar casi enseguida el lenguaje para despistarnos. O para volver alguna situación en su favor. Por ejemplo el signo sucio, que servía para indicar la necesidad de ir al lavabo. Sucio se hace así. [La doctora Prentiss hace una demostración del signo, dándose golpecitos por debajo del mentón con el dorso de la mano.]
Jennie descubrió que podía escaparse de una clase aburrida haciendo el signo de sucio incluso si no tenía ganas de ir al lavabo. Entonces la llevábamos corriendo al orinal, pero no hacía nada. Lo repitió varias veces hasta que nos dimos cuenta. Nos mentía. Pero claro, a veces sí tenía que ir… En esos casos, al ver nuestra desconfianza, repetía el signo de sucio con las dos manos, así. [La doctora Prentiss hace otra demostración con ambas manos.]
Si quería un plátano y hacía el signo de plátano, pero no se lo traían enseguida, solía repetirlo con las dos manos, así. [Otra demostración.]
Jennie usaba el lenguaje de un modo muy parecido a los niños. Nunca me olvidaré de cuando lo entendí. Estaba intentando poner punto final a una sesión de juego y seguir estudiando dentro de la casa, pero Jennie se negaba a colaborar. Empecé a ponerme nerviosa, y al final le puse una correa al cuello, que para Jennie era el máximo castigo. Ella se me echó encima en plena piloerección, y tuve miedo de que me mordiera, pero en vez de eso me hizo señas furiosamente delante de la cara, con las dos manos: ¡Morder, enfadada, morder, enfadada! Fue espectacular, y muy amedrentador.
Eso fue… ¿Dónde están las malditas notas? El 5 de octubre de 1968.
[De una entrevista con Lea Archibald.]
Hacia esa época empezó uno de los episodios más raros de la vida de Jennie. ¿Ya le he hablado del ministro episcopaliano que vivía al otro lado de la calle, el que se parecía a Charlie Brown? Pues Jennie iba a verle de vez en cuando. Él le daba cantidades industriales de galletas con trocitos de chocolate y leche. Me extraña que su mujer dejara entrar a Jennie. Pero bueno, el caso es que vino a verme con la idea de… No sé muy bien cómo explicarlo. De convertir a Jennie al cristianismo. Darle formación religiosa. Dijo (no es broma, ¿eh?) que se sentía llamado por Dios a llevar al cristianismo a los pobres y mudos animales, o algo así. ¿Se lo imagina? Casi se me escapó la risa. Pero como él lo decía tan en serio, y estaba tan avergonzado, prometí comentárselo a Hugo. Siempre había tratado tan bien a Jennie…
Creía que Hugo se ensañaría con la idea. Al no creer en Dios, ni en nada por el estilo… Pero le pareció desternillante. Se partió de risa y dijo que no veía nada malo. ¡Madre mía! Dijo que a Jennie le encantaría ser el centro de atención, y que así descansaríamos de ella una tarde por semana. El doctor Palliser era la persona más encantadora que se pueda imaginar. Se lo tomaba todo tan en serio, y era tan bueno…
Bueno, pues se lo comenté a la doctora Prentiss, y ella, como se imaginará, quedó horrorizada. Aún se me escapa la risa. Le parecía un escándalo. Dijo: «¿Qué? ¿Que ese párroco quiere impartir formación religiosa a Jennie? ¡Qué perversión!».
Yo le expliqué la verdad, que era un viejo inofensivo al que Jennie tenía mucho cariño, pero a la doctora Prentiss le parecía una idea completamente diabólica. ¡Echaría a perder su experimento! En fin, que me lo pensé unos dos segundos y decidí que lo más conveniente para Jennie no era necesariamente lo más conveniente para la doctora Prentiss y sus experimentos. A veces las madres tienen que hacer lo que les parece mejor.
En suma, que Jennie empezó a ir una vez por semana a casa del reverendo. Volvía con toda la pechera llena de migas de galleta, y un gran bigote de leche. El reverendo la mimaba exageradamente. Me sorprende que su mujer lo permitiera. Es que no tenían hijos. Para mí que algo tiene que ver.
Para entonces Sarah ya había llegado a los temibles dos años, aunque en su caso no fue para tanto. A esa edad, Sandy había sido un horror absoluto. Desde que aprendió la palabra «no» fue una debacle. En casa, después de que llegara Jennie, el «¡No!» era como una cantinela que se repetía todo el día. ¡Hugo me dijo que me oía gritar en sueños! Madre mía… Una vez la tía de Sandy le regaló un pájaro, un mina. Pusimos la jaula en la cocina, y el pájaro de las narices solo aprendió dos cosas; la primera, un chillido de chimpancé que te perforaba el tímpano, y la segunda «¡No, no, no, no!». ¡Ahora parece muy gracioso, pero le aseguro que en cuanto al pájaro le dio por ahí no tardamos mucho en quitárnoslo de encima! Ya había bastante ruido en casa sin que lo repitiera un pájaro, gracias.
Esto… ¿Por dónde iba?
Ah, sí. Al principio Jennie se interesó mucho por Sarah. La paseaba, y de vez en cuando incluso le daba de comer. La ponía en la trona, le daba de comer y lo dejaba todo limpio. Era digno de verse: un animal alimentando a un bebé con cuchara. Alrededor de los dos años, sin embargo, nos dimos cuenta de que a Sarah no acababa de gustarle Jennie. Era una niña tranquila, y le gustaba la casa en orden. Siempre guardaba sus juguetes sin que hubiera que pedírselo. No le gustaba que se los toquetease nadie, incluido un chimpancé, y Jennie siempre lo cogía todo y armaba jaleo.
Si Jennie le cogía algún juguete, Sarah se quedaba sentada, hecha un mar de lágrimas. Entonces Jennie se lo devolvía enseguida. Le gustaba tan poco ver llorar a la gente… Se angustiaba, gemía y hacía «uu uu uu», intentando secar las lágrimas de Sarah. ¿Sabe que los chimpancés no pueden llorar? No tienen los conductos lagrimales, o como se llame. ¿O es que no tienen la parte del cerebro necesaria? No, eso quizá sería para el lenguaje. A veces me armo unos líos con todos los experimentos que hicieron…
Cuando Sarah aprendió a moverse sola, dejó muy claro que le molestaba la presencia de Jennie. Solo con que Jennie mirase hacia ella, Sarah cogía los juguetes, apretando mucho las manitas, e intentaba llevárselos con paso vacilante. ¡Pobre Sarah! Crecer con un chimpancé tan ruidoso y movido como Jennie no era su concepto de la diversión.
Aprendió espontáneamente a hablar un poco por señas; no como Sandy, pero de sobras para decirle a Jennie que se fuera. En ASL. A los dos años hacía los signos de ¡Vete! o de ¡Jennie mala! ¿Se imagina?
Durante el primer año, Jennie debió de aprender unos cincuenta signos. Si no era un genio, poco le faltaba. Al cabo de un año, Jennie y Sandy ya se comunicaban como profesionales. Tenían un ritual: cuando Sandy volvía del colegio, se iban directamente a la cocina en busca de comida. Jennie gestualizaba como loca, indicando que quería comer algo.
¿Qué? ¿Que lo reproduzca? Madre mía, si hace diecisiete años que no hablo por señas… A ver… [Nota del editor: En ese momento la señora Archibald se levantó y reprodujo todos los signos de los que hablaba en su relato.]
Entonces Jennie decía: Yo Jennie comer, así.
Sandy siempre picaba alguna cosa al volver del colegio. Jennie sabía que a ella también le tocaría algo. Los pocos días en que Sandy llegaba más tarde a casa, o se iba a jugar a la de un amigo, Jennie se iba poniendo nerviosa, hasta que al final corría aullando a la cocina para exigir su merienda.
Pero bueno, lo que le decía: cuando Sandy llegaba a casa, se iba directamente con Jennie a la cocina, y preguntaba por señas: ¿Qué comer Jennie? Es que se lo tenía que dar él, porque Jennie tenía absolutamente prohibido tocar la nevera, so pena de muerte. Cuando se hizo mayor, tuvimos que poner un candado. No sabía controlarse.
Jennie respondía: Comer Jennie comer naranja, o algo por el estilo, y mientras Sandy hurgaba en la nevera ella hacía signos como una histérica: ¡Naranja naranja naranja! ¡No tenía paciencia! Entonces Sandy se enfadaba y empezaba a decirle que se callase, así: ¡Jennie esperar callar!
A mí me resultaba muy pesado tener que hablar constantemente por señas, sobre todo si tenía las manos ocupadas en cocinar. Jennie entendía bastante inglés. En cambio Sandy siempre usaba signos. Ya no se daba ni cuenta. A veces, si se enfadaba conmigo, empezaba a gritarme a la vez que hacía signos. Todo al mismo tiempo.
Al principio los modales de Jennie en la mesa eran horribles. Sandy se propuso mejorarlos. Cuando Jennie bebía leche, Sandy hacía los signos limpiar boca. Si escupía la comida, él le decía: No, Jennie comer comida. Entonces Jennie contestaba por signos: Comida mala, comida mala, así, y Sandy respondía: Jennie callar, no escupir comida, comer comida. Las pocas veces en que Jennie seguía echando la comida, Sandy no se andaba con remilgos. ¡No, Jennie no tirar comida, Jennie mala mala! Y normalmente Jennie bajaba la cabeza y hacía los signos de Perdón perdón perdón.
A veces Sandy pecaba de cierto exceso de celo al regañar a Jennie durante la cena. ¡Y a veces Jennie le pagaba con su propia moneda! ¡Cuando Sandy bebía leche, Jennie hacía los signos de limpiar boca, limpiar boca! Igual que dos hermanos. Sandy se enfadaba muchísimo.
Madre mía… Pero con Jennie era difícil enfadarse mucho tiempo. Sabía ganarse a los demás. Me acuerdo de que un día yo había limpiado el suelo a fondo, y que ella se quedó hipnotizada con el polvo que salía del bote de detergente. Quería entrar a toda costa en el armario para examinarla. Yo le dije que no, y no pensé que la cosa fuera más allá. Luego, al salir de la cocina unos minutos, volví y me encontré a Jennie en el suelo, totalmente cubierta de detergente. Lo había tirado por todo el suelo. Me miró, y sin darme tiempo de abrir la boca ya hizo el signo de ¡Perdón, perdón, perdón, perdón!
Yo aún me enfadé más. Jennie sabía perfectamente cuándo hacía algo mal, y creía que podía ahorrarse el castigo solo con hacer el signo de perdón. La cogí por la oreja y me la llevé para darle una buena tunda en el trasero, pero entonces ella hizo los signos de ¡Yo Jennie! ¡Abrazo Jennie!, y me desarmó. ¿Cómo podía pegarle, si me decía esas cosas? Exclamar que era Jennie, y que la abrazara… Está claro que me tenía calada.
De hecho, a pesar de todas sus travesuras, Jennie era muy buena. Le angustiaba mucho que la gente se pusiera enferma, o que se hiciera daño. Cuando Sandy lloraba, Jennie dejaba enseguida lo que estaba haciendo y la abrazaba, tocándole las lágrimas para secárselas. Siempre pensaba en nuestro bienestar.
Creo que fue en verano de 1969. De niña yo no había pasado la varicela, y aquel verano caí. Lo pasé fatal.
Estaba en la cocina, cortando tomates de nuestro huerto. Jennie jugaba en el suelo. Por la mañana ya me había levantado un poco rara. De repente tuve náuseas, corrí al lavabo de la planta baja y vomité. Jennie vino corriendo y se llevó un disgusto enorme. Me abrazó por la cintura, gimiendo, y me puso la palma de su manita en la frente.
Lo siguiente que hizo me tomó por sorpresa. Le dijo por señas a la taza del váter: ¡Malo, malo! ¡Y le dio un golpe con las manos! Hizo los signos de ¡Malo, sucio, malo, sucio! y dio otro golpe, como si la culpa la tuviera la taza. Sucio era el signo que usaba tanto para ir al váter como para el váter en sí.
Después me siguió al piso de arriba y me ayudó a bajar las sábanas. Cuando me acosté, se puso en cuclillas encima de la cama para darme besos en la mano y secarme el sudor de la frente. Se fijó enseguida en las manchitas que me salían en la frente y los hombros. Las rozó con los dedos e hizo un ruido de pena, a la vez que los signos Daño, daño, Lea daño.
Para entonces yo ya estaba francamente fatal. Daño era uno de los signos favoritos de Jennie. Lo hacía siempre que veía alguna costra. La tocaba y hacía el signo de ¿Daño? O, si se daba un golpe en la rodilla, corría hacia nosotros, haciendo el signo de ¡Daño! como loca, y la consolábamos. ¡A partir de un momento empezó a repetirlo y nos dimos cuenta de que no le dolía nada! ¡Fingía, la muy truhana!
La cuestión es que empezó a acariciar las manchas de varicela haciendo signos de Irse, malo, malo. Cuando le dije que parara, se quedó con cara de pena y de preocupación, y después hizo los signos de Daño, Jennie daño.
Me conmovió, incluso en mi estado. Jennie daño. Le dolía verme enferma. Me enterneció tanto que tuve ganas de llorar. Jennie se preocupaba tanto por mí, tanto… Hugo me instaló en el cuarto de invitados, y Jennie se quedó toda la noche conmigo, trayéndome un vaso de agua si se lo pedía, acariciándome y alisándome el pelo, dándome besos y manifestando una preocupación absolutamente sincera. Era algo más que preocupación. De hecho estaba asustada. Incluso me trajo su comida, y estuvo de lo más insistente, aunque yo lo último que quería era comer. Hacía los signos de Comer comer o Comer manzana a la vez que me ponía en la cara una manzana mordida y asquerosa.
Durante las dos semanas que pasé enferma, Jennie casi no salió de mi habitación. Si Sandy estaba fuera, alborotando en el jardín con sus amigos, ella se asomaba a la ventana pero no se iba. Era un poco molesto tenerla día y noche en la habitación, pero el día en que Hugo intentó sacarla, pegó tales berridos que decidimos que era mejor que se quedase. Durante mis dos semanas en cama, Jennie perdió tanto peso que al final también parecía enferma. Para que vea cómo se angustiaba. Madre mía… Era un animalito tan bueno…
Sí, Jennie era muy buena. Era la virtud que más destacaba en ella. Lo que ocurre es que a veces no se daba cuenta de su propia fuerza, y no entendía que la gente era mucho más frágil que ella. A veces era más brusca de lo que pretendía. ¿Sabe que las chimpancés adultas son entre tres y cinco veces más fuertes que los hombres?
Y no era buena solo con los seres humanos. ¿Ya le he hablado de su gato? A Jennie le encantaba mirar fotos de animales en las revistas, especialmente de gatos, y un día en que Sandy, ella y yo mirábamos una revista, no recuerdo cuál, salió una foto de dos gatitos monísimos mirando por un buzón.
Jennie hizo este signo: Gato, gato. Sandy, que también estaba allí, le preguntó si quería un gato. ¡Vaya por Dios! A Jennie le encantó la idea. Empezó a hacer los signos de Dar gato, gato, dar gato a yo.
¿Por qué no? Total, que fuimos al depósito de animales y le trajimos un gatito, un cruce de siamés gris y blanco. Sandy lo bautizó Booger. Lo dejamos suelto delante de Jennie. Eso sí que fue un error. Deberíamos haberlo previsto. A Jennie no le gustaban las sorpresas. Si llegaba un paquete y lo dejábamos tranquilamente en el pasillo, a veces se pegaba un susto o lo pisoteaba. De tanto pisotear paquetes, llegó a romper un cristal de Lalique que me había enviado mi madre. ¡Y eso después de que correos lo zarandease de la peor manera!
El caso es que al ver el gatito Jennie hizo los signos de ¡Gato malo, gato malo, enfadada!, se le echó encima con todo el pelo erizado y le salvamos la vida de milagro. ¡Menudo susto nos llevamos! Después Jennie se escondió en un rincón, mientras los otros debatíamos qué hacer. El gato, entretanto, se empezó a pasear, y sin que nos diéramos cuenta fue en dirección a Jennie. Sandy quiso ir a buscarlo, pero Jennie tendió los brazos, lo cogió con ternura y empezó a acariciarlo. Solo se había pegado un susto.
Desde entonces eran inseparables. Jennie se paseaba día y noche con el gato a cuestas. Se lo ponía en la espalda y hacía sus cosas, mientras el pobre Booger se aferraba a ella como un desesperado. Otras veces la cogía en brazos como un bebé, y la acunaba mientras el gatito ronroneaba como un pequeño motor. Hasta probaba su comida, haciendo unas muecas espantosas. La comida de gatos era el epítome de lo que Jennie consideraba mala comida; solo sabía a carne y pescado.
Lo suyo por Booger era auténtica ternura. Creo que a Booger no le entusiasmaba tanto ser propiedad de un chimpancé. Si estaba comiendo, y Jennie oía algo interesante en la habitación de al lado, cogía al gato y se lo llevaba, sin pensar que el pobrecito pudiera preferir acabarse la comida. El pobre gato se pasaba el día de aquí para allá. Nunca le dejaba dormirse en el sofá y ser un simple gatito.
Jennie y Sandy se peleaban mucho por el gato. En «Invasores del espacio» no había papeles para gatos. Sandy le decía a Jennie que lo dejara en el suelo, pero ella se negaba y se ponía en posición sobre el césped con Booger en la espalda. Entonces Sandy le ordenaba ponerlo en el suelo, y ella hacía los signos de ¡Gato de Jennie! Claro, hacía los signos con el pobre animal en las manos, zarandeándolo. Una vez acabó dejándolo en el césped y le hizo el signo de ¡Quedarse, quedarse! Me mondé de risa.
Jennie hacía signos a todo: animales, personas, fotos de libros… Nunca llegó a entender que los animales no pudieran hablar por señas, y que pocas personas supieran hacerlo. Ya le he contado que hizo signos a un váter. No podía parar de expresarse, así de claro.
Jennie solo tuvo a Booger tres meses. Una mañana la oímos gritar y dar golpes en la puerta de su habitación. A esas alturas, si no la encerrábamos con llave se paseaba de noche por la casa y hacía toda clase de trastadas.
Corrimos, y al entrar nos encontramos a Booger muerto. Tenía el cuello roto. A Jennie le daba pánico. Acercaba una mano temblorosa, y la retiraba en el último momento. Lloriqueaba, y no paraba de abrazarse a sí misma, todo con aquella mueca de miedo tan horrible. Gato, gato, gato, gesticulaba, y luego: Gato malo, malo malo malo. Yo creo que durante la noche se giró y aplastó al gato. Es que dormían en la misma cama. O eso, o bien jugó de una manera demasiado brusca; el caso es que fue el final de Booger T. Archibald.
Le contaré una historia interesantísima. Pasados unos años, como mínimo tres, miramos un viejo álbum de fotos y salió una de Jennie con su gato en brazos. Jennie puso la palma de la mano en la página y miró la foto sin dejar que pasásemos la página.
De repente hizo los signos de ¡Gato de Jennie! Así, con las dos manos: ¡Gato de Jennie! Y se quedó callada. Quiero decir que ya no hizo más signos, claro. Lo único que hacía era contemplar la foto con una expresión tristísima. Cada vez que intentábamos pasar la página, ella ponía la mano para impedírnoslo. Miró la foto como mínimo diez minutos o un cuarto de hora, y luego empezó a hacer signos muy despacio y de una manera muy torpe, como si se los hiciera a sí misma: Perdón, perdón, perdón. Daba una pena…
[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]
A finales de los años sesenta, mientras parecía que el país se resquebrajara, mi trabajo en el museo seguía su curso. Mi análisis filogenético de los primates me había permitido construir una revisión del «árbol evolutivo» de los primates, incluido el Homo sapiens sapiens.
Sobre el árbol evolutivo, o esquema filogenético, que es como prefiero llamarlo yo, circulan muchos errores entre el gran público. A diferencia de lo que cree mucha gente, no se trata de un esquema que muestre que «el hombre evolucionó a partir de los grandes simios», porque la verdad es que el hombre no evolucionó a partir de los grandes simios. Tanto el hombre como los grandes simios evolucionaron a partir de un antepasado común, y cada especie siguió su propio camino evolutivo.
El resultado más polémico de mi investigación (que aún no goza de una aceptación general) era eliminar del todo a la familia Pongidae y situar a los póngidos dentro de la familia Hominidae. De ese modo, el género Homo comparte familia con el género Pan (chimpancé), el género Pongo (orangután) y el género Gorilla (gorila). Dicho en palabras más sencillas, agrupé al hombre con los otros graneles simios. Está claro que el hombre no se merece una familia para sí solo. El hombre es una mera variante del patrón del gran simio, tanto en morfología y genética como en comportamiento básico. El desarrollo cultural (que es en lo que los humanos difieren más drásticamente de los simios) no tiene una base biológica, y no debería tenerse en cuenta dentro de una clasificación.
Los humanos, incluidos los científicos humanos, seguimos padeciendo una enfermedad llamada egocentrismo. Quien mejor lo ha expresado es un primatólogo, mi buen amigo Stephen I. Rosen, al escribir: «El hombre y el simio están más separados por el ego que por la anatomía». Es la dolencia que antiguamente nos hizo situar la Tierra en el centro del universo, y que sigue infectando a algunos taxónomos que desean asignar un género exclusivo a la humanidad. Personalmente no veo ningún peligro en compartir nuestro árbol genealógico con algunos de los simios más inteligentes. Sería un pequeño paso en el reconocimiento de que estamos emparentados con toda la vida del planeta, cosa que debemos hacer para sobrevivir como especie. No somos el resultado de ninguna creación especial.
Mi reclasificación preliminar de los primates solo usaba la morfología esquelética como base para determinar las relaciones entre los simios. Quería ampliar mi investigación al ADN y el análisis de proteína en sangre. ¿Cómo es de estrecho el parentesco entre los simios si se usan estos métodos? Para estos estudios recibí una generosa subvención de la National Science Foundation. Gran parte del trabajo del proyecto lo hicieron dos alumnos míos de doctorado, Ellen Bitterbaum y Giancarlo DiLuglio, cuya magnífica contribución deseo agradecer en estas páginas. Actualmente Ellen está en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, donde lleva a cabo magníficas investigaciones sobre el aislamiento de anticuerpos de restos arqueológicos humanos. Giancarlo murió trágicamente hace unos años, en accidente de coche, y el mundo perdió a una joven promesa.
Muchos lectores de este texto ya conocerán una de las conclusiones más «sorprendentes» de la investigación: que los humanos y los chimpancés comparten aproximadamente del 98 al 99 por ciento de su ADN. La prensa se hizo mucho eco de este dato, pero (como suele pasar con el periodismo popular) lo presentó fuera de contexto, sin entender el significado de los números. Por ejemplo, los seres humanos comparten el 40 por ciento de su ADN con las termitas. Unas diferencias extremadamente pequeñas en las secuencias del ADN pueden implicar diferencias enormes de morfología y comportamiento. En sí, la conclusión de que compartimos hasta el 99 por ciento de nuestro ADN con los chimpancés no era tan sorprendente. ¡Cuántos misterios esconde ese uno por ciento!
Más significativas desde el punto de vista biológico eran las abundantes similitudes entre los seres humanos y los chimpancés en lo que respecta a la estructura cerebral, el sistema endocrino, los cromosomas, la albúmina en sangre y las reacciones inmunológicas. Es lo que explica que los chimpancés sean tan importantes en la investigación médica, sobre todo para el estudio de patógenos humanos como el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH). Los chimpancés son vulnerables a casi todas las mismas enfermedades que los seres humanos. Cuando Jane Goodall estudiaba a los chimpancés de Gombe, una brutal epidemia de polio, importada de un pueblo africano de la zona, diezmó la comunidad de chimpancés. La doctora Goodall solo logró evitar que la tragedia fuese a mayores administrando la vacuna humana de la polio a los animales.
Para mí, el resultado más sorprendente de la investigación fue que descubrimos que las diferencias entre seres humanos y chimpancés eran mucho menores de lo que se había dado por supuesto. Por decirlo de otro modo, los chimpancés están más emparentados con los seres humanos que con los gorilas y los orangutanes.
Curiosamente, era la misma conclusión a la que estaba llegando en mi casa, con Jennie. En 1968 Jennie ya usaba muchos signos con fluidez, casi cien, y la posibilidad de comunicarnos con ella provocó profundos cambios en el seno de la familia. No exagero si digo que a Sandy le cambió la vida. Adquirió un dominio extraordinario del ASL. Entre él y Jennie se establecían auténticas conversaciones, con tal velocidad por parte de Sandy que casi no se le veían los dedos. Jennie se quedaba hipnotizada. Después formaba su respuesta, siempre ansiosa por no quedarse atrás.
Yo siempre he sido una persona verbal, y desde que empecé a comunicarme con Jennie mediante el ASL, mi relación con ella subió un peldaño; y no porque habláramos de nada profundo, ya que las emisiones de Jennie solían girar en torno a necesidades del orden de la comida, el juego y las funciones corporales. Aun así, parecía tan natural que empecé a verla espontáneamente como una hija. Al mirarla no veía un animal, sino un niño. El que haya vivido con alguna persona aquejada de una deficiencia grave sabrá que esta última, que tanto choca al ser vista por primera vez, acaba volviéndose invisible. Fue justamente así como se hizo invisible para nosotros la «animalidad» de Jennie, hasta tal punto que referiré una anécdota un poco embarazosa que lo ejemplifica.
Fue un domingo de nieve, en invierno de 1968. Yo estaba en mi estudio, ocupado con una petición de beca. Sandy y Jennie se habían ido al campo de golf con el trineo, y Lea estaba en el jardín, con Sarah. Hacia el final de la tarde oí gritos de simio, lejanos pero muy fuertes. Al mirar por la ventana, vi que Sandy corría hacia la casa estirando un trineo, en el que estaba sentada Jennie, que chillaba con todas sus fuerzas. No eran gritos normales. Bajé corriendo, y nos encontramos en la puerta trasera.
Jennie se había hecho mucho daño al chocar con un árbol. La tendí rápidamente en el sofá. Tenía una hemorragia nasal que le había manchado toda la ropa. Le quitamos la chaqueta y la camisa, pero gritaba cada vez que intentábamos quitarle los pantalones. Se los corté con un cuchillo y le palpé la pierna. Horrorizado, descubrí una doble fractura muy dislocada de tibia y peroné. Las puntas rotas de los huesos no habían perforado la piel, pero reconocí el extremo de la tibia presionando los músculos de la pantorrilla. Jennie estaba loca de dolor.
Al ver a Sandy tan nervioso, le dije que se quedara en casa mientras yo llevaba a Jennie a urgencias, pero insistió tanto en venir que al final la cogimos y nos fuimos volando al hospital Newton-Wellesley. Durante el trayecto Jennie se calmó un poco. Yo estaba aún más preocupado que antes, porque tenía los ojos vidriosos, señal de un shock incipiente. Aun así conservaba la coherencia, y mientras la llevaba en brazos a urgencias, formó débilmente los signos de Jennie daño, Jennie daño. La puse en una camilla vacía. Llegó una enfermera con los papeles del ingreso. Era una mujer mayor y corpulenta, una de esas enfermeras imperturbables que lo han visto prácticamente todo. Me tranquilicé nada más verla.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Fractura de tibia y peroné con desplazamiento —dije yo—. Un accidente de trineo.
Ella me miró, arqueando un poco las cejas, y preguntó.
—¿Es médico?
—No —dije.
Bajó la cabeza.
—¿Nombre del paciente?
—Jennie Archibald —dije yo.
Le di la dirección y firmé.
—Vamos a ver —dijo ella agachándose.
Se inclinó hacia la camilla, soltó un grito muy corto y se giró hacia mí.
—¿Qué es esto? —preguntó imperiosamente.
—¿El qué? ¿Qué pasa? —dije yo.
—¿Es una broma o qué?
Su tono era glacial.
—¿De qué demonios habla? —dije yo, sin entender qué mosca le picaba.
—Saque de aquí a este animal —dijo ella—. Esto no es un hospital veterinario.
Recuerdo que balbuceé.
—¿Qué?
Aún tardé unos segundos en entender su reacción. Claro, Jennie era un animal, y aquello un hospital humano. Al caer en la cuenta me enfadé.
—¿Qué quiere decir, que le niega el ingreso? —exclamé—. ¿No ve que…?
—Lo que veo es un animal —dijo la enfermera—, y está estrictamente prohibida la presencia de animales en la sala de urgencias. Lo siento, pero si no se la lleva ahora mismo, tendré que llamar a seguridad.
Jennie hizo a Sandy los signos de Jennie daño. Sandy le contestó, con aquella fluidez tan increíble, Tranquila, Sandy querer Jennie, Jennie pronto estar bien.
Entonces Jennie hizo los signos de Jennie daño, Jennie daño, abrazo.
La expresión de la enfermera fue cambiando a medida que les observaba.
—¿Están hablando en ASL? —preguntó.
Resultó que había trabajado con niños sordos, y que sabía un poco de ASL.
—Exacto —dije yo—. Jennie forma parte de nuestra familia. Habla ASL.
—¡Dios mío! No puedo creerlo.
Por fin recuperé la compostura.
—¿Puedo hablar con el médico de guardia? —pregunté.
—Voy a buscarle —dijo ella.
Era un residente joven y nervioso, que seguía a la enfermera con cara de preocupación, moviendo sus piernas de hombre bajo y rechoncho. Viéndole tan joven y serio, me preparé para una dura pelea. No estaba dispuesto por nada del mundo a llevarme a Jennie a otro hospital, y menos a una clínica veterinaria. Sufría un grave shock.
—Es Jennie —dije—, miembro de nuestra familia. Tiene una fractura grave en la pierna.
El médico se quedó mirándola. Sandy seguía tranquilizando por signos a Jennie, que insistía en formar los de Jennie daño.
—¿Qué es esto? —dijo el doctor—. ¿Un chimpancé que habla?
—En cierto modo —dije yo.
—¿Por qué lo ha traído aquí?
Contesté faltando un poco a la verdad.
—Porque la fisiología de los chimpancés es mucho más humana que la de los perros o los gatos. En un hospital veterinario no sabrían qué hacer.
El médico asintió con la cabeza. A los médicos de urgencias les forman para tomar decisiones rápidas, y él no era una excepción.
—Vale, pues vamos.
—Doctor, ¿con qué nombre le hago el ingreso? —dijo la enfermera.
—Jennie… Jennie…
—Archibald —dije yo.
—Archibald. No hace falta decir qué es. ¿Verdad que en el formulario que tiene en la mano no hay casilla «especie»?
Y ahí quedó la cosa.