[De entrevistas grabadas con el doctor Harold Epstein,
conservador emérito del departamento de antropología
del Museo de Historia Natural de Boston, en su
despacho del museo, julio de 1991, noviembre de 1992
y enero de 1993.]
¿Conoce la expresión «las deudas no se pagan con palabras»? Pues lo que le pueda contar no cambiará las cosas. Ni saldará ninguna deuda. Estamos aquí porque todo lo que se ha escrito sobre el tema es una sarta de mentiras. Ahora usted contará la verdad. Ya era hora.
El «período Jennie», como me gusta llamarlo, duró entre 1965 y 1974. Yo era jefe de departamento. Hugo tenía unos veinte años menos que yo y era el conservador de antropología física. Pasó a ser el jefe en 1974, cuando me jubilé. Hasta lo de Jennie era uno de los científicos con más talento y más creativos que este museo ha tenido el honor de incluir en su plantilla.
¿El museo? No ha cambiado de aspecto en ciento cuarenta años. Es como lo que decía Churchill: ayer era feo, hoy es feo, y mañana por la mañana se despertará igual de feo. Siempre he pensado que es tan severo que se parece a un castillo de cruzados. Cuando llueve salen chorros de agua por las gárgolas del tejado. Al anochecer bajan murciélagos de los aleros y empiezan a revolotear. Asustan a las secretarias. Antes el parque del museo estaba rodeado por una reja de hierro forjado muy grande, con púas, pero la quitaron después de que alguien se tirara del tejado y se cayera sobre ella. ¿Sabe que tuvieron que cortar un trozo de reja? Los pinchos habían atravesado de punta a punta las tripas. Era uno de los D. S. T., que al final no pudo más. ¿D. S. T.? Quiere decir «Doctorando Sin Tesis». El museo está lleno. Son alumnos de posgrado que no consiguen acabar la tesis. Se quedan años, tirando de becas, examinando especímenes, recopilando datos y paseándose por las salas.
La estatua de delante es Thierry de Louliz, el venerable fundador del museo. Siempre está cubierto de excrementos de paloma. A las palomas les encanta defecar en su cabeza. Es la estatua más absurda que se pueda imaginar: un viejo con un fósil de pez en la mano, como Napoleón con su espada… En vida fue muy temido y odiado, pero a mí me recuerda al típico tío excéntrico que hay en todas las familias. Puesto ahí, entre los sicomoros, lo único que hace es el ridículo. Por suerte yo no he hecho bastante para merecerme una estatua post mórtem. La gran hazaña de Louliz fue oponerse dogmáticamente a la teoría de Darwin sobre la selección natural. Erre que erre hasta que se murió. Sus últimas palabras fueron: «Os digo yo que esté Darwin es tonto de rematé». [Risas.]
Por dentro, el edificio olía de una manera rarísima, una mezcla de granito húmedo, productos de limpieza baratos y bucarán viejo. Por no hablar de un vago olor a putrefacción. Carne muerta. Estaba todo lleno de cosas muertas. Unos treinta millones de especímenes. Dos millones en la colección de osteología (huesos, vaya), y otros tres millones en la de alcohólicos. Alcohólicos, amigo mío, es como llamamos a los animales conservados con líquido en tarros. Millones de insectos y arañas. Serpientes, ranas y salamandras, rocas y minerales, meteoritos… Todo lo que se le pueda ocurrir. Diez mil esqueletos humanos, y varios centenares de momias; no egipcias, sino de indios, aleutianos, fueguinos… Gente así. La colección representa ciento cuarenta años de saqueos de tumbas, asesinatos y destrucción. Lo digo en broma, claro. No lo publique. Tengo ochenta y cinco años y he adquirido la costumbre de decir lo que me da la real gana.
Antes, para llegar al departamento de antropología había que cruzar la Sala de África y pasar por un arco enmarcado por un par de colmillos de elefante, los más grandes del mundo. Al elefante lo cazó en los años veinte algún protector del museo con sed de sangre. Hugo Archibald era antropólogo físico, coleccionista de especímenes muertos. Yo soy antropólogo cultural, y estudio a los vivos. Hugo investigaba la filogenia de los primates. Se pasó años recogiendo especímenes en África, Asia y Sudamérica.
Usted y yo somos primates, monos desnudos. Las primeras investigaciones de Hugo eran brillantes. Su planteamiento consistía en estudiar la evolución humana no desde el registro de fósiles, sino desde un punto de vista filogenético. Examinaba la morfología, la forma, de todos los parientes más cercanos del hombre, que son los grandes simios: gorilas, chimpancés, bonobos, orangutanes, etcétera. Se hacía una serie de preguntas: ¿qué relación existía entre ellos? ¿Dónde encajaba el Homo sapiens? Al final nos colocó en la misma familia que todos los grandes simios. Decía que no nos merecíamos una familia propia. No sé si yo llegaría tan lejos, pero es una idea interesante; influida, qué duda cabe, por la existencia de Jennie. Es que al final perdió la objetividad a causa de Jennie.
Hugo necesitaba cráneos para su trabajo. Los medía y cuantificaba las diferencias de forma. A partir de ahí, usando una técnica que se llama análisis filogenético o cladístico, elaboró un árbol genealógico, un esquema de las relaciones entre las especies. ¿Qué características eran primitivas, y cuáles derivadas? Hay que estudiar muchos cráneos de cada especie para abstraer las variaciones naturales de forma. Ese bulto que tiene en la cabeza el tío Albert, por ejemplo, podría ser innatural… Solo se puede saber examinando varios cráneos; de ahí que Hugo hiciera tantos viajes para conseguir animales cada vez más raros. Su legado es una colección de antropología física sin parangón, un gran recurso científico.
Hugo liberó el estudio de la evolución humana de su abyecta dependencia del registro fósil.
Seguro que le aburro. Es muy posible que desvaríe a causa de la edad. Soy un viejo tonto. Le mego que cambie mis palabras para que suenen comprensibles, e incluso, suponiendo que sea posible, inteligentes. Si su editor trabaja tan deprisa como el mío, cuando salga el libro ya estaré muerto.
¿Que cómo era Hugo? ¿Quiere decir físicamente? Durante los años de Jennie, delgado y huesudo. Tenía el pelo negro, más largo de lo que se estilaba, y unas órbitas oscuras habitadas por dos ojos negros que no se estaban nunca quietos. ¡Anda, qué bien suena! No, si resultará que el libro tendría que escribirlo yo… Con aquel flequillo parecía un colegial inglés. Su mirada era huidiza, pero no en el sentido de culpable, sino de curiosa. Siempre daba vueltas a algo en su cabeza, mirando de un lado para otro. Tenía una mala postura. Su madre no le había enseñado a estar derecho. ¿Sabe que es una de las ventajas de haber crecido en una familia judía, tener una buena postura? ¡Mi madre nunca me habría consentido ir con los hombros tan caídos! A Hugo se le oía mucho la respiración. Siempre que examinábamos algún espécimen, le oía silbar como una gaita a mi lado. Le faltaba la punta de la oreja izquierda. Él decía que era por un corte de machete, y lo aliñaba con una anécdota fantástica, pero la verdad es que era un pequeño defecto de nacimiento. De su padre había heredado muchos prejuicios, y muy enconados. ¡Qué hombre más excéntrico, su padre! Pero Hugo era demasiado inocente, no ya para entender sus propios defectos, sino para entenderse a sí mismo en general. Uno de sus prejuicios era la antipatía a los empresarios, las actrices de cine, los policías, los que conducían Cadillacs, los que votaban a Goldwater y el gran baile anual de gala de Botolphstown. Despotricaba sobre cualquier cosa como un energúmeno, y al momento siguiente ya no se acordaba. Después de comer lamía el plato, y si creía que no le veía nadie, se hurgaba la nariz. Tenía un ramalazo exhibicionista, pero discreto. Él hacía lo que le daba la gana, y a los demás que les zurciesen. Me refiero al resto del mundo. ¿Qué dijo Voltaire? «Se debe respeto a los vivos; a los muertos, solo se debe la verdad». Diciendo la verdad sobre Hugo lo que hago es honrar su memoria.
No he valorado ninguna amistad tanto como la de Hugo en toda mi vida. Cuando le conocí, tenía treinta años. Era un entusiasta, y un ingenuo. Pensaba hacer grandes cosas. Siempre se quejaba de que no concedieran el premio Nobel en este campo. Y la verdad es que las hizo. A los cuarenta, ya había hecho más que la mayoría de los científicos en toda su vida. Con Jennie, y su fama, no tuvo más remedio que madurar muy deprisa, lo cual, para él, fue un shock tremendo. Era un shock que pudiera pasarle algo muy grave. La mayoría, cuando ingresamos en la edad adulta, nos sentimos invulnerables, o como mínimo poderosos, pero algunos están más preparados que otros para la tragedia. Hugo no estaba nada preparado, o si lo estaba le pilló desprevenido. No se le había ocurrido que pudiera venir desde donde llegó.
Y le cambió. Nos cambió a todos. Jennie nos cambió a todos, pero especialmente a Hugo, que no volvió a ser el mismo. Voy a decirle lo que pienso. Después de Jennie, científicamente, Hugo fue un cero a la izquierda. Tenga en cuenta que… Perdone, creo que le estoy contando la moraleja antes que la propia historia. Me limitaré a decir lo siguiente: Hugo era como tantos científicos que creen que pueden separar el objeto del sujeto. Ignoraba la dimensión humana del trabajo científico, el efecto del observador en lo observado. ¡Y viceversa! Piense que lo que observamos no es la propia naturaleza, sino la naturaleza sometida a nuestras preguntas; y lo que somos, por supuesto, es una respuesta a lo que observamos. Ahí es donde Hugo metió la pata.
Pues eso, a la historia. Ya habrá tiempo de moralizar.
Hugo volvió de Camerún a principios de otoño de 1965, y al cabo de unos días trajo a Jennie al trabajo. Jennie causó sensación. Hugo bajó del ascensor en el quinto piso y llegó por el pasillo con el chimpancé al cuello, negro y pequeño. Todo el mundo empezó a salir de los despachos. El de Hugo estaba al fondo del pasillo, en la esquina; era uno de los más pequeños, pero con una vista fabulosa. Había un sillón de orejas victoriano espantoso, del que Jennie se adueñó ipso facto convirtiéndolo en su trono. Hugo la dejaba caer, y ella se reclinaba como una princesa recibiendo a sus cortesanos, con las piernas muy rectas y los ojos entornados, tendiendo una mano lánguida a cualquier visitante. Solo llevaba un pañal, una camiseta y un sombrero. ¡Qué sombrero! Una cosa ridícula que le tapaba la cabeza como una corona, casi hasta los ojos, y que solo se apoyaba en sus orejones. Recuerdo que cuando le di la mano ella miraba a todas partes, sobre mi cabeza y a mis pies, como un invitado grosero en una fiesta.
Solo tenía seis meses, pero ya era un auténtico diablo. Una vez le quitó las gafas a una pobre secretaria (una de esas gafas tan bonitas de ojo de gato con piedras de imitación) y tuvieron que arrancárselas de las manos, mientras ella gritaba de una manera que daba lástima. Parecía que le quitasen su última pertenencia. Las gafas volvieron a manos de su dueña en tristes condiciones. El pobre Hugo siempre estaba pagando las cosas que rompía Jennie.
Era un animal con un encanto increíble. Tiene algo de fascinante mirar a un chimpancé. Ves como un eco de la humanidad. Yo me quedé más tiempo que los otros. Hugo dio a Jennie el National Geographic, mientras encendíamos las pipas (yo mi Dunhill con Balkan Sobranie, y Hugo su pipa barata llena de Borkum Riff Ready-Rubbed empapado de ron… ¡puaj!).
Jennie era tan pequeña que tenía que arrastrar la revista por el suelo con las dos manos. Se la llevó a mi silla, la levantó y se acomodó en mi regazo para hojearla. En un momento dado quiso cogerme la pipa.
Yo la aparté, diciéndole que era demasiado pequeña para fumar.
No le gustaba que le llevasen la contraria. Me estiró la corbata, y luego un botón. Hugo la regañó, pero Jennie no le hacía caso.
El chimpancé volvió a enfrascarse en el National Geographic. Al llegar a una página especialmente interesante y llena de colores, procedió a arrancarla. Hugo le quitó la revista. Se disputaron brevemente la página, entre nuevos gritos de Jennie.
Hugo me dijo que Lea, su mujer, se estaba adaptando bien. A propósito, ¡qué gran mujer! Muy competente. ¿Fue a hablar con ella, como le aconsejé? ¿Verdad que impone? Es de una familia muy antigua de Boston, los Dickinson. Emily era su tía abuela. Otro Dickinson fue el primer sexólogo, antes de Masters y Johnson. Una familia de mucho nivel. Claro, ella es como todos los de sangre azul, muy reservada. Nunca se lo reconocerá. Además, los Dickinson perdieron todo el dinero en el 32, cuando la crisis de la línea férrea de Boston-Albany.
Si algo bueno sacan las mujeres de criarse como Dios manda en las élites de Nueva Inglaterra es una voz que helaría el agua, y Lea la tenía. Solo cuando quería, claro. Cuando algo le parecía mal, y eras tú el destinatario de aquel tono de voz, se te helaba hasta el tuétano. [Risas.] Con aquella voz, controlaba a Jennie mejor que nadie. Jennie la respetaba, mientras que a Hugo lo tenía bastante dominado.
Como pareja, Hugo y Lea eran bastante peculiares. Ella le llevaba unos ocho centímetros, pero él siempre iba encorvado, mientras que ella tenía el porte de una reina. ¡Qué presencia! Y qué pelo… Cuando la conocí, hace unos treinta años, lo tenía gris. Después se le puso blanco. Sin embargo era muy guapa. En aquella época era casi escandaloso tener el pelo gris a los treinta años. Nunca se maquillaba mucho; ni siquiera se teñía el pelo, pero seguía siendo impresionantemente guapa. Aún lo es. De otra manera, claro. Formaban una pareja un poco rara, pero por alguna razón se los veía hechos el uno para el otro.
Hugo me pidió permiso para traer a Jennie de vez en cuando al trabajo, y yo no le puse ninguna pega. Le comenté que Jennie iba con pañales, y quise saber hasta cuándo los llevaría, pero Hugo me aseguró que se estaban esforzando mucho para enseñarla a ir al lavabo, y que le gustaba mucho tirar de la cadena. Solo faltaba, dijo, que se sentase.
Yo tenía muchas ganas de saber cómo la habían capturado. Lógicamente, como antropólogo cultural me di cuenta de la importancia del dato antes que Hugo. Pobre, él solo era antropólogo físico… [Risas.]
Me acuerdo muy bien de nuestra primera conversación sobre Jennie. A ver si puedo reproducirla…
Le dije a Hugo algo así como.
«¡O sea, que fuiste la partera!».
Pues sí, en efecto. Lo dijo muy orgulloso, como si fuera el padre.
Le pregunté si Jennie había tenido algún contacto visual con su madre después de nacer.
Dijo que no. La madre estaba paralizada y moribunda. Ni siquiera creía que el chimpancé se hubiera dado cuenta de su presencia, porque estaba demasiado ocupado en aferrarse a él y mirarle a la cara.
Le pregunté si a partir de aquel momento había visto a algún otro chimpancé.
Hugo se lo pensó un poco. No.
O sea, dije yo, que Jennie nunca ha visto a sus congéneres.
Exacto, dijo Hugo.
Entonces le pregunté si había leído a Konrad Lorenz.
Por fin despertaba sus sospechas. Quiso saber adónde quería llegar.
Le aconsejé leer la obra de Lorenz sobre los gansos.
Hugo (que conocía a Lorenz, naturalmente, pero que nunca había llegado a leerle) reaccionó de la manera más natural, irritándose. Ya le digo que era antropólogo físico. No le interesaba el comportamiento.
Cuando Hugo estaba molesto, se volvía muy digno y muy formal. Prometió «estudiarlo», pero no sé si lo hizo. Al menos hasta mucho más tarde, claro…
Yo, como es lógico, reconocí enseguida el significado del nacimiento y los primeros meses de Jennie. Como sabe cualquier persona mínimamente culta, Konrad Lorenz descubrió que un ganso recién nacido recibe la impronta de lo primero que ve moverse, y desde entonces lo sigue, creyendo que es su madre. Suele serlo, pero Lorenz logró demostrar que la impronta puede ser de cualquier cosa, por ejemplo una pelota de fútbol, o una aspiradora. El propio Lorenz hizo de cobaya, y docenas de ocas crecieron siguiendo su magnífica melena gris a orillas de un lago de Baviera, tomándole por su querida y difunta madre. Se me ocurrió enseguida que Jennie había recibido la impronta de Hugo, aunque fuera de una manera más sofisticada. Aparte de creerse humana, probablemente, a causa de su impronta, creyese que Hugo era su madre.
Se lo expliqué, insinuando que podía ser preocupante, pero fue como si la idea le irritase aún más. Dijo que a su juicio alguien que intentaba extrapolar el comportamiento de una oca al de un chimpancé era idiota. En lo tocante al chimpancé, y a sus razones para traerlo de África, siempre estaba muy a la defensiva.
—Harold —me dijo—, esto es un simple y pequeño experimento sobre el comportamiento de los primates. Un experimento. No lo saquemos de quicio. Jennie es como una mascota, con la diferencia de que tengo curiosidad por saber qué le pasará a un chimpancé criado como un niño. Nada más. Un experimento informal y anecdótico. Yo no le veo nada perjudicial. ¿Y tú?
Señalé que no se podía llamar experimento, de ninguna manera. ¿Cuáles eran los objetivos? ¿Y el control? ¿Y la hipótesis? También dije que había que ser muy ingenuo para no ver nada perjudicial. No era como criar a un cachorrito. Sin embargo, lo único que hacía él era sonreír moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Harold, Harold, Harold… —dijo—. Bueno, vale, tú ganas; tienes razón, no es un experimento. Solo es para reírse. Estrictamente para reírse.
Pero claro… ¿Quién dijo eso de que «el bromista lo pierde todo cuando se ríe de su propia broma»? Mmm… Bueno, no tiene importancia. Puede que fuera Schiller.
En todo caso, de lo que entonces no me di cuenta ni siquiera yo (aunque ahora esté tan dolorosamente claro) fue de que a veces la impronta funciona en ambos sentidos.
[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]
Durante su vejez, mi padre, Henry S. Archibald, empezó a interesarse por la muerte. Dado que era un ateo confeso, este interés tomó una forma bastante peculiar. En vez de preocuparse por el destino final de su alma, se obsesionó por dónde enterrarían a la familia. Vio la muerte de cerca en la época en que yo estudiaba fuera de casa, en la universidad (un episodio relativamente poco grave de flebitis), y en verano, a mi regreso, ya se había manifestado de lleno su nuevo interés, en el que se empeñó en que yo participase. La familia de mi padre era originaria de Newburyport, Massachusetts, adonde fuimos varias veces de excursión, visitando cementerios remotos y llenos de maleza.
En Newburyport había seis cementerios, cuatro de los cuales contenían los preciosos restos de un Archibald. En Plum Island había un camposanto con dos tumbas Archibald. Todas estas tumbas, y más, las conocí durante los últimos dos años de vida de mi padre.
Tuvo la ocurrencia de cuidarlas todas. Se internaba por una selva de rosales silvestres con un machete escalofriante, despejando una franja alrededor de cada lápida de Archibald. Después rascaba el liquen, arrancaba la maleza, cortaba el césped y depositaba flores frescas. A mí el concepto me pareció tan raro como el culto japonés a los antepasados. Claro que entonces era joven, y la excesiva preocupación de mi padre por la muerte me parecía cómica.
Con la edad se había vuelto más cascarrabias. Acompañarle en sus viajes era la única forma que se me ocurría de mantener nuestra relación. Él se quejaba mucho. «A tu hermano —decía— no le interesan las tumbas de la familia. Me alegro de que al menos uno de mis hijos se interese por la historia familiar. Cuidar las tumbas de los Archibald es duro. Cuando yo ya no esté, te robará bastante tiempo. Espero que comprendas la responsabilidad que has aceptado».
No recordaba yo haber aceptado ninguna responsabilidad; en todo caso, no tenía la menor intención de continuar la labor de mi padre cuando él ya no viviera, aunque se me hacía demasiado duro corregirle.
Durante la Primera Guerra Mundial, mi padre estuvo en un barco como maquinista de primera. Durante aquella época tuvo una pequeña idea relacionada con el progreso de la ciencia de la refrigeración. Después de casarse con mi madre, que era de Cincinnati, y tenía dieciséis años, se fue a vivir a Waltham, Massachusetts, donde perfeccionó y patentó su idea. La vendió a General Electric por una pequeña fortuna.
Desde entonces vivió volcado en sus inventos, a la vez que cultivaba una especie de excentricidad benigna. El terreno de alrededor de nuestra casa parecía una chatarrería. Había un molino de viento conectado a un generador eléctrico que alimentaba una bombilla dentro de una lente de Fresnel giratoria, procedente del antiguo faro de Shadd’s Rock. Se trataba, en suma, de un faro de energía eólica. No hubo nadie interesado. También estaba el aparato experimental para enfriar el aire que construyó en los años veinte. Pesaba casi cuatrocientos kilos, y estaba en un rincón del establo, como un toro cuadrado. Temblaba, traqueteaba y se pasaba tres o cuatro minutos soltando un chorro tremendo de aire muy frío, hasta que se le fundían los plomos. En casa, cada vez que algún ingenuo sacaba el tema del aire acondicionado (les sorprendería la frecuencia con que aparece en una conversación normal), mi padre se iba disparado al establo para demostrar que el verdadero inventor del aire acondicionado era él, Henry S. Archibald. Mi pobre madre gritaba: «¡Henry, los fusibles!», y él contestaba con heroica entonación: «¡Al cuerno con los fusibles!».
De niño, a mí no me interesaban los aparatos, ni montar nada. Estaba fascinado por otros mecanismos mucho más complejos, los de los animales. Me encantaban los huesos y sus formas, su encaje y el hecho de que reconstituirlos fuera como un rompecabezas. Me encantaba ver cómo pasaba la luz por los agujeros de una calavera, y por los parietales, con el resplandor misterioso de un templo griego. Me encantaba la curva de las órbitas, y la delicadeza del proceso cigomático. Me parecía increíble que pudieran existir aquellas estructuras, formadas en secreto bajo el manto de la carne, y que solo revelaban su belleza tras la muerte.
Durante aquella época, nuestra casa de las afueras de Boston estaba rodeada de bosques y prados. Yo encontraba muchos animales muertos y esqueletos, que me llevaba a casa en una carretilla. Los más grandes, como vacas y caballos, los dejaba en el tejado de un viejo cobertizo próximo a la casa, para que no llegaran los perros, pero sí los cuervos, que así picoteaban la carne restante. Los animales pequeños los enterraba uno o dos meses. En honor de mis padres, hay que decir que no pusieron ninguna traba a mi afición, aunque mi madre se quejaba a menudo de los gérmenes y del fuego del queroseno que usaba para desengrasar los huesos.
Mi descubrimiento más emocionante de aquellos años fue encontrar un alce macho muerto cerca del pantano de Sudbury. Lo localicé guiándome por el olor a lo largo de casi dos kilómetros de bosque. Era un animal enorme, con una cornamenta espectacular, plácidamente tendido sobre un lecho de musgo. Llevaba muerto poco tiempo, y no estaba en condiciones de ser transportado; sin embargo, volví muchas veces para llevarme una pierna o un asta a medida que los perros destrozaban la carcasa. A veces arrastraban los huesos a cientos de metros de distancia, y yo tenía que buscar durante horas por el sotobosque. En tres meses ya lo tenía todo menos la caja torácica y la pelvis, que requerían más tiempo. Los pude rescatar en primavera, justo cuando se derretía la nieve.
Cuando los huesos de alguno de mis animales ya no tenían ningún resto de carne ni de piel, era cuando empezaba a trabajar. Los hervía detrás del establo, retiraba el cartílago, los metía en un barreño de queroseno y los aclaraba con agua y jabón. Después de blanquearlos les daba una última exposición al sol en el tejado del cobertizo. Cuando los huesos estaban de un blanco precioso, impoluto, y pesaban como la madera seca de pino, montaba el esqueleto. Era un proceso tedioso, que consistía en hacer agujeros, aplicar tornillos, pega y alambres, y colgar. Para gran decepción por mi parte, el resultado final nunca tenía la elegancia de los esqueletos del Museo de Historia Natural de Boston. Por otra parte, mis mayores esqueletos nunca duraban mucho. El alce montado resistió hasta que intenté montar un asta en el pedículo. Fue la gota que colma el vaso, como se suele decir. Se vino todo abajo con un ruido que hizo que mi pobre madre saliera corriendo al patio, muerta de miedo, creyendo que me había caído del tejado. Fue un duro golpe. No tuve ánimos para montarlo otra vez.
Mi padre era un ateo acérrimo. Por aquella época, en Nueva Inglaterra, el ateísmo se toleraba como una excentricidad, a diferencia del unitarismo, muchísimo más grave. Mi padre decía haberse convertido al ateísmo a los seis años, de resultas de oír en boca de su profesor de catequesis una descripción entusiasta de los fuegos eternos del infierno. Se ufanaba muchísimo de su ateísmo, mientras la gente ponía los ojos en blanco. A mí siempre me pareció que tenía algo de pose, al menos hasta el final. «María y José —decía mi padre— convirtieron una situación embarazosa en uno de los mayores golpes de efecto de la historia. ¡Qué listos! ¡Qué listos!». Y agitaba su dedo de salchicha ante las narices, deliciosamente escandalizadas, de los demás.
Mi madre nos llevaba cada domingo a la iglesia. A mi padre le parecía bien. Siempre decía: «Vuestra abuela me llevaba a la iglesia cada día, y no me perjudicó. De hecho, donde me convertí al ateísmo fue en la iglesia. También es una precaución sensata. Quizá yo también la practique en mi lecho de muerte, por si las moscas».
Una vez le pregunté a mi madre.
—¿No te preocupa que papá se vaya al infierno?
—Dios no manda al infierno a las buenas personas —dijo ella, con la serenidad absoluta de la convicción.
Tenía una fe profunda en la bondad de la gente, y por extensión en la bondad absoluta de Dios. Si había infierno en la cosmogonía de mi madre, tenía que ser un auténtico yermo.
Siempre creí que mi padre se convertiría en su lecho de muerte, a condición de tener tiempo. Murió en el hospital Saint Clare en 1958, de un fallo cardíaco congestivo. El Saint Clare queda justo enfrente del Museo de Historia Natural de Boston. (Ahora mismo, al escribir, veo su fachada por la ventana). Cuando mi madre me llamó por teléfono, fui el único hijo que pudo llegar a tiempo. Mi padre estaba en una habitación individual de la unidad de cuidados intensivos, con tubos en los lugares más inverosímiles, la cara gris y el cuerpo y el rostro corpulentos y carnosos derramándose por la cama. La mata de pelo a lo Einstein que solía llevar erguida sobre la frente se había quedado plana y empapada de sudor. Su mirada era de pánico. Al verme entrar, levantó una mano y me hizo señas para que me acercase. Se notaba que quería decirme algo. Pensé: «Ya está. Va a pedir un ministro, un cura o (no era inconcebible) un rabino». Me arrodillé a su lado. Él me asió el antebrazo con dedos de acero, y una fuerza inusitada.
—¡Escucha! —dijo, tan fuerte que la enfermera dio un respingo y le conminó a no ponerse nervioso.
»¡Escúchame! —repitió él con voz sibilante—. Tienes que prometerme algo. Sobre esto no me fío del todo de tu madre. Ya sabes que ella cree en Dios. No lo entiende.
—Sí, sí, claro, lo que sea —dije yo—. Lo que tú quieras.
Estaba perplejo. No era como me había imaginado la conversación. La voz de mi padre resonaba en los tubos que salían de su nariz, como si fuera la del pato Donald. No era una escena muy digna.
—Por muy mal que vaya todo, y por mucho que empeore yo…
Se paró a recuperar el aliento.
—… aunque me quede babeando, reducido a un vegetal, aunque tenga un electrocardiograma más plano que una crepe…
Un resuello.
—¿Qué? —dije yo.
—Aunque no haya ninguna esperanza, ninguna…
Otro resuello.
—¿Qué?
Otro.
—No les… No les…
Un resuello.
—… no les dejes…
Otro.
—… desenchufarme… —Aflojó los dedos y se dejó caer con una expresión de paz—. ¿Me lo prometes? —graznó.
—Te lo prometo —dije yo.
Mi madre, que había estado pendiente de todas sus palabras por encima de mi hombro, se enfadó.
—Henry, ¿cuántas veces tendremos que prometértelo? Primero los doctores, después las enfermeras, luego yo, y ahora Hugo. ¡Por Dios, que nadie va a desenchufar nada! Me gustaría que encontrases otros temas de preocupación. Me gustaría que te concentrases en ponerte bien, y punto.
—Ya me concentro —protestó él—, pero no funciona.
Y se murió.
Mi madre rompió a llorar, más que nada de rabia y frustración. Desde su punto de vista, el viejo excéntrico había malgastado su último aliento sin decir ni una vez lo mucho que nos quería. Tampoco se había despedido con un discurso emocionante de adiós. A mi modo de ver, sin embargo, sí lo había hecho; había expresado su amor con la misma intensidad manifestando el miedo que le daba separarse de nosotros. De hecho yo no me había dado cuenta de cuánto nos quería hasta la escena del lecho de muerte.
Mi padre murió justo después de mi licenciatura por la Universidad de Columbia, y de mi ingreso en el cuerpo de conservadores del Museo de Historia Natural de Boston. Su ateísmo me dio la libertad necesaria para rechazar el cristianismo sin conflictos internos ni dolor. Fue en esa época, mientras digería la muerte de mi padre, cuando yo también viví una especie de conversión: comprendí que en realidad mi religión era la evolución.
Puede que suene excéntrico. Me explicaré. No cabe duda de que la vida es algo milagroso, y la inteligencia humana todavía más. Nuestro mundo, este planeta, es un lugar de una belleza indescriptible, perfectamente adaptado a nuestras necesidades. Es «como si» el mundo, de tan perfecto, hubiera sido creado para nosotros, pero se trata de una ilusión. En realidad somos nosotros los creados para el mundo. Si el mundo nos va como un guante es porque llevamos millones de años adaptándonos a él.
El amor, el sexo, la familia, los placeres de la comida, el gozo intelectual, la amistad, el reconocimiento de la belleza, el placer del ejercicio físico y de la buena salud, la emoción del deporte y la aventura… Todas esas cualidades no es Dios quien nos las dio, sino la evolución.
Pero en todo hay gato encerrado. La evolución tiene un peaje. ¿Cuál? La enfermedad, la vejez y la muerte; la tragedia, el hambre, la pena, el dolor y el sufrimiento. Todo ello es necesario para el buen funcionamiento de la evolución. Sin muerte no puede haber evolución. Sin enfermedad, dolor y tragedia no puede haber adaptación y selección natural. Todos los seres vivos deben pagar un alto precio a cambio del milagro de su existencia, pero ninguno tanto como el ser humano, porque la evolución nos ha dado un cerebro capaz de entender la muerte. Y la muerte se cierne sobre nuestras vidas, las de todos, como una vulgar y aborrecible broma.
¿Esto se puede llamar religión? Yo creo que sí. Nos da normas de vida, y hace hincapié en la importancia de la familia, de proteger y criar a nuestros hijos y de transmitir nuestros valores a las generaciones que sigan a la nuestra. Nos autoriza a gozar plenamente de todo lo bueno de la evolución (el sexo, el amor, la comida, la intimidad familiar, el placer…) sin sentimiento de culpa. Nos anima a desarrollar el mayor regalo que nos ha hecho la evolución: nuestra inteligencia. Y nos enseña a valorar lo más a fondo posible esta vida, porque nunca tendremos otra.
Esta es pues mi religión.
[Del diario inédito del reverendo Hendricks Palliser,
antiguo rector de la iglesia episcopaliana de Kibbencook.
Por cortesía de Elspeth Palliser Wallace,
New London, Connecticut.]
30 de septiembre de 1965
Ha sido un magnífico día de otoño, un día tormentoso de nubes corriendo por el cielo y sombras cruzando las casas de la calle. El abedul se ha coronado de amarillo, y cada ráfaga de viento se llevaba sus hojas al bosque, pasando frente a la ventana de mi estudio. Ha sido un día de misterio y vigor.
Hasta ahora no había tenido la oportunidad de mencionar en estas páginas al profesor que vive enfrente. Volvió hace poco de África con un mono. Esta mañana R. me ha pedido que vaya a ver al profesor. R. está molesta por el ruido, y por la posible propagación de «enfermedades de la selva». Me ha encargado que descubra cuánto tardará el profesor en llevarse al mono a su museo o al zoo.
Yo, en consecuencia, me he aventurado al otro lado de la calle y he llamado al timbre. Durante mi visita, el mono —se trata de un chimpancé llamado Jennie— me ha quitado el sombrero. Gran confusión, hilaridad y jarana. Si lo he entendido bien, la intención es que el mono se quede indefinidamente. He vuelto sin sombrero. R. se ha disgustado mucho. Rezo por que Dios le traiga paz.
Debo confesar un pensamiento peculiar. Es la primera vez que he podido observar de cerca a un mono, y es un animal extraordinario. Mientras lo veía retozar, me ha impresionado lo humano que era, tan parecido a un niño en sus actos y su modo de entender las cosas; y me he preguntado si podría tener alguna especie de alma. Es curioso que la Biblia, diga lo que diga cierta gente, pase de puntillas por el tema. La tal Jennie se parece tanto a un niño, en todo menos en el habla, que me he quedado perplejo. He acudido a la Biblia en busca de consejo, consultando varios pasajes, pero ha sido una lectura infructuosa. No sé por qué no se me había ocurrido antes. No cabe duda de que el hombre ocupa el primer rango dentro de la Creación, y que se le otorgó el dominio sobre los animales del campo, pero ¿qué rango ocupan estos últimos? ¿Fueron creados solo para servir a la humanidad? ¿O sirven a Dios en alguna otra calidad, independiente del hombre? ¿La conciencia animal sobrevive a la muerte del cuerpo, como la humana? ¿Hay animales en el paraíso? Ha sido en esta coyuntura cuando me he dado cuenta de que sí, de que tiene que haber animales en el paraíso, ya que de lo contrario no sería el paraíso. Por ejemplo, ¿qué le pasa al perro fiel querido por su amo? ¿Se reúne con él en el cielo? Nunca se me había ocurrido, pero la respuesta se me ha presentado como algo obvio. ¿Acaso Dios le negaría a un jubilado bondadoso el compañero amado de sus últimos años? Por supuesto que no.
De esto, como es natural, se infiere otra pregunta: si los animales son objeto de juicio, de salvación o condena. Yo creo que no. Un ser incapaz de entender la gracia de Jesucristo no puede ser condenado por ello. Sería un Dios muy cruel el que juzgase a un animal carente de la capacidad de conocer el amor de Cristo. La lógica parece impecable: los animales, como mínimo los superiores, tienen alma, y se salvan inevitablemente. Solo el hombre, con su capacidad de hacer el bien y el mal, se expone a la condenación. Un razonamiento singular, y ligeramente inquietante. Ineludible, sin embargo.
A diferencia de los baptistas, y de algunos miembros de la iglesia a la que pertenezco, la episcopaliana, yo no suscribo la idea de la Creación literal. Tan milagroso es (al menos para mí) que Dios creara el universo y a la humanidad en cinco mil millones de años, mediante el proceso de la evolución, como creer que formó el mundo por hálito divino en siete días. De hecho es mucho más milagroso contemplar la paciencia, sabiduría y visión infinitas de Dios a lo largo de tal inmensidad de tiempo, y desentrañar con rigurosas ecuaciones científicas la hermosa y estrellada magnitud de sus obras soberanas. ¿Qué es entonces el chimpancé? ¿Una estación en el camino hacia la humanidad? Por supuesto. ¿En qué momento de la evolución adquirió el ser humano el conocimiento del bien y del mal, y por lo tanto la capacidad de ser condenado? A esta luz, la historia de Adán y Eva cobra mayor profundidad. Es una parábola de la evolución.
Ahora mismo, sin embargo, al hilo de lo que escribía, he tenido otra idea. ¿Será posible que Jennie pueda tener un conocimiento sencillo del Cordero de Cristo, no a través del intelecto, sino de las emociones, como he visto en muchos niños? Parece capaz de entender muchas cosas.
Son cuestiones realmente profundas. La respuesta llegará a su debido tiempo mediante la oración y la meditación. A todo ello se añade la situación entre R. y el mono. R. se ha estado refiriendo a la obligatoriedad de las correas. También ha hablado de poner de acuerdo al vecindario para «cortar todo esto de raíz», etcétera, etcétera. Poner correa a la pobre Jennie sería un crimen. Rezo por R. Tendré que hablar con el profesor.
Mientras escribo, siento que Dios, en su sabiduría impenetrable, ha abierto una puerta en un pasillo oscuro. No sé por qué, ni adónde llevará dicho pasillo. Observaré, aprenderé y rezaré. Tarde o temprano este pasillo lleno de recodos desembocará en una sala con luz y vistas. Entonces lo sabré.
Para comer hay rosbif.