[De varias entrevistas con la señora Archibald,
enero de 1991, octubre de 1991 y septiembre de 1992,
en su apartamento de Kibbencook Lower Falls, Massachusetts.]
¿No hay más remedio? Es que no me gustan las grabadoras. Me ponen nerviosa. Bueno, si insiste… Sí, sí que he hablado con el doctor Epstein. Es un viejo muy listo, muy astuto, con unos ojos muy redondos que se te quedan mirando de una manera… Siempre ha tenido arrugas, desde que le conozco. Es de esas personas que nacen viejas. No sé si me fío mucho de sus juicios sobre la gente. Es demasiado listo para su propio bien. Espero que en el caso de usted tenga razón. Dijo que pondrá los puntos sobre las íes.
¿Por dónde empezamos? Con lo larga que es la historia, no sé si podré llegar hasta el final. Madre mía… Ya estoy vieja. ¿Cuánto tardaremos?
Vivíamos en lo que es el propio Kibbencook, a menos de dos kilómetros de aquí. ¿Dónde? En una casona vieja y sórdida. A Hugo le encantaba, pero no había manera de tenerla limpia. No se parecía nada a la típica casita mona de las afueras. Era demasiado grande y llena de recovecos. Y no muy a prueba de chimpancés. Al comprarla no pensábamos precisamente en tener un chimpancé. El patio estaba lleno de dientes de león. ¡Qué rabia les daba a los vecinos! Para aislarlo había un seto feísimo, que parecía enfermo, lleno de agujeros y amarillo… Lo intentábamos todo, pero cada año se moría otro trozo. El césped tenía unas manchas marrones enormes. ¿Y los rododendros? Se habían extendido tanto que llegaban hasta las ventanas del segundo piso, y cuando hacía viento se oía desde dentro que arañaban las paredes. A los niños les daba miedo. Hugo les decía que había un oso fuera. En el jardín lateral teníamos un manzano silvestre que era una maravilla, con palos para aguantar las ramas. Más allá ya empezaba el campo de golf de Kibbencook. Digamos que nuestro jardín no era la envidia del barrio. [Risas.] A Hugo no es que le interesase mucho la cuestión del césped, y tampoco iba yo a empujar el cortacésped…
Kibbencook era un pueblo muy agradable y tranquilo, no como ahora. Todavía no estaban las casas pareadas tan horribles que han hecho en Washington Street, y aún no habían quitado el quiosco de música de la plaza. Antiguamente Kibbencook era un asentamiento indio a la orilla del río Charles. Si vas al río aún se ven los montones de conchas que hacían los indios. ¿Conoce la Ruta 9, el trozo ese tan feo donde hay tantas gasolineras? Pues antes era el Kibbencook Trace, el antiguo camino indio que iba al puerto de Boston. Los indios tenían los poblados cerca del riachuelo, donde ahora está el campo de golf. Antes siempre había algún golfista que perdía la pelota en el agua, y al ir a buscarla se encontraba una cabeza de flecha, por la erosión. Parecía que todos los golfistas tuvieran una flecha. Nuestro hijo Sandy cambiaba pelotas de golf por puntas. El golf es un deporte ridículo. Mi padre, que era de familia inglesa, decía que era un juego presbiteriano. Claro que yo acabé casándome con un presbiteriano… Pero bueno, por suerte no le gustaba el golf.
Me parece que lo que estoy contando no tiene nada que ver con Jennie. Si me aparto del tema, usted me interrumpe y me llama la atención, ¿de acuerdo? No me deje divagar.
Nuestra casa había sido la granja de la zona, antes de que empezaran a construir en los alrededores del pueblo. En el bosque del fondo aún se veían las paredes de piedra antiguas. Nunca ha sido buena tierra. Se cayeron demasiadas rocas de los glaciares. Al abrirse el Medio Oeste, se fueron todos los granjeros y volvió a crecer el bosque. Claro, ahora vuelven a cortarlos para hacer casas nuevas…
Este pueblo tiene mucha historia. Lo que ocurre es que la gente de aquí es muy ignorante, y de lo único que sabe es de valor inmobiliario. Son capaces de decirle el precio de cada casa sin equivocarse ni un dólar. La mitad de las mujeres del pueblo son agentes inmobiliarias, que es a lo que te dedicas cuando no tienes talento ni educación. ¿Aún está encendida la grabadora? Quizá debería eliminar mis comentarios. Estoy hecha una vieja cascarrabias. Me parece mentira que hayan podido subir tanto los precios de las fincas de este pueblo. No sé de dónde saca el dinero la gente.
Derribaron el ayuntamiento, una muestra muy bonita de arquitectura neorrománica, para poner el cubo de cemento que hay ahora. ¡Qué horror! Es que en este pueblo han hecho unas cosas… Fíjese que solo hace diez años intentaron reventar la roca grande que hay al lado del arroyo porque les parecía fea, con lo preciosa que es… Pues yo fui y me senté. Tres días, me quedé. Les decía: «¡Como me toquéis un pelo, llamo a mi abogado!». Fui más tozuda que ellos. Se tiraban de los pelos, pero empezó a salir en el periódico y…
Ya ha vuelto a dejar que me aparte del tema.
¿El nombre del pueblo? ¡Uy, tiene una historia muy curiosa! Viene de un gobernante indio que se llamaba Kibenquot, y que recibía en audiencia aquí mismo, en esta curva del río Charles. Cuando llegaron los blancos, le corrompieron con whisky y dinero, y él vendió las tierras que eran de la tribu. No quedó ni uno. Lo único que dejaron fueron las flechas que aparecían por el arroyo.
En esa época era muy bonito; bosques y campos que no se acababan nunca, no como ahora. Daba gusto tener niños pequeños. O un chimpancé, por qué no… [Risas.]
Nuestra casa era el número 16 de Hawthorne Lañe. Se diferenciaba de las otras en que no estaba alineada con la calle. La verdad es que se caía de vieja. Tema el tejado alabeado, el porche podrido y la habían pintado tantas veces que de vez en cuando se caía un trozo de pintura del tamaño de un plato. La viuda del granjero se quedó muchos años después de que la granja dejara de funcionar, hasta que la ingresaron en una residencia. Hugo y yo la compramos en 1957 por veintidós mil dólares. Ahora calculo que valdrá medio millón. A día de hoy no sé quién vive, pero le deseo suerte. Seguro que algún corredor de bolsa. ¿Sabrán que es una casa donde se crio un chimpancé?
En el barrio teníamos mala fama. No éramos del club de campo, no hacíamos barbacoas en el jardín y teníamos amigos de Cambridge con pinta de judíos. Dicen que Massachusetts es un estado liberal, pero en Kibbencook nosotros solo conocimos republicanos. Era un pueblo de mentalidad muy cerrada.
Al llegar Jennie nos hicimos famosos, no sé si decir tristemente. Era muy divertido, al menos al principio.
Sí, sí que me acuerdo de cuando Hugo volvió de África con Jennie. En principio tenía que llegar un jueves, pero se presentó el martes. De repente oí el motor de un taxi en el camino de entrada, y luego vi allí delante a Hugo con sus dos maletones, aquellos tan feos que tenía, y una bolsa de tela al cuello… Sandy salió disparado por la puerta, con los dos perros siguiéndole de cerca. Se armó un revuelo… Yo tenía en brazos al bebé, que se retorcía como un resorte para ver la causa de tanto alboroto. Piense que Hugo la había dejado con dos meses, y lo que le explico pasó al cabo de seis.
Hugo me dio un beso muy grande. Al apartarse sonreía como un tonto. Dijo que tenía una sorpresa.
Metió la mano en la bolsa con cara de niño travieso. Me imaginé que sacaría una serpiente, pero lo que salió era una cosita que se le colgaba del brazo. Le juro que no supe qué era. El bichito parpadeaba mirando a todas partes, y luego se le puso en el hueco del brazo con un gritito. Es la sorpresa más grande que me he llevado en mi vida. El primero que lo entendió fue Sandy, que empezó a gritar.
—¡Un mono! ¡Papá ha traído un mono!
Hugo explicó que no era un simple mono, sino un gran simio, y que se llamaba Jenny. Sandy se moría de ganas de cogerlo.
Aún me acuerdo de cómo me miraba Hugo, con una mirada de niño nervioso. Me preguntó qué me parecería tener un chimpancé como animal doméstico. Tenía miedo de que me pareciese mal.
Yo no sabía qué pensar. La cosita lo miraba todo con un interés tremendo. Tenía unos ojitos negros tan redondos… Y siempre ponía cara de sorpresa.
El caso es que empezaron a ladrar los perros. Sandy venga a gritar, y el bebé llorando. Los perros estaban como locos. Me asusté, y recuerdo que lo único que se me ocurrió decir fue.
—¿No le morderán los perros?
Hugo solo sonreía, una sonrisa pérfida. Después dejó sobre la hierba al chimpancé (¡que no era más grande que un bebé!), frente a los dos terriers que gruñían. Se llamaban Frick y Frack. Bueno, pues sabe lo feroces que pueden ser los terriers, ¿no? ¡Válgame Dios! Nunca se me olvidará lo que pasó después. El chimpancé erizó los pelos, lo que le hizo parecer el doble de grande, y se lanzó sobre los perros con un chillido descomunal. ¡Se les echó encima, corriendo sobre los nudillos! Los perros dieron media vuelta para salir a toda velocidad, pero ella cogió con las dos manos la cola de Frick y lo retuvo con todas sus fuerzas. El pobre perro arañaba el césped, desesperado por irse. De repente ella lo soltó y Frick rodó un poco por el suelo antes de irse corriendo por un agujero del seto. ¡Qué orgullosa estaba Jennie! Empezó a dar vueltas como una peonza sobre el césped, entre gritos y alaridos, abriendo su boca rosada. Seguro que nunca ha visto una boca tan grande en algo tan pequeño.
¡Qué vuelta a casa!
Hugo se había gastado casi ochocientos dólares en sobornos y permisos para sacar a Jennie de África. Entonces me lo tomé como uno de sus muchos actos impulsivos. Siempre hacía cosas estrafalarias. A su manera, claro, sin llamar la atención.
A mí me daba miedo que Jennie pudiera llevarse mal con la pequeña, Sarah; eso y los gérmenes, porque a saber qué enfermedades espantosas traería de las selvas africanas… Hugo quería presentársela enseguida a Sarah, pero yo le dije que ni hablar. ¡Al menos hasta que el animal estuviera limpio!
No me di cuenta y ya tenía a Sandy con el traje de baño, y a Hugo sentado en la entrada de la casa, fumando aquella pipa tan horrible. ¡Puaj! ¡Qué rabia me daba! Lo dejaba todo perdido de ceniza, y tenía las camisas llenas de agujeros…
¿Qué iba diciendo? Ah, sí, que Hugo estaba sentado en la entrada, regando el césped con la manguera. Al ver el agua, Jennie se puso a gritar y se escondió en el seto, pero Sandy la sacó a rastras y empezaron a correr y a saltar sobre el chorro. Sandy iba delante, y Jennie detrás gritando de alegría. Se la veía tan pequeña con el pelo aplastado por el agua… Una cosita negra y chiquitina, con las orejas muy grandes y una boca enorme. Corriendo sobre los nudillos parecía una bola con orejas. Pero ¡menudos ruidos salían por aquella boca! ¡Válgame Dios! Como no los podría hacer ninguna persona. Parecía una película de Tarzán.
A todo esto, vi que la señora Wardell nos miraba por la ventana de su cocina. Era la mujer del dentista. Vaya usted a saber en qué pensaba. Luego me di cuenta de que por toda la calle había caras en las ventanas. El único que tuvo arrestos para salir a ver qué criatura infernal montaba aquel escándalo fue el reverendo Palliser. Es curioso lo bien que le recuerdo, ahí delante en mangas de camisa, con la cara redonda y una mirada de sorpresa de lo más cómica… Parecía Charlie Brown en mayor. Pobre, es que le habían gaseado en Ypres, ¿sabe? Y para mí que nunca se recuperó del todo. Al final ya chocheaba y se pasaba el día rondando por el barrio con…
Ah, sí, la historia. Pues nada, que al final Hugo metió a Jennie en casa para presentarle a Sarah. Yo estaba sentada en el sofá, con Sarah en mi regazo, y Jennie con las piernas cruzadas en el suelo, mirando. Le interesaba muchísimo el bebé. Durante los seis meses del viaje de Hugo, Sarah había crecido una barbaridad, y estaba barrigona y mofletuda, para comérsela.
Jennie saltó al sofá y miró a Sarah fijamente. El bebé la observó a ella y le tendió las manos. El chimpancé no le daba nada de miedo. No le asusta nada, ni siquiera ahora. Siempre ha sido una rebelde y una intrépida.
Hugo hizo las presentaciones. Jennie miró al bebé a la cara y le puso en la cabeza una mano peluda. Se contemplaron un rato, fascinadas. ¡Ninguna de las dos había visto nada igual! Luego Jennie dijo «uuuu» y se metió en la boca la mano de Sarah.
¡Madre mía! Imagínese mi reacción. Pegué un grito y le arranqué al bebé. Es que creía que Jennie quería morderla, pero Hugo me lo explicó todo. Dijo que era la manera que tenía Jennie de saludar: coger un dedo y metérselo en la boca.
¡Bueno, bueno, en África que hicieran lo que quisiesen, pero no en América! Con el tiempo, puse coto a aquella costumbre tan poco higiénica.
La pobre Jennie se quedó aterrorizada con mi reacción. Se balanceó encogida en el sofá, tapándose la cabeza con las manos. ¡Ni que la hubiera pegado! Daba una pena… La consolé y le di la mano. Ella se acercó mi meñique a la boca y lo chupó, mientras yo apretaba los dientes.
Entonces Sarah, la buena de Sarah, tendió los brazos hacia el chimpancé. ¡Quería que la abrazase!
Hugo le dijo a Jennie que podía abrazar al bebé. Estaba yo tan sorprendida… Jennie se acercó y le dio a Sarah un abrazo de lo más tierno. Yo no daba crédito a mis ojos. Aquel animal peludo, con mi Sarah en brazos… La acunaba igual que una madre. El bebé me miró y empezó a agitar los brazos, mientras daba golpes en el pecho del chimpancé con su cabecita calva. Qué raro que me acuerde tan bien del día que se conocieron, ¿verdad? Madre mía…
Aunque Jennie fuera tan pequeña, ya entendía un poco de inglés. Algunos especialistas en primates dicen que los chimpancés no son capaces de entender de verdad el inglés hablado, pero es una tontería. Aquel chimpancé entendía prácticamente todo lo que le dijeras. La única manera de saber de qué hablo es haber vivido con ella. Después de que aprendiera ASL (el Lenguaje de Signos Norteamericano) podías hacerle una pregunta en inglés y ella contestaba en ASL. La verdad es que los expertos en primates son el grupo más odioso que he conocido en mi vida, empezando por la doctora Prentiss…
Sí, ya lo sé, hay que ir por partes. Me lo guardo para más tarde. Gracias.
Hugo hizo una casa para Jennie, en el manzano silvestre del jardín, y le dio un montón de mantas viejas del ejército. Hugo era una urraca. Lo guardaba absolutamente todo. Tenía el desván lleno de papeles: boletines de notas de quinto curso, exámenes de la universidad… Todo lo que se pueda imaginar. Entre eso, y que el ático era de madera, el riesgo de incendio era brutal. Teníamos unas broncas tremebundas. Yo ya me veía divorciada por culpa de aquellos papeles. Y ahora que Hugo ya no está, no tengo valor para tirarlos. Para que vea. [Larga pausa.]
¿Por dónde iba? Hugo le hizo una casita a Jennie en el árbol del jardín. Cada anochecer, Jennie cogía las mantas, se subía al árbol y las distribuía por su casa. Por la mañana, con la primera luz, sacaba la cabeza y empezaba a tirar las mantas al suelo, una por una.
Tenía un vaso, un plato y una cuchara de hojalata, regalo del capitán del barco que la trajo de África. Parece ser que insistía en que ella y Hugo cenaran cada noche con él, a su mesa. ¡A los otros invitados les sacaba de quicio tener sentada en el puesto de honor a una mona con pañales! Pero esa es otra historia.
Cuando Jennie acababa con las mantas, tiraba el vaso, el plato y la cuchara. Después bajaba, recogía los cubiertos y aporreaba la puerta trasera soltando su «grito de hambre» a pleno pulmón. Era su sonido de «comida». A veces era un gruñido y otras un aullido, en función de lo hambrienta que estuviera. Tenga en cuenta que estamos hablando de las cinco o las seis de la mañana… Entonces los perros empezaban a ladrar como unos histéricos, aunque supieran perfectamente quién lo hacía, y yo tenía que salir lo más deprisa posible a la puerta para que Jennie no despertara a todo el vecindario.
Cuando Jennie entraba en casa, los perros se escondían debajo del sofá. Les daba un miedo de muerte. Jennie se sentaba a la mesa de la cocina y distribuía cuidadosamente sus cubiertos. Luego se quedaba una hora o más esperando a que le dieran de comer, nerviosa, haciendo ruidos y parloteando. Al crecer se volvió más impaciente. Pegaba unos chillidos como si se muriera de hambre. Es que a Jennie le encantaba comer.
Al principio le dábamos comida de bebé, pero no tardó mucho en exigir lo mismo que nosotros. Quería hacerlo todo igual que nosotros. Lo que tenía en el plato nunca le gustaba. Tenía que comer de los nuestros. La mayoría de las veces desayunaba una tostada con mantequilla, un plátano y un tazón de avena con miel. De vez en cuando tomaba un poco de beicon, pero no le gustaba mucho la carne. Como máximo, comía pollo y cerdo.
¡Cuando comía estaba tan graciosa! Lástima que no la haya visto asomando los ojitos negros por la mesa… Madre mía… Con ese pelito que tenía, que se le levantaba de la cabeza de una manera curiosísima, y aquellos ruiditos que hacía al masticar la tostada… ¡Y aquellas orejas de soplillo! Cuando tenía el sol detrás, parecían luces de Navidad rosa, de las grandes. [Risas.]
Con la comida era muy desconfiada. Es que de vez en cuando mordía algo que le daba asco. Olisqueaba la comida todo el rato. Supongo que nunca estaba segura de que la tostada, por ejemplo, no se pudiera convertir en una hamburguesa con ketchup. ¡Odiaba las hamburguesas con ketchup! Y los pepinillos. ¡Ojo con que hubiera pepinillo en algún sitio! Si le daban algo que no le gustase, lo cogía y lo tiraba con todas sus fuerzas por el comedor. Tomate, judías con tomate, langosta, bistec… Todo acabó por el suelo un día u otro. Creo que lo hacía porque se lo había visto hacer a los Tres Chiflados por la tele. Siempre estaban tirando comida, en aquel programa tan malo. A veces con Jennie te desesperabas. En el techo de la cocina había un rastro de ketchup de una de las hamburguesas de Jennie, que se quedó durante años, hasta mucho después de que ella ya no estuviera. Me daba una pena… Pero nunca tuve fuerzas para coger una escalera y limpiarlo. Era como un recuerdo. Nunca te gusta perderlos. Me refiero a los recuerdos.
Cuando comía, Jennie se ponía tan solemne que se nos escapaba la risa. Al masticar se le movían los pelitos de la barbilla, y se le contraían los párpados como si estuviera pensando grandes cosas. ¡Todo es posible! A fin de cuentas, lo más importante de su vida era la comida.
Cuando acababa de comer era imposible separarla de su plato, su vaso y su cuchara para lavarlos. ¡Válgame Dios! Habrían tenido que matarla. Creía que si los perdía de vista se moriría de hambre. Cuando yo intentaba lavarlos, le daba un ataque. Se pusieron tan sucios, hechos tal porquería, que ya me vi a Jennie con salmonelosis, y contagiándola al resto de la familia. Al final, una mañana, Hugo esperó debajo del árbol y aprovechó que Jennie tiraba los cubiertos para quitárselos. ¡No sabe usted qué gritos! Desde entonces nos dejó cogerlos, pero cuando yo los pasaba por agua y los metía en el lavavajillas, no les quitaba de encima sus ojillos redondos. Se quedaba esperando al lado del lavavajillas hasta que estuvieran limpios, y en cuanto se abría la puerta metía las manos y empezaba a hurgar, moviéndolo todo hasta encontrar sus preciosos cubiertos.
Al cabo de tres años empezó a lavar ella misma los platos. No se puede decir que fuera muy escrupulosa, pero tenía cierto estilo. Primero les pasaba la lengua, y luego los lavaba. No podría decirle cuánta vajilla rompió, pero cuando teníamos invitados la apoteosis de la velada era cuando Jennie quitaba la mesa y pasaba los platos por el agua. A nadie le entraba en la cabeza que un animal pudiera hacerlo. Siempre decían: «¡Pero habrase visto! ¡Queremos uno igual!». ¡Hasta que a Jennie se le caía una pila de platos, o pegaba un mordisco a una pastilla de jabón, y ya no oías más comentarios por el estilo! Hugo le hizo una foto genial fregando los platos. ¿Dónde deben de estar todas las fotos? ¿Quiere ver alguna?
Los primeros años con Jennie fueron maravillosos. Fue un momento muy feliz de nuestras vidas. Jennie lo convertía todo en una gran aventura. No era fácil, ¿sabe? Me parece que enseñarla a ir al baño es lo más difícil que he hecho en mi vida. ¡Madre mía! No había manera. No aprendía ni muerta. Se esforzaba, pero su naturaleza no lo concebía. Supongo que si te pasas todo el día por los árboles no importa demasiado dónde lo hagas. Me inventé el sistema de darle un caramelo cada vez que lo hacía «bien». Jennie era capaz de todo por un caramelo. Se esforzaba tanto… Te enternecías. Estaba jugando en la cocina y de repente le veía una cara que… ¡Entonces salía disparada hacia el lavabo! Y de camino siempre se paraba y metía la mano en el pote de los caramelos. Era fatídico. A veces su recompensa era un poco prematura y… madre mía… se le mojaba todo el pañal. ¿Sabe qué hacía entonces? Poner otra vez el caramelo en su sitio. Ella sola. Jennie era tan humana, tan absolutamente humana… Había que verlo para creerlo.
[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]
Jennie se amoldó a la vida suburbana de los americanos como si la conociera de nacimiento. Se aficionó enseguida a la televisión. Teníamos una de último modelo, una Vision-Aire De Luxe con carcasa futurista de plástico marrón, pantalla abombada y botones pintados de plateado, que costó 99,95 dólares, una fortuna para entonces. Jennie se volvió adicta, y con la tele encendida se le pasaban las horas en total felicidad. Ahora que han pasado tantos años, pienso a menudo en el efecto que pudieron tener sobre Jennie la violencia y la agresividad de la televisión, aunque a mediados de los años sesenta era bastante más tranquila, y se consideraba incluso educativa. Se tenía la idea de que la falta de televisor en una casa era una privación para los niños.
El consumo televisivo de Jennie era de tipo oral. Cuando estaba en el cuarto de la tele, mirándola, oías una retahíla de gruñidos, gritos y chillidos, a los que se añadían golpes en el suelo con los pies o las manos durante las escenas especialmente emocionantes, como persecuciones de coches o tiroteos. También le gustaban mucho los programas con risas enlatadas. Le fascinaba la risa humana.
El primer indicio del apego de Jennie a la televisión lo tuvimos poco después de mi regreso de África, un sábado. Al despertarme oí un murmullo en el cuarto de la tele. Ver la tele con Sandy los sábados por la mañana, a primera hora, era un ritual, y después de seis meses sin oír aquel sonido, me reconfortó muy especialmente.
Me los encontré a los dos con las piernas cruzadas en la alfombra, como indios, viendo a los Tres Chiflados. Después de tantos años y aún me acuerdo del programa… Pasaba en un salón muy elegante, lleno de gente vestida de noche. Los Tres Chiflados, también muy elegantes, tiraban pasteles, se daban porrazos en la cabeza y se metían los dedos en los ojos, con los típicos efectos sonoros de bocinas y pizzicato de violines. Me acuerdo de que le pregunté a Sandy de qué iba, y me explicó que un profesor había hecho el experimento de intentar convertir a los Tres Chiflados en caballeros. A la vista estaba el nefasto resultado. Tratándose de una parodia de Pigmalión, tenía su lógica que a Jennie le hiciera tanta gracia.
Estaba como hipnotizada, mirando la pantalla con los ojitos brillantes. Me pregunté cómo estaría procesando el programa su cerebro de simio.
—¡Papá! ¡A Jennie le gusta ver la tele! —exclamó Sandy, como si fuera una revelación—. ¡Mira!
Apagó el televisor y volvió a sentarse. La imagen se contrajo en un punto. Ni corta ni perezosa, Jennie se acercó al aparato y lo encendió otra vez.
—¡Je je jeee! —dijo mientras se enfocaba lentamente la imagen.
Y empezó a saltar cogida a los lados del televisor, con la cara a pocos centímetros de la pantalla.
—¿Lo ves, papá? Sabe encender la tele. Jennie, que no veo nada.
Jennie giró la cabeza al oír su nombre, pero siguió obstruyendo la visión.
—¡Apártate! —gritó Sandy.
En la tele pusieron un anuncio. Un hombre rudo y guapo daba una calada a un cigarrillo, mientras un coro elogiaba su suavidad y sabor. La intensidad del canto aumentaba en el momento en que el protagonista exhalaba con un suspiro de satisfacción.
—¡Uuuu eeee eeee! —dijo Jennie, como si también cantase.
—¡Jennie! ¡No! Papá, haz que se aparte —dijo Sandy.
Salieron otra vez los Tres Chiflados. Al final las protestas de Sandy lograron que Jennie se sentara de nuevo a su lado y le cogiera la mano con cara de preocupación. Sandy ya se estaba convirtiendo en su mejor amigo. Jennie le admiraba, y quería hacerlo todo como él.
—¡Qué tonterías! —dije yo en broma—. Quizá habría sido mejor dejar al pobre animal en la selva.
Pero Sandy y Jennie estaban tan absortos en el argumento que ni siquiera me oyeron.
La llegada de Jennie dio al traste con la complacencia de nuestro barrio de casas unifamiliares. El primero en mostrar interés por ella fue nuestro vecino de enfrente, el ministro episcopaliano, que se llamaba Hendricks Palliser. Vino a visitarnos siguiendo órdenes de su mujer, una señora temible. Entonces, ni Lea ni yo le conocíamos mucho, y como carecíamos de inclinaciones religiosas, no habíamos cultivado nuestra relación, aunque a mí, como mínimo, me intrigaba un aspecto de su personalidad: durante la Primera Guerra Mundial se había alistado como voluntario en el cuerpo de ambulancias francés, y se decía que había conocido a Hemingway. Me resultaba imposible conciliar la cara risueña y redonda del párroco suburbano de la casa de enfrente con el heroico voluntario que al parecer había sido herido en la Segunda Batalla de Ypres. Se trata de la primera batalla en que los alemanes usaron gas mortífero, y Palliser (al menos por lo que se decía) rescató del gas a un grupo de hombres con su ambulancia.
Sonó el timbre. El reverendo estaba en el porche, con un borsalino gris en la mano y una expresión nerviosa y contrita en su cara redonda. Lea le hizo pasar. Palliser se restregó los pies con fuerza en el felpudo y bajó la cabeza para cruzar la puerta.
Siempre que venía algún desconocido, Jennie reaccionaba con una mezcla de entusiasmo y timidez. Vi moverse algo negro. Era Jennie, cruzando el pasillo como una exhalación en dirección a la cocina. Normalmente no la dejábamos entrar en la cocina, pero en aquel momento parecía prudente fingir que no existía. Instintivamente, tanto Lea como yo nos dábamos cuenta de que uno de los temas de los que venía a hablar el reverendo podía ser Jennie, y cuanto más tardase en surgir, mejor.
Nos sentamos en el salón. Lea ofreció té, «o alguna otra cosa». El reverendo pidió un jerez. Tenía una voz suave, ligeramente tartamuda, y no parecía muy cómodo. Era un hombre calvo de unos sesenta y cinco años, con grandes verrugas en la nariz, y unos ojos azules nerviosos y entrecerrados, como si le diera el sol de cara. No era guapo. Sin embargo, su rostro resultaba agradable.
Justo cuando Lea servía el jerez, oímos un golpe en la cocina, y recuerdo que la mirada del reverendo se desvió un momento en aquella dirección. Todos sabíamos que había un chimpancé, pero nadie quería ser el primero en mencionarlo.
—Muchísimas gracias —dijo Palliser, cogiendo la copa a la vez que dejaba el sombrero en la mesita de café—. ¿Cómo ha ido el viaje? —me preguntó.
En ese momento se oyó otro golpe en la cocina, y dio la impresión de que el reverendo se ponía aún más nervioso.
Empecé a hablar del viaje, de lo fructífero que había sido y de lo que esperábamos conseguir para futuras investigaciones, pero saltaba a la vista que Palliser no estaba concentrado en la conversación. Evidentemente, la instigadora de la visita era su mujer, la misma que le hacía arrancar el diente de león de nuestro jardín cuando creía que no estábamos en casa. Personalmente, compadecía a Palliser por estar casado con una mujer así.
Durante nuestra incómoda conversación, que no acababa de arrancar, se oyó un gran estrépito en la cocina. Un ruido de cristales rotos. No podíamos seguir ignorando al chimpancé.
—Madre mía —dijo Lea, saliendo a ver qué pasaba.
Tras un momento de silencio, algo negro y muy veloz irrumpió en el salón y desapareció bajo el diván. Oímos a Lea en la cocina, llamando severamente a Jennie.
—Está aquí dentro —dije yo. Me giré hacia el reverendo—. Es que se está adaptando a la vida americana.
—Sí, claro —dijo él con gran nerviosismo.
Yo añadí.
—Creo que el ruido puede haber sido la ponchera que nos dio la madre de Lea como regalo de bodas.
—Qué mala suerte —dijo el reverendo.
Sonó tan poco sincero que no pude aguantarme y añadí:
—Al menos eso espero.
Para mi sorpresa, el reverendo profirió una sonora carcajada, de lo más indecorosa. En ese momento llegó Lea, agitada.
—Ha entrado en la nevera y ha roto la jarra de la leche —dijo. Se giró hacia el reverendo—. Le encanta la leche.
—Sí, claro —dijo el reverendo.
—Uuuuu —dijo Jennie debajo del diván.
—Jennie —dije yo, con la esperanza de abreviar lo más posible la visita—, sal a conocer al reverendo Palliser.
El reverendo casi no podía disimular la curiosidad. Se inclinó en el mismo momento en que salían del diván dos manos peludas y la peluda coronilla de una cabeza, que se nos quedó mirando.
—Ven aquí, Jennie —dije yo con firmeza.
El chimpancé salió, se levantó y se acercó frunciendo los labios, con la calma y el desenfado de una estrella de cine.
—Dale la mano —dije.
Se dignó tender una mano flácida, como si más que estrechar otra mano esperase recibir un beso en la suya.
—¡Vaya! ¡Encantado de conocerte! —dijo el reverendo, arrugando la cara de alegría—. ¡Qué animalito más encantador!
—Je je —dijo Jennie.
—Así me gusta —dije yo.
Jennie, como un rayo, cogió el sombrero del reverendo y se lo puso en la cabeza.
—No, Jennie —dijo Lea—. No.
Jennie se quitó el sombrero y lo miró por dentro, husmeando ruidosamente.
—¡Jennie! —dijo Lea, levantándose de golpe.
Tenía el don de petrificarte con un determinado tono de voz.
Pero ya era demasiado tarde. Jennie metió la mano en el sombrero y con un raudo movimiento arrancó el forro de seda, lo arrojó como basura al regazo del reverendo y volvió a ponerse el sombrero.
—¡Ups! —dijo el reverendo—. ¡Caray!
—¡Jennie, no! —exclamé yo, lanzándome hacia ella para quitarle el sombrero, pero fue demasiado rápida para mí, y se refugió debajo del diván.
Para sorpresa de todos, el reverendo se rio y se le puso la cara muy roja.
—Madre mía —dijo—. Madre mía.
Se le saltaban las lágrimas.
—¡Cuánto lo siento! —dijo Lea—. No sé qué le ha cogido. Ya le compraremos un sombrero nuevo.
De debajo del diván salió el «¡je je je!» de una risa de chimpancé. Al ponerme de cuatro patas, vi a Jennie chupándose el dedo del pie en un rincón, con el sombrero en la cabeza.
—¡Jennie! ¡Te has portado muy mal! —dije—. ¡Sal!
—No pasa nada —balbuceó el reverendo, recuperando la compostura—. Es tan mona… El sombrero no tiene importancia.
Volví a llamar a Jennie, que al final asomó la cabeza con el sombrero puesto (y en lo más alto una bola de pelusa). Como ya no tenía forro, parecía un bombín de vagabundo. Lo único visible por debajo eran los labios y el mentón de Jennie, con su pelusilla.
—¡Jennie! —bramé por enésima vez.
El chimpancé se escondió bajo el diván.
—Le queda muy bien —dijo el reverendo.
Lea se empeñaba en convencerle de que el comportamiento de Jennie era algo inusitado, que no se trataba de sus travesuras habituales.
—¡Qué horror! —dijo—. La verdad, no entiendo qué mosca le ha picado. Es la primera vez.
La única opción que vi fue sacrificar mi dignidad y arrastrarme por debajo del diván para coger al chimpancé y el sombrero. Cogí a Jennie por el pie y la saqué a rastras. Todo el salón se llenó de unos alaridos tremendos, como si le estuvieran aplicando el potro.
—¡Pobre! —dijo el reverendo—. Tiene miedo.
—Con razón —dije yo, arrebatándole el sombrero mientras me la llevaba a rastras al lavabo.
La encerré. Sus puñetazos y gritos ahogados hacían que la casa pareciera un manicomio del siglo XIX.
Al volver, vi que Lea seguía disculpándose, mientras el reverendo daba vueltas al sombrero. Cinco minutos en poder de Jennie lo habían dejado para el arrastre.
—Pobre… —dijo el reverendo como si hablara solo. Se soltó de golpe, tartamudeando—. A mi mujer le dan miedo los animales, y no le entusiasma mucho la idea de que haya un mono en el barrio.
Nos quedamos todos callados. Ya estaba dicho lo que le habían enviado a decir.
—A mí, personalmente, siempre me han gustado los animales —añadió apesadumbrado.
—De verdad que no entiendo que Jennie se haya portado así… —dijo Lea, reanudando sus esfuerzos sin mucha convicción.
—Seguro —dije yo— que al hacerse mayor sienta la cabeza.
Justo entonces se recrudecieron los gritos, como si esperaran aquella señal, y el reverendo hizo una mueca.
—No me gusta que esté encerrada por mi culpa.
Seguimos hablando un poco más de cualquier cosa, con frases rápidas que aprovechaban los momentos de calma en la tormenta. Llegó un momento en que también se despertó el bebé, que dormía en el piso de arriba, y se puso a llorar. Lea subió en su busca, mientras yo ponía en libertad a Jennie.
Los gritos pararon en cuanto se abrió la puerta. Jennie me miraba con una carita de un patetismo, una tristeza y un miedo insuperables. Se acercó contoneándose y levantó las manos para que la abrazase, con semblante arrepentido. Me la llevé al salón.
Palliser estaba en el sofá con cara de no saber qué hacer, con las manos cruzadas sobre la mesa. Jennie bajó al suelo, puso una mano encima de una de las del reverendo y emitió una nota compungida. En ese momento llegó Lea con el bebé.
—Ah —le dijo el reverendo a Jennie—, lo sientes; quieres decirme que lo sientes.
Jennie saltó encima del sofá y abrió los brazos para recibir un achuchón. Palliser la cogió y la estrechó en los suyos, apoyando fugazmente la cabeza peluda de Jennie en su calva.
—¡Qué mona! —dijo, respirando con cierta agitación—. Creo que le caigo bien. Sí, seguro.
Jennie se sentó en su regazoy se puso a jugar con un botón.
—Así me gusta. Buena chica —repitió él dándole palmadas en la espalda—. Toma, un regalo de bienvenida a América.
Le devolvió el sombrero. Jennie lo pilló al vuelo y se lo encasquetó. Después soltó un aullido, saltó al suelo y empezó a presumir.
—No hacía falta —le dije a Palliser.
—¡No, si lo hago por gusto! Le queda muy bien. Todos los monos necesitan un sombrero. ¿A que sí, Jennie?
Se giró hacia nosotros con una gran sonrisa, como si fuera el padre.
Jennie dio media vuelta y se acercó otra vez, ufana, haciendo chocar los dientes de alegría.
Al final el reverendo se levantó.
—No le diremos nada a la señora Palliser —dijo rojo de vergüenza, tartamudeando un poco—. El sombrero es un regalo de ella, pero nunca me ha gustado. En general no me gusta llevar sombrero. A ella le parece que me tendría que tapar la calva. Dice que hoy en día no hay que ir enseñando la calvicie. Le diré que lo he perdido.
Salió disparado hacia la puerta.
—¡Oh, no! —dijo Lea al mirar por la ventana—. Mírala. Está en la entrada de su casa, esperando novedades.
Vi que en efecto la señora Palliser, francamente oronda, había salido a la puerta con cara de pocos amigos.
—¡Qué hombre más curioso, y qué simpático! —dijo Lea—. Parece que Jennie se lo ha ganado. No es como me esperaba. En absoluto.
—A la que dudo que se gane es a su mujer —dije yo, viendo que la señora Palliser entraba detrás del reverendo y cerraba la puerta con gran ímpetu.