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[De Hugo Archibald, Ph. D., D. Se, F. R. S., Recordando

una vida, Harvard University Press, Copyright 1989

The President and Fellows of Harvard College.

Reproducción autorizada.]

Camerún, 15 de abril de 1965

Tardaré en olvidar el día en que los dos makere trajeron el chimpancé al campamento. Uno de los dos lo llevaba al hombro. Un hilo de sangre goteaba por el lustroso canal de su espalda; sangre negra sobre negra piel. Yo lo observaba por las solapas entreabiertas de la tienda. Se paró en el claro y dejó al animal en el suelo, que se quedó cruzado de brazos sobre la tierra prensada. El otro makere estaba al lado. Ambos tenían los pies y las piernas blancos hasta las rodillas, a causa del polvo. El primero se irguió y anunció su presencia con dos fuertes palmadas. Esperé. Sabían que estaba en la tienda, pero salir demasiado deprisa habría dificultado las negociaciones sobre el precio. Poco después oí la fuerte voz de Kwele diciendo algo en pidgin, la lengua franca de Camerún.

—¿Qué tú traer, cazador? ¡Mala carne, esto!

Kwele era un magnífico negociador. Habíamos perfeccionado un sistema inmejorable para ablandar a los vendedores.

—¡Esta carne Masa no querer! Pronto Masa muchísimo enfadado. ¡Fuera!

Todo formaba parte de la misma rutina, y Kwele disfrutaba plenamente de su papel (tal vez demasiado). Yo, como es lógico, estaba entusiasmado con la perspectiva de comprar un cráneo de chimpancé hembra. Mientras tanto acudió un pequeño grupo de ayudantes del campamento, que, tras interrumpir su trabajo, observaban la escena con esa mezcla de aburrimiento y vaga esperanza de que suceda algo imprevisto y desagradable. Los dos hombres seguían detrás del chimpancé, obstinados y mudos.

Aparté la solapa de la tienda sin levantarme de la silla. Cesaron los gritos. Kwele sonreía de oreja a oreja, con una pala en las manos.

—¡Eh! —dijo—. Este cazador traer carne. ¿Masa no querer carne?

Sonreí y di una suave palmada, tal como exigía el protocolo.

Iseeya, cazador —dije.

Iseeya, sah —dijeron ellos al unísono.

Eran delgados, con tatuajes de filigrana en el abdomen y en torno a los pezones. Uno llevaba una ballesta muy pequeña y un haz de dardos.

—Gracias, Kwele —dije.

Tras otra sonrisa, Kwele miró con mala cara a los dos hombres.

Ellos arrastraron un poco los pies por el polvo.

El animal era una hembra Pan troglodytes, un chimpancé de las tierras bajas, y estaba embarazada.

—¿Vosotros matar con dardo envenenado? —pregunté a los hombres.

Uno de los dos se adelantó.

—Carne correr al palo, sah, y yo dispararle con flecha. 16

Levantó la ballesta para enseñármela. (En pidgin, «palo» significa árbol).

Me puse de rodillas junto al animal y le miré la cara. Tenía los ojos entrecerrados. De repente los abrió, pegándome un buen susto. Un mordisco de chimpancé puede romperte el brazo.

—¡Eh! ¡Esta carne viva! —exclamó Kwele en tono acusador, encantado de encontrarle otro fallo al espécimen—. ¡Quizá hacer daño a Masa! ¡Entonces vosotros a pagar!

—Veneno funcionar —dijo afablemente uno de los dos hombres—. Morirse ahora. —Y añadió con firmeza—: Masa pagar veinticinco chelines.

—¡Ni hablar! —se escandalizó Kwele—. Veinticinco chelines no pagar Masa. ¡Quizá no morir ni siquiera!

—Morir ahora —repitió impasible el makere.

Conocía tan bien como yo la eficacia de su veneno.

El animal moribundo me contempló con ojos oscuros y redondos, mientras su boca emitía una especie de gorgoteo. Después la boca se abrió, dejando a la vista una hilera de incisivos desgastados y con muchas caries. Alrededor del hocico, los pelos eran grises, y una de las orejas estaba cosida a desgarrones cicatrizados hacía mucho tiempo. Era una chimpancé vieja. Recuerdo que pensé que era mejor morir viejo tras una vida plena. De todos modos, la habrían matado para comérsela.

—Ve a buscar mi pistola —dije.

Kwele entró en la tienda y volvió con la funda de mi Ruger magnum calibre 22. Tras mirar el cañón para verificar que estuviera cargado, apunté al corazón del animal. Un disparo en la cabeza habría destrozado lo único que necesitaba para mis estudios taxonómicos: el cráneo.

Justo entonces se empezó a mover algo en el cuerpo del animal; un movimiento rápido y regular. Retrocedí pensando que podía revivir, pero al rato entendí que era por una causa muy distinta. El animal estaba abortando.

—¡Ponedla de espaldas! —grité.

Los hombres soltaron un murmullo entrecortado. Empezaba a ser mucho más interesante que la enésima sesión de regateo por un espécimen muerto. La chimpancé empezó a temblar. De pronto apareció una cabeza blancuzca, de pelo negro, fino y mojado. No duró más de un segundo. El feto se quedó de costado en el polvo, mientras salía la placenta. Los ojos de la madre se mantenían abiertos, escrutadores.

De repente lo oí: un silbido casi imperceptible, un débil grito de simio.

—¡Está vivo! —dije—. Kwele, trae un cuenco de agua. Tú, cazador, apartar.

Los mirones se agolparon, y hubo un momento en que temí que pisotearan al recién nacido.

—¡Atrás! —grité.

Lo levanté del suelo y, como no sabía qué hacer, con una sensación considerable de ridículo, le di unos golpecitos en la espalda. El bicho silbó y chilló. Pedí un machete. Me pusieron uno en las manos, y al cortar el cordón umbilical se elevó un gran «¡aaaah!» entre los mirones.

—Ayúdame —le dije a Kwele, que había vuelto con un cuenco lleno hasta el borde—. Ayúdame a lavarlo. ¡Fuera vosotros! Nada de empujones, ¿oír? ¡Volver a trabajo!

La gente se fue atropelladamente. Nadie volvió al trabajo.

Lo lavamos en el cuenco. Después Kwele lo levantó para que yo lo secase cuidadosamente con una toalla. El bebé chimpancé tema la cara blanca y todo el cuerpo recubierto de un pelo negro y fino. Era hembra. El pelo era tan largo que al secarse quedó como ahuecado. Una vez seco, envolví al animal con la toalla y lo acuné. Parecía mentira que tuviera la cara tan pequeña, llena de arrugas, como un búho, con los ojos abiertos. Curiosamente, su expresión era a la vez triste y sabia, como si ya hubiera visto mucho del mundo y sus problemas; fue un pensamiento cómico, teniendo en cuenta que de momento lo único que había visto era mi cara sin afeitar muy cerca de la suya… Volvió a llorar con un llanto muy tenue, mientras sus ojos se abrían más y se fijaban en mí. Un brazo endeble, no mayor que una rama, se extendió, con cinco deditos abiertos en su extremo, y tanteó mi barbilla. Fue un gesto encantador, que me sedujo al instante, irremediablemente.

Me han preguntado muchas veces por qué me encapriché tanto de aquel animalito, y solo tengo una respuesta: si hubieras estado en mi lugar, si hubieras visto aquella cosa tan pequeña y barriguda, y aquellos ojos que, abiertos de par en par, miraban el mundo por primera vez, si hubieras oído su indefensa voz, te habrías rendido igual que yo. Puede que parezca demasiado sentimental para un científico cuya carrera había consistido en reunir chimpancés muertos y examinar sus esqueletos. En último término, solo puedo alegar en defensa de mi sentimentalismo que los científicos también son seres humanos. Era un animalito encantador. De verdad.

Al volver en mí, oí una discusión. Kwele estaba sudoroso, haciendo aspavientos frente a los dos hombres, que ni siquiera lo miraban. A quien observaban era a mí. Al parecer, tras lo visto habían decidido subir el precio.

—¡Ni hablar! —vociferó Kwele—. ¿Tú oír, Masa? ¡Cazador querer más pasta! ¡Cincuenta chelines! Basta de palabras. ¡Fuera, cazador! ¡Fuera!

Se acercó a los dos hombres aleteando con sus brazos como un gran buitre, pero ellos siguieron en su sitio, sin mostrar la menor emoción. La chimpancé estaba de espaldas en el suelo y, aunque por el momento se hubieran olvidado de ella, insistía en mirarme a mí y a su bebé con ojos extraños y terribles.

Jamás olvidaré la mirada de sus ojos agonizantes, fijos en lo alto como dos piedras preciosas turbias, sin color ni luz. El veneno del dardo que le habían clavado tenía una estructura química como la del curare; mataba, pero solo después de paralizar. No es una muerte agradable; se muere con plena lucidez, consciente del entorno. Los africanos lo llaman chupu.

Al tratarse de una proteína globular de alto peso molecular, es incapaz de cruzar la barrera placental, por lo que no podía haber afectado el recién nacido. Ahora, desde la atalaya de estos casi veinticinco años transcurridos, sabiendo lo que no sabía entonces, me parece una mirada profética, dirigida no al presente, sino al futuro. Siempre me he preguntado qué pensaba al debatirse entre la vida y la muerte y ver que aquel primate tan raro, blanco y sin pelos, acunaba a su bebé.

¿Que no parece que esté hablando un científico? Qué le vamos a hacer. Si algo he aprendido tras toda una vida dedicada a la ciencia, es que los seres humanos nunca llegaremos a comprender el mundo. Entender sí, pero no comprender. Y la razón (como de casi todo en nuestra forma de pensar) es evolutiva: nuestros cerebros no evolucionaron para ayudarnos a comprender el auténtico significado de las cosas, sino solo para entender su funcionamiento mecánico. Conocer el «auténtico» significado de la realidad no contribuye a la capacidad de supervivencia. Por eso la evolución soslayó este tipo de comprensión.

Al apartar la vista de aquella intensa mirada de agonía, vi a Kwele, que repitió.

—¡Cincuenta chelines! ¡Cazador este ladrón!

—La hembra no la queremos —dije yo. Lo repetí en pidgin para estar seguro de que me entendieran—: Masa no querer esta carne. Kwele, tú pegar tiro a esta carne y decir a cazador llevársela de una vez. Decir a cazador que irse a selva. Dar a cazador los cincuenta chelines.

Ndefa mu! ¡Cincuenta chelines! ¡Antes veinticinco! ¡Masa!

—¡Cállate, por Dios, y dale los cincuenta chelines! —dije.

Volví a la tienda con el bebé en mis brazos, y cerré la puerta. Oí más gritos, un coro de voces discutiendo. De repente se hizo el silencio, preludio a una detonación del Ruger y a una nueva oleada de disputas. Al cabo de un rato disminuyeron las voces y regresó la calma al campamento.

Al pensar en lo que había sucedido durante la mañana, comprendí que mi excelente relación con Kwele podía verse perjudicada, tal vez de modo irreversible. Le había hecho quedar en mal lugar frente a desconocidos, hombres de la selva sin la menor categoría. Se imponía un esfuerzo por arreglar las cosas. Abrí la puerta de la tienda y lo llamé.

Tras hacerme esperar con su insolencia de rigor, llegó y se puso a la sombra de la solapa con una expresión inescrutable, impropia de él.

—Kwele, te debo disculpas. Masa sentir. Kwele hacer muy bien.

En el rostro de Kwele asomó una ligera expresión de decepción.

—Cincuenta chelines —dijo—. Nosotros pagar cinco o diez chelines, Masa. Cazadores ser hombres desnudos de la selva.

—Ya lo sé —acepté—. ¿Saber qué pasar? Que a Masa gustar demasiado esta carne pequeña.

—Grande también ser muy buena. ¿Por qué Masa no querer grande?

—Ya, ya lo sé. Deberíamos haberla comprado.

Había sido una tontería no comprar la hembra. Necesitaba una para mi proyecto de investigación, y cada vez era más difícil obtener chimpancés. No podía borrar de mi memoria su mirada.

Se hizo un breve silencio.

—Kwele, ¿te importaría traer un poco de leche caliente, por favor?

El africano giró sus pies planos en el suelo y levantó la puerta de la tienda. Aún estaba enfadado. Tendría que pensar en algo para congraciarme.

Permanecí sentado ante mi mesa de campamento, mientras el bebé chimpancé seguía mirándome con los ojos entre cerrados, a la vez que movía los bracitos sin ton ni son. Dijo «uu uu uu», me cogió un dedo con las dos manos y cerró los suyos a su alrededor con una fuerza sorprendente.

De repente me sentí bastante extraño. Acababa de sucumbir a un inesperado sentimiento paternal.

Estaba buscando varias especies de póngidos —concretamente chimpancés, bonobos (chimpancés pigmeos) y gorilas— para un proyecto de gran importancia en el museo de Boston: una reclasificación de los primates. Dado el coste elevadísimo de este tipo de expediciones, también recogía determinadas especies para el departamento de mamíferos, y lagartos para el departamento de herpetología. El de ornitología, por su lado, me había pedido que estuviera atento por si veía un ave de presa muy poco común que ansiaban conseguir.

Durante los siguientes meses crucé la gran selva de Batuti por amplios caminos forestales, siempre seguido por mis ayudantes de campo, cuyas cabezas soportaban el peso de los fardos del instrumental. Había descubierto que era una forma de viajar preferible al jeep, exasperante en el África de mediados de los años sesenta. Los jeeps se estropeaban, se hundían en las ciénagas, se quedaban sin gasolina y les robaban los neumáticos y las baterías. Era imposible conseguir piezas de repuesto. El rápido aumento de la población había relegado a los póngidos menos comunes a partes más profundas de la selva, adonde de todos modos era prácticamente imposible acceder en jeep.

Era como si me precediese en todo momento la noticia de mi llegada. En cuanto montábamos el campamento, empezaban a llegar nativos con especímenes. El gobierno de Camerún me había provisto de una autorización para recoger un número concreto de especímenes de cada familia de primates. Dado que casi todas estas especies las cazaban los africanos para comer, era fácil (además de ético) obtenerlas. Tenía la sensación de que si de todos modos los nativos iban a comerse un animal, mi actividad no incidiría en la rápida disminución de la población de esa especie. Lo único que necesitaba para su investigación era el cráneo, la pelvis y la piel. La «carne» se la podían quedar los nativos. Estaba claro que el interés científico pesaba más que otras consideraciones.

Recorrí exhaustivamente Batuti con la intención de volver a Lukemba poco antes de la temporada de los monzones. En Lukemba me esperaba una casa muy grande de adobe y cañas construida en estilo colonial, donde podría preparar mis especímenes y renovar mis lazos con el mololo de Lukemba. El mololo era el líder de la zona, un hombre encantador, de gran vitalidad, a quien conocía desde mi primer viaje a Camerún, antes de haberme doctorado.

El bebé de chimpancé se había adaptado a mi vida sin la menor alteración. Cuando viajábamos, me lo ponía a la espalda, en una mochila que me había dado la mujer de uno de los ayudantes. Era de lianas, y estaba forrada de hierba bangi seca y blanda, que hacía las funciones de pañal. Tenía que llevar al chimpancé cerca de la cabeza, porque se había aficionado a mi pelo, y lo cogía a puñados con una fuerza asombrosa, tal como se habría aferrado a su madre al trepar a los árboles. Por lo demás era un ser completamente indefenso, que no sabía andar.

Al principio se angustiaba muchísimo cuando la separaban de mí. Movía desesperadamente los bracitos, y con la cara toda arrugada y haciendo una mueca de pena, profería su grito de aflicción: «uu uu uu». Los bebés de chimpancé tienen que asirse a sus madres al subir a los árboles y correr por el suelo. De resultas de ello, la evolución los ha dotado de una fuerza pasmosa en los dedos. Me salieron pequeños morados en todas las zonas del cuello y de los hombros a las que se aferraba. A veces, al dejarla en el suelo, movía las manos hasta que chocaban con una fuerza estremecedora. Entonces chillaba y lloraba, sin poder entender por qué le dolían tanto las manos.

Yo tenía un gran apego por la vida solitaria de la selva, el olor de la madera de ika al arder, la jungla zumbando y chisporroteando en torno a mí con la electricidad de la vida. Me gustaba especialmente la luz verde del atardecer, larga y sedosa, sin otro indicio de la existencia del crepúsculo que algunos destellos lejanos de oro en las copas más altas. Durante aquellas tardes me sentaba a fumar en pipa en mi silla de campamento, con la chimpancé acurrucada contra mi camisa medio abierta, durmiendo tranquila o chupando y estirando los pelos de mi pecho. Jamás he estado tan a gusto como aquellos cuatro meses en la selva de Batuti.

Con Kwele ya había hecho las paces. Le había dicho que la pequeña chimpancé era un espécimen muy, pero que muy raro, para el que era ridículo pagar cincuenta chelines. Los cazadores de la selva, pobres ignorantes, se habían dejado timar como chinos. Había que felicitar a Kwele. Era, dije, de importancia capital mantener con vida al espécimen, razón por la que lo dejaba a su cargo con un suplemento de salario equivalente a la gravedad de su nuevo cometido.

Tal como había previsto, Kwele subcontrató enseguida para que cuidaran a la chimpancé, a dos de las esposas del campamento, a las que solo pagaba una minúscula parte de su suplemento, y a las que dirigía en sus quehaceres con gestos imperiosos y palabras tonantes sobre la terrible ira de Masa en caso de que se cometiera algún error. Las dos mujeres cuidaban a la chimpancé de maravilla. La trataban igual que a un bebé, calentándole la leche y dándole de comer cada cuatro horas. Al ver que empezaba a tener mal aspecto, discutieron y le buscaron un ama de cría, una mujer cuyo hijo pequeño había muerto de diarrea. Daba la sensación de que la leche humana sentaba muy bien al monito, aunque yo no podía sacudirme de encima el asombro de ver a un animal chupando con todas sus fuerzas un pecho humano, mientras gritaba, agitaba las patas y montaba un escándalo cada vez que se sentía privado de teta.

Como suplemento de la dieta a base de leche humana, le administramos leche en polvo. Cada mañana la chimpancé se sentaba en mi regazo y chupaba un biberón chillando y haciendo toda clase de ruidos guturales.

Durante mi circuito de cuatro meses por la selva de Batuti, la chimpancé creció deprisa; más, me pareció, que mi hijo Sandy cuando era un bebé. Seguía teniendo la piel blanca (cosa no inhabitual entre los chimpancés de las tierras bajas), pero se le espesó y acortó el pelo, y la cara se le puso cada vez más redonda y bonita. Sus ojos, que habían empezado siendo azules, empezaron a virar al negro. Aprendió a usar los dedos, y así, mientras chupaba el biberón, movía una mano hasta pillar un botón o una arruga de mi camisa y estirarlo.

Dio sus primeros pasos justo antes de llegar a Lukemba. Tenía unos cuatro meses. La selva había empezado a oscurecerse cada tarde, con nubes invisibles que llenaban el cielo. A veces un viento sacudía las copas más altas, y se filtraba en la espesura el redoble lejano de los truenos, acompañado por rachas de humedad y ozono.

La chimpancé había estado gateando por debajo de mi mesa de campamento, canturreando suavemente. Al sentir su puño en una pierna, bajé la vista y tuve tiempo de ver que se lanzaba por la habitación y daba cuatro o cinco pasos inseguros antes de caer sobre las manos, y dar acto seguido con la cara en tierra. El número continuó con una triunfante explosión de chillidos estridentes, mientras daba saltos cogida a una pata de la mesa.

Pronto empezó a llover. Unos cuantos goterones se estamparon en las hojas. La chimpancé empezó a gritar de enfado (odiaba la lluvia), y en poco tiempo oscureció como si fuera de noche. Llegamos a Lukemba bajo un cálido diluvio que convertía en torrenteras las calles sin pavimentar. Los tejados cónicos de paja desprendían vapor y humo de cocina. Pasó una gallina mojada inflando el pecho. Una cabra atada con una cuerda y con la ubre inflada nos vio pasar desoladamente.

La paz solo duró un momento. De repente empezaron a manar de las chozas niños desnudos con las barrigas hinchadas por el kwashiorkor, los dientes muy blancos y unas bocas que al chillar se abrían tanto que se veía lo rosado de la garganta. Lo increíble era que casi cada niño ya tenía un espécimen muerto en la mano, fuera un sapo, una rata de cañaveral ensartada en un palo, un pájaro, una salamandra, un escarabajo grande o un grillo con las alas abiertas. Se asían brincando a mi camisa, sacudiéndome los bichos muertos en las narices mientras aullaban las sumas más escandalosas en pidgin. En una rauda intervención (demasiado entusiasta, por cierto), Kwele empezó a regañar a los pequeños y a empujarlos para que se apartaran, mientras blandía un gran palo, hacía muecas y golpeaba las manos que pretendían acercar especímenes muertos a mi cara.

—¡Masa no querer esta carne! ¡Ha! ¡Masa enfadado! ¡No querer esta carne! ¡Ser carne mala! ¡Uaaaa!

En la plaza del pueblo (un lodazal rodeado por viejísimos árboles bala) se había reunido un grupo de hombres tras un corpulento personaje de túnica blanca, casquete bordado y un mar de paraguas de paja sobre la cabeza. Era el mololo, el jefe de Lukemba, que estrechó mi mano con la suya, grande y mojada, y me sonrió efusivamente mientras sus hombres corrían a protegerme del chaparrón, empujándose y discutiendo a la vez que ponían sus paraguas sobre mi cabeza.

—¡Mucho bien! —dijo el mololo con su voz sonora y gutural—. ¡Esto mucho bien! ¡Bienvenido!

—¡Bienvenido! —repitieron los demás.

El mololo me tomó del brazo. Caminamos hacia la casa grande que había al borde de la plaza.

Me alegré de verla. Era una casa colonial antigua, con porche grande, tejado en punta y un interior espacioso compuesto de habitaciones pequeñas y frescas que se abrían las unas a las otras. Por los troncos desbastados que sostenían el tejado del porche trepaba una masa tupida de buganvillas, y dentro había una chimenea enorme de piedra, atavismo de algún funcionario colonial de principios de siglo.

Una vez dentro, Kwele se apostó en la puerta con el palo en alto, conteniendo a los niños, mientras el resto de la expedición pasaba y dejaba los fardos y los especímenes amontonados al fondo. Dado que la mayor parte del material esquelético aún estaba «sucio», pronto la casa se llenó de un hedor a carne podrida agravado por el olor de la gente mojada. Yo estaba acostumbrado desde hacía años.

El mololo se sentó al otro lado de la chimenea y abrió la palma hacia una silla, señal de que me daba permiso para sentarme. Los funcionarios formaban respetuosamente un círculo a nuestro alrededor, desprendiendo vapor y gotas de agua. De debajo de alguna túnica salió una botella de ginebra Bombay, que fue depositada en la mesa de ratán con un sonoro impacto, así como dos vasos.

—¡Nosotros beber! —dijo el mololo, llenándolos ambos con cuidado.

Yo, mientras tanto, le había quitado el arnés a la chimpancé, que trepó hasta mi cabeza, bajó por mi cara y se dejó caer en mi regazo.

Apuramos los vasos en señal de cortesía. El mololo volvió a llenarlos.

—¡Bienvenido! —volvió a decir, palabra que de inmediato corearon los hombres que le rodeaban—. ¿Tú conseguir buena carne?

—Sí, señor —dije yo—. Mucha buena carne. Ha sido un buen viaje.

—¡Mucho bien! Aquí haber mucho cazador que conseguir a tú toda carne que tú querer. Esperar a tú.

—Gracias, señor.

El mololo me había ayudado mucho durante mis viajes anteriores, animando a los suyos a peinar la selva en busca de especímenes.

—¿Y qué ser esto? —dijo inclinándose hacia la chimpancé, que se irguió en mi regazo, mirándole con atención.

—¡Uiiii! —dijo ella, y se agachó.

—La he encontrado en la selva —dije yo—. A su madre la mató un cazador.

—¿Tú salvar esta carne? ¡Mucho cuidado, que cuando ser grande dar problemas! —El mololo se rio y bebió un largo trago—. ¿Cuál ser palabra para esta carne?

—Nosotros lo llamamos «chimpancé».

—¡Timpansé! Nombre mucho bien.

Se acercó para observar al animalito. La pequeña chimpancé tendió un brazo con expresión solemne. El mololo rodeó su manita y se la sacudió.

—¡Dar mano, como todos Masa! —Estalló en carcajadas. («Masa» es como se llama en pidgin a cualquier hombre blanco, sin que connote necesariamente rango o respeto)—. ¡Cuando mayor, seguro esta carne ser Masa!

No encontré trabas para mi trabajo en Lukemba. Kwele organizó la compra de especímenes. Cada día a las cuatro, la explanada de tierra situada frente a la casa se llenaba de hombres del pueblo con animales muertos, y Kwele surcaba la multitud con su bastón en la mano. A la mayoría les ordenaba que se fueran, pero a los que tenían especímenes inusuales los hacía subir al porche uno por uno y depositar sobre la mesa su captura.

Una vez cerrado el trato, el espécimen era llevado al fondo de la casa, donde lo despellejaban y descarnaban con prontitud. La carne era devuelta al vendedor. La piel se quedaba para curtir, mientras que los esqueletos sin carne eran arrojados a alguna de las bañeras viejas que usaba yo como cubas de maceración.

Durante las negociaciones, la chimpancé jugaba debajo de la mesa, subiéndose a las piernas antes de caer de nuevo al suelo y rodar entre suaves chillidos. A veces se subía a mi regazo y me chupaba los botones. De vez en cuando trepaba hasta mi coronilla y observaba el mundo como un diminuto emperador chino. Su aparición en mi cabeza siempre era recibida con un gran clamor entre la ubicua multitud, que se reía pateando el suelo. A veces la chimpancé se escondía debajo de la mesa y esperaba el momento de cogerle el pie por sorpresa a algún africano, con resultados casi siempre muy graciosos. Después soltaba un par de gritos y se retiraba detrás de mi silla.

Pasamos dos meses en Lukemba. Yo estaba sorprendido por lo deprisa que crecía la chimpancé, y lo rápidamente que perdía la timidez. Durante el segundo mes de nuestra estancia, cada mañana acudían los niños del pueblo a nuestra casa y se sentaban delante de la puerta, pronunciando una palabra en nala que yo no acababa de entender. La chimpancé salía disparada hacia la puerta como una bala. Más tarde la veía correr por la aldea con una multitud de niños que reían.

El día de nuestra llegada a Lukemba, mi temor eran las docenas de feroces perros que merodeaban por el poblado; me preocupaba que pudieran hacerle algo a la chimpancé, pero los niños les hacían la vida imposible, y observé que ella participaba en el juego con más entusiasmo que nadie. Por su parte, los perros reaccionaban ante ella como si fuera un niño, encogiéndose y gimiendo siempre que pasaba dándose aires. Una vez la vi amenazar a un perro con un palo y quitarle el trozo de basura que se estaba comiendo.

Una mañana pregunté a Kwele qué cantaban los niños al chimpancé cada mañana.

—Ser palabra de esta carne —dijo Kwele.

—¿Qué palabra es? ¿Qué significa?

Jen ikwa si go. Decir que esta carne pequeña poner su pelo de punta; que hacer parecer ella más grande que ser.

—No entiendo.

—Cuando carne tener miedo, ¿sí? Cuando enfadar, ¿sí? Levantar pelo. ¡Zas! Así.

Kwele se abrió un poco de brazos y se agachó para imitar la postura agresiva de un chimpancé.

—Ya.

Jen ikwa si go. Ser palabra suya.

Lo pensé un poco. Me estaba costando encontrar un nombre para el animal. Siempre he tenido dificultades con los nombres, y los de mis dos hijos, Sarah y Alexander, tuvo que elegirlos mi mujer, Lea. Llevaba seis meses intentando bautizar al animal, pero todos los nombres que se me ocurrían sonaban tontos y sosos, y al final me daba demasiada vergüenza pronunciarlos en voz alta. Jen-Ikwa-Si-Go. Pequeño-animal-que-se-erizapara-parecer-grande. Me pareció un nombre muy bonito. Le puse Jennie.