Eran la 2.10 en Nueva Esperanza.
Jessica había pasado inquieta las últimas horas, durmiendo y despertándose, a veces soñando, sueños que acababan en pesadillas que se fundían con la realidad.
Hacía un momento, segura de estar despierta, Jessica había mirado por la burda ventana que había frente a la celda y creyó ver, iluminada por la tenue claridad del interior, la cara de Harry Partridge. Luego la cara desapareció tan de repente como había aparecido. ¿Estaba realmente despierta? ¿O estaría soñando? ¿Era una alucinación, acaso?
Jessica sacudió la cabeza, intentando despejarse, cuando la cara volvió a asomar, subiendo lentamente desde la parte baja de la ventana, y esa vez se paró allí. Una mano le hizo una seña que ella no entendió, pero volvió a escrutar aquella cara. ¿Sería posible? Le dio un vuelco el corazón. ¡Sí! Era Harry Partridge.
La cara articulaba algo sin voz, haciendo con los labios movimientos muy exagerados, intentando comunicarle algo. Ella se concentró, intentando comprender, hasta que logró captar la palabra «guardián». Eso era: ¿Dónde estaba el guardián?
En ese momento estaba Vicente de guardia. Había empezado el turno hacía una hora —al parecer muy tarde— y se había producido una acalorada discusión entre él y Ramón, a quien venía a relevar. Ramón le había echado una buena bronca. Vicente, al contestarle, parecía borracho, por lo menos tenía la voz pastosa. A Jessica le importaba bien poco su discusión y, como siempre, se alegró de la partida de Ramón. Era un hombre malvado, impredecible y seguía insistiendo en que los prisioneros acataran la regla de silencio que ninguno de los otros guardianes les obligaba ya a mantener.
Volviendo la cabeza, Jessica podía ver a Vicente. Estaba sentado en la silla que usaban todos los vigilantes, separado de las celdas y fuera del campo visual de la ventana. No estaba segura, pero le pareció que el hombre tenía los ojos cerrados. Había dejado su rifle automático apoyado contra la pared, a su lado. Había una lámpara de queroseno encendida, colgada de una viga por encima de su cabeza, cuya luz había iluminado el rostro del exterior de la choza.
Con precaución, por si Vicente se ponía a observarla de repente, Jessica contestó a la muda pregunta señalando con la cabeza en dirección a Vicente.
De nuevo, la boca del rostro de la ventana —Jessica casi seguía sin poder aceptar que fuera de Harry Partridge— se puso a formar palabras. Ella se concentró. A la tercera entendió el mensaje: «¡Llámale!».
Jessica asintió levemente, comunicándole que lo había comprendido. El corazón le latía con fuerza. La presencia de Harry sólo podía significar que el rescate que llevaban tanto tiempo esperando estaba aconteciendo por fin. Al mismo tiempo, era consciente de que llevarlo a buen término no sería tarea fácil.
—¡Vicente! —llamó en el tono que le pareció apropiado, no muy fuerte, pero no logró penetrar su sopor. Volvió a probar, algo más alto—: ¡Vicente!
Esa vez el hombre dio un respingo. Abrió los ojos y miró a Jessica. Ella le hizo una seña.
Vicente se enderezó en la silla. Hizo ademán de levantarse y, al verle, Jessica tuvo la impresión de que se estaba organizando mentalmente, intentando serenarse. Se levantó, se encaminó hacia ella pero luego regresó rápidamente a recoger su rifle. Lo asió de modo profesional, advirtió ella, dispuesto a usarlo si era necesario.
Ya podía inventarse una buena excusa para su llamada, pensó Jessica, y decidió que le pediría por gestos que la dejara entrar en la celda de Nicky. Vicente se negaría, pero eso era lo de menos.
Jessica no tenía ni idea de lo que Harry tenía en mente. Sólo sabía, con una angustia y una tensión crecientes, que había llegado la hora con la que tanto había soñado, temiendo que nunca se hiciera realidad.
Agazapado junto a la ventana, Partridge empuñó la Browning de nueve milímetros, con el silenciador. Hasta el momento, todo se había desarrollado exactamente según lo planeado, pero sabía que todavía faltaba la parte más difícil y crucial de la acción.
Los segundos siguientes le ofrecerían escasas alternativas, y una de ellas debía decidirla en un instante. Tal y como se lo planteaba, podría encañonar al guardián con la pistola y luego atarle, amordazarle y dejarle allí, o bien llevárselo con ellos como rehén. La segunda opción le gustaba menos. Había una tercera posibilidad: matarle, pero eso preferiría no tener que hacerlo.
Había una cosa a su favor: Jessica era una mujer de recursos, de rápida comprensión… tal y como la recordaba él.
La oyó llamar dos veces al guardián, luego unos ruiditos procedentes de una zona que no alcanzaba a ver y después los pasos del hombre que se acercaba. Partridge contuvo la respiración, dispuesto a agacharse si el guardián miraba hacia la ventana.
Pero no lo hizo. El hombre dio la espalda a Partridge, lo cual le dio un segundo más para evaluar la escena.
Lo primero que reconoció fue el rifle automático Kalashnikov que llevaba el guardián, un arma que Partridge conocía bien, y por el modo en que lo asía dedujo que el hombre sabía manejarlo. Comparada con el Kalashnikov, la Browning de Partridge era un juguete casi inofensivo.
La conclusión era inevitable e ineludible: Partridge tendría que matarle a la primera, lo cual significaba cogerlo por sorpresa.
Pero tenía un obstáculo: Jessica. Se hallaba exactamente en su ángulo de tiro. Si disparaba al vigilante, Partridge podía herir a Jessica.
El corresponsal habría de jugársela. No tendría otra oportunidad, no tenía alternativa. Y la apuesta dependía de la rápida comprensión de Jessica y sus reflejos.
Respirando hondo, Partridge gritó claramente:
—¡Jessica, al suelo! ¡Ahora!
El guardián se volvió, preparando el rifle y quitándole el seguro. Pero Partridge ya le estaba apuntando con la Browning. Acababa de recordar los consejos del instructor de tiro que le había enseñado a disparar: «Si quieres matar a una persona, no le apuntes a la cabeza. Por más cuidado que pongas al apretar el gatillo, es muy probable que el arma se te levante y la bala le pase por encima. Así que apunta al corazón o un poco por debajo. Aunque el disparo se desvíe hacia arriba, darás en el blanco, un golpe incluso mortal, y si no, te dará tiempo a disparar por segunda vez».
Partridge apretó el gatillo y la pistola automática disparó produciendo un leve silbido casi inaudible. Aunque ya tenía experiencia con los silenciadores, su sigilo siempre le sorprendía. Volvió a apuntar, dispuesto a disparar por segunda vez, pero no hizo falta. La primera bala le había dado en el pecho a la altura del corazón y la herida ya estaba sangrando. Durante un instante, el hombre pareció sorprendido y luego se derrumbó soltando su rifle, que fue el único ruido que se oyó.
Antes de disparar, Partridge había visto a Jessica tirarse al suelo, obedeciendo al instante su orden. En un rincón de su mente, se sintió aliviado y agradecido. La mujer se levantó.
Partridge se volvió hacia la puerta de la choza y una sombra veloz se dirigió hacia allí. Era Minh Van Canh, que había permanecido a la espalda de Partridge, como convinieron, y ahora le cubría la entrada. Minh se aproximó a Vicente, dispuesto a disparar su UZI, y después confirmó a Partridge, con una inclinación de cabeza, que el hombre estaba muerto. Luego Minh se dirigió a la puerta de la celda de Jessica e inspeccionó el candado.
—¿Dónde está la llave? —preguntó.
—Mira por donde estaba sentado el guardián —respondió ella—. Y la de Nicky también.
En la celda contigua, Nicky se despertó. Se sentó bruscamente.
—¿Qué pasa, mamá?
—Nada malo, Nicky. Nada malo.
El niño consideró a los recién llegados: Partridge se les acercaba, después de recoger el rifle Kalashnikov, y Minh estaba cogiendo las llaves que estaban colgadas de un clavo.
—¿Quiénes son, mamá?
—Son amigos, querido. Muy buenos amigos.
El rostro de Nicky, medio dormido, se iluminó. Después vio la figura caída en un charco de sangre y exclamó:
—¡Es Vicente! ¡Le han matado! ¿Por qué?
—¡Calla, Nicky! —le advirtió su madre.
—No ha sido nada agradable, Nicky —le dijo Partridge, en voz baja—. Pero él iba a pegarme un tiro. Si llega a matarme, no habría podido sacaros de aquí, que es lo que hemos venido a hacer.
Con un destello de inteligencia, el niño dijo.
—Usted es el señor Partridge, ¿verdad?
—Sí.
—Oh, Harry, bendito seas… ¡Querido Harry! —exclamó emocionada Jessica.
Cuidando de no levantar la voz, Partridge les advirtió:
—Todavía no hemos salido de ésta. Hay que escapar de aquí. Vamos, rápido.
Minh había vuelto con las llaves y las estaba probando, una por una, en el candado de la celda de Jessica. Por fin logró abrirla. Al momento Jessica salió por la puerta. Minh se dirigió a la celda de Nicky y volvió a probar con las llaves. A los pocos segundos, el niño estaba fuera también, abrazando a su madre.
—¡Échame una mano! —dijo Partridge a Minh.
Arrastraron el cuerpo del guardián hasta la celda de Nicky y le pusieron entre los dos sobre el catre de madera. Aquello no impediría el descubrimiento de la huida de los rehenes, pensó Partridge, pero tal vez lo retrasara un poco. A tal objeto, bajó levemente la luz de la lámpara de queroseno hasta dejar un tenue resplandor que sumió el interior de la cabaña en la penumbra. Nicky abandonó el abrazo de Jessica y se aproximó a Partridge, a quien dijo en tono resuelto:
—Ha hecho bien en matar a Vicente, señor Partridge. A veces nos ayudaba, pero era uno de ellos. Han matado a mi abuelo y me han cortado dos dedos y ahora ya no podré volver a tocar el piano… —dijo enseñándole la mano vendada.
—Llámame Harry —le contestó éste—. Sí, ya sabía lo de tu abuelo y lo de tus dedos. Lo siento mucho.
—¿Sabes lo que es el síndrome de Estocolmo, Harry? —inquirió el niño con la misma severidad en la voz—. Mi madre sí. Y si quieres te lo explicará.
Sin contestar, Partridge miró atentamente a Nicky. Ya se había encontrado con algunos casos de shock —en individuos expuestos a un peligro o un desastre mayor de lo que su mente podía tolerar— y el tono de voz del niño y sus palabras de los últimos minutos tenían síntomas de shock. No tardaría en necesitar ayuda. Pero mientras, haciendo lo único que se le ocurrió, Partridge le pasó un brazo por los hombros. Sintió la respuesta del niño, que se apretó contra él.
Partridge vio que Jessica le miraba con la misma preocupación. Ella también habría deseado que el guardián no fuera Vicente. Si hubiese sido Ramón, no se habría disgustado lo más mínimo. De todos modos, las palabras y el comportamiento del niño la devolvieron a la realidad.
Partridge sacudió la cabeza, intentando infundir confianza a Jessica, y luego ordenó:
—Vámonos.
En la mano libre llevaba el Kalashnikov; era un arma muy buena y podía serles de utilidad. También se metió en el bolsillo dos cargadores que llevaba Vicente.
Minh se les adelantó hasta la puerta. Recuperó su cámara que estaba fuera y filmó su salida de la choza con las celdas al fondo. Partridge advirtió que Minh usaba un objetivo especial —los infrarrojos no servían para el vídeo— para conseguir unas imágenes aceptables, aun de noche.
Desde la víspera, Minh había ido filmando cosas sueltas, aunque de forma selectiva, racionando la cinta, porque llevaba un número restringido de ellas.
En ese momento apareció Fernández, que estaba vigilando las otras construcciones.
—Viene… —les advirtió sin aliento— ¡una mujer! Sola. Creo que va armada.
En ese momento oyeron unos pasos que se acercaban.
No les dio tiempo a prepararse. Se quedaron todos petrificados donde estaban. Jessica estaba junto a la puerta y se apartó hacia un lado. Minh se hallaba justo ante el hueco y los otros un poco más separados, en la penumbra. Partridge alzó el Kalashnikov. Aunque sabía que si disparaba despertaría a toda la aldea, para sacar la Browning con el silenciador tenía que dejar el rifle y cambiárselo de mano. Y no tenía tiempo.
Socorro entró con decisión. Iba en bata y empuñaba un revólver Smith & Wesson, con el martillo montado. Jessica ya había visto a Socorro con un arma, pero enfundada, nunca en la mano.
A pesar del arma, por lo visto Socorro no esperaba encontrar nada extraordinario, y al principio confundió a Minh con Vicente, a causa de la oscuridad:
—Pensé que escuché*…
Y entonces se dio cuenta de que no era el guardián.
Miró a su izquierda y vio a Jessica. Sorprendida, exclamó:
—¿Qué haces? *
Pero no pudo terminar.
Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que, más tarde, ninguno logró describir exactamente la secuencia de acontecimientos. Socorro levantó el revólver, con el dedo en el gatillo, y se acercó a Jessica. Después comprendieron que intentaba agarrar a Jessica y usarla como escudo, tal vez apuntándole a la cabeza.
Jessica la vio acercarse y, con idéntica celeridad, recordó su adiestramiento en la lucha cuerpo a cuerpo, que no había puesto en práctica desde su captura. Aunque estuvo tentada de hacerlo antes, comprendió que a largo plazo no le depararía nada bueno y se reservó para el momento realmente imprescindible.
«Cuando se acerca un agresor —insistía el general Wade en sus clases— la primera reacción es retroceder. Y el agresor lo sabe. ¡No lo hagas! Sorpréndele en cambio adelantándote tú».
Como un rayo, Jessica brincó hacia Socorro levantando el brazo izquierdo y golpeando con fuerza el brazo derecho de la mujer. Con una sacudida por el encontronazo, Socorro levantó la mano hacia atrás hasta que se le abrieron los dedos instintivamente, soltando el arma. La maniobra duró menos de un segundo y Socorro casi no se dio ni cuenta.
Sin pausa, Jessica colocó dos dedos en el cuello de Socorro, apretándole la tráquea e impidiéndole respirar. Al mismo tiempo, Jessica puso una pierna por detrás de la mujer y la empujó hacia atrás, haciéndole perder el equilibrio. Con una sola maniobra, Jessica le dio la vuelta y la sujetó con firmeza en una postura que le impedía todo movimiento. Si aquello hubiera sido la guerra —que era a lo que iba dirigido el cursillo—, el siguiente paso habría sido romperle el cuello para matarla.
Jessica, que nunca había matado a nadie, ni se lo había planteado, vaciló. Notó que Socorro se debatía para decir algo y aflojó un poco la presión de sus dedos.
Jadeante, Socorro suplicó en un susurro:
—Suéltame… Os ayudaré… Me escaparé con vosotros… Conozco el camino. Partridge se les había acercado y la oyó.
—¿Podemos confiar en ella? —preguntó.
Jessica dudó de nuevo. Tuvo un momento de compasión. Socorro había tenido algunos detalles buenos. Jessica siempre había pensado instintivamente que los años de estudio en los Estados Unidos habían reconducido a Socorro por el buen camino. Había cuidado las quemaduras de Nicky y, después, sus heridas cuando le habían amputado los dedos. Recordó el incidente del chocolate que les dio en la barca, cuando estaban hambrientos. Socorro había mejorado sus condiciones de vida mandando abrir aquellas ventanas. Había desobedecido las órdenes de Miguel, permitiéndole entrar en la celda de Nicky…
Pero Socorro había intervenido en el secuestro desde el principio; cuando iban a cortar los dedos de Nicky, había exclamado duramente: «¡Calla! No conseguirás evitar lo que nos proponemos».
Jessica recuperó las palabras de Nicky, de hacía tan sólo unos minutos: «Has hecho bien en matar a Vicente, Harry… Nos ayudaba algunas veces, pero era uno de ellos… ¿Sabes lo que es el síndrome de Estocolmo?… Mi madre sí…».
¡Cuidado con el síndrome de Estocolmo!
Jessica respondió a la pregunta de Partridge, negando con la cabeza.
—¡No!
Se miraron a los ojos. Harry se había quedado aturdido por la demostración de Jessica de sus habilidades en el combate cuerpo a cuerpo. Se preguntaba dónde las habría aprendido y para qué. Aunque de momento eso no tenía importancia. Lo que sí importaba era que había tomado una decisión y le estaba haciendo una muda pregunta con la mirada. Él asintió en silencio. Luego, para no presenciar lo que vendría a continuación, volvió la cabeza.
Con un escalofrío, Jessica aumentó la presión para romperle el cuello a Socorro. Se lo retorció con fuerza para partirle la médula espinal. Se oyó un sonido sordo, sorprendentemente débil, y el cuerpo que Jessica estaba sujetando se aflojó poco a poco. Ella lo dejó caer.
Con Partridge en cabeza, el pequeño grupo compuesto por Jessica, Nicky, Minh y Fernández en retaguardia cruzó sigilosamente la aldea sin tropezar con nadie.
En el embarcadero encontraron a Ken O’Hara, que les dijo:
—Pensaba que ya no ibais a venir.
—Hemos tenido problemas —dijo Partridge—. ¡Hay que darse prisa! ¿En qué barca?
—Ésta.
Era una barca de madera de unos diez metros de eslora con dos motores fueraborda. Estaba abarloada al muelle.
—He cogido gasolina de las otras —dijo O’Hara señalando varios bidones de plástico a popa.
—¡Todo el mundo a bordo! —ordenó Partridge.
Poco antes, la luna menguante había desaparecido detrás de una nube, pero volvió a asomar, iluminándolo todo, particularmente la superficie del agua.
Fernández ayudó a Jessica y a Nicky a embarcar. Jessica estaba temblando descontroladamente y se sentía enferma, afectada por el acto que había cometido minutos antes. Minh tomó unas imágenes desde el embarcadero y saltó en el último momento, mientras O’Hara soltaba amarras y cogía un remo para alejarse de la orilla. Fernández empuñó otro remo y remaron los dos hacia el centro del río.
Partridge miró en torno y comprobó que O’Hara no había perdido el tiempo. Varias barcas estaban medio hundidas junto a la orilla, y otras se iban corriente abajo.
—Les he quitado el tapón —dijo O’Hara señalando a las más cercanas—. Podrán sacarlas a flote, pero eso los retrasará. Y he tirado un par de motores al fondo del río.
—¡Buen trabajo, Ken! —dijo Partridge.
Su decisión de traer a O’Hara se había visto recompensada varias veces.
La barca que habían elegido no tenía asientos. Igual que aquella en la que habían viajado la otra vez Jessica, Nicky y Angus, los pasajeros se sentaban en el fondo del bote, sobre unos tablones que iban de proa a popa, por encima de la quilla. Los dos remeros se habían colocado a los dos costados y bogaban con fuerza para ganar el centro del río Huallaga. Cuando empezaban a perder de vista Nueva Esperanza, la poderosa corriente empezó a arrastrarles río abajo.
Cuando soltaron amarras, Partridge había mirado el reloj: las 2.35. A las 2.50 ya navegaban a buena marcha en dirección al noroeste, y le dijo a Ken O’Hara que pusiera en marcha los motores.
O’Hara abrió el paso de combustible del costado de babor, ajustó el estrangulador, bombeó la gasolina con la pera de goma y tiró con fuerza de la cuerda de arranque. El motor se puso en marcha en seguida. O’Hara lo dejó acelerado en punto muerto y después repitió el procedimiento con el otro motor. Cuando dio avante a fondo, la barca brincó hacia delante.
El cielo seguía despejado. La luz de la luna, reflejada en el agua, hacía la navegación relativamente fácil por el sinuoso curso del río.
—¿Ya has decidido a qué pista de aterrizaje vamos a ir? —preguntó Fernández.
Partridge empezó a calcularlo sobre el mapa a gran escala de Fernández, que casi se conocía de memoria.
En primer lugar, su huida por el río eliminaba la opción de la pista que habían usado para llegar hasta allí. Les quedaba la pista de los traficantes de drogas, a la que podían llegar en una hora y media; o la de Sión, más alejada, que les exigiría una travesía de tres horas por el río, más una caminata de seis kilómetros por la selva; ardua tarea, como sabían muy bien.
Llegar a Sión a las ocho de la mañana, que era la hora convenida con el piloto del Cheyenne II de AeroLibertad, era demasiado justo. Por otro lado, acudir a la pista más cercana significaba tener que esperar varias horas y, si les perseguían hasta allá, cabía la posibilidad de que acabaran a tiros, lo cual, con su inferioridad numérica y de armas, podía resultar en una carnicería.
Por lo tanto, le pareció más sensato alejarse lo más que pudieran de Nueva Esperanza.
—Iremos a Sión —les dijo Partridge—. Cuando dejemos el río tendremos que caminar a buen paso por la jungla, así que aprovechad ahora para descansar.
A medida que pasaba el tiempo, Jessica se fue serenando; sus temblores cesaron y desapareció el mareo. Sin embargo, dudaba que llegara algún día a recobrar totalmente la paz de espíritu después de lo que había hecho. Desde luego, el recuerdo del susurro desesperado y suplicante de Socorro la atormentaría durante mucho tiempo.
Pero Nicky estaba a salvo —al menos de momento— y eso era lo más importante.
Había estado observando al niño, consciente de que, desde que dejaron su prisión en la choza, no se había despegado un momento de Harry Partridge. Como si Harry fuera un imán al que Nicky se viera atraído. En ese momento, Nicky se había instalado junto a él en la barca, buscando claramente algún tipo de contacto físico, acurrucándose a su lado, pero ello no parecía molestar a Harry. De hecho, Harry había vuelto a pasarle un brazo por los hombros, y parecían muy unidos los dos.
A Jessica le encantó. Pensó que, inevitablemente, su hijo consideraba a Harry, con su repentina aparición, el extremo opuesto de la banda asesina que había organizado todos los horrores que acababan de vivir: Miguel, Baudelio, Gustavo, Ramón y todos los demás, con y sin nombre… sí, y también Vicente y Socorro.
Pero había otra cosa más: Nicky siempre había tenido un instinto especial para la gente. Jessica había amado a Harry… y todavía le quería, sobre todo en ese momento, con una mezcla de afecto y gratitud. Por tanto, no le extrañó en absoluto que su hijo compartiera instintivamente sus sentimientos.
Le pareció que Nicky se había dormido. Soltándose con cuidado, Partridge se abrió paso en la barca hasta sentarse junto a Jessica. Fernández, al advertir su movimiento, se colocó al otro lado, para equilibrar la embarcación.
Partridge también había estado pensando en el pasado, en lo que habían significado en su día el uno para el otro, Jessica y él. Y aun en esas pocas horas, vio que ella no había cambiado sustancialmente. Poseía todavía todas las cosas que más había admirado en ella —su inteligencia, su ánimo, su capacidad de recursos—. Partridge comprendió que, si permanecía cierto tiempo al lado de Jessica, su antiguo amor reviviría. Era un pensamiento provocador… aunque no ocurriría.
—¿Llegaste a perder la esperanza, en aquella choza? —le preguntó.
—Algunas veces, casi, pero nunca la perdí del todo —repuso Jessica. Luego sonrió—. Claro que, si llego a saber que estabas tú a cargo del rescate, habría sido muy distinto.
—Formamos un equipo —le dijo él—. Crawf también participó. Para él ha sido un infierno… claro que no se puede comparar con el tuyo. Cuando hayas vuelto, os vais a necesitar los dos.
Creyó que ella intuiría lo que le quería decir entre líneas: que, aunque había vuelto a pasar brevemente por su vida, no tardaría en desaparecer.
—Ésa es una idea muy agradable, Harry. Y tú, ¿qué harás?
Él se encogió de hombros:
—Seguir trabajando. Habrá alguna guerra en alguna parte. Siempre la hay.
—¿Y entre guerra y guerra?
Algunas preguntas no tenían respuesta. Partridge cambió de tema.
—Tu hijo es estupendo. Es justo el niño que me habría gustado tener.
Podía haber sido así —pensó Jessica—. Tuyo y mío, durante todos estos años…
Sin pretenderlo, Harry se puso a pensar en Gemma y el hijo que no llegó a nacer. Oyó suspirar a Jessica:
—¡Oh, Harry…!
Se callaron. Los motores de la barca rugían y el agua chapoteaba contra sus costados. Entonces Jessica buscó su mano y se la estrechó tiernamente.
—Gracias, Harry —le dijo—. Gracias por todo… por el pasado, por el presente… mi amor.