Durante todos esos días de espera, Crawford Sloane tenía el impulso de telefonear a Harry Partridge a Perú y preguntarle si había alguna novedad. Pero se reprimía, sabiendo que le comunicarían en seguida cualquier descubrimiento. Se hacía cargo, además, de que era importante dejar a Partridge en paz, con libertad para trabajar a su aire. Sloane seguía teniéndole más confianza a Partridge que a cualquier otro que hubiera sido destinado a esa misión en Perú.
Otro de sus motivos para no insistir era que Harry Partridge había hecho gala de consideración, llamando a Sloane a su casa a cualquier hora, por la noche o por la mañana, para ponerle al corriente de sus progresos.
Sin embargo, llevaba varios días sin noticias y, pese a su decepción, Crawford Sloane suponía que no tendría nada que comunicarle.
Estaba equivocado.
Lo que Sloane no sabía, no podía saber de ninguna manera, era que Partridge había decidido que las comunicaciones entre Lima y Nueva York —por teléfono, vía satélite o por correo— no eran seguras. Después de su entrevista con el general Ortiz, el jefe de las fuerzas antiterroristas, tenía muy claro que estaban espiando todos sus movimientos, y le parecía posible que los teléfonos estuvieran intervenidos y tal vez incluso que violaran su correspondencia. Las transmisiones vía satélite estaban al alcance de cualquiera que dispusiera del equipo apropiado y la utilización de una línea telefónica distinta de la habitual no suponía ninguna garantía.
Otro motivo de precaución era que Lima estaba atestada de periodistas, incluidos los equipos de televisión de otras emisoras, que competían en la obtención de noticias sobre el secuestro de la familia Sloane y en la búsqueda de nuevas pistas. Hasta el momento, Partridge había conseguido eludir a la masa de reporteros. Pero, debido a los éxitos de la investigación de la CBA, sabía que despertaban interés tanto sus movimientos como las personas que se entrevistaban con él.
Por todas esas razones, Partridge decidió no comentar, sobre todo por teléfono, su visita al piso de la calle Huancavelica y todo lo que había averiguado allí. Ordenó a sus compañeros de la CBA que observaran la misma norma, previniéndoles que mantuvieran en el más absoluto secreto la expedición a Nueva Esperanza que estaban preparando. Ni siquiera se lo comunicarían a Nueva York, de momento.
Por tanto, el jueves por la mañana, en Nueva York, Crawford Sloane, sin saber una palabra de los descubrimientos de la víspera en Lima, se dirigió a las oficinas de la CBA, adonde llegó poco después de las 10.55.
Le acompañaba un joven agente del FBI, llamado Ivan Ungar, que había dormido en la casa de Larchmont esa noche. El FBI seguía en guardia contra un posible intento de secuestro de Sloane y corría el rumor de que también estaba protegiendo a los presentadores de otras cadenas de televisión. Sin embargo, desde que tuvieron noticias de los secuestradores, la vigilancia de la casa, el despacho y los teléfonos de Crawford Sloane no era tan exhaustiva.
El agente especial Otis Havelock seguía a cargo del caso. Tras el descubrimiento del cuartel general de los secuestradores en Hackensack, acaecido el martes, el FBI había centrado sus esfuerzos allí. Otro de los lugares objeto de investigación, averiguó Sloane, era el aeródromo de Teterboro, a causa de su proximidad con Hackensack. Estaban llevando a cabo un estudio de las hojas de vuelo, durante un período que abarcaba desde el momento del secuestro hasta el día en que se supo que los rehenes estaban en Perú. Pero la progresión era lenta debido al gran número de vuelos realizados en esos trece días.
Cuando Sloane penetró en el vestíbulo de la planta baja de la CBA-News, un guardia de seguridad de uniforme le saludó informalmente, pero no había rastro de agente alguno de la policía neoyorquina, que había permanecido apostada allí durante más de una semana desde el secuestro.
Ese día entraba y salía del edificio el habitual río de gente, y aunque los que entraban eran filtrados en el mostrador de recepción, Sloane se preguntó si la seguridad de la CBA no se estaba relajando un poco, como en los viejos tiempos.
Escoltado por el agente Ungar, tomó el ascensor hasta el cuarto piso y luego se dirigió a su despacho adjunto a la Herradura, donde estaban trabajando varios colegas suyos, que levantaron la cabeza y le saludaron. Sloane dejó abierta la puerta de su despacho y Ungar se sentó fuera, cerca de la puerta.
Mientras colgaba su gabardina en el perchero, Sloane advirtió sobre su mesa un paquetito de polietileno, parecido a los de reparto de comida preparada. Había varios establecimientos de esa clase en el vecindario, que hacían buen negocio con la CBA, sirviendo desayunos o almuerzos que les encargaban por teléfono. Como Sloane no había encargado nada y solía almorzar en la cafetería, pensó que se lo habrían llevado por error.
Le sorprendió, pues, que el paquete, cuidadosamente atado con un cordelito blanco, luciera la inscripción «C. Sloane». Sin prestarle demasiado interés, cogió las tijeras del cajón, cortó el cordel y abrió la cajita. Hubo de sacar unas cuanta hojitas de papel blanco antes de descubrir su contenido.
Tras contemplarlo con incredulidad durante unos segundos, petrificado, Sloane profirió un alarido angustioso y ensordecedor. Sus compañeros de trabajo levantaron la cabeza. El agente Ungar se levantó de un brinco y penetró en el despacho a todo correr, empuñando su pistola. Pero encontró a Sloane solo, gritando a más y mejor, mirando el paquete con los ojos desorbitados y enloquecidos y la cara cenicienta.
Los demás se levantaron y acudieron también a su despacho. Algunos llegaron a entrar y una docena o más se quedó bloqueando la puerta. Una realizadora se inclinó sobre la mesa de Sloane y vio el contenido de la cajita blanca.
—¡Dios mío! —murmuró, sintiendo que se mareaba y retrocediendo.
El agente Ungar examinó la cajita, vio dos dedos humanos salpicados de sangre negra y, superando su revulsión, se hizo cargo rápidamente de la situación. Ordenó a los que se atropellaban en el despacho y ante la puerta:
—¡Todo el mundo fuera, por favor!
Luego descolgó el teléfono, pulsó el botón de la centralita y dijo:
—Póngame con Seguridad, ¡rápido! —Cuando le contestaron, recitó de un tirón—: Soy el agente Ungar del FBI y esto es una orden. Avise a todos los guardias que no dejen salir a nadie del edificio desde este momento. Sin excepción. Si alguien se resiste, que utilicen la fuerza. Después de dar esta orden, llame a la policía municipal. Voy a bajar al vestíbulo. Quiero que algún encargado de Seguridad se reúna allí conmigo.
Mientras Ungar hablaba por teléfono, Sloane se derrumbó en su butaca. Como comentaría alguien más tarde, «como muerto».
El director de realización, Chuck Insen, se abrió paso a codazos hasta la mesa, preguntando:
—¿Qué pasa aquí?
Al reconocerle, Ungar le señaló la cajita blanca y le instruyó:
—No toquen absolutamente nada. Le sugiero que se lleve al señor Sloane a otra parte y cierre esta puerta con llave hasta que yo vuelva.
Insen asintió. Ya había visto el contenido del paquete y había advertido, como los demás, que los dedos eran pequeños y delicados, evidentemente de un niño. Miró a Sloane a los ojos, con un interrogante.
—Sí —logró articular Sloane.
—¡Jesús! —murmuró Insen.
Sloane estaba a punto de desmayarse. Insen le pasó un brazo por la cintura y, sujetándole, le sacó de su despacho. La multitud se apartó para dejarles pasar.
Insen y Sloane se dirigieron al despacho del director de realización. Por el camino, Insen iba dando órdenes:
—Cierre con llave la puerta del despacho del señor Sloane —dijo a su secretaria— y no deje entrar a nadie más que al agente federal. Llame a la centralita para que avisen a un médico. Dígales que el señor Sloane ha sufrido una gran impresión y tal vez necesite un sedante.
—Avisa a Don Kettering —ordenó a uno de los editores—. Cuéntale lo sucedido y dile que venga en seguida. Habrá que informar de esto en el boletín de esta noche. —Y luego, dirigiéndose al resto—: Y todos los demás, a trabajar.
El despacho de Insen tenía un panel acristalado que daba a la Herradura, con un estor veneciano que podía bajarse cuando necesitaba intimidad. Tras instalar a Sloane en un sillón, Insen bajó el estor.
Sloane iba recobrando el control, aunque se inclinó hacia delante, con la cabeza entre las manos. Hablando consigo mismo más que con Insen, se torturaba:
—Esos bestias sabían que Nicky tocaba el piano. ¿Y cómo se han enterado? ¡Por mi culpa! ¡Se lo dije yo! En la rueda de prensa que concedí después del secuestro.
—Sí, Crawf, me acuerdo —le dijo Insen con afecto—. Pero fue en respuesta a una pregunta; no lo sacaste adrede a relucir. En cualquier caso, ¿quién se iba a figurar…?
Se calló, pensando que no era buen momento para las reflexiones. Más tarde, Insen comentó:
—Hay que reconocer que Crawf tiene cojones. Después de una experiencia semejante, cualquiera se habría puesto a suplicar que cediéramos a las exigencias de los secuestradores. Pero desde el primer momento, Crawf sabía que no lo haríamos, que no podíamos, y no ha flaqueado una sola vez.
Hubo una leve llamada a la puerta y entró su secretaria:
—El médico viene para acá.
La prohibición temporal de salir del edificio fue levantada cuando todos sus ocupantes y quienes se disponían a salir fueron identificados y explicaron su presencia. Se resolvió que la cajita debía de llevar allí bastante tiempo, y como los repartidores de los restaurantes entraban y salían constantemente, nadie había advertido nada anormal.
El FBI inició una inmediata investigación entre los establecimientos de comida de los alrededores, para determinar quién podía haber entregado el paquete, pero no sacó nada en claro. Y aunque el Servicio de Seguridad debía controlar la identidad de todos los repartidores, era evidente que lo hacía de forma irregular y mecánica.
Cualquier duda acerca de la pertenencia de los dedos amputados fue disipada rápidamente por el FBI tras una comprobación de las huellas dactilares del dormitorio de Nicky en la casa de sus padres. Éstas coincidían exactamente con las de los dedos de la cajita.
En medio de todo ese torbellino llegó otro paquete significativo a la CBA, esta vez a Stonehenge. A primeras horas de la tarde del jueves, Margot Lloy-dMason recibió un pequeño paquete. Contenía una cinta de vídeo de Sendero Luminoso.
Como las exigencias de Sendero Luminoso advertían ya seis días antes en su panfleto «Ha llegado la hora de la Luz», la estaban esperando para el jueves. Les Chippingham y Margot ya habían convenido que se enviara la cinta de inmediato por mensajero al director de informativos. En cuanto Chippingham tuvo noticia de su recepción, llamó a Don Kettering y Norman Jaeger y la visionaron los tres en el despacho de Chippingham.
Al instante advirtieron la calidad de la grabación, tanto a nivel técnico como de presentación. Los títulos, «La Revolución Mundial. Sendero Luminoso nos muestra el camino», venían en sobreimpresión sobre un fondo de los escenarios más impresionantes de Perú: la solemne majestad de los picos y los glaciares de los Andes, Machu Picchu en todo su esplendor, las inmensas extensiones verdísimas de la selva, el árido desierto costero y el bravío océano Pacífico. Fue Jaeger quien reconoció la música que ambientaba el principio de la cinta: la tercera sinfonía de Beethoven, la «Heroica».
—Es obra de profesionales —murmuró Kettering—. Esperaba un trabajo más burdo.
—No me sorprende, realmente —dijo Chippingham—. Perú no es un país tan atrasado y tiene gente de talento y buenos equipamientos.
—Que Sendero Luminoso puede pagar —añadió Jaeger—. Aparte de su ladina infiltración en todos los ámbitos.
La propaganda extremista que venía a continuación también se basaba en escenas espectaculares: disturbios en Lima, huelgas obreras, batallas campales entre la policía y los manifestantes, las sangrientas secuelas de los ataques gubernamentales a los pueblos de los Andes. «Somos el mundo —decía la voz de un comentarista— y el mundo está dispuesto a provocar un estallido revolucionario».
Había una entrevista con el presunto fundador y dirigente de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán. Pero su autenticidad era dudosa, porque la cámara enfocaba a una persona sentada, de espaldas. El narrador explicaba: «Nuestro líder tiene muchos enemigos que desean su muerte. Revelar su rostro sería favorecer sus malvados objetivos».
La presunta voz de Guzmán empezó, en español: «Compañeros revolucionarios, nuestro trabajo y objetivo es unir a los creyentes en la filosofía de Marx, Lenin y Mao…». Su voz se difuminaba y luego continuaba otra en inglés: «Camaradas, debemos destruir el orden social mundial que no merece ser preservado…».
—¿Es que Guzmán no sabe inglés? —inquirió Kettering.
—Curiosamente —le respondió Jaeger—, es uno de los pocos peruanos cultos que no sabe inglés.
La continuación era previsible, pues Guzmán la había repetido en múltiples ocasiones: «La revolución está justificada por la explotación imperialista de todos los pobres del mundo… La información manipulada acusa a Sendero Luminoso de inhumanidad. Sendero Luminoso es más humano que las superpotencias que pretenden destruir a la humanidad con sus arsenales nucleares, que nuestra revolución proletaria eliminará para siempre… El movimiento obrero de los Estados Unidos, una clase burguesa y elitista, ha engañado y vendido a los trabajadores americanos… Los comunistas de la Unión Soviética son casi peores que los imperialistas. Los soviéticos han traicionado la revolución leninista… La Cuba de Castro es una payasada, un lacayo del imperialismo».
Las declaraciones de Guzmán eran invariablemente generales. Los investigadores desmenuzaban sus escritos y sus discursos en busca de datos específicos, pero en vano.
—Si emitimos esto en lugar del noticiario —comentó Chippingham—, nos quedamos sin audiencia y nos hundimos.
La grabación de media hora concluyó con más Beethoven, nuevas bellezas naturales y un viva del narrador: «¡Viva el marxismo-leninismo-maoísmo, la doctrina que nos guía!».
—Muy bien —dijo Chippingham al final—, como convinimos, meteré la cinta en mi caja fuerte. Sólo la hemos visto nosotros tres. Sugiero que no comentemos con nadie su contenido.
—¿Piensas llevar adelante la idea de Karl Owens? ¿El cuento de que la cinta está defectuosa? —preguntó Jaeger.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer, por los clavos de Cristo? No pienso ponerla en lugar de las noticias del lunes, desde luego.
—Supongo que no tenemos alternativa —reconoció Jaeger.
—Sin olvidar —dijo Kettering— que ahora no tenemos tantas posibilidades de que se lo traguen, después de la pifia de Theo Elliott en el Baltimore Star.
—¡Ya lo sé, maldita sea! —La voz del director de informativos reflejaba el nerviosismo de los últimos días. Consultó su reloj: las 15.53—. Don, a las cuatro interrumpimos la programación con un avance especial. Decimos que hemos recibido una cinta de los secuestradores, pero que está defectuosa y no hemos logrado pasarla. Sendero Luminoso deberá mandarnos otra.
—Bien.
—Mientras —prosiguió Chippingham—, se lo comunicamos a la prensa y redactamos una declaración para las agencias, instándolas a que la manden cuanto antes a Perú. ¡En marcha!
La bola generada por la CBA-News circuló rápida y ampliamente. Como en Perú hay una hora de retraso con respecto a la de Nueva York, el anuncio de la CBA llegó a Lima a tiempo para las emisiones de noticias de la noche y antes del cierre de las redacciones de los periódicos del día siguiente.
También apareció un reportaje acerca del paquete con los dos dedos amputados de Nicholas Sloane.
En Ayacucho, los dirigentes de Sendero Luminoso recibieron ambas noticias. La primera, respecto a la cinta estropeada, no la creyeron. Comprendieron que tenían que tomar alguna medida más drástica que la amputación de los dedos de un niño.