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Hasta el miércoles a media tarde no pudieron identificar el número de teléfono de Lima que les proporcionó Don Kettering. El director internacional de Entel-Perú se disculpó por la tardanza:

—Son datos confidenciales, por supuesto —explicó Víctor Velasco a Partridge y Rita.

Se hallaban en la cabina de montaje de la CBA en Entel, donde habían estado trabajando con Bob Watson en otro de los reportajes para Nueva York.

—Me ha costado mucho persuadir a uno de mis colegas para que me diera la información, pero al final la he conseguido —prosiguió Velasco.

—¿Pagando? —preguntó Rita.

Cuando el otro asintió, añadió rápidamente:

—Se lo reembolsaremos.

La información venía en una hoja de agenda arrancada: Calderón, G. Calle Huancavelica 547, 10 F.

—Necesitamos a Fernández —dijo Partridge.

—Ya viene para acá —le informó Rita.

El dinámico colaborador aceitunado llegó a los pocos minutos. Había seguido trabajando con Partridge desde su llegada al aeropuerto de Lima con Minh Van Canh y asistía a Rita en multitud de asuntos. Cuando le explicaron la importancia de la dirección de la calle Huancavelica, Fernández Pabur asintió rápidamente.

—Sé dónde está. Es un antiguo edificio de apartamentos, cerca de la encrucijada con la avenida Tacna, y no puede decirse que sea un barrio —vaciló buscando la palabra apropiada— residencial.

—Sea lo que sea —intervino Partridge—, vámonos ahora mismo para allá. —Luego se dirigió a Rita—: Me gustaría que tú, Minh y Ken me acompañarais, pero primero dejad que entre yo a ver lo que encuentro.

—Pero solo no —objetó Fernández—. Podrían atacarte y robarte, o acaso algo peor. Tomás y yo te acompañaremos.

Tomás era su taciturno y fornido guardaespaldas.

La furgoneta que habían alquilado y que utilizaban regularmente les esperaba frente a la puerta de las oficinas de Entel. Se apretujaron los siete en su interior, pero el trayecto sólo duró diez minutos.

—Ya hemos llegado —dijo Fernández señalando por la ventanilla.

La avenida Tacna era ancha y estaba muy concurrida, y cortaba en ángulo recto la calle Huancavelica. El barrio, no tan siniestro como las barriadas*, había conocido tiempos mejores. El número 547 era un edificio pardusco, grande, con desconchones. Un grupito de hombres, algunos sentados en los escalones de la entrada y otros de pie ociosos a su alrededor, les observaron apearse a los tres del vehículo. Rita, Minh Van Canh y el ingeniero de sonido, Ken O’Hara, se quedaron dentro, con el conductor.

Al ver la expresión poco amistosa y calculadora de los espectadores, Partridge se alegró de que Fernández hubiera insistido en que no fuera solo.

Dentro del edificio, les asaltó un hedor a orines y a descomposición general. Había basura por el suelo. Como era previsible, el ascensor no funcionaba. Y no tuvieron más remedio que subir a pie los nueve pisos por una mugrienta escalera de cemento.

El apartamento F estaba al fondo de un sombrío corredor sin alfombrar. Partridge llamó a la sencilla puerta con los nudillos. Oyó movimiento en el interior, pero no salió nadie a abrir, así que volvió a llamar. Entonces se entreabrió unos centímetros la puerta, sujeta por una cadena. Al mismo tiempo, una aguda voz femenina soltó una parrafada en español, demasiado deprisa para que Partridge la entendiera, aunque captó las palabras animales… asesinos… diablos*.

Sintió que una mano le tocaba el brazo y la rechoncha figura de Fernández se le adelantó. Pegando la boca a la abertura, Fernández habló con idéntica velocidad, pero en un tono razonable y tranquilizador. La voz del interior de la casa perdió brío y enmudeció y por fin se abrió la puerta tras el tintineo de la cadena.

La mujer que tenían delante rondaría los sesenta años. Habría sido guapa en su juventud, pero los años y las penalidades la habían vuelto desastrada y ordinaria. Tenía la piel manchada y el pelo desaliñado, teñido de varios colores. Bajo sus pestañas pegoteadas de restos de maquillaje tenía los ojos enrojecidos e hinchados de llorar y la cara toda llena de churretes. Fernández penetró en el piso, seguido por los otros dos. Ella cerró la puerta poco después, al parecer más serena.

Partridge echó un rápido vistazo a su alrededor. La habitación era pequeña, estaba amueblada modestamente con unas sillas de madera, un sofá con la tapicería bastante gastada, una mesa sencilla cubierta de cosas y una burda estantería de obra y tablas. Curiosamente, estaba llena de libros, sobre todo de grandes volúmenes.

—Por lo visto —dijo Fernández a Partridge—, hace apenas unas horas ha muerto, asesinado, el hombre que vivía con ella. Ella no estaba en casa y al volver lo encontró muerto. La policía se ha llevado el cadáver. Ella nos ha tomado por sus asesinos, creyendo que volvíamos a por ella. La he convencido de que éramos amigos.

Volvió a dirigirse a la mujer, que miró a Partridge.

—Lamentamos profundamente la muerte de su compañero —le dijo éste para tranquilizarla—. ¿Sabe usted quién ha podido ser?

La mujer meneó la cabeza y murmuró algo.

—Casi no sabe inglés —dijo Fernández, haciéndose cargo de las tareas de traducción.

La mujer asintió efusivamente, soltando un torrente de palabras que remató con «Sendero Luminoso».

Aquello confirmó los temores de Partridge. La persona que esperaba encontrar —quienquiera que fuese— estaba relacionada con el grupo terrorista, pero esa información ya era inútil. No obstante, persistía un interrogante: ¿sabía esa mujer acerca de las víctimas del secuestro? Parecía poco probable.

Ella volvió a hablar en español, más despacio, y Partridge la entendió.

—Sí —dijo a Fernández—, dile que nos gustaría sentarnos un momento y que le agradeceríamos que nos contestara unas preguntas.

Fernández se lo repitió y la mujer le contestó.

—Dice que sí, que lo que esté en su mano. Le he explicado quién eres. Se llama Dolores. También ha preguntado si queremos tomar algo.

No, gracias* —repuso Partridge.

Dolores hizo una inclinación con la cabeza y se dirigió a la estantería, con la evidente intención de servirse una copa. Cogió una botella de ginebra, pero estaba vacía. Parecía a punto de volver a echarse a llorar, pero murmuró algo y fue a sentarse.

—Está diciendo que no sabe de qué va a vivir. No tiene un céntimo —tradujo Fernández.

Le daré dinero si usted tiene la información que estoy buscando* —le dijo directamente Partridge.

La mención del dinero ocasionó nuevas explicaciones entre Dolores y Fernández, que notificó:

—Dice que empieces a preguntar.

Partridge decidió no confiar en sus limitadas nociones de español y dejó la traducción a cargo de Fernández.

—El hombre asesinado, su compañero, ¿a qué se dedicaba?

—Era médico. Un médico especial.

—¿Quiere decir un especialista?

—Sí, dormía a la gente.

—¿Anestesista?

Dolores movió la cabeza, sin comprender. Luego se acercó a una alacena, revolvió en su interior y sacó un pequeño portafolios muy deteriorado. Lo abrió y extrajo una carpeta con documentos. Rebuscó entre ellos y luego tendió dos hojas a Partridge. Eran diplomas de medicina.

El primero decía que un tal Hartley Harold Gossage, graduado por la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston, estaba titulado para practicar la medicina. El segundo diploma certificaba que el mismo Hartley Harold Gossage era oficialmente «anestesista colegiado».

Con un ademán, Partridge inquirió si podía hojear el resto de documentos. Dolores asintió.

Algunos papeles parecían relativos a trámites médicos rutinarios y no revestían interés. El tercero que sacó era una carta del Colegio de Médicos de Massachusetts, dirigida al doctor H. H. Gossage. Empezaba así: «Por la presente se le notifica que le ha sido revocada de por vida su licencia para ejercer la práctica de la medicina…».

Partridge dejó la carta. Estaba empezando a esbozarse una imagen. El hombre que vivía allí, que acababa de ser asesinado, era presumiblemente el tal Gossage, un anestesista norteamericano, caído en desgracia y expulsado, que tenía alguna conexión con Sendero Luminoso. Respecto a su conexión, reflexionó Partridge, las víctimas del secuestro habían sido sacadas de los Estados Unidos, presumiblemente drogadas o sedadas. De hecho, recordó que los descubrimientos de la víspera en Hackensack, según la descripción de Don Kettering, confirmaban esa conjetura. Por lo tanto, era probable que el ex doctor Gossage les hubiera practicado dicha sedación. Partridge apretó las mandíbulas. Le habría gustado poder encararse con ese hombre mientras aún estaba vivo.

Los demás le estaban mirando. Reanudó el interrogatorio de Dolores, asistido por Fernández.

—Dice usted que Sendero Luminoso ha matado a su compañero médico.

¿Por qué lo cree usted?

—Porque él trabajaba para esos bastardos*. —Hizo una pausa, recordando—: Ellos le llamaban Baudelio.

—¿Cómo lo sabe?

—Me lo dijo él.

—¿Le dijo alguna otra cosa acerca de Sendero Luminoso?

—Algunas… —Una leve sonrisa, que huyó en seguida de su rostro—. Cuando nos emborrachábamos juntos.

—¿Sabe usted algo sobre un secuestro? Ha salido en los periódicos. Dolores negó con la cabeza.

—No leo el periódico. Todo lo que publican es mentira.

—¿Ha estado Baudelio fuera de Lima recientemente?

Retahíla de enérgicos asentimientos:

—Mucho tiempo. Le echaba mucho de menos… Me telefoneó desde los Estados Unidos.

—Sí, ya lo sabíamos.

Todo empezaba a encajar. Baudelio había participado en el secuestro.

—¿Cuándo volvió? —le preguntó a través de Fernández.

Dolores reflexionó antes de responder.

—Hace una semana. Estaba encantado de haber vuelto. Tenía miedo de que lo mataran.

—¿Le dijo por qué? Dolores recapacitó un momento.

—Creo que había oído algo acerca de que sabía demasiado. —Se echó a llorar—. Llevábamos mucho tiempo juntos. ¿Qué va a ser de mí ahora?

Quedaba una pregunta importante. Partridge se la había reservado deliberadamente y casi temía formularla.

—Cuando Baudelio regresó de los Estados Unidos, ¿estuvo en alguna otra parte de Perú antes de venir aquí?

Dolores asintió.

—¿Le dijo a usted dónde?

—Sí. En Nueva Esperanza.

Partridge casi no podía creer lo que acababa de averiguar de un modo tan inesperado. Le temblaban las manos mientras volvía las páginas de su cuaderno de notas, buscando las de su entrevista con César Acevedo y la lista de lugares de los que Sendero Luminoso había expulsado a los equipos médicos católicos. Un nombre le saltó a la vista: Nueva Esperanza.

¡Lo tenía! Por fin sabía dónde estaban Jessica, Nicky y Angus Sloane.

Pero antes que nada, seguía siendo periodista y corresponsal de televisión, se recordó Partridge mientras discutía con Rita, Minh y O’Hara las imágenes de vídeo que necesitaban: de Dolores en su apartamento y el exterior del edificio. Habían mandado a Tomás a la furgoneta a llamar a los otros tres y estaban todos en el apartamento.

Partridge también quería unos planos de los diplomas médicos y la expulsión de Gossage-Baudelio del Colegio de Médicos de Massachusetts. El ex médico norteamericano podría estar en la tumba, pero Partridge quería asegurarse de que la vileza que había cometido con la familia Sloane quedaba grabada para siempre.

Sin embargo, aunque el presunto papel de Baudelio en el secuestro era importante para el conjunto de la noticia, Partridge sabía que difundirla en ese momento sería un error. Su grupo de la CBA poseía la información en exclusiva, pero él deseaba preparar su reportaje sobre el ex médico y reservarlo para cuando lo considerara oportuno.

Tomaron un primer plano de Dolores, grabando sus palabras en español, a las que luego superpondrían una traducción. Cuando terminaron de filmar, Fernández indicó a Partridge:

—Te recuerdo que le prometiste dinero.

Partridge conferenció con Rita, que sacó mil dólares USA en billetes de cincuenta. Era una jugosa propina, pero Dolores les había proporcionado una pista sólida. Además, ambos se compadecían de ella, y creían su declaración de que no sabía nada del secuestro, pese a su convivencia con Baudelio. Rita instruyó a Fernández:

—Por favor, explícale que va contra la política de la CBA pagar por la aparición en sus informativos. Por lo tanto, que quede claro que el dinero es por la utilización de su piso y la información que nos ha dado.

Era una distinción semántica que solían emplear las emisoras para hacer exactamente lo contrario de lo que afirmaban, pero a los realizadores de Nueva York les gustaba respetar las formas.

A juzgar por el agradecimiento de Dolores, ésta no entendió o no dio importancia a la explicación. Partridge estaba seguro de que, en cuanto se fueran, la botella de ginebra vacía sería sustituida por otra llena.

Su mente quedó en libertad para dedicarse a lo esencial: planear una expedición de rescate a Nueva Esperanza cuanto antes. La idea le entusiasmó; su vieja adicción al riesgo, las armas y las batallas se reavivó.