Había sido un día desalentador para Harry Partridge. Estaba cansado y se había acostado, en su suite del hotel, poco antes de las diez. Pero sus ideas seguían bullendo. Rumiaba sobre la situación de Perú.
Pensaba que el país entero era una paradoja: una conflictiva mezcla de despotismo militar y libertad democrática. En muchas de las regiones más remotas de la república, el ejército y las llamadas fuerzas antiterroristas gobernaban con mano de hierro y en general con un absoluto desprecio de la ley. Podían matar a voluntad, con sólo denominar a sus víctimas «rebeldes», aunque no lo fueran, como demostraban las investigaciones independientes.
Una organización norteamericana defensora de los derechos humanos, Americas Watch, llevaba a cabo una tarea meritoria, investigando y sacando a la luz lo que llamaba «una cascada de ejecuciones extrajudiciales, arrestos arbitrarios, desapariciones y torturas», todo ello como «rasgos básicos» de la campaña gubernamental contra los insurgentes.
Por otra parte, Americas Watch no disculpaba a los rebeldes. En un informe reciente, que Partridge tenía en la mesilla de noche, se leía que Sendero Luminoso «asesina sistemáticamente a gentes indefensas, organiza atentados con explosivos que ponen en peligro las vidas de ciudadanos inocentes y ataca puestos militares sin la menor consideración por el riesgo de la población civil»; todo ello «violaciones de las reglas fundamentales de las normas humanitarias internacionales».
Y en cuanto al país, «Perú tiene el triste privilegio de ser uno de los países más violentos y peligrosos de Sudamérica».
Una conclusión ineludible, confirmada por otras fuentes, era que había poca diferencia entre los rebeldes y las fuerzas del orden en términos de matanzas indiscriminadas y demás actos de salvajismo.
No obstante, al mismo tiempo, existía un fuerte sentimiento democrático en Perú, algo más que mera fachada, palabra empleada algunas veces por los críticos. Uno de esos elementos era la libertad de prensa, tradición profundamente arraigada al parecer. Y era esa libertad la que permitía a Partridge y a otros periodistas extranjeros viajar, preguntar, investigar y luego publicar lo que quisieran, sin temor a la expulsión o las represalias. En efecto, había habido alguna excepción, pero hasta entonces, pocas y aisladas.
Partridge había planteado el tema ese día, durante su entrevista al general Raúl Ortiz, jefe de la policía antiterrorista.
—¿No le preocupa —preguntó al rígido y severo personaje vestido de paisano— el número de informes fiables que acusan a sus hombres de brutalidad y ejecuciones ilegales?
—Me preocuparía más —replicó Ortiz con cierta chulería— que fueran mis hombres los ejecutados. Y lo serían si no se defendieran de esos terroristas que parecen importarles tanto a usted y a otras personas. Y en cuanto a las informaciones falsas, si nuestro gobierno intentara eliminarlas, las personas como usted pondrían el grito en el cielo y las repetirían una y otra vez. Así que suele ser preferible una anécdota aislada, que se olvida a las veinticuatro horas.
Partridge había solicitado la entrevista con Ortiz creyendo que podría sacarle tajada, aunque dudaba de su eficacia. El Ministerio del Interior le organizó diligentemente la cita, aunque no le autorizaron a tomar imágenes. Además, cuando fueron a buscarle para acompañarle al despacho del general de la policía, le quitaron una grabadora de bolsillo que pensaba utilizar tras solicitar autorización. Sin embargo, no le dijeron nada acerca de la oficiosidad de la conversación y el general no puso objeción a que su visitante tomara notas.
El despacho del general Ortiz, sin pretensiones, forrado de madera, se hallaba con otros muchos semejantes en una vieja y sólida edificación de cemento del centro de Lima. La construcción, que en su día había sido una prisión, estaba rodeada por una tapia. Penetrar en ella fue una procesión de etapas ante una serie de guardianes suspicaces; después, al atravesar el patio, Partridge se había cruzado con varias filas de vehículos de transporte de soldados y camiones antidisturbios provistos de cañones de agua. Mientras hablaba con el general, Partridge era consciente de que bajo ellos, en los sótanos del edificio, había celdas que encerraban a sus prisioneros durante quince días sin el menor contacto con el exterior y que en otras se llevaban a cabo regularmente interrogatorios y torturas.
Al final de la entrevista con Ortiz, Partridge formuló la pregunta que le quemaba en los labios: si las fuerzas antiterroristas tenían alguna idea de dónde estaban retenidos los tres rehenes Sloane.
—Pensaba que había venido a decírmelo usted, a juzgar por la cantidad de gente a la que ha ido a ver desde que llegó aquí —le respondió el general.
Era un reconocimiento y tal vez una advertencia no demasiado sutil, pensó Partridge, de que espiaban sus movimientos. Supuso que también sus transmisiones a la CBA de Nueva York vía satélite, así como las de las demás emisoras, serían visionadas y grabadas por la administración peruana, a pesar de la libertad de prensa.
Cuando Partridge declaró que no tenía información sobre el paradero de los cautivos norteamericanos, pese a todos sus esfuerzos, Ortiz le dijo:
—Entonces ya sabe usted lo escurridizos y discretos que pueden ser esos enemigos del Estado, Sendero Luminoso. Además, este país es muy distinto del suyo, con grandes extensiones despobladas donde es posible ocultar un ejército. Pero en fin, sí, tenemos alguna idea de las zonas donde pueden hallarse sus amigos y nuestros efectivos ya las están rastreando.
—¿Podría usted decirme cuáles son? —preguntó Partridge.
—No creo que fuera prudente. En cualquier caso, usted no podría ir allá.
¿O tal vez había planeado hacer tal cosa?
Aunque Partridge tenía sus planes, repuso en sentido negativo.
El resto de la entrevista prosiguió más o menos en esos términos, entre la desconfianza mutua de los interlocutores, que jugaban al gato y al ratón, intentando conseguir información sin revelar la que tenían. Al final, ninguno de los dos lo logró, aunque en su resumen para las noticias de la CBA, Partridge utilizó dos frases del general Ortiz; una de ellas se refería a Perú: «grandes extensiones despobladas donde es posible ocultar un ejército»; y su cínica observación acerca de que las violaciones de los derechos humanos eran «una anécdota aislada, que se olvida a las veinticuatro horas».
Como no tenían imágenes, en Nueva York pusieron la cita en subtítulos sobre una foto fija del general.
Sin embargo, Partridge no consideró positiva su visita.
Fue más satisfactoria la entrevista que realizó más tarde, ese mismo día, a César Acevedo, otro viejo amigo de Partridge, dirigente laico de una organización católica. Se reunieron en un despacho privado de la parte trasera del palacio del Arzobispado, en la Plaza de Armas, el centro oficial de la capital. Acevedo era un hombre de unos cincuenta años, bajito, intenso, de verbo rápido, con profundas convicciones religiosas y estudios de Teología. Se movía estrictamente en la administración eclesiástica, donde tenía una autoridad muy notable, aunque nunca se había decidido a tomar los hábitos. Si lo hubiera hecho, según sus amigos, a esas alturas sería obispo por lo menos, o incluso cardenal.
César Acevedo era soltero, aunque era un prominente personaje de la sociedad limeña.
Partridge apreciaba a Acevedo porque se comportaba siempre con naturalidad, era un hombre sencillo y honesto. En una ocasión, Partridge le había preguntado por qué no se había decidido a ejercer como sacerdote, y él le había respondido:
—Mi amor por Dios y Jesucristo es muy firme, pero nunca he querido renunciar a mi derecho intelectual al escepticismo, si es que llega a embargarme, aunque rezo por que ello no ocurra. Y si tomara el hábito habría de renunciar a ese derecho. Y tanto cuando era joven como ahora, no me atrevería a hacerlo.
Acevedo era secretario ejecutivo de la Comisión Social de Acción Católica, que trabajaba en programas a gran escala que llevaban ayuda médica a zonas remotas del país, donde no había médicos ni enfermeras fijos.
—Creo —le dijo Partridge poco después de iniciar su entrevista— que de vez en cuando tendrás que tratar con Sendero Luminoso.
—Pues en cierto modo, sí. —Acevedo sonrió—. La Iglesia no aprueba a Sendero Luminoso, por supuesto, ni sus objetivos ni sus métodos. Pero sí existe cierta relación de orden práctico, aunque muy peculiar.
Por las razones que fueran, le explicó, Sendero Luminoso no quería enfrentarse con la Iglesia y rara vez la atacaba como institución. No obstante, el grupo no confiaba en los ministros de la Iglesia a título individual, y cuando preparaba alguna acción antigubernamental o alguna insurrección de otro tipo, los rebeldes no querían que hubiera en la zona sacerdotes ni otros colaboradores de la Iglesia, para que no pudieran presenciarlo.
—Sencillamente, les dicen a los sacerdotes o a nuestros asistentes sociales: «Marchaos. No os queremos ver por aquí. Ya os diremos cuándo podéis volver».
—¿Y ellos acatan esa clase de órdenes?
Acevedo suspiró.
—No suena demasiado bien, ¿verdad? Pero en general lo hacen, porque no tienen elección. Si es desobedecido, Sendero Luminoso no vacila en matar. Y un sacerdote vivo siempre puede volver, pero muerto, no.
Partridge tuvo un destello de inteligencia:
—¿Hay algún sitio, en este momento, de donde hayan echado a tu gente, donde Sendero Luminoso no quiera que le vigilen?
—Pues sí, hay una zona que nos está planteando un montón de problemas. ¡Ven! Te lo mostraré en el mapa.
Se acercaron a un gran mapa plastificado de Perú, lleno de inscripciones a lápiz, colgado en una pared.
—Es toda esta zona de aquí. —Acevedo señaló un área de la provincia de San Martín, rayada en rojo—. Hasta hace unas tres semanas tuvimos aquí un equipo médico completo, a cargo de un programa de asistencia que realizamos todos los años. Se encargan sobre todo de vacunar a los niños. Es muy importante porque es una zona de selva, donde abundan las enfermedades tropicales, algunas de las cuales pueden ser mortales. En fin, hace tres semanas, Sendero Luminoso, que controla el área, insistió en que nuestra gente se marchara. Protestaron, pero tuvieron que irse. Y ahora queremos volver a llevar allí al equipo, pero Sendero Luminoso se niega.
Partridge estudió la zona delimitada. Había tenido la esperanza de que fuera pequeña. Pero era inmensa, por desgracia. Leyó los nombres de las poblaciones, muy alejadas unas de otras: Tocache, Uchiza, Sión, Nueva Esperanza, Pachiza. Los anotó, sin muchas esperanzas. En la remota probabilidad de que los prisioneros estuvieran en alguno de aquellos pueblos, no sería nada conveniente presentarse en la zona sin saber en cuál. Efectuar un rescate ya era muy difícil, en cualquier parte, y tal vez imposible. La única posibilidad era valerse de la sorpresa.
—Sospecho que he adivinado lo que estás pensando —le dijo Acevedo—. Te preguntas si tus rehenes están en esa zona.
Partridge asintió con la cabeza.
—No lo creo. En tal caso, habríamos oído algún rumor. Yo no me he enterado de nada. Pero la Iglesia tiene una extensa red de contactos. Haré correr la voz y te pondré al corriente de lo que salga.
Partridge comprendió que era lo más que podía hacer. Pero sabía que el tiempo apremiaba y él no había sacado nada en claro acerca del paradero de los Sloane en los días que llevaba allí.
Ese pensamiento le deprimió en el palacio del Arzobispado. Luego, en su habitación del hotel, recordando todos los acontecimientos del día, le embargó una sensación de frustración y fracaso por el estancamiento de sus indagaciones.
De repente, sonó el teléfono de su mesilla de noche.
—¡Harry! ¿Eres tú?
Partridge reconoció la voz de Don Kettering.
Después de los saludos, Kettering le dijo:
—Han ocurrido muchas cosas que debes conocer…
Rita, que también se alojaba en el hotel César, contestó al teléfono de su habitación a la segunda llamada.
—Acabo de hablar con Nueva York —le dijo Partridge, y le repitió lo que le había contado Don Kettering acerca del descubrimiento de la casa de Hackensack y los teléfonos inalámbricos—. Don me ha dado un número de Lima con el que hablaron los secuestradores. Quiero averiguar quién es su titular y a qué dirección pertenece.
—Dámelo —le instó Rita.
Él se lo repitió: 28-9427.
—Voy a intentar localizar a Víctor Velasco, de Entel, y ponerlo a trabajar. Te llamaré en cuanto sepa algo.
Tardó un cuarto de hora.
—He conseguido encontrar a Velasco en su casa. Dice que no es competencia de su departamento y que le costará bastante conseguir la información, pero cree que la tendrá mañana.
—Gracias —le dijo Partridge.
Poco después se quedaba dormido.