Casi desde el principio, en cuanto Jessica recobró el conocimiento en la oscura choza de Sión y descubrió poco después que Nicky, Angus y ella estaban prisioneros en Perú, aceptó que ella sola debería ser el aliento y la inspiración del trío. Comprendió que esas dos cualidades eran esenciales para su supervivencia mientras esperaban un eventual rescate. La alternativa era una honda desesperación que podía conducir a un abandono emocional capaz de destruirlos a todos.
Angus era valiente, pero demasiado viejo y debilitado para pedirle algo más que apoyo, y al final incluso podría necesitar las fuerzas de Jessica. Nicky, como siempre, sería la principal preocupación de Jessica.
Suponiendo que salieran con vida de aquella pesadilla —y Jessica se negaba a considerar cualquier otro desenlace—, cabía la posibilidad de que aquello dejara en el niño una marca indeleble. Jessica tenía la intención de impedirlo, por encima de todos los sufrimientos o privaciones. Enseñaría a Nicky, y a Angus si era necesario, que antes que nada debían mantener su autoestima y su dignidad.
Y sabía cómo se hacía tal cosa. Había asistido a un curso que algunas amigas suyas habían considerado una extravagancia. El hecho se debió a que Crawford, que era quien iba a asistir en realidad, no había logrado encontrar tiempo para ello. Y Jessica, pensando que debía asistir algún miembro de la familia, le había reemplazado.
¡Oh, gracias, bendito general Wade! Nunca pensé, mientras recibía la instrucción y asistía a sus conferencias, que algún día llegaría a necesitar o a emplear sus enseñanzas.
El general de brigada Cedric Wade, de la Marina, medalla al mérito naval, había servido como sargento de la Armada británica en la guerra de Corea y más tarde como oficial en el servicio especial del aire. Al retirarse se había mudado a Nueva York y dirigía unos cursillos antiterroristas. Tenía muy buena reputación, tanta que el ejército norteamericano también le mandaba alumnos.
En 1951, el sargento Wade fue capturado por las fuerzas norcoreanas, que le mantuvieron durante nueve meses y medio confinado, solo, en una celda subterránea de unos nueve metros cuadrados. Sobre su cabeza tenía una reja abierta al sol y a la lluvia. Durante su cautiverio no salió ni un momento de su celda, mantuvo escasa comunicación con sus carceleros, no podía leer y lo único que veía era el cielo allá en lo alto.
Había descrito tranquilamente su experiencia en una conferencia, que Jessica recordaba casi palabra por palabra: «Desde el principio comprendí que intentaban desmoralizarme. Yo me empeñé en que no lo consiguieran y en que, por mal que se pusieran las cosas, aunque perdiera la vida en aquel agujero, nunca perdería mi autoestima».
Y el general Wade la mantuvo, como decía a sus alumnos, aferrándose a cualquier atisbo de normalidad y orden que pudo. Para empezar, asignó a las cuatro esquinas de su celda una misión específica. La primera fue muy desagradable: no tenía más remedio que orinar y defecar en el suelo de la celda. Así pues, dedicó a tal propósito una de las esquinas, para preservar todo el resto de su espacio. «Al principio, el hedor era terrible y repugnante. Al cabo del tiempo me acostumbré, porque sabía que debía hacerlo».
El extremo opuesto, el más alejado del primero, lo destinó a ingerir el escaso alimento que le pasaban por las rejas. La tercera esquina era para dormir y la cuarta para sentarse y reflexionar. El centro de la celda lo usaba para hacer ejercicio tres veces al día, entre otras cosas, simulación de carrera. «Pensé que mantenerme en forma era otro de los medios para seguir sintiéndome una persona y preservar mi dignidad».
Recibía diariamente una ración de agua, pero no para lavarse. Guardaba siempre una pequeña parte del agua de beber para sus abluciones. «No fue fácil y algunas veces sentí la tentación de bebérmela toda, pero me reprimí y siempre estuve limpio: eso es algo muy importante en el respeto de uno mismo».
A los nueve meses, aprovechándose de un descuido de un guardián, el sargento Wade escapó. A los tres días volvieron a atraparle y le encerraron en la misma celda. Pero a las dos semanas, el ejército norteamericano logró hendir el frente norcoreano y le liberó. Las amistades que entabló entonces le llevaron mucho después a instalarse en los Estados Unidos.
Otra de las cosas que enseñó el general Wade a Jessica y sus demás alumnos fue la defensa cuerpo a cuerpo, un método de lucha sin armas en la cual hasta una persona menuda podía desarmar, con cierto aprendizaje, a un atacante e incluso dejarle ciego o romperle un brazo, una pierna o el cuello. Jessica se había revelado como una alumna muy ágil de rápida comprensión.
Desde su llegada a Perú como cautiva, Jessica había tenido varias oportunidades de emplear sus tácticas de defensa cuerpo a cuerpo, pero no se había decidido, sabiendo que su acción podía acarrearles graves represalias. En cambio, había ocultado su habilidad, reservándola para el momento —si llegaba a producirse— en que resultara realmente decisivo.
Todavía no se le había presentado esa ocasión en Nueva Esperanza. Ni parecía probable que fuera a surgir alguna vez.
Durante aquellos terribles primeros minutos en que Jessica, Nicky y Angus fueron arrojados a las jaulas separadas, cuando Jessica lloró al oír el llanto de Nicky, hubo un período de dislocación mental y desaliento pese a todas sus buenas intenciones. Jessica, como los demás, sucumbió a ellos.
Pero no tardó en superarlo.
En menos de diez minutos, Jessica susurró:
—Nicky, ¿me oyes?
Después de una pausa le llegó una respuesta en voz baja:
—Sí, mamá.
Nicky se acercó a la mampara que les separaba. Sus ojos se habían acostumbrado a la semipenumbra y, aunque no podían tocarse, se veían.
—¿Estás bien? —preguntó Jessica.
—Creo que sí. —Y luego se le quebró la voz—: No me gusta esto, mamá.
—Oh, cariño, a mí tampoco. Pero mientras no podamos hacer otra cosa, tenemos que soportarlo. Recuerda que tu padre y mucha gente nos estará buscando.
Jessica esperaba que sus palabras sonaran convincentes.
—Te he oído, Jessie. Y a ti también, Nicky. —Era Angus desde su celda, del otro lado de la de Nicky, aunque su voz sonaba muy débil—. Hemos de creer que nos sacarán de aquí. Y lo conseguiremos.
—Intenta descansar un poco, Angus.
Jessica recordó la paliza que Miguel había propinado a su suegro en la choza cuando recobraron el conocimiento, la agotadora caminata por la selva, la caída de Angus, el trayecto en barca y luego su pelea ante las jaulas.
Mientras hablaban, se oyó el sonido de unos pasos y de la oscuridad que rodeaba las celdas surgió una silueta. Era uno de los pistoleros que les habían acompañado durante el viaje, un hombre con un frondoso bigote al que más tarde conocerían como Ramón. Llevaba un fusil Kalashnikov, con el que apuntó a Jessica, ordenándole:
—¡Silencio!*
Antes de que ésta llegara a protestar, Angus le aconsejó bajito:
—¡Calla, Jessie!
Ella dominó su impulso y se callaron los tres. Al cabo de un momento, Ramón bajó el arma y regresó a la silla de su puesto de vigilancia. Ésa fue su primera experiencia con los guardias armados que les vigilaron permanentemente desde el interior de la choza, en turnos de cuatro horas.
Como no tardaron en averiguar, la severidad de los vigilantes variaba. El menos malo era Vicente, el hombre que había ayudado a Nicky en el camión y, siguiendo las órdenes de Miguel, había cortado sus ataduras de las muñecas. Indicándoles que bajaran la voz, Vicente les permitía hablar cuanto quisieran. Ramón era el más estricto y no les dejaba abrir la boca; los demás tenían actitudes intermedias.
Durante sus conversaciones, Jessica compartía con Nicky y Angus sus recuerdos del cursillo antiterrorista, sobre todo la experiencia y los preceptos del general Wade. Nicky parecía fascinado con la historia, probablemente como remedio contra el encierro y la monotonía. Era una cruel restricción para un niño de once años activo e inteligente; varias veces al día, Nicky preguntaba:
—Mamá, ¿qué crees que estará haciendo papá ahora para sacarnos de aquí?
Jessica intentaba darle siempre una respuesta imaginativa, y una vez le contestó:
—Tu padre conoce a mucha gente y no dejará piedra sobre piedra hasta que nos ayuden. Estoy segura de que habrá hablado con el presidente, que puede movilizar a un montón de gente para que se ponga a buscarnos.
Aunque fuera verdad, era una vanidad que en circunstancias normales Jessica no se habría permitido. Pero alimentaba las esperanzas de Nicky, y eso era lo importante.
Jessica aconsejó a los otros dos que siguieran el ejemplo del general Wade en todo lo posible. En el tema de las necesidades fisiológicas, respetaban la intimidad de los otros volviéndose de espaldas cuando se lo pedían y evitando los comentarios acerca de los olores. Al segundo día empezaron a hacer ejercicio, bajo la dirección de Jessica.
Cuando transcurrieron los primeros días, fue cobrando forma, aunque miserable, una cierta rutina de vida. Tres veces al día les llevaban una dieta grasienta y poco apetitosa, consistente en mandioca, arroz y pasta. El primer día, Nicky se atragantó con la grasa, que estaba rancia, y Jessica estuvo a punto de vomitar; al final, el hambre pudo más que la repugnancia y se obligaron a comérselo. Cada cuarenta y ocho horas aproximadamente, una india iba a vaciar sus apestosos cubos sanitarios. Si se los lavaba, sería superficialmente, ya que a la vuelta olían casi tan mal. El agua potable se la llevaban en botellas usadas de refrescos; algunas veces les ofrecían una palangana y más agua para lavarse. Los guardias les advertían por gestos que no se la bebieran, aunque estaba turbia de lodo.
La moral de Nicky, que era lo que más preocupaba a Jessica, se mantenía estable dentro de lo que cabe. También se reveló bastante fuerte cuando superó el primer shock. Jessica, que realizaba tareas sociales de caridad con familias desfavorecidas de Nueva York, había observado que en las situaciones más trágicas los niños solían aguantar mejor que los adultos. Posiblemente, pensó, porque el pensamiento de los niños era menos complicado y más honesto; o tal vez porque los niños maduraban mentalmente cuando les obligaba la necesidad. En el caso de Nicky, por la razón que fuera, el niño estaba resistiendo.
Empezó a intentar trabar conversación con los guardias. Las rudimentarias nociones de español de Nicky, según la paciencia y la voluntad de la otra parte, lograban algún que otro fruto de información. Vicente era el que más cooperaba.
A través de Vicente se enteraron de la inminente partida del «doctor» —evidentemente, el Caracortada de Jessica—, que, siempre según Vicente, «volvía a su casa de Lima». Sin embargo, la «enfermera» se quedaría; se trataba claramente de la mujer de la cara de vinagre, la llamada Socorro.
Especularon respecto a los motivos de Vicente para comportarse de un modo distinto, al parecer con más amabilidad que los otros guardianes. Pero Jessica advirtió a Nicky y Angus:
—No es tan distinto. Vicente sigue siendo uno de los hombres que nos han traído aquí y nos tienen prisioneros. No lo olvidéis. Pero no es tan malvado ni tan brutal como los demás, así que parece amable en comparación.
Jessica también quería tratar con ellos otra faceta de ese tema, pero decidió dejarlo para más adelante. Necesitarían nuevos temas de reflexión y de discusión durante los solitarios días de encierro que preveía. Mientras tanto, añadió:
—Bueno, pues ya que están así las cosas, aprovechémonos de Vicente todo lo posible.
Jessica sugirió a Nicky que preguntara a Vicente si les permitirían salir de las celdas. Vicente sacudió la cabeza, pero no entendieron si les contestaba que no o era que no había comprendido la pregunta. Jessica, terca, encargó a su hijo que le pidiera el favor de transmitir a Socorro el mensaje de que los prisioneros querían verla. Nicky lo hizo lo mejor posible, pero de nuevo la respuesta de Vicente fue un gesto de negación con la cabeza, dejándoles la duda de si cumpliría el encargo.
El relativo éxito de Nicky con el idioma sorprendió a Jessica, puesto que el niño había empezado a estudiar español en el colegio hacía tan sólo unos meses. Cuando se lo comentó, Nicky le dijo que dos de sus compañeros eran inmigrantes cubanos que hablaban en español en el patio.
—Nosotros les oímos, cogemos alguna palabra… —Nicky hizo una pausa y luego cloqueó—: No te va a hacer ninguna gracia, mamá, pero saben un montón de palabrotas. Y nos las han enseñado.
Angus, que le estaba escuchando, preguntó:
—¿Y también has aprendido insultos soeces?
—Claro, abuelo.
—¿Puedes enseñarme alguno? Así los podré emplear con estos tipos, si hace falta.
—No sé si mamá…
—Adelante —dijo Jessica—. No me importa.
Había sido una delicia oír la risa del niño.
—Muy bien, abuelo. Si quieres insultar muchísimo a alguien…
El niño atravesó su celda para susurrar esa palabra al oído de su abuelo a través de la mampara que les separaba.
Jessica pensó que era un nuevo método de pasar el tiempo.
Y esa tarde Socorro contestó a su llamada.
Se recortó en el umbral la silueta de su cuerpo esbelto y flexible y examinó las tres celdas, arrugando la nariz por el olor que lo inundaba todo. Sin esperar, Jessica tomó la palabra:
—Sabemos que es usted enfermera, Socorro. Por eso se tomó la molestia de abogar para que nos desataran las manos y nos dio el chocolate.
—Enfermera no, ayudante sanitaria —repuso Socorro de mala gana, aproximándose y apretando los labios.
—Da lo mismo, por lo menos aquí —dijo Jessica—. Ahora que se va a marchar el médico, usted será la única que sepa algo de medicina.
—Si estás intentando dorarme la píldora, no te servirá de nada. ¿Para qué querías verme?
—Porque ya ha demostrado que quiere que sigamos vivos, sanos y salvos. Pero si no nos sacan de aquí a respirar un poco de aire puro nos pondremos enfermos.
—Tenéis que estar encerrados. Ellos no quieren que os vea nadie.
—¿Ah, no? ¿Por qué? ¿Quiénes son «ellos»?
—No es asunto vuestro. No tienes derecho a hacer preguntas.
—Tengo el derecho de una madre —replicó Jessica— de velar por su hijo. Y también por mi suegro, que es viejo y ha sido brutalmente maltratado.
—Se lo merecía. Habla demasiado. Y tú también.
Jessica intuyó que parte del antagonismo de Socorro era fingido. Probó con su halago:
—Habla usted muy bien inglés. Debe de haber vivido mucho tiempo en los Estados Unidos…
—Eso no es asunto… —Socorro se calló y se encogió de hombros—. Tres años. Fue odioso. Es un país inmundo y corrupto.
—No creo —dijo Jessica bajando la voz— que lo piense de veras. Yo creo que la trataron bien y ahora resulta incómodo odiarnos.
—Puedes pensar lo que quieras —dijo Socorro dando media vuelta. Después se volvió, ya junto a la puerta—: Intentaré que ventilen esto un poco mejor… más que nada por los guardias —concluyó haciendo una mueca que pretendía ser una sonrisa.
Al día siguiente llegaron dos hombres provistos de herramientas que practicaron varios orificios y abrieron unas ventanas en la pared, frente a las celdas. Inmediatamente, la luz del día barrió la semipenumbra y los tres cautivos pudieron verse claramente unos a otros, y también a su vigilante. Penetró un chorro de aire que inundó el recinto, en ocasiones hasta una brisa, que aunque no eliminó del todo los olores desagradables, los redujo notablemente.
Para Jessica fue una victoria y también, pensó después, una indicación de que Socorro, en el fondo, no era tan hostil como aparentaba, una vulnerabilidad que más adelante cabría explotar de forma más amplia.
Pero la victoria de la luz y el aire fue una magra victoria, y el tiempo demostraría que habrían de sufrir agonías mucho peores. Una de ellas, desconocida para Jessica, ya estaba cobrando forma.