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—Esta mañana, hace un rato —empezó Teddy Cooper, de pie ante el nutrido grupo de caras jóvenes—, pensaba soltaros un rollo macabeo acerca de los motivos de vuestra contratación y el objetivo de vuestro trabajo. Como un auténtico idiota, me había inventado una historia estupenda muy convincente. Pero hace unos minutos, después de hablar con algunos de vosotros, me he dado cuenta de que sois demasiado listos para que os engañe. Además, creo que cuando conozcáis la auténtica situación, saldréis de aquí con más cuidado, más secreto y más ingenio. Así que mucha atención, chavales y chavalas: se os va a confiar toda la verdad.

La introducción fue recompensada por varias sonrisas y un agudo interés.

Eran las nueve y media de la mañana del lunes. Durante la última media hora, sesenta chicos y chicas, casi igualados en proporción ambos sexos, se habían presentado en la CBA-News a por su trabajo eventual. El tío Arthur había continuado telefoneando durante toda la tarde del sábado hasta redondear el número requerido. Se hallaban todos congregados en un edificio anexo de la CBA, a una manzana del cuartel general, el mismo que habían utilizado el jueves anterior para la rueda de prensa de Crawford Sloane. Habían colocado unas hileras de sillas plegables en un estudio de grabación, ante un atril.

La mayor parte de los recién llegados rondaban los veintidós años de edad y eran universitarios recién licenciados, con buen expediente académico. También poseían buena capacidad de expresión, competitividad y estaban ansiosos por irrumpir en el mundo de la televisión.

Aproximadamente una tercera parte del grupo era de raza negra, y entre ellos, un chico que el tío Arthur había recomendado especialmente a Cooper: Jonathan Mony.

—Tal vez puedas encargar a Jonathan la supervisión del grupo —le aconsejó—. Es un graduado de la escuela de Periodismo de Columbia que estaba trabajando de camarero porque necesitaba dinero. Y si te causa tan buena impresión como a mí, cuando todo esto termine tal vez consigamos meterle en la compañía entre los dos.

Mony, que había llegado de los primeros esa mañana, tenía la complexión y la agilidad de un jugador profesional de baloncesto. Sus rasgos eran finos y su mirada transmitía seguridad y fuerza. Se expresaba con gran corrección y una clara voz de barítono. Su primera pregunta a Cooper, en cuanto se presentó, fue:

—¿Puedo ayudarte a organizar todo esto?

Cooper, a quien Mony agradó de inmediato, le contestó:

—Claro.

—Y le entregó un fajo de fichas y cuestionarios, que todos los nuevos reclutas debían rellenar. A los dos minutos, Mony estaba recibiendo a los recién llegados, indicándoles que se sentaran y explicándoles cómo debían rellenar las fichas que acababan de entregarles.

Poco después, Cooper encargó a Mony que hiciera dos llamadas telefónicas y transmitiera unos recados. Sin preguntar nada más, Mony se limitó a asentir y desapareció. Pocos minutos más tarde regresó y le anunció:

—Señor Cooper, ya está. Los dos han contestado que sí.

Eso había pasado diez minutos antes. En ese momento, Teddy Cooper proseguía sus comentarios de introducción, después de hacer una pausa efectista tras comunicar a su público que iba a «revelarles toda la verdad».

—Bueno, en realidad se trata del secuestro, que todos conoceréis, supongo, de la esposa, el hijo y el padre de Crawford Sloane. La tarea que vais a desempeñar está dirigida a recuperar a los rehenes y es triplemente importante. Cuando salgáis de aquí os dirigiréis a las oficinas de los periódicos locales y a ciertas bibliotecas, donde revisaréis todos los anuncios publicados durante los tres últimos meses. Pero no se trata sólo de leerlos, sino de husmear a lo Sherlock Holmes, siguiendo unas pautas que ahora os resumiré, en busca de pistas que puedan conducirnos hasta los secuestradores.

Los rostros que tenía delante reflejaban un interés mucho mayor que antes, subrayado por un murmullo de conversaciones que se interrumpió en cuanto Cooper continuó.

—En cuanto yo acabe mi discursito, os dividiréis en grupos y recibiréis las instrucciones precisas de adónde tenéis que ir y qué tenéis que hacer. Esta mañana ya hemos telefoneado a algunas redacciones de periódicos; piensan colaborar y os están esperando. En otras, os tendréis que espabilar por vuestra cuenta, diciendo que venís de la CBA. Antes de marcharos, recoged vuestra tarjeta identificativa de la CBA. Guardadla… será un buen recuerdo para vuestros nietos.

»En cuanto a los medios de locomoción, unas cuantas furgonetas recogerán a varios de los grupos cada día y os dejarán de uno en uno en vuestro punto de partida. A partir de ahí, cada cual que se apañe como quiera. Todos tenéis iniciativa; tendréis ocasión de utilizarla. Algunos tendréis que coger autobuses o el tren. En cualquier caso, los gastos de desplazamiento corren a cargo de la compañía.

»No hace falta que vengáis aquí todas las tardes al terminar la jornada. Pero tenéis que informar por teléfono (ya os daremos los números) y, por supuesto, llamar inmediatamente si descubrís algo importante.

Teddy Cooper había elaborado personalmente todos esos puntos a lo largo del domingo y esa misma mañana, con ayuda de sus dos ayudantes y una secretaria del personal directivo que le habían cedido, quienes todavía estaban realizando tareas de apoyo, telefoneando a otras redacciones locales.

—Bueno —declaró Cooper—, eso era para los novatos. Ahora, al grano. Os vamos a dar unas hojas. Vamos a ver… sí, aquí están.

Jonathan Mony, en plena efervescencia, había estado hablando con los ayudantes de Cooper, atareadísimo en torno a una mesa del fondo de la sala. Mony regresó cargado con una pila de papeles, copias del plan de trabajo y las directrices desarrolladas la víspera por Cooper, que ya estaban mecanografiadas e impresas. Mony comenzó a repartirlas entre sus compañeros eventuales.

—Cuando lleguéis a vuestros respectivos destinos —dijo Cooper— pedid los números publicados durante los últimos tres meses, es decir, desde el 14 de junio en adelante. Cuando los tengáis delante, buscad las páginas de los anuncios inmobiliarios por palabras. Tenéis que buscar una fábrica pequeña, un almacén o una casa grande y antigua… pero no cualesquiera. Las especificaciones están en la página uno de las notas que os acaban de dar.

Mientras iba explicando sus razonamientos y sus planes, Teddy Cooper se alegró de haberles desvelado la verdad. Habían dejado a su discreción la decisión de lo que se contaría o no a los ayudantes, y el hecho de descartar la historia ficticia lo hacía todo mucho más fácil. Era más arriesgado, por supuesto. Uno de los peligros era que la investigación de la CBA-News llegara a oídos de la competencia, quizás de otra emisora, que podría publicarlo u organizar un proyecto paralelo. Cooper quería advertir a los jóvenes que no revelaran los detalles del propósito secreto de la CBA. Esperó que no defraudaran su confianza. Observando a su público, que seguía atento y tomando notas, pensó que no se había equivocado.

Cooper no dejaba de vigilar la puerta con el rabillo del ojo. Las llamadas telefónicas que había encargado a Jonathan Mony eran sendos mensajes a Harry Partridge y Crawford Sloane, pidiéndoles que hicieran acto de presencia. Se alegró de que ambos contestaran afirmativamente.

Llegaron juntos. Cooper, en plena descripción de la base operativa imaginaria de los secuestradores, se calló y señaló hacia la puerta. Todas las cabezas se volvieron, y a pesar de la sofisticación del grupo, se oyó una exclamación de estupor general mientras Sloane entraba, seguido por Partridge.

Con la deferencia que requería la ocasión, Cooper descendió de la tarima. No pretendía introducir al presentador de las noticias nacionales, simplemente le cedió el puesto.

—Hola, Teddy —dijo Sloane—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Más que nada, señor, creo que a todos les encantará conocerle.

—¿Qué les has contado exactamente? —le preguntó Sloane bajando la voz.

Partridge les estaba escuchando, junto a la tarima.

—Pues todo, más o menos. He pensado que así funcionarán mejor. Creo que vale más darles confianza.

—Me parece bien —dijo Partridge.

—Por mí, no hay problema —dijo Sloane asintiendo.

Descartó la tarima y se acercó a la filas de sillas. Estaba serio, era lógico que no se mostrara feliz ni sonriente, y cuando tomó la palabra, su voz se ajustaba a la gravedad de la situación.

—Buenos días a todos. Es posible que en los próximos días, lo que vais a hacer algunos de vosotros contribuya directamente a la liberación de mi esposa, mi hijo y mi padre. Si por ventura llegara a suceder algo así, podéis estar seguros de que os pienso ir a buscar para daros las gracias personalmente. Por el momento, me gustaría expresaros mi satisfacción por vuestra presencia y desearos suerte. ¡Mucha suerte a todos, muchachos!

Sloane se quedó allí un momento, mientras muchos de los jóvenes se levantaban y algunos se acercaban a estrecharle la mano y transmitirle su solidaridad. Teddy Cooper advirtió que algunos tenían los ojos húmedos. Al final, Sloane se despidió y salió tan discretamente como había llegado. Partridge, que también había saludado a algunos de los chicos, se fue con él.

Cooper continuó sus explicaciones, describiendo lo que debían buscar los neófitos. Cuando abrió el turno de preguntas se alzaron varias manos.

Un chico con una camisa de NYU (New York University) dijo:

—Muy bien. Entonces, si uno de nosotros encuentra un anuncio que coincide con los datos que nos has dado y puede ser la casa que estamos buscando, telefonea aquí. ¿Y luego qué?

—Lo primero —repuso Cooper—, averiguamos quién ha puesto el anuncio. En general suele haber algún nombre, tenéis que anotarlo. Si no lleva nombre y sólo un número de teléfono o un apartado de correos, intentad que os lo dé el periódico, y si éste se resiste, dejad que lo resolvamos nosotros.

—¿Y después qué hacemos?

—Si se puede, contactaremos con el anunciante por teléfono para hacerle unas preguntas. Si no, vamos a visitarle. Luego, si la pista sigue siendo prometedora, iremos a ver, con mucho cuidado, la propiedad en cuestión.

—Estás hablando de «nosotros»… —intervino una joven muy atractiva con un traje de chaqueta beige—. ¿Significa eso que irás tú y los demás peces gordos, o podremos ir nosotros también a compartir lo más interesante, la acción?

Hubo varias exclamaciones y risas, en las que también participó Teddy Cooper.

—Dejemos clara una cosa —respondió—. Puede que sea un pez, pero de gordo nada. —Más risas—. Ahora bien, os prometo una cosa; dentro de lo posible, participaréis en el asunto, sobre todo los que hayáis intervenido activamente. Por la sencilla razón de que os necesitamos. No nos sobra gente para este trabajo y, si damos en el blanco, es muy posible que os mandemos acudir personalmente.

—Y una vez a esos niveles —preguntó una pelirroja muy menuda—, ¿habrá cámaras por allí?

—¿Quieres decir si saldrás en la filmación?

—Pues sí, más o menos —contestó la joven sonriendo.

—Bueno, eso no depende de mí. Pero yo diría que probablemente sí.

Cuando concluyeron las preguntas. Cooper añadió varias reflexiones que todavía no había discutido con nadie, pero que había considerado atentamente la noche anterior.

—Además de revisar los anuncios inmobiliarios que os he descrito, quiero que os fijéis bien en cualquier cosa que os parezca extraordinaria en esos periódicos de los últimos tres meses. Y no me preguntéis qué clase de cosa, porque no tengo ni idea, pero recordad esto: los secuestradores que estamos buscando han estado viviendo en esta zona por lo menos durante un mes o dos, según nuestros cálculos. En todo ese tiempo, por mucho cuidado que hayan tenido, es posible que hayan hecho alguna cosa que haya dejado rastro. La otra posibilidad es que esa pequeña cosa haya salido en la prensa, por el motivo que sea.

—Parece una probabilidad muy pequeña —dijo alguien.

Teddy Cooper asintió.

—Desde luego, una posibilidad entre diez mil de que se haya publicado algún suceso, y otra por el estilo de que uno de vosotros lo encuentre. De acuerdo, lo tenemos muy negro. Pero no olvidéis que para ganar a la lotería hay que jugar un número contra cien mil.

»Lo único que os puedo decir es: Pensad, pensad y pensad. Buscad a fondo y con inteligencia. Usad la imaginación. Os han contratado porque nos habéis parecido listos, así que demostradlo. O sea, investigad nuestro primer objetivo, los anuncios inmobiliarios, pero sin cerrar ninguna puerta.

Cuando terminó, Cooper se quedó sorprendido de que los jóvenes que tenía ante él se levantaran a aplaudirle.

Esa misma mañana, en cuanto la hora le pareció prudente, Harry Partridge había telefoneado a su contacto, el abogado con clientes en el mundo del hampa. Su respuesta fue poco cordial:

—Ah, es usted… Bueno, ya le dije el viernes que haría alguna indagación discreta. Lo he intentado dos veces sin resultado. Pero desde luego, si no me deja respirar…

—Lo siento, yo… —empezó Partridge, pero el otro no le escuchaba.

—Ustedes los cazadores de noticias no se dan cuenta de que en estas cosas somos nosotros quienes nos jugamos el pellejo. Mis clientes, la gente que me contrata, confían en mí y pretendo que siga siendo así. Y le aseguro que les importan un carajo los problemas ajenos, incluidos los suyos y los de Crawford Sloane, por graves que a usted le parezcan.

—Sí, claro, lo comprendo —protestó Partridge—, pero se trata de un secuestro y…

—¡Cállese y escúcheme! Cuando hablamos le dije que estaba seguro de que las personas a quienes yo represento no tenían nada que ver con el secuestro ni nada parecido. Y lo mantengo. También reconocí la deuda que tengo con usted, y le dije que haría todo lo posible. Pero he de andarme con pies de plomo y, además, convencer a mis interlocutores de que su colaboración les beneficiará para que me comuniquen lo que saben o los rumores que hayan oído.

—Mire, le he dicho que lo sentía…

—O sea que —insistió el abogado— no es cosa de machacarlos con una apisonadora, ni de salir disparado como un cohete. ¿Entiende?

—Sí —repuso Partridge suspirando por dentro.

—Deme unos cuantos días más —prosiguió el abogado, moderando el tono—. Y no me llame por teléfono, ya le llamaré yo.

Cuando colgó, Partridge pensó que por más útiles que resultaran los contactos, uno no tenía por qué tenerles simpatía.

Antes de ir a la oficina esa mañana, Partridge había tomado una determinación respecto a si incluirían o no en el boletín nacional la noticia de la relación de un conocido terrorista internacional, Ulises Rodríguez, con el secuestro de la familia Sloane.

Había decidido no darla de momento.

Después de ir a saludar a los nuevos reclutas de Cooper, Partridge fue a buscar a los miembros del equipo especial para informarles del asunto. Encontró a Karl Owens e Iris Everly en la sala de juntas y les explicó sus motivos.

—Yo lo veo así: ahora mismo, Rodríguez representa la única pista que tenemos y él no lo sabe. Pero si difundimos la noticia, hay muchas posibilidades de que Rodríguez se entere y nos pillemos los dedos.

—¿Y qué más da? —preguntó Owens dubitativo.

—Hombre, sí tiene importancia. Todo indica que Rodríguez ha estado escondido, y eso le haría ocultarse aún mejor. Y no hace falta que os diga que ello reduciría notablemente nuestras probabilidades de descubrir dónde está… él y los Sloane, claro.

—Lo entiendo perfectamente —reconoció Iris—, pero ¿crees de veras, Harry, que un bombazo como éste, conocido por una docena de personas como mínimo, permanecerá en secreto hasta que estemos listos? No olvides que todos los medios de comunicación, agencias, audiovisuales y prensa, tienen a sus mejores dotaciones trabajando en esta historia. Lo sabrá todo el mundo en menos de veinticuatro horas.

Rita Abrams y Norman Jaeger acababan de llegar y les estaban escuchando.

—Puede que tengas razón, Iris —le contestó Partridge—, pero creo que debemos correr ese riesgo. No me gustan los sermones, pero pienso que debemos recordar de una vez por todas que nuestro trabajo no es el Santo Grial. Cuando la información pone en peligro la vida y la libertad, las noticias deben pasar a un segundo plano.

—Yo tampoco quiero ponerme pesado —dijo Jaeger—, pero en esto, coincido con Harry.

—Hay una cosa más —añadió Owens—, el FBI. Podemos meternos en un buen lío si lo callamos.

—Ya lo he meditado —dijo Partridge—, y he decidido correr el riesgo. Si ello os plantea algún problema personal, os recuerdo que soy el único responsable. Si se lo decimos al FBI, sabemos por experiencia que pueden contárselo o no a los demás medios de comunicación, según les dé, y por lo tanto perdemos la exclusiva.

—Volviendo a lo de antes —intervino Rita—, existen precedentes. Recuerdo uno en la ABC.

—Cuéntanoslo —le instó Iris.

—¿Os acordáis del secuestro de un avión de la TWA en Beirut, en 1985?

Los demás asintieron. Rita había trabajado en los años ochenta en la ABCNews. Recordaron que el secuestro aéreo fue un atentado terrorista que mantuvo en vilo a la opinión pública durante dos semanas, y que uno de los pasajeros del 847 de la TWA, un buceador de la marina de los Estados Unidos, fue asesinado.

—Casi desde el principio del secuestro —dijo Rita— supimos que a bordo del avión iban tres militares americanos, vestidos de paisano, y en la ABC creíamos que teníamos esa información en exclusiva. La pregunta era: ¿Debíamos difundirla? Bueno, no lo hicimos; creímos que si lo hacíamos, los terroristas se enterarían y matarían a los militares. Al final, lo averiguaron por su cuenta, pero nosotros siempre creímos que con nuestro silencio habíamos ayudado a sobrevivir a dos de aquellos hombres.

—Muy bien —dijo Iris—. De acuerdo. Aunque sugiero que si mañana todavía nadie ha sacado la historia, lo reconsideremos.

—Conforme —accedió Owens, dando por terminada la discusión.

Sin embargo, la importancia de la cuestión aconsejó a Partridge consultárselo a Les Chippingham y Chuck Insen.

El director de los servicios informativos, que recibió a Partridge en su despacho acristalado, apenas se encogió de hombros cuando estuvo al corriente, y comentó:

—Tú eres el responsable de las decisiones del equipo especial, Harry. Si no confiáramos en tu criterio no estarías aquí. De todos modos, gracias por consultármelo.

El director de realización del boletín nacional Últimas Noticias estaba en la presidencia de la Herradura. Mientras escuchaba a Partridge, a Insen le brillaban los ojos.

—Muy interesante, Harry —le dijo, al final—. Buen descubrimiento. Cuando nos lo cedas, lo sacaremos en cabecera. Pero sólo cuando tú digas.

Lo cual dejó a Partridge en libertad para reanudar sus conferencias telefónicas. Así que se instaló en su despacho privado con su libreta azul.

Esa vez, Partridge dejó de lado sus contactos en los Estados Unidos y se centró en Colombia y los países limítrofes: Venezuela, Brasil, Ecuador, Panamá y Perú, además de Nicaragua. En todos esos países, donde había estado con frecuencia, enviado por la CBA-News, había gente que le había ayudado, y a la que también él había hecho favores.

Ese día disponía de una pista concreta, la de Rodríguez, lo cual centraba el tema en una doble pregunta: ¿Conocías la existencia de un terrorista llamado Ulises Rodríguez? Y en tal caso, ¿tienes alguna idea de dónde está o dónde se cree que está?

Aunque Karl Owens había hablado el viernes con sus contactos en América Latina, por lo que Partridge sabía no coincidían con los suyos, hecho poco sorprendente, puesto que tanto los realizadores como los corresponsales cultivaban sus propias fuentes y cuando las tenían, las conservaban.

Ese día, las respuestas a la primera pregunta fueron casi todas afirmativas y a la segunda, negativas. Confirmando los primeros informes de Owens, Rodríguez parecía haber desaparecido del mapa hacía tres meses y no había vuelto a dar señales de vida. Sin embargo, su conversación con un antiguo amigo colombiano, periodista radiofónico de Bogotá, sacó a la luz un punto interesante.

—No sé dónde estará —le dijo su colega—, pero casi podría garantizarte que no está en Colombia. Al fin y al cabo es colombiano, y aunque viva al margen de la ley es demasiado famoso para estar en su tierra una temporada sin que corra la voz. O sea que yo diría que está en el extranjero.

Su conclusión tenía sentido.

Partridge tenía sus sospechas sobre Nicaragua, donde los sandinistas, a pesar de su derrota electoral, todavía tenían una gran influencia y mantenían vivo su antagonismo con los Estados Unidos. ¿Estarían involucrados de alguna manera en el secuestro, con la esperanza de sacarle algún beneficio todavía sin dilucidar? La pregunta no tenía demasiado sentido, pero tampoco lo tenía todo lo demás. No obstante, la media docena de conferencias con Managua, la capital, desembocó en el consenso de que Ulises Rodríguez no estaba en Nicaragua, ni había pasado por allí.

Luego le tocó el turno a Perú. Partridge hizo varias llamadas, y una de ellas en particular le dejó pensativo.

Habló con un antiguo conocido suyo, Manuel León Seminario, editor y propietario de una revista semanal, Escena, publicada en Lima.

Cuando Partridge dio su nombre, Seminario se puso inmediatamente al teléfono. Le atendió en un inglés impecable, y Partridge se lo imaginó con claridad: menudo y atildado, y elegantemente vestido a la última moda.

—Pero hombre, querido Harry… ¡Qué alegría oírte! ¿Dónde estás…? En Lima, espero.

Al enterarse de que le llamaba desde Nueva York, el editor expresó su disgusto.

—Ah… Tenía ganas de almorzar mañana contigo en La Pizzeria. La cocina, te lo aseguro, es tan exquisita como siempre. Así que ¿por qué no coges un avión y te vienes?

—Me encantaría, Manuel. Por desgracia, estoy metido hasta el cuello en un trabajo importante.

Partridge le explicó su función en el equipo especial para el secuestro de los Sloane.

—¡Dios santo! Debí figurarme que era algo así. Ha sido una cosa horrible. Aquí hemos seguido el asunto de cerca y vamos a sacar un artículo a una página en el número de esta semana. ¿Hay alguna novedad?

—Sí —contestó Partridge—, por eso te llamo. Pero de momento es un secreto, así que te agradecería que todo esto sea off the record.

—Bien. —La respuesta era precavida—. Siempre y cuando no tengamos la información.

—Vamos a fiarnos uno de otro, Manuel. Sobre la base de lo que acabas de decir… ¿te parece bien?

—En ese caso, de acuerdo.

—Tenemos varias razones para creer que Ulises Rodríguez está en el ajo.

Se produjo una pausa, y después el periodista peruano dijo bajando la voz:

—Estás hablando de un indeseable, Harry. Por aquí ese nombre es temido y desagradable.

—¿Por qué temido?

—Es un hombre sospechoso de organizar secuestros, que entra y sale furtivamente de Perú, contratado en Colombia por gente de aquí. Es el método de nuestros elementos revolucionarios y criminales. Como sabes, en los últimos tiempos, en Perú los secuestros están a la orden del día. Los empresarios ricos y sus familias son el blanco favorito. Muchos de nosotros llevamos guardaespaldas y conducimos coches blindados para prevenirlo.

—Lo sabía —dijo Partridge—, pero no había vuelto a acordarme. Seminario suspiró de forma audible.

—No eres el único, amigo mío. El interés de la prensa occidental por Perú es localizado, por decirlo de modo suave. Y en cuanto a vuestras emisoras de televisión, es como si no existiéramos.

Partridge sabía que su afirmación tenía parte de verdad. No sabía muy bien por qué, pero los norteamericanos se preocupaban bastante menos de Perú que de otras naciones.

—¿Tienes alguna noticia de si Rodríguez está en Perú, o ha estado ahí recientemente, trabajando para alguien?

—Pues… no.

—Me ha parecido que dudabas un momento.

—No, de Rodríguez no sé nada, Harry. Te lo diría si así fuera.

—¿Y entonces?

—El llamado frente revolucionario criminal lleva varias semanas extrañamente tranquilo. Apenas ocurre nada, nada significativo.

—¿Y qué?

—Ya ha sucedido otras veces y creo que el síntoma es inconfundible, aquí en Perú. Cuando las cosas están tan tranquilas suele significar que se está cociendo algo gordo. En general desagradable y de naturaleza inesperada.

La voz de Seminario cambió de ritmo y adoptó un tono profesional.

—Querido Harry, ha sido un placer charlar contigo. Me alegro mucho de que me hayas llamado. Pero Escena no se edita sola y tengo que dejarte. Ven a verme en cuanto puedas y recuerda: almuerzo en La Pizzeria, mantengo la invitación.

Durante el resto del día, Partridge no dejó de recordar sus palabras: Cuando las cosas están tan tranquilas suele significar que se está cociendo algo gordo.