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Se fueron a casa de Rita. Su apartamento estaba en la calle Setenta y dos, un breve trayecto en taxi desde Sfuzzi. Chippingham vivía más lejos, por encima de la Ochenta, mientras se discutían sus trámites de divorcio con Stasia, pero su apartamento era pequeño, barato para Nueva York, y no estaba orgulloso de él. Echaba de menos el apartamento de Sutton Place que habían compartido Stasia y él durante una década, hasta su ruptura. Aquella casa le estaba vetada en ese momento, era una utopía perdida. Los abogados de Stasia se habían ocupado de eso.

De todos modos, Rita y él se dirigieron al lugar más próximo en busca de intimidad. Sus manos se mantenían ocupadas ya en el taxi, hasta que él le dijo:

—Si sigues haciéndome eso explotaré como el Vesubio, y luego tardaré meses en recuperarme.

—¿Tú? ¡Qué va! —se rió ella, pero desistió.

Por el camino, Chippingham pidió al taxista que se detuviera junto a un quiosco de periódicos. Se bajó y volvió cargado con las primeras ediciones del domingo del New York Times, el Daily News y el Post.

—Bueno, por lo menos ya sé a qué atenerme en cuanto a tu orden de prioridades —observó Rita—. Sólo espero que no pretendas leerlos antes de…

—No, no, después —le aseguró él—. Mucho, mucho después.

Mientras hablaban, Chippingham se preguntaba si llegaría algún día a madurar en su relación con las mujeres. Probablemente no, o, por lo menos, no antes de que se consumiera su libido. Comprendía que algunos hombres envidiarían su virilidad, que a sus cincuenta años en ciernes seguía siendo casi tan poderosa como a los veinticinco. Por otro lado, una efervescencia permanente también tenía sus inconvenientes.

Aunque Rita le tenía excitado en ese momento, como en ocasiones anteriores, y sabía que les esperaba a ambos una velada de placer, sabía también que a las dos o tres horas se preguntaría: ¿Valía realmente la pena? Y en el mismo orden de ideas, también solía preguntarse si sus escarceos amorosos merecían la pena de perder a una esposa a la que quería de veras y, al mismo tiempo, de jugarse su carrera de toda una vida, esto último según le había vaticinado Margot Lloyd-Mason durante su última entrevista en Stonehenge.

¿Por qué lo hacía? En parte, porque nunca había podido resistirse a los jugueteos sexuales cuando surgía la oportunidad, y, en su profesión, tales situaciones se presentaban a menudo. Luego estaba la emoción de la caza, que nunca disminuía, y finalmente la conquista y la satisfacción sexual, tanto de dar como de recibir, ambas igual de importantes.

Les Chippingham tenía un cuaderno, celosamente guardado, donde registraba todas sus conquistas sexuales: una lista de nombres en una clave que sólo él podía descifrar. Todos pertenecían a mujeres que le habían gustado y algunos, a mujeres que había amado de veras durante cierto tiempo. El de Rita, recién añadido a su cuaderno, ocupaba el último lugar de una lista de ciento veintisiete. Chippingham intentaba no considerar la libreta un marcador de triunfos, pero en cierto modo lo era.

Cualquier persona que llevara una vida más tranquila o más inocente consideraría esa cifra algo excesiva, acaso difícil de creer. Pero los profesionales de la televisión o de cualquier otro campo creativo —artistas, actores, escritores— no tendrían el menor inconveniente en aceptarla. Dudaba que Stasia tuviera la menor idea del número de sus incursiones ilícitas, lo cual le trajo a la mente otra pregunta que se hacía con frecuencia: ¿Tenía alguna posibilidad de recomponer su matrimonio, de regresar a la intimidad que Stasia y él habían disfrutado, aun cuando ella conocía sus mariposeos? Deseaba que la respuesta pudiera ser afirmativa, pero sabía que era demasiado tarde. La amargura y las heridas de Stasia eran ya irreversibles. Hacía varias semanas había intentado escribirle una carta con intenciones de aproximación. El abogado de Stasia le había respondido advirtiéndole que no volviera a ponerse directamente en contacto con su cliente.

Bueno, reflexionó, aunque hubiera perdido esa partida, nada le impediría gozar con Rita durante las dos horas siguientes.

Rita también había estado reflexionando sobre su relación con los hombres, pero desde una perspectiva más simple. No se había casado, nunca había conocido a ningún hombre con quien le hubiera gustado atarse para toda la vida. Y en cuanto a su aventura con Les, sabía que no llevaría a ninguna parte. Le conocía y le venía observando desde hacía mucho tiempo, y sabía que Les era incapaz de ser fiel. Volaba de flor en flor con la misma facilidad con que otros hombres se cambiaban de ropa interior. Lo que sí tenía, empero, era un cuerpazo fenomenal con todos sus accesorios a juego, lo cual convertía toda escapada sexual con él en un sueño delicioso, alegre y divino. Cuando llegaron a su apartamento, mientras les pagaba el taxi, ella estaba soñando con esa delicia.

Rita cerró la puerta de su apartamento con llave y al instante siguiente se estaban besando. Luego, sin perder más tiempo, le condujo a su dormitorio, mientras Les se quitaba la chaqueta, se aflojaba la corbata y se desabrochaba la camisa por el camino.

El dormitorio era muy propio de Rita: muy ordenado, aunque cómodo e informal, con tapicerías de chinz en tonos pasteles y almohadones por todas partes. Con destreza, quitó la colcha de la cama, la dobló de cualquier manera y la dejó sobre un sillón. Se desnudó deprisa, lanzando su ropa en todas direcciones, un gesto instintivo para desembarazarse también de las inhibiciones. Mientras cada prenda salía por los aires, Rita sonreía a Les. Él, a su vez, la iba valorando mientras se quitaba los calzoncillos, mandándolos por los aires detrás de la braga y el sujetador de Rita.

Y como otras veces, le gustó lo que veía.

Rita era morena y empezó a teñirse el pelo a principios de la treintena, cuando le salieron las primeras canas. Pero después de cambiar de puesto y de imagen, cuando pasó de corresponsal a realizadora, dejó que la naturaleza siguiera su curso y ahora su pelo tenía una atractiva mezcla veteada de castaño y plata. Su cuerpo también había madurado y había ganado cinco kilos sobre los proporcionados sesenta de su juventud.

—Se podría decir —le dijo ella la primera vez que la vio desnuda— que Afrodita se ha convertido en una cómoda Venus.

—Yo prefiero a la Venus —le dijo él.

En cualquier caso, el cuerpo de Rita, con un metro setenta y ocho de estatura, estaba en una forma espléndida, tenía las caderas redondeadas y los pechos altos y firmes.

Al bajar la mirada, Rita advirtió que Les no necesitaría más estímulos. Sin embargo, él se le acercó despacio, inclinándose a besarle la frente, los párpados y los labios. Después, rodeándole los pechos con las manos, se llevó los pezones, por turno, a la boca. Un estremecimiento de dicha recorrió el cuerpo de Rita al sentir que se le endurecían.

Respirando hondo, pues cada movimiento de su cuerpo era un deleite, las manos de Rita, expertas, bajaron hacia las ingles de Les, suavemente, como la caricia de una pluma. Sintió que el cuerpo de él se electrizaba, oyó su profunda inspiración jadeante y luego un leve suspiro de placer.

Con dulzura, Les la fue empujando hacia la cama, sin dejar de explorar con las manos y la lengua las cálidas humedades de su cuerpo. Cuando ninguno de los dos podía esperar más, la penetró. Rita gritó y poco después se sumió en un paroxismo final y glorioso.

Rita se quedó un momento flotando, saboreando unos instantes de sopor, hasta que su mente, siempre en ebullición, empezó a hacerse preguntas. Sus relaciones sexuales con Les eran siempre tan dulces, tan perfectas, tan bien elaboradas, que Rita se preguntaba si habrían sido siempre así con sus demás compañeras. Suponía que sí. Les tenía una forma de manejar el cuerpo de una mujer que a Rita le producía —y probablemente a las demás también— un puro éxtasis. Y sin duda, la excitación de ella debía de excitarle a él. Sólo después de que ella llegara a un clímax exquisito —¡y qué maravilloso era no tener que fingirlo, ni luchar por él!—, Les explotaba también en sus entrañas.

Después, con el cuerpo blando, mezclados dulcemente los sudores de su unión, se quedaban tumbados juntos, respirando honda y regularmente.

—Leslie Chippingham —dijo Rita—, ¿te han dicho alguna vez que eres el amante más perfecto del mundo? Él se echó a reír y luego la besó.

—El amor es poesía y la poesía requiere inspiración. En este momento, tú eres eso para mí.

—Tampoco se te da mal la verborrea —repuso ella—. A lo mejor eres periodista.

Al cabo de un rato se quedaron dormidos, y cuando se despertaron, volvieron a hacer el amor.

Al final, inevitablemente, Chippingham y Rita se centraron en la pila de periódicos que él había comprado por el camino. Los diseminaron por encima de la cama y él cogió el Times y ella el Post.

Ambos devoraron los últimos acontecimientos relativos al secuestro de la familia de Sloane, que destacaban la explosión del sábado por la mañana en White Plains del vehículo utilizado por los secuestradores y la consiguiente devastación. Desde una perspectiva profesional, Rita se alegró de que la CBA-News no hubiera omitido ningún dato importante en su cobertura del sábado por la noche. Aunque la prensa publicaba reportajes más extensos, con más reacciones, lo esencial era idéntico.

Después de las noticias sobre el secuestro, Rita y Les repasaron la información nacional e internacional, a la que habían dedicado menos atención de lo habitual durante los últimos días. Ninguno de los dos se molestó en leer, y apenas advirtieron, una noticia a una columna que sólo publicaba el Post en las páginas interiores.

CRIMEN PASIONAL DE UN DIPLOMÁTICO

Un diplomático de las Naciones Unidas, José Antonio Salaverry, y su amante, Helga Efferen, han aparecido muertos por arma de fuego ayer sábado en el apartamento de Salaverry situado en la calle Cuarenta y ocho. La policía ha calificado el hecho de «asesinato y suicidio pasionales por celos».

Salaverry era miembro de la delegación peruana ante la ONU. Efferen, ciudadana americana de procedencia libanesa, trabajaba en el banco American-Amazonas, en la sucursal de Dag Hammarskjöld Plaza.

Los cadáveres de la pareja han sido descubiertos a primeras horas del sábado por el encargado de la limpieza. El examen del forense sitúa la hora de la muerte entre las ocho y las once de la noche anterior. La policía afirma poseer una prueba fehaciente de que Salaverry descubrió que Efferen estaba usando su apartamento como base para sus aventuras con otros hombres. Furioso, la mató y luego se suicidó.