Partridge, Rita y Teddy Cooper regresaron juntos a Manhattan a una velocidad bastante más moderada que a la ida. Partridge iba delante junto al chófer de la empresa y Teddy y Rita en el asiento posterior.
Cooper, que había decidido acudir a White Plains en el último momento, había permanecido en segundo plano, observando; parecía preocupado, como concentrándose en algún problema. Partridge y Rita también parecían poco inclinados a hablar al principio. Para ambos, la experiencia de esa mañana había sido siniestra. Aunque habían presenciado en muchas ocasiones los efectos del terrorismo en el extranjero, comprobar su invasión de los suburbios americanos había sido traumático. Era como si una bárbara locura hubiera llegado por fin, envenenando un entorno que, si no apacible, hasta entonces había poseído ciertas bases de lógica. Ese día había empezado la erosión de esa base y ellos sospechaban que podría extenderse y acaso de modo irreversible.
Al cabo de un rato, Partridge se volvió en su asiento para mirar a los otros dos:
—Los británicos estaban convencidos de que el terrorismo exterior no entraría en su país, y sin embargo lo hizo. Aquí pensaba igual la gran mayoría.
—Pues se equivocaban desde el principio —dijo Rita—. Era algo inevitable… sólo cuestión de tiempo.
Ambos asumían con bastante convicción —reconocida por el comisario de policía de White Plains— que el secuestro de la familia Sloane era un acto de terrorismo internacional.
—¿Y quién demonios serán? —dijo Partridge pegándose un puñetazo en la mano—. Tenemos que centrarnos en eso. ¿Quiénes son?
Rita comprendió que Harry había abandonado la idea de renunciar al mando del grupo especial de la CBA.
—Sería natural pensar en Oriente Medio: Irán, Líbano, Libia… el integrismo religioso: Hezbollah, Amal, los chiítas, la Jihad Islámica, la OLP, el FARL, llámalos como quieras.
—Yo también lo estaba pensando —reconoció Partridge—. Pero luego me he preguntado ¿por qué? ¿Por qué iban a molestarse en golpear tan lejos, en correr el riesgo de operar aquí, con tantos objetivos al alcance de la mano?
—Tal vez para impresionar. Para convencer al «gran Satán» de que no estará a salvo en ninguna parte.
—Quizá tengas razón —dijo Partridge asintiendo lentamente. Luego miró a Cooper—: Teddy, ¿cabría considerar la posibilidad del IRA?
El investigador emergió de su ensimismamiento:
—No creo. El IRA es una escoria capaz de todo, pero en América no, porque todavía hay idiotas americanos de origen irlandés que colaboran en su financiación. Si empezaran a actuar aquí, les cortarían el suministro.
—¿Alguna otra idea?
—Yo estoy de acuerdo contigo, Harry, respecto a lo que has dicho acerca de Oriente Medio. Tal vez debiéramos mirar hacia el sur.
—América Latina… —dijo Rita—. Parece coherente. Podría ser Nicaragua, y si no Honduras, o Méjico, incluso Colombia.
Siguieron proponiendo teorías, pero sin llegar a ninguna conclusión. De pronto, Partridge dijo a Teddy:
—Sé que estás rumiando algo en esa retorcida cabecita tuya. ¿Estás dispuesto a compartirlo con nosotros?
—Supongo que sí. —Cooper reflexionó un momento y luego soltó—: Creo que han abandonado el país.
—¿Los secuestradores?
—Sí, con la familia del señor S. Lo que ha pasado ahí esta mañana —el investigador señaló con la cabeza en dirección a White Plains— era como su tarjeta de visita. Para indicarnos qué clase de gente son, lo duro que van a jugar. Es una advertencia para el futuro, para quienes hayan de negociar con ellos.
—A ver si te he entendido bien —dijo Partridge—. Tú crees que calcularon cuánto tiempo se tardaría en descubrir la furgoneta y su voladura y lo prepararon todo para después de su partida…
—Más o menos.
—Pero no es más que una suposición —objetó Partridge—. Puedes estar equivocado.
—Más que una suposición —dijo Cooper meneando la cabeza—, digamos que es un juicio inteligente. Y probablemente acertado.
—Y suponiendo que tengas razón —preguntó Rita—, ¿adónde nos conduce eso?
—Nos conduce —repuso Cooper— a tener que decidir si queremos hacer un esfuerzo importante y caro para encontrar su escondite, aunque esté vacío cuando lleguemos.
—¿Y por qué preocuparnos por eso si, como dices, los pájaros ya han volado?
—Por lo que dijo Harry ayer: todo el mundo deja pistas. Por más cuidado que hayan tenido esos tipos, alguna habrán dejado.
El coche estaba llegando a Manhattan. Iban por la autovía Major Deegan, en dirección al puente de la Tercera Avenida, y el conductor aminoró la velocidad a causa del tráfico más denso. Partridge echó un vistazo al exterior, se orientó, y luego se dirigió de nuevo a los otros dos.
—Anoche —recordó a Cooper— nos dijiste que se te ocurriría alguna idea para intentar localizar la guarida de la banda. ¿Es ése el «esfuerzo importante y caro» al que te referías?
—Puede ser. También podría ser un disparo a ciegas.
—A ver, explícate —dijo Rita.
Cooper consultó un cuaderno y empezó:
—Lo primero que he pensado es la clase de casa que necesitaría esa gente para hacer todas las cosas que comentamos anoche: guardar cinco vehículos como mínimo, seguramente a cubierto, albergar un taller lo bastante grande para pintarlos, y además, dar cobijo, comida y cama a cuatro personas, y probablemente a un par más, para redondear. Para eso les haría falta mucho sitio, y además, cierta independencia para encerrar a los tres Sloane después de secuestrarlos y, para una operación de esta envergadura, alguna clase de despacho. O sea que no sería una casita pequeña, normal y corriente, con vecinos fisgones alrededor.
—De acuerdo —coincidió Partridge—, ¿qué más?
—¿Qué clase de edificación podría ser? —continuó Cooper—. Bueno, yo opino que probablemente una de estas tres: una fábrica pequeña abandonada, un almacén vacío o una casa muy grande con dependencias. Pero en cualquier caso, debería estar situada en alguna zona aislada, solitaria, sin gente rondando y, como ya hemos convenido, a no más de cincuenta kilómetros de Larchmont.
—Tú sólito eres quien lo ha convenido —señaló Rita—, los demás lo hemos aceptado porque no se nos ha ocurrido nada mejor.
—El problema —objetó Partridge— es que en ese radio de cincuenta kilómetros tan sólo, puede haber veinte mil casas que coincidan con tu descripción…
—No tantas —replicó Cooper meneando la cabeza—. Anoche, después de la cena, hablé con algunos de los demás y llegamos a la conclusión de que, limitándonos a las zonas aisladas, habrá entre unas dos y tres mil.
—Pero aun así, ¿cómo demonios vamos a encontrar la que buscamos?
—Ya he dicho que sería un tiro a ciegas, pero puede haber otros medios. Cooper describió su plan a Partridge y Rita, que le escuchaban atentamente.
—Empecemos rumiando esto: cuando los secuestradores llegaron aquí, de dondequiera que vinieran, tuvieron que agenciarse una base cerca de Larchmont, pero no demasiado, como ya hemos dicho. ¿Cómo sería más probable que la encontraran? En primer lugar, eligiendo una zona. Después, harían lo que hace todo el mundo, sobre todo cuando no le sobra tiempo: buscar en los anuncios inmobiliarios de la prensa; y la clase de casa que necesitaban en alquiler o arrendamiento tenía que estar en los anuncios por palabras. Desde luego, no podemos estar completamente seguros, pero existe una gran probabilidad de que realizaran un trámite semejante para encontrar su guarida.
—Claro que existe esa probabilidad —dijo Partridge—. Pero también puede ser que cuando llegaran ya tuvieran un refugio preparado de antemano por sus cómplices desde dentro del país.
Cooper suspiró.
—Pues sí, desgraciadamente. Pero cuando lo único que se tiene para trabajar son probabilidades, uno elige las que le parecen más firmes.
—Bueno, estoy actuando de abogado del diablo, Teddy. Sigue.
—Bueno, sigamos. Lo que tenemos que hacer ahora es estudiar los anuncios inmobiliarios de todos los periódicos, regionales y locales, publicados durante los últimos tres meses, dentro de un radio de cincuenta kilómetros alrededor de Larchmont. Buscaremos anuncios de un tipo determinado: sobre la clase de edificaciones que hemos dicho, y en especial cualquier anuncio que llevase bastante tiempo saliendo y de pronto dejara de aparecer.
Rita se quedó boquiabierta:
—¿Tienes idea de cuántos periódicos, diarios o semanarios, y de cuántas personas…?
—Yo opino lo mismo —la interrumpió Partridge—, pero déjale terminar.
—¿Que si sé la cantidad de periódicos? —Cooper se encogió de hombros—. No, exactamente no, pero me lo imagino. Lo que podemos hacer es contratar personal, joven y listo, para que repase todos los anuncios… Creo que hay un libro… —Cooper consultó sus notas—, Editor and Publisher International Year Book, que recoge todas las publicaciones, grandes o pequeñas. Empezaremos por ahí. De ahí acudiremos a las hemerotecas, y los archivos, algunos en microfilm. Si no, iremos directamente a las redacciones y pediremos que nos dejen repasar los números atrasados. Hará falta mucha gente, y hemos de hacerlo deprisa, antes de que la pista se enfríe.
—Y tú crees que tres meses de anuncios abarcarán… —dijo Partridge.
—Mira, sabemos que esos tipos llevaban cosa de un mes curioseando a los Sloane, y seguro que, cuando empezaron, ya tenían el tinglado montado. Por tanto, tres meses es un período razonable.
—¿Y qué pasará cuando encontremos el anuncio que encaja con lo que estamos buscando?
—Hay diversas posibilidades —dijo Cooper—. Los clasificaremos por prioridades. Luego algunos de los mismos chicos contratados para leer los anuncios seguirán la investigación. Primero, se pondrán en contacto con el anunciante y le harán la pregunta pertinente. Y después, según la respuesta, decidiremos dónde vale la pena que echemos un vistazo de cerca. —Cooper se encogió de hombros—. Haremos muchos viajes en balde, pero no hay más remedio. Espero intervenir personalmente en el rastreo.
Se produjo un silencio, mientras Partridge y Rita meditaban lo que les había dicho Cooper.
—Me parece una idea original, Teddy —anunció Partridge en primer término—, pero has dicho que sería disparar a ciegas, y desde luego que lo es. A ciegas. Ahora mismo, no me hago a la idea de que funcione.
—Francamente —dijo Rita—, creo que lo que pretendes es imposible. Primero, por el número de periódicos… ¡Son una multitud! Y segundo, porque la ayuda material que necesitas costaría una fortuna.
—¿Y no valdría la pena pagarla —le preguntó Cooper—, para recuperar a la familia del señor S.?
—Claro que sí. Pero lo que tú propones no los liberaría. Como mucho puede proporcionar alguna información, y aun así, es poco probable.
—En cualquier caso —terció Partridge—, no vamos a decidirlo nosotros aquí. El dinero es cosa de Chippingham. Cuando nos reunamos con él más tarde, Teddy, puedes volver a contarle tu idea.
El reportaje de dos minutos y medio realizado por Iris Everly para las noticias nacionales de la noche del sábado fue dramático, escalofriante y —según la jerga del ramo— espectacular. Minh Van Canh había empleado la cámara con creatividad en White Plains, como siempre. Iris, una vez de vuelta en las oficinas de la CBA-News, en combinación con el montador Bob Watson, había realizado una pequeña obra maestra de teatro periodístico.
Primero Iris y Partridge se reunieron con Watson en una minúscula sala de montaje —una de las seis salas contiguas, en permanente actividad a medida que se aproximaba la hora de emisión—. Allí repasaron los tres juntos todo el material de vídeo que tenían, mientras Iris hacía un breve esquema del contenido de cada cinta. Una de las últimas cintas, que usarían seguro, mostraba la llegada de los agentes del FBI al escenario de la explosión de White Plains. Al preguntar al oficial del FBI si habían recibido alguna comunicación de los secuestradores, éste señaló en torno y dijo consternado:
—Ésta, si le parece poco.
En las otras cintas había escenas de devastación y las entrevistas de Partridge sobre el terreno.
Cuando terminaron de visionarias, Iris dijo:
—Creo que deberíamos empezar con esa pila de coches ardiendo, mostrar los agujeros en el suelo del edificio, y luego pasar a los muertos y el rescate de los heridos.
Partridge asintió y siguieron discutiendo, esbozando juntos el contenido global del reportaje.
A continuación, todavía en la sala de montaje, Partridge grabó la cinta sonora, con sus comentarios que se superpondrían a las imágenes. Leyendo un guión redactado rápidamente, empezó:
Hoy ha sido disipada salvajemente cualquier duda que quedara acerca de los secuestradores de la familia de Crawford Sloane, terroristas consumados…
La participación de Partridge en la emisión de noticias de esa noche sería distinta de la de los dos días anteriores. El jueves había presentado todo el noticiario, y el viernes lo había presentado a medias con Crawford Sloane. Esa noche realizaría su función normal de corresponsal, puesto que el noticiario del sábado de la CBA tenía su propia presentadora fija, Teresa Toy, una encantadora chinoamericana, muy popular. Teresa había discutido con Partridge e Iris las líneas generales de su reportaje. Después, consciente de que estaba trabajando con dos de los profesionales más capacitados de la emisora, les había dejado proseguir solos sus quehaceres.
Cuando Partridge terminó la grabación en audio, se fue. Iris y Watson tardaron tres horas más en concluir el delicado proceso de montaje, una faceta de los telediarios que rara vez se planteaban los espectadores, que sólo veían el pulido resultado final.
Por fuera, Bob Watson no parecía el candidato apropiado para las tareas meticulosas y pacientes del montaje. Era pesado y simiesco, con los dedos gordezuelos. Aunque se afeitaba todas las mañanas, a media tarde parecía que llevaba una barba de tres días. Y fumaba, uno detrás de otro, unos inmensos puros apestosos que torturaban a quienes tenían que trabajar con él en aquellos cubículos diminutos. No obstante, él les decía:
—Si no fumo, no puedo pensar, así que te saldrá una porquería de reportaje.
Los realizadores como Iris Everly aguantaban la humareda a causa de la pericia de Watson.
El montaje de los reportajes informativos de televisión solía hacerse en las oficinas de las emisoras, en las agencias filiales del mundo entero, o incluso sobre el terreno, en caso de alguna noticia candente. Los boletines diarios de todas las emisoras ofrecían reportajes de las tres clases.
Los instrumentos básicos de un montador de televisión, que Watson manejaba sentado junto a la menuda y voluntariosa Iris, consistían en dos máquinas: dos aparatos de vídeo con unos controles y unos contadores extremadamente precisos. Conectados a esos vídeos se alineaban en formación montones de pantallas y altavoces. A ambos lados y a la espalda del técnico había anaqueles con docenas de cintas, procedentes de los cámaras de la emisora, de la videoteca o de las estaciones filiales.
El proceso consistía en transferir a una cinta maestra, insertada en el vídeo de la izquierda, fragmentos de imágenes y sonido de una multitud de otras cintas, que se pasaban y se rebobinaban en el aparato de la derecha. Transferir una escena, rara vez de más de tres segundos de duración, de la cinta de la derecha a la cinta maestra requería sentido artístico, sentido de la noticia, una paciencia infinita y el pulso firme de un relojero. Al final, el contenido de la cinta maestra era lo que salía en antena.
Watson empezó a ensamblar la primera secuencia que ya estaba elegida: la de los coches ardiendo y el edificio destrozado. Con la velocidad de una clasificadora de correo, iba cogiendo cintas de los anaqueles, insertaba una en el aparato de vídeo de la derecha y, bobinando a velocidad rápida, buscaba la escena requerida. No le gustó, rebobinó hacia atrás y luego hacia delante, se paró en otra toma, volvió a la anterior.
—No —dijo—, hay una secuencia entera desde otro ángulo que está mucho mejor.
Fue cambiando las cintas, visionó y descartó la segunda y por fin escogió otra donde encontró lo que buscaba.
—Empezaremos por ésta y luego seguiremos con el primer plano de la primera.
Iris asintió y Watson fue transfiriendo imágenes y sonido a la cinta maestra. Borró las dos primeras secuencias, que no le gustaban, y se quedó satisfecho con la tercera.
Al cabo de un rato, Iris dijo:
—A ver esas imágenes de la Nissan…
Las pasaron por segunda vez; se trataba de una furgoneta de pasajeros Nissan nueva, recorriendo un frondoso caminito rural, bajo un cielo espléndido.
—Idílico —comentó Iris—. ¿Qué te parece si la usamos y luego empalmamos con los restos de la furgoneta del secuestro después de la explosión?
—Venga.
Después de varios experimentos, Watson las combinó logrando un efecto bastante impresionante.
—¡Fantástico! —murmuró Iris.
—Tú tampoco has estado mal, pequeña —dijo el montador de vídeo exhalando una densa humareda.
Siguieron intercambiando ideas y ocurrencias. La alianza profesional entre el realizador y el montador solía compararse a un dúo. Y muchas veces lo era.
A lo largo de todo el proceso, no obstante, las posibilidades de parcialidad y distorsión eran infinitas. Se podía lograr que un individuo hiciera cosas fuera de contexto. Por ejemplo, se podía mostrar a un candidato político riéndose ante la miseria de unas gentes sin hogar, cuando en realidad había llorado, y esa risa procedía de otro momento y otras circunstancias. Utilizando una técnica llamada «deslizar el audio», se podía trasponer cierto sonido o comentario de una escena a otra, sin que lo supieran más que el montador y el realizador. Cuando iban a entregarse a tales manipulaciones, si había algún periodista en la sala de montaje, se le rogaba que saliera. El periodista tal vez se figurara lo que iban a hacer, pero prefería no saberlo.
Oficialmente se desaprobaban tales prácticas, pero de hecho se producían en todas las emisoras.
Iris había preguntado un día a Bob Watson si sus opiniones políticas —abiertamente socialistas— se reflejaban en sus montajes.
—Claro, en época de elecciones, si creo que puedo hacerlo impunemente. No es tan difícil hacer que alguien parezca bueno, malo o completamente ridículo, a condición de que el realizador lo consienta.
—Pues conmigo ni lo intentes —le soltó ella—, si no quieres meterte en un buen lío.
Watson se había llevado la mano a la frente, en un remedo de saludo militar.
Volviendo al reportaje sobre White Plains, Iris sugirió:
—A ver aquella toma del cráter.
—Mucho mejor. ¡Oh, maldita cabezota! ¡Desconsiderado!
La coronilla de un fotógrafo en primer plano había arruinado la toma, claro ejemplo de la guerra perpetua entre los fotógrafos de prensa y los cámaras de televisión.
En un momento dado, las imágenes de la cinta maestra no coincidían con la banda sonora.
—Necesitamos a Harry para que cambie unas palabras —dijo Watson.
—Ya vendrá. Primero acabemos con lo nuestro.
A Watson le irritaba tener que limitar a tres segundos la duración de cada secuencia.
—En los telediarios británicos duran hasta cinco segundos; así se pueden hacer virguerías, con ayuda del sonido. ¿Sabías que los ingleses tienen un período de atención más largo que el nuestro?
—Sí, eso he oído…
—Y aquí, si usas secuencias de cinco segundos, veinte millones de cretinos se aburren y cambian de canal.
Mientras se tomaban un café y un pequeño descanso y Watson encendía un puro nuevo, Iris le preguntó:
—¿Cómo te metiste en esto?
—Si te lo cuento —cloqueó él—, no te lo vas a creer. —Inténtalo.
—Yo vivía en Miami y trabajaba de portero nocturno en una emisora local de televisión. Uno de los montadores jóvenes que hacía el turno de noche vio que me interesaba el tema y me enseñó cómo funcionaban los aparatos de montaje; eso era antes de las cintas, cuando se utilizaba película. Después, empecé a trabajar como una bestia para terminar en seguida las tareas de limpieza. Y a las tres o las cuatro de la madrugada, me metía en la sala de montaje, a ensamblar los recortes del día anterior que estaban en la papelera, y me montaba mis historias. Al cabo de cierto tiempo, supongo que acabé aprendiendo.
—¿Y entonces?
—Una vez, en Miami, cuando yo todavía era portero, hubo unos disturbios raciales, por la noche. Fue muy gordo. Liberty City, la zona de mayoría negra, estaba en llamas. La emisora de televisión donde yo trabajaba llamó a todo el personal, pero algunos tuvieron dificultades para llegar. Les faltaba el montador de cine, y lo necesitaban con verdadera urgencia.
—Así que tú te presentaste voluntario —dijo Iris.
—Al principio, nadie me creía capaz de hacerlo. Pero estaban cada vez más desesperados, así que me dejaron intentarlo. Al momento, mi material salía en antena. Mandaron una parte de él a la central, que lo utilizó al día siguiente. Duré diez horas en mi empleo: vino el director de la emisora y me despidió.
—¿Te despidió?
—Como portero. Dijo que no estaba por la labor… —Watson se rió—. Luego me contrató como montador. Desde entonces no he parado.
—Qué historia tan bonita —dijo Iris—. Algún día, cuando escriba mi libro, la utilizaré.
Poco después, tras sugerírselo Watson e Iris, Partridge cambió algunas palabras de su comentario para que encajaran con el montaje, y Watson adaptó la grabación. También filmaron el último plano del reportaje, en la calle, frente al edificio de la CBA-News.
Desde su vuelta de White Plains, Partridge había estado angustiado, pensando en lo que diría. Si hubiera sido una noticia normal, le habría resultado fácil hacer un resumen. Pero la relación de la historia con Crawford Sloane era lo que la hacía distinta. Partridge sabía que algunas de las palabras que había considerado angustiarían a Crawf. ¿Debía suavizarlas, echarles un poco de almíbar, o ser un periodista agudo con una única meta: la objetividad?
Al final, la decisión vino por sí sola. Frente las oficinas de la CBA-News, ante el equipo de rodaje y la curiosa mirada de algunos viandantes, Partridge resumió lo que quería decir, memorizó sus notas e improvisó:
El suceso de hoy en White Plains —una monstruosa tragedia para las víctimas inocentes de esa ciudad— es también la peor de las noticias para mi querido compañero Crawford Sloane. Significa, sin la menor duda, que su esposa, su hijo y su padre están en manos de unos criminales salvajes y despiadados, de identidad y procedencia desconocidas. Lo único que está claro es que, sea cual sea su propósito, no se detendrán ante nada para lograrlo.
La naturaleza y la ocasión del atentado de White Plains también plantea la pregunta que se está haciendo tanta gente: ¿estarán a estas alturas las víctimas del secuestro fuera de los Estados Unidos, confinadas en algún lugar remoto, cualquiera que sea?
Harry Partridge, CBA-News, Nueva York.