Hacía cosa de un mes, al poco tiempo de entrar ilegalmente en los Estados Unidos, Miguel había intentado comprar unos ataúdes para el transporte de los rehenes a Perú. Lo había planeado todo a fondo por adelantado y pensaba que sería un mero trámite que se realizaría rápidamente y sin trabas. Pero descubrió que no.
Había ido a una funeraria de Brooklyn, con idea de extender su radio de acción en vez de limitarse al área de Little Colombia en Queens, su centro de operaciones por aquel entonces. El establecimiento se hallaba cerca de Prospect Park, y era un elegante edificio blanco rotulado «Field’s», con un espacioso aparcamiento.
Miguel cruzó una doble puerta maciza de roble que daba a un vestíbulo enmoquetado de color beige dorado, decorado con plantas frescas y pinturas de bucólicos paisajes. Le recibió un atildado hombre de mediana edad que llevaba una americana negra con un clavel blanco en el ojal, pantalones de rayas grises y negras, camisa blanca y corbata oscura.
—Buenos días, caballero —dijo el figurín—. Soy el señor Field. ¿En qué puedo servirle?
Miguel llevaba un discursito preparado:
—Mis padres son muy mayores y desean resolver ciertas diligencias acerca de su futura… ejem, defunción.
Con una inclinación de cabeza, Field transmitió su aprobación y su comprensión.
—Lo entiendo, señor. Muchas personas mayores, en el ocaso de la vida, quieren dejar arreglado su futuro con toda comodidad.
—Exactamente. Bien, mis padres querrían…
—Disculpe, señor. Estaríamos mejor en mi despacho.
—Muy bien.
Field abrió la marcha. Acaso intencionadamente, cruzaron varias salas con butacas y sillones, una de ellas con unas hileras de sillas dispuestas para un servicio fúnebre. En cada sala había un cadáver, retocado con cosméticos y colocado en el interior de un ataúd abierto, sobre un cojín almidonado. Miguel advirtió a algunos dolientes, pero varias de las salas estaban vacías.
El despacho estaba al extremo de un pasillo, discretamente disimulado. En las paredes lucían varios diplomas enmarcados, como los de un consultorio médico, salvo que uno de ellos se refería al «embellecimiento» de cuerpos (adornado con lazos escarlata) y otro al embalsamado. Field le indicó una silla y Miguel se sentó.
—¿Me da su nombre, señor?
—Novack —mintió Miguel.
—Bien, señor Novack, primero debemos discutir las cuestiones generales.
¿Poseen usted o sus padres una parcela en el cementerio?
—Pues no.
—Entonces, ésa debe ser nuestra primera consideración. Hay que conseguirla cuanto antes, porque el asunto de las parcelas se está poniendo muy difícil, sobre todo las bonitas. A menos, por supuesto, que se hayan decidido por la cremación…
Miguel, reprimiendo su impaciencia, meneó la cabeza:
—No. Pero de lo que quería hablarle realmente…
—Después está la cuestión de la religión de sus padres. ¿Qué servicio requerirán? Y hay que tomar otras decisiones. Si quiere hacer el favor de estudiar esto…
Field le tendió lo que parecía una elaborada carta de restaurante. Incluía una larga lista de artículos y servicios aislados como: «Baño, desinfección, preparación y maquillaje del difunto… 250 $», «Suplemento especial para los casos de autopsia… 125 $» y «Asistencia clerical según los distintos credos… 100 $». El «servicio tradicional completo», por 5.900 dólares, incluía, entre otras cosas, un crucifijo de 30 dólares entre las manos del difunto. El ataúd se cobraba aparte y podía costar hasta 20.600 dólares.
—Lo que quiero discutir es lo de los ataúdes —dijo Miguel.
—Por supuesto. —Field se levantó—. Sígame, por favor.
Le condujo por unas escaleras hasta el sótano. Luego penetraron en una sala de exposición enmoquetada de rojo y Field se dirigió en primer lugar al ataúd de 20.600 dólares.
—Éste es el mejor. Está forrado con una gruesa lámina de acero y tiene tres tapas: una de cristal, otra de latón y la tercera de latón acolchado, y puede decirse que es eterno.
Su exterior ostentaba unos adornos muy elaborados, y su interior estaba tapizado en terciopelo morado.
—Desearía algo un poco más sencillo —dijo Miguel.
Se pararon ante dos ataúdes, uno mayor que el otro, valorados en 2.300 y 1.900 dólares.
—Mi madre es una mujer muy menuda —explicó Miguel, pensando: Del tamaño de un niño de once años.
Le llamaron la atención unas cajas muy simples.
—Son para los judíos practicantes —le explicó Field—, que quieren austeridad. Las cajas tienen dos agujeros en el fondo, según la teoría de «tierra a tierra». ¿Es usted judío? —Como Miguel negó con la cabeza, le confió—: Francamente, no sería la clase de última morada que elegiría para los míos.
Regresaron al despacho de Field.
—Ahora sugeriría que tratáramos el resto de las disposiciones. Primero la parcela.
—No hace falta —dijo Miguel—. Quiero pagarle los dos ataúdes y llevármelos.
—Eso no es posible. —Field parecía escandalizado.
—¿Por qué?
—Pues sencillamente, porque no se procede así.
—Tal vez debiera haberle explicado —Miguel estaba empezando a comprender que aquello no era tan sencillo como había pensado— que mis padres quieren comprarse los ataúdes ahora, y llevárselos a casa para verlos todos los días. Para irse acostumbrando, por así decir, a su futura acomodación.
—Nosotros no podemos servirle. —Field parecía anonadado—. Nuestra empresa presta un servicio… cómo le diría yo… «un bono con todo incluido», si me permite la expresión. Si sus padres lo desean, podrían venir a elegir los ataúdes donde reposarán en paz. Pero luego no tendríamos más remedio que guardárselos aquí hasta que llegara el momento de utilizarlos.
—¿Y no se podría…?
—No, señor. En absoluto.
Miguel notó que el hombre perdía interés, o incluso empezaba a sospechar algo, posiblemente.
—Bueno. Lo pensaré y si me interesa ya volveré.
Field le escoltó hasta la puerta. Miguel no tenía la menor intención de volver. Sabía que ya había causado una impresión excesiva con su visita.
Al día siguiente lo intentó en otras dos funerarias de las afueras, haciendo preguntas más breves. Pero le dieron siempre la misma respuesta. Nadie le vendería ataúdes «sueltos».
Entonces Miguel comprendió que sus movimientos fuera de su centro de operaciones habían sido un error, y regresó a Queens y a sus contactos de Little Colombia. A los pocos días le enviaron a una pequeña funeraria cochambrosa de Astoria, no muy lejos de Jackson Heights. Allí le recibió Alberto Godoy.
En términos de establecimientos de pompas fúnebres, el de Godoy era al de Field lo que un bazar de emigrantes a Tiffany’s: estaba adaptado a una clientela de clase baja. Y no sólo eso, la mugre se extendía a la propia persona del propietario.
Godoy era obeso, calvo, con los dedos manchados de nicotina y los rasgos abotargados de un alcohólico. Su uniforme de enterrador, compuesto de chaqueta negra y pantalones de rayas, estaba salpicado de manchas de comida. Tenía la voz cascada y puntuada por una tos de fumador. Durante su reunión con Miguel, que empezó en el minúsculo y desordenado despacho de Godoy, éste se fumó tres cigarrillos, que iba encendiendo con la colilla del anterior.
—Me llamo Novack, y vengo a informarme —dijo Miguel.
—Sí, ya lo sé —asintió Godoy.
—Mis padres son mayores y…
—Ah, ¿ése es el cuento?
Miguel insistió, repitiendo la historia mientras Godoy le escuchaba con una mezcla de tedio e incredulidad. Al final le hizo sólo una pregunta:
—¿Cómo piensa pagarme?
—En efectivo.
—Por aquí —dijo Godoy, con una pizca más de amabilidad.
Una vez más, el sótano proveía el espacio adecuado para la exposición de ataúdes, aunque allí la alfombra era marrón y estaba sucia y gastada, y había menos surtido que en Field’s. Miguel eligió expeditivamente dos ataúdes apropiados, uno de tamaño mediano y el otro, pequeño.
—El mediano —anunció Godoy— vale tres mil dólares. El de niño, dos mil quinientos.
Aunque la referencia «al de niño» contradecía su historia y se acercaba peligrosamente a la verdad, Miguel la ignoró. Y a pesar de su convencimiento de que el precio de cinco mil quinientos dólares era como mínimo el doble de su valor normal, accedió sin discusión. Llevaba dinero encima y pagó en billetes de cien dólares. Godoy le pidió 454 dólares más en concepto de impuestos, que Miguel abonó, dudando que las arcas municipales llegaran a ver nunca ese dinero.
Miguel arrimó la parte posterior de su camión GMC recién adquirido al muelle de carga desde donde izaron a bordo los ataúdes, bajo la cuidadosa supervisión de Godoy. Después, Miguel se los llevó a su guarida, donde los almacenaron hasta su posterior traslado a Hackensack.
Y al cabo de un mes, aproximadamente, volvía al establecimiento de Alberto Godoy a por otro ataúd.
A Miguel le desagradaba volver allí por los riesgos que ello suponía. Recordaba la referencia no meditada de Godoy sobre el ataúd de niño. Así que existía la posibilidad, se decía Miguel, de que Godoy hubiera relacionado el secuestro de la víspera de una mujer y un niño con su compra de los ataúdes. No era probable, pero una de las razones de que Miguel hubiera sobrevivido tanto tiempo como terrorista era que tenía siempre en cuenta todas las posibilidades. Sin embargo, una vez decidido a transportar al tercer cautivo a Perú, no tenía alternativa. Debía correr ese riesgo.
Poco más de una hora después de abandonar las Naciones Unidas, Miguel indicó a Luis que aparcara el coche fúnebre a una manzana de la funeraria de Godoy. Y volvió a abrir su paraguas bajo la lluvia torrencial.
La recepcionista de la funeraria avisó a Godoy por un interfono y luego acompañó a Miguel hasta el despacho del propietario.
El gordinflón contempló a Miguel con suspicacia a través de una nube de humo de tabaco:
—Así que es usted, otra vez. Sus amigos no me habían advertido de su visita.
—No lo sabían.
—¿Qué desea?
Cualesquiera que fueran las motivaciones de Godoy para tratar con Miguel la primera vez, estaba claro que entonces tenía sus reservas.
—Un amigo mío me ha pedido un favor. Ha visto los ataúdes de mis padres y le ha gustado la idea. Así que me ha pedido que yo…
—¡Ay, calle, calle!
Detrás de la mesa de Godoy había una anticuada escupidera. Godoy se quitó el cigarrillo de la boca y soltó un escupitajo.
—Escuche, señor, no perdamos tiempo con lo que ambos sabemos perfectamente que es un puñado de trolas. Le he preguntado qué deseaba.
—Un ataúd. Lo pagaré como los otros dos.
Godoy le miró con ojos inquisitivos.
—Mire, esto es un negocio honrado. Algunas veces, naturalmente, tengo que hacer un favor a sus amigos; y ellos hacen lo mismo por mí. Pero ahora quiero que me conteste a una pregunta: ¿acabaremos pisando mierda?
—No habrá mierda si usted coopera. Miguel infundió a su voz un tono de amenaza, que dio resultado.
—De acuerdo, es suyo —dijo Godoy, moderando su tono—. Pero han subido desde la última vez. El modelo de adulto, cuatro mil.
Sin decir palabra, Miguel abrió la cartera de cartón que le había dado José Antonio Salaverry y empezó a contar billetes de cien dólares. Tendió cuarenta a Godoy, que añadió:
—Más doscientos cincuenta de impuestos.
Cerrando las gomas de la cartera, Miguel le contestó:
—Que os den por el culo a ti y al municipio. Tengo un coche fuera. Que me lleven el ataúd al muelle de carga.
En el almacén, Godoy se quedó un poco sorprendido al ver aparecer un coche fúnebre. Recordaba que se habían llevado los otros dos ataúdes en un camión. Recelando de su cliente, Godoy memorizó la numeración de la matrícula de Nueva York y al regresar a su despacho la anotó, sin saber muy bien por qué. Luego metió la hoja de papel en un cajón y se olvidó en seguida del asunto.
Pese a su sensación de que estaba metido en una cosa que más le valdría desconocer, Godoy sonreía mientras guardaba los cuatro mil dólares en su caja fuerte. Parte de los billetes que su visitante le había dado hacía un mes seguían también en la caja de caudales. Y Godoy no sólo no tenía intención de pagar los impuestos de Nueva York sobre ambas transacciones, sino que tampoco pensaba incluirlas en su declaración de renta. Amañar su inventario de existencias para hacer desaparecer los tres ataúdes sería sencillísimo. La idea le animó tanto que decidió hacer una cosa que hacía con demasiada frecuencia: ir al bar de la esquina a tomarse una copita.
Varios de los amigotes de copas de Godoy le dieron la bienvenida. Poco después, desatada la lengua por los tres Jack Daniel que se había tomado, relató al grupo que un canelo le había comprado dos ataúdes, según él para llevárselos a casa de sus padres y tenerlos a punto para cuando palmaran los pobres viejos, y luego había vuelto a por otro, y todo aquello como quien va a comprar unas sillas o una batería de cocina.
Mientras los otros se tronchaban de risa, Godoy les confió poco después que había sido más listo que el pobre idiota, y le había cobrado el triple de lo normal. Entonces uno de sus colegas lanzó un viva, impulsando a Godoy —cuyas preocupaciones se habían disipado completamente— a invitarles a otra ronda.
Entre los clientes del bar había un colombiano, residente en el país, que escribía una columna en un oscuro semanario de Queens publicado en español. El tipo escribió la historia de Godoy en el reverso de un sobre con un cabo de lápiz, traduciéndola al español sobre la marcha. Le pareció un tema curioso para su columna de la semana siguiente.