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Alrededor de las 11.50, Harry Partridge, en su apartamento de Port Credit, puso en marcha el televisor del cuarto de estar y sintonizó una emisora de Búfalo, Nueva York, filial de la CBA. En la región de Toronto se recibían con nitidez todas las cadenas de televisión de Búfalo, cuyas ondas sólo tenían que atravesar los ciento veinte kilómetros sin obstáculo alguno del lago Ontario.

Vivien había salido y no regresaría hasta media tarde.

Partridge esperaba enterarse, en el noticiario de mediodía, del desenlace del desastre aéreo de Muskegon Airlines de la víspera, en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. Por lo tanto, cuando la CBA interrumpió la programación a las 11.55 para emitir su boletín especial, Partridge estaba ante la pantalla.

Se quedó tan apabullado y horrorizado como todo el mundo. ¿Sería verdad, se preguntó, o no era más que un increíble malentendido? Pero su experiencia le decía que la CBA-News no habría emitido un boletín sin comprobar antes la autenticidad de la noticia.

Mientras contemplaba el rostro de Don Kettering en la pantalla y escuchaba el resto del comunicado, sintió, por encima de cualquier otra cosa, una inquietud personal por Jessica. Y al mismo tiempo, una oleada de camaradería y lástima por Crawford Sloane.

Partridge asumió, sin pensarlo siquiera, que sus recién iniciadas vacaciones habían concluido.

Por lo tanto, no le sorprendió recibir una llamada telefónica cuarenta y cinco minutos más tarde pidiéndole que se presentara en la sede de la CBA-News de Nueva York. Lo que más le sorprendió fue que fuera una llamada personal de Crawford Sloane.

Partridge percibió que Sloane apenas lograba controlar su voz.

—Harry —le dijo Sloane tras los preámbulos de rigor—, te necesito desesperadamente. Les y Chuck están organizando un equipo especial que trabajará a dos niveles: la información que se emitirá cada día y una investigación a fondo. Me han dejado elegir a su responsable. Les he dicho que sólo había una opción: tú…

Partridge pensó que, en todos los años que duraba su relación, Sloane y él nunca habían estado más cerca.

—Cuelga, Crawf —le contestó—. Cogeré el próximo vuelo.

—Gracias, Harry. ¿Te gustaría contar con alguien en especial?

—Sí. Busca a Rita Abrams, dondequiera que esté… en algún lugar de Minnesota… y tráetela. Y también a Minh Van Canh.

—Si no están aquí cuando llegues, no tardarán. ¿Alguien más?

Pensando rápidamente, Partridge contestó:

—Que venga Teddy Cooper de Londres.

—¿Cooper? —Sloane se quedó desconcertado, pero luego recordó—: Ah, el del departamento de investigación, ¿no?

—Exacto.

Teddy Cooper era un inglés de veinticinco años, producto de lo que los británicos llaman con esnobismo una universidad de alto abolengo sobre un cockney de pura cepa. Según Partridge, era además una especie de genio que convertía una investigación ordinaria en un asombroso trabajo de detective.

Partridge había descubierto a Cooper en Europa, cuando éste desempeñaba un trabajo de segunda categoría en la biblioteca de la BBC. Le había dejado muy impresionado su inventiva en una investigación que Cooper había realizado para él. Más tarde contribuyó a que las oficinas de la CBA en Londres le contrataran, por un sueldo más adecuado y más altas perspectivas de futuro.

—Tuyo es —replicó Sloane—. Le meteremos en el próximo Concorde que despegue de Londres.

—Si no te importa —dijo Partridge—, me gustaría hacerte unas preguntas, y así tendré material para ir pensando por el camino.

—Desde luego. Adelante.

Lo que siguió fue casi una réplica de las preguntas formuladas por el agente Havelock. ¿Había recibido amenazas? ¿Alguna enemistad concreta? ¿Algún suceso o experiencia extraño? ¿Tenía alguna idea, aun descabellada, de quién…? ¿Había algún dato que no se hubiera dado por televisión?

El interrogatorio era necesario, pero las respuestas fueron todas negativas.

—¿No se te ocurre nada —insistió Partridge—, algún pequeño incidente, quizás, que despreciaras en su momento, o que apenas llegaras a advertir, que pueda guardar relación con el suceso?

—De momento, no —respondió Sloane—, pero lo pensaré.

Después de colgar, Partridge terminó sus preparativos. Antes de la llamada de Sloane ya había empezado a hacer una maleta que acababa de vaciar hacía menos de una hora.

Telefoneó a Air Canada e hizo una reserva en el vuelo que salía del aeropuerto internacional Pearson de Toronto a las 14.45. Tomaría tierra en el aeropuerto de La Guardia de Nueva York a las cuatro de la tarde. Después llamó a un radiotaxi para que le recogiera a los veinte minutos.

Cuando tuvo cerrado el equipaje, garabateó una nota de despedida para Vivien. Sabía que se quedaría decepcionada por su abrupta partida, como él. Junto a la nota le dejó un sustancioso cheque para pagar los arreglos del apartamento que habían decidido entre los dos.

Mientras pensaba dónde dejaba la nota y el cheque, sonó un timbre: era el interfono del portal. Ya había llegado el taxi.

Lo último que vio antes de irse fueron las entradas para el concierto de Mozart del día siguiente, sobre el aparador. Reflexionó con tristeza que aquello —lo mismo que otras entradas e invitaciones anteriores desaprovechadas— representaba, más que cualquier otra cosa, la irregularidad de la vida de un periodista de televisión.

El vuelo de Air Canada era directo, en un 727 sólo de clase turista. El escaso número de pasajeros permitió a Partridge tumbarse en la sección de tres asientos para él solo. Había asegurado a Sloane que reflexionaría sobre el caso durante el viaje a Nueva York y pretendía empezar a organizar los pasos que deberían dar en el equipo de investigación de la CBA-News. Pero disponía de una información muy escueta, y, evidentemente, insuficiente. Así que, al cabo de un rato, abandonó, pidió un gin-tonic y dejó volar sus pensamientos.

Pensó en Jessica y en su relación con ella desde una perspectiva personal. A lo largo de los años, tras su regreso de Vietnam, se había acostumbrado a considerar a Jessica únicamente como parte del pasado, como una mujer a la que había amado, pero que ya no le importaba y que, en cualquier caso, estaba fuera de su alcance. Hasta cierto punto, reflexionó Partridge, había sido un acto de autodisciplina, un mecanismo de defensa para no compadecerse de sí mismo, pues ése era un sentimiento que aborrecía.

Pero al saber que Jessica corría peligro, admitió que le importaba tanto como antes, que nunca había dejado de quererla. Reconócelo, sigues enamorado de ella. Sí, completamente. Y no de un brumoso recuerdo, sino de una persona de carne y hueso.

Por tanto, fuera cual fuera su función en el rescate de Jessica —y había sido Crawford Sloane quien le había dado la batuta—, Partridge sabía que su amor por ella le guiaría y le sostendría, aunque tuviera que guardar ese amor en secreto, abrasándole por dentro.

Luego, con un característico toque de ese humor suyo tan peculiar, se preguntó: ¿Es una deslealtad?

¿Deslealtad con quién? Por supuesto, con Gemma, que había muerto.

¡Ah, querida Gemma! Esa mañana, al recobrar la única excepción a su aparente incapacidad para llorar, casi había dejado que le invadiera el recuerdo de Gemma. Pero lo había rechazado, porque le resultaba insoportable. Y entonces volvieron a acosarle sus recuerdos. Ella siempre vuelve, pensó.

Varios años después de su corresponsalía en Vietnam y otros destinos arriesgados, la CBA-News mandó a Partridge a Roma de corresponsal residente. Permaneció allí cerca de cinco años.

En el ramo de la televisión, ser destinado a Roma se consideraba un chollo. Había un buen nivel de vida, el coste de la vida era bajo comparado con el de otras ciudades, y, a pesar de las presiones y las tensiones que llegaban inevitablemente desde Nueva York, el ritmo de trabajo era agradable y tranquilo.

Además de informar sobre las historias locales y desplazarse por el país en busca de otras, Partridge cubría el Vaticano. Así que había viajado en varias ocasiones en el avión papal, acompañando al Papa Juan Pablo II en sus peregrinaciones internacionales.

Fue en uno de esos viajes papales cuando conoció a Gemma.

A Partridge le hacía mucha gracia la suposición de los profanos de que un viaje papal era un ejercicio de decoro y comedimiento. En la sección de prensa en particular, en la cola del aparato, más bien era lo contrario. Invariablemente, proliferaban el jolgorio y las copas —alcohol sin restricciones y gratis— y tampoco eran infrecuentes los escarceos sexuales durante los largos vuelos nocturnos.

Un corresponsal colega suyo había descrito a Partridge el avión papal en distintos estratos, como el Inferno de Dante, escalonados desde el infierno hasta el cielo. (Aunque no había ningún aparato concreto destinado permanentemente a los desplazamientos del Papa, la especial configuración interior de todos los aviones solía ser la misma).

En la parte delantera había una espaciosa cabina dispuesta para el pontífice, con una cama y dos o tres sillones amplios y cómodos.

La sección inmediatamente posterior era para los miembros más eminentes del séquito papal: su secretario de Estado, algunos cardenales, el médico del Papa, su secretario y su mayordomo. A continuación, tras otra división, había una cabina para los obispos y otros clérigos de inferior categoría.

Entre las dos cabinas delanteras, y según el tipo de avión, había un compartimiento donde se guardaban los regalos que iba recibiendo el Papa durante el viaje. Era una colección inevitablemente extensa y valiosa.

Finalmente, estaba la última sección del aparato, para los periodistas. La disposición de los asientos era como la de la clase turista, pero con un servicio correspondiente al de primera clase, muchas azafatas, y una comida y unos vinos excelentes. También había espléndidos regalos para la prensa, en general de parte de la compañía aérea en cuestión, que solía ser Alitalia. Las líneas aéreas, con un astuto departamento de relaciones públicas, sabían reconocer las buenas oportunidades para hacerse propaganda.

Y en cuanto a los periodistas en sí, formaban un grupo homogéneo de profesionales, una mezcla internacional de reporteros de prensa, radio y televisión, con sus equipos técnicos, todos ellos con intereses normales, su normal escepticismo, y cierta tendencia, algunas veces, a un comportamiento irreverente.

Aunque ninguna cadena de televisión lo admitiría abiertamente, en el fondo todas preferían que los corresponsales encargados de los temas religiosos, como los viajes papales, no estuvieran comprometidos profundamente con ninguna fe. Temían que un adepto religioso les mandaría reportajes beatos. Preferían un sano escepticismo.

En ese aspecto, Harry Partridge encajaba a la perfección.

Unos siete años después de sus experiencias en los vuelos pontificios, Partridge sentía una gran admiración por el reportaje de Judd Rose, de la ABC, acerca de la visita del Papa Juan Pablo II a Los Ángeles en 1987. Rose lograba con éxito en su comentario un tono intermedio entre el reportaje imparcial y el pirronismo.

Para la capital de los medios de comunicación que es Hollywood, éste es un acontecimiento de masas enviado del cielo. Toda la pompa de una boda real, la animación de un macroestadio, con un reparto multitudinario y una estrella radiante en el centro… La tecnología de la era espacial y la imaginería dramática son la clase de acto que ofrece Juan Pablo, y que la cámara adora.

(El Papa es) cuidadosamente manejado y controlado. Habla mucho pero rara vez se le puede hablar. Los periodistas sólo pueden hacerle preguntas en breves sesiones, a bordo del avión, durante los viajes… La cobertura informativa ha sido exhaustiva. El viaje papal se ha convertido en una extravagancia electrónica como Live Aid o Liberty Weekend, y algunos católicos se preguntan si alguien advertirá la diferencia.

La teología y la tecnología forman una sólida unión y Juan Pablo II la está utilizando para predicar su mensaje como no lo había logrado ningún otro Papa antes que él. El mundo le está contemplando, pero la auténtica prueba para el gran comunicador es saber si también le está escuchando.

Era uno de los viajes más largos del Papa Juan Pablo II, a cerca de una docena de países centroamericanos y caribeños, en un DC-10 de Alitalia. Habían volado durante la noche y, por la mañana temprano, unas dos horas antes de la hora prevista para el aterrizaje, el Papa apareció sin avisar en la sección de prensa de la cola. Llevaba su atuendo de diario: sotana blanca, el solideo en la cabeza y calzando mocasines marrones, lo cual era normal, salvo cuando se vestía especialmente para una misa papal.

Se detuvo junto a Partridge con expresión pensativa. En la cabina de prensa empezaron a encenderse los focos de las cámaras de televisión; algunos reporteros pusieron en marcha sus grabadoras.

Partridge se levantó y deseando iniciar una conversación interesante, inquirió cortésmente:

—¿Ha dormido bien Su Santidad?

—Poco —respondió el Papa, sonriendo.

—¿Poco, Su Santidad? —preguntó Partridge, desconcertado—. ¿Quiere decir pocas horas?

No obtuvo respuesta, sólo una leve inclinación de cabeza. Aunque Juan Pablo II era un consumado lingüista en varios idiomas, cometía algunos solecismos. Partridge habría podido conversar adecuadamente en italiano, pero quería obtener las palabras del papa en la lengua de los espectadores de la CBA.

Decidió formularle una pregunta más noticiable. Durante varias semanas se estaba barajando la posibilidad, discutida y controvertida, de una visita papal a la Unión Soviética.

—Su Santidad —preguntó Partridge—, ¿piensa ir a Rusia?

—Sí. —Fue una respuesta clara y audible. Y luego añadió—: Los polacos y los rusos son esclavos. Pero también son hijos de Dios.

Antes de que nadie pudiera decir nada más, el Papa dio media vuelta y salió en dirección a su zona reservada del avión.

Entre los reporteros hubo un murmullo en varios idiomas, de interrogantes y especulación. Las azafatas de Alitalia, que estaban preparando los desayunos, dejaron su trabajo y se pusieron a escuchar atentamente. Una voz destacó entre las otras:

—¡Habéis oído lo que ha dicho: esclavos!

Partridge miró a su cámara y su técnico de sonido. Ambos asintieron.

—¡Lo hemos cogido! —dijo el ingeniero de sonido.

Alguien rebobinó la cinta de su grabadora. Se oyó claramente la palabra «esclavos».

—Ha querido decir «eslavos» —intervino con vacilación el enviado de una agencia de prensa británica—. Él también es eslavo. Se entiende.

—«Esclavos» nos daría una historia sensacional —propuso en seguida otra voz.

Y era verdad. Partridge también lo sabía. Una transcripción literal del calificativo de «esclavo» desencadenaría el interés mundial, grandes discusiones y tal vez originase un incidente diplomático, con acusaciones e intercambios entre el Kremlin, Varsovia y el Vaticano. Podía ser embarazoso para el Papa y estropearle su viaje triunfal.

Partridge era uno de los profesionales de más edad y experiencia a bordo y gozaba del respeto de sus colegas. Algunos le miraron, en espera de su decisión.

Lo meditó brevemente. Era una anécdota imprevista, algo que no solía acontecer en los viajes papales. Tal vez no hubiera otra. Él, como escéptico, se inclinaba a utilizarla. Y sin embargo… el escepticismo no podía pisotear la normal decencia; y para algunos periodistas, la ética existía.

Tomando una decisión, Partridge dijo claramente para que todos le oyeran:

—Ha querido decir «eslavos». No pienso usar esa historia. No hubo discusiones, ni consenso o acuerdo formal, pero más tarde fue evidente que nadie utilizó el incidente.

Mientras los reporteros y los técnicos regresaban a sus asientos, las azafatas de Alitalia reanudaron su tarea.

Cuando Partridge recogió la bandeja del desayuno, la suya ostentaba un extra que no tenían las demás: un jarro de cristal con una rosa.

Miró a la joven azafata que le había tendido la bandeja y que le sonreía desde arriba, con su elegante uniforme verde y negro. Él ya se había fijado en ella con anterioridad, y había oído a las otras azafatas llamarla Gemma. Pero entonces se quedó sin aliento por su proximidad y, durante un instante, sin habla.

Después siempre recordaba a Gemma, sobre todo en los momentos de terrible soledad, tal y como estaba en aquel instante mágico: a los veintitrés años, hermosa, con una melena oscura y brillante, sus resplandecientes ojos castaños, irradiando vida como una flor fragante por la mañana en el fresco aire de primavera, en una ladera verde iluminada por el sol.

Con inusitada timidez, Partridge señaló la rosa. Más tarde se enteró de que ella había ido personalmente a cogerla a hurtadillas en el compartimento privado del Papa.

—¿Por qué este regalo? —le preguntó él.

Ella le sonrió y le dijo, con un dulce acento italiano:

—Te la he traído porque eres un hombre bueno. Me gustas.

Y él le respondió una inadecuada banalidad:

—Tú también me gustas.

Pero banal o no, en ese momento empezó su gran amor, su duradero amor por Gemma.

Partridge recondujo sus pensamientos al presente justo antes de que el vuelo de Air Canada tomara tierra en Nueva York. Fue el primero que abandonó el avión y cruzó a buen paso la terminal de La Guardia. Como sólo llevaba equipaje de mano, salió del aeropuerto sin demora y cogió un taxi hasta el cuartel general de la CBA-News.

Se dirigió al despacho de Chuck Insen, pero lo encontró vacío. Un realizador de la Herradura le llamó:

—¡Hola, Harry! Chuck está en la conferencia de prensa de Crawf. La están grabando. Ya la verás cuando acabe.

Después, mientras Partridge atravesaba la Herradura, el realizador añadió:

—Ah, por si no te lo ha dicho nadie, esta noche Crawf se queda en el banquillo. Presentarás tú el telediario.