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A las 11.20, en la sala de redacción de la WCBA-TV, la tensión, ya a punto de estallar, seguía aumentando, como era habitual durante la hora que precedía a la emisión del noticiario de mediodía. Ese día en especial había un denso programa de noticias, con varios reportajes compitiendo por la primera posición.

Un famoso pastor evangelista, de visita en Nueva York para recoger un premio religioso, había aparecido muerto en su suite del Waldorf, al parecer por una sobredosis de cocaína, y la prostituta que había pasado la noche con él estaba siendo interrogada por la policía. En el centro de Manhattan estaba ardiendo un bloque de oficinas; la gente, atrapada en los pisos altos, era rescatada por un helicóptero. Un millonario de Wall Street, enfermo terminal de cáncer, recorría las calles del Bronx en una silla de ruedas repartiendo a puñados billetes de cien dólares. Desde un coche blindado que le seguía, le iban aprovisionando de tanto en tanto.

En aquel escenario casi de manicomio, pasaron la llamada telefónica de Bert Fisher al mismo redactor que, al enterarse de quién le llamaba, le espetó:

—Oye, estamos al borde del colapso. ¡Suéltalo todo rápido!

Bert obedeció y el joven periodista exclamó, incrédulo:

—¿Estás seguro? ¿Absolutamente seguro? ¿Tienes la confirmación?

—Del jefe de policía —añadió Bert muy ufano—. Me ha hecho la declaración en exclusiva y se la hice repetir para asegurarme.

El redactor se había puesto en pie y gesticulaba, gritando a la directora de informativos:

—¡Coge la línea cuatro! ¡La línea cuatro!

Apremió a un jefe de logística que estaba en la mesa de al lado:

—Necesitamos un equipo de rodaje en Larchmont, en seguida. No me preguntes de dónde lo sacas, cógelo de otro sitio, de donde sea, y mándalo inmediatamente para allá.

La directora de informativos estaba hablando con Bert Fisher. Cuando hubo tomado nota de lo esencial, le preguntó:

—¿Quién más tiene la historia?

—Yo he sido el primero, soy el primero. Pero cuando me iba estaba llegando alguien de la WNBC.

—¿Le acompañaba un equipo de rodaje?

—No.

El redactor se acercó a ella y le comunicó:

—Tengo las cámaras en camino. Son las que cubrían lo del Bronx. La directora instruyó a Bert Fisher por teléfono:

—No cuelgues.

Después ordenó al redactor que tenía más cerca:

—Coge la línea cuatro. Es Fisher, desde Larchmont. Anótalo todo y luego lo redactas como noticia de cabecera.

Al mismo tiempo, la directora de informativos descolgó un teléfono que conectaba directamente con la emisora de televisión. Lo cogió Ernie LaSalle, el editor de nacionales de la CBA.

—El secuestro de Larchmont se ha confirmado —le dijo—. Hace media hora, un grupo de desconocidos ha raptado a la esposa de Crawford Sloane, su hijo y su padre.

—¡Dios santo! —La incredulidad y el asombro de LaSalle recorrieron la línea—. ¿Lo sabe ya Crawf?

—No creo.

—¿Y la policía?

—Desde luego, y han avisado ya al FBI. Nuestro colaborador, Fisher, tiene una declaración del jefe de policía de Larchmont —repasó sus notas y le leyó en voz alta las palabras del comisario, la pregunta de Fisher y la confirmación—: «correcto».

—Repítemelo —le dijo LaSalle escribiendo frenéticamente.

La directora de informativos de la WCBA se lo repitió, y después añadió:

—Sabemos que la WNBC está en ello, aunque detrás de nosotros. Mira, vamos a darlo a mediodía como sea, e incluso estoy considerando si debemos interrumpir ahora mismo la programación. Pero he pensado que como se trata de la familia…

—Déjate de pamplinas —saltó LaSalle sin dejarla terminar—. Aquí hay algo gordo por medio. Y si se va a dar la noticia, la daremos nosotros.

En apenas unos segundos, Ernie LaSalle meditó sus opciones.

Eran varias.

La primera consistía en tardar todo el tiempo que hiciera falta para localizar a Crawford Sloane, que tal vez no se hallara en la casa y luego comunicarle personalmente con toda la delicadeza del mundo la espantosa noticia. La segunda era coger el teléfono interior que tenía delante y anunciar a todo el departamento el secuestro de la familia de Sloane, a raíz de lo cual se iniciaría indudablemente un torbellino de actividad para emitir un comunicado especial. La tercera era cursar orden a un jefe de control de que la CBA-News saldría al aire al cabo de unos tres minutos, interrumpiendo la programación habitual con un boletín especial. LaSalle era uno de los pocos directivos con autoridad para decidir una intrusión de ese tipo y, a su juicio, la noticia que acababa de recibir era no sólo notable, sino que revestía un inmenso interés público.

Se decidió por la segunda opción. Influyó en ello su conocimiento de que otra emisora de Nueva York, la WNBC-TV —filial de la NBC—, les pisaba los talones. Indudablemente, la NBC-News recibiría en breve un informe de su filial, igual que la CBA. Por lo tanto, no quedaba tiempo para amabilidades. Y en cuanto a salir al aire inmediatamente, había otras personas, como el director del departamento de informativos, Les Chippingham, capacitadas para tomar esa decisión.

«Lamento mucho hacerte esto, Crawf», pensó LaSalle mientras descolgaba el teléfono interior.

—División de nacionales. LaSalle. El secuestro de Larchmont comunicado anteriormente ha sido confirmado por el jefe de policía local, que ha llamado al FBI. Según la policía, las víctimas son la señora Sloane, el joven Nicholas Sloane y… —pese a su determinación y su profesionalidad, a LaSalle se le quebró la voz. Se endureció y prosiguió—:… y el padre de Crawford, que han sido reducidos violentamente y raptados por unos desconocidos. La WCBA está cubriendo el incidente, tenemos más detalles. Creemos que la NBC está en ello, aunque les llevamos una pequeña delantera. La redacción recomienda salir a antena inmediatamente.

El horror y la consternación barrieron toda la división de informativos como una ola. Todo el mundo dejó de trabajar. Muchos se miraron unos a otros, como preguntándose: ¿Es cierto lo que acabo de oír?

Cuando llegó la confirmación, se atropellaban en boca de todos preguntas sin contestación: ¿Cómo era posible una cosa así? ¿Quién lo habría hecho? ¿Era un secuestro por dinero? ¿Qué querrían los secuestradores? ¿Qué posibilidades hay de que la policía les encuentre rápidamente? Oh, Dios mío, ¿cómo estará Crawford?

Un piso por encima de la sala de redacción, los ejecutivos de la Herradura también se quedaron horrorizados, aunque su pasmo duró sólo unos segundos. En seguida, por rutina y pura disciplina, empezaron a funcionar, como galvanizados.

Chuck Insen, el director de realización, salió de su despacho a la carrera. Todos sus instintos periodísticos le decían que debían seguir el consejo de la redacción nacional de salir a antena inmediatamente. En esos casos, el puesto de Insen estaba en la sala de control, cuatro plantas más abajo. Se dirigió a los ascensores y apretó un botón de bajada con el pulgar.

Mientras esperaba impaciente el ascensor, Insen rebosaba de compasión por Sloane, olvidando totalmente por el momento sus diferencias. Se preguntó dónde estaría Crawf. Insen le había visto de lejos un rato antes, y sabía que él y Les Chippingham habían estado hablando en el despacho de Sloane por razones que Insen no ignoraba en absoluto. Presumiblemente, Crawf estaba en la casa y habría oído el comunicado interior. Lo cual planteaba una cuestión crucial.

Cuando se consideraba que una noticia era lo bastante significativa y urgente para interrumpir la programación, solía ser el presentador de la noche —en la CBA, Crawford Sloane— quien se sentaba ante las cámaras. Cuando el presentador no se hallaba en las inmediaciones, le sustituía otro comentarista hasta que aquél aparecía. Pero Insen comprendía que era absolutamente impensable que Sloane diera esa brutal y desgarradora noticia sobre su propia familia.

En ese momento se abrió la puerta del ascensor y el comentarista de temas económicos de la CBA-News, Don Kettering, se dispuso a salir de él. Kettering, de mediana edad, con un espeso bigote y todo el aspecto de un próspero hombre de negocios, abrió la boca para decir algo pero no pudo: Insen le metió de nuevo a empellones dentro del ascensor y pulsó el botón del sótano. Las puertas del ascensor se cerraron.

—¿Pero qué…? —farfulló Kettering.

—Espera —dijo Insen—. ¿Has oído la noticia por megafonía?

—Sí, lo siento horrores. Iba a decírselo a Crawf…

—Vas a decírselo —le interrumpió Insen— a los espectadores. Vete al estudio de avances y siéntate a la mesa. Crawf no puede hacerlo. Tú sí. Me pondré en contacto contigo desde la sala de control.

Kettering, de mente ágil y experto reportero general antes de especializarse en economía, asintió. Incluso parecía alegrarse un poco.

—¿Me vas a adelantar algo?

—Te pasaremos todo lo que tenemos hasta ahora. Tienes un minuto para echarle un vistazo y luego improvisas. Te iremos comunicando todo lo que vaya llegando sobre la marcha.

—Bien.

Insen salió del ascensor y Kettering se dirigió a la planta de emisión.

El edificio bullía de actividad, en algunos casos de forma automática.

En la sala de redacción, el jefe de logística del sector nordeste estaba reuniendo dos equipos de rodaje con sus respectivos corresponsales. Tenían instrucciones de dirigirse a toda prisa a Larchmont y conseguir imágenes del lugar del secuestro y entrevistar a la policía y a algún testigo. Una unidad móvil de transmisión llegaría poco después.

En un pequeño departamento de investigación adjunto a la Herradura, una dependencia de los archivos principales situados en otro edificio, media docena de personas estaban reuniendo precipitadamente por ordenador una biografía de Crawford Sloane y los escasos datos conocidos sobre su familia (pocos, porque Jessica Sloane había insistido siempre en proteger su intimidad y la de Nicholas).

Sin embargo, los documentalistas consiguieron en alguna parte una foto de Jessica, que llegó por fax; un técnico en fotografía estaba esperando a que saliera, inclinado sobre la máquina, para convertirla en una diapositiva. Por la impresora de otro ordenador estaba saliendo un informe sobre la intervención bélica del padre de Crawford, Angus Sloane. También tenían una foto suya. De momento no habían conseguido ninguna foto de Nicky.

Un ayudante de investigación cogió todo el material disponible y bajó corriendo un tramo de escalera hasta el pequeño estudio de avances, adonde acababa de llegar Don Kettering. Justo detrás del ayudante de investigación llegó un ordenanza con el texto del informe de Bert Fisher transmitido por la WCBA-TV. Kettering se sentó ante la mesa central del estudio y, desconectándose de todo lo demás, se sumió en la lectura. A su alrededor iban llegando los técnicos, se encendían los focos. Alguien prendió un micrófono en la americana de Kettering. Un cámara enmarcó a Kettering en su objetivo.

El estudio de avances era el más pequeño del edificio, poco más grande que un modesto cuarto de estar. Tenía una sola cámara y se usaba para las ocasiones como aquélla, porque se podía preparar y empezar a utilizarlo en cuestión de segundos.

Entretanto, en la oscura sala de control donde se instaló Chuck Insen, una realizadora se deslizó hacia el asiento central frente a un panel de monitores, algunos iluminados y otros desconectados. A su derecha tenía a una ayudante con un cuaderno abierto. Los operadores y los técnicos iban ocupando sus puestos y sus órdenes se entrecruzaban.

—Cámara uno. Comprueba el micro.

—Bill, es un comunicado en directo. Rótulo «Interrumpimos la programación» al principio, y al final: «Reanudamos la programación». ¿Entendido?

—Sí.

—¿Tenemos el guión?

—No. Hay que improvisarlo.

—Acerca el vídeo diez unidades.

—Cámara uno, quiero ver a Kettering.

Otros monitores iban cobrando vida, y entre ellos el del estudio de avances. La cara de Don Kettering ocupó la pantalla.

La secretaria de realización hablaba con el jefe de control de la emisora.

—Informativos. Estamos a punto de interrumpir la programación con un boletín. No cuelgue, por favor.

—¿Está lista la transparencia? —preguntó la realizadora.

—Está aquí —contestó una voz.

En otro monitor, unas letras rojas aparecieron en pantalla:

CBA NEWS
BOLETÍN ESPECIAL

—Un momento. —La realizadora se volvió en su asiento para hablar con Insen—: Chuck, estamos listos. ¿Empezamos?

El productor ejecutivo, con un teléfono sujeto en el hombro, contestó:

—Es lo que estoy averiguando.

Hablaba con el director de la sección de informativos, que se encontraba en la sala de redacción, donde Crawford Sloane le estaba rogando que esperaran un poco.

Eran las 11.52.

Cuando llegó el apabullante comunicado de la oficina de nacionales, Crawford Sloane estaba junto a la escalera del cuarto piso, a punto de bajar a la sala de redacción. Su intención era averiguar algo más, si se podía, sobre la información de Larchmont.

Cuando los altavoces se pusieron en marcha, se detuvo a escuchar. Luego, sin poder creer lo que oía, se quedó inmóvil, aturdido y en estado de shock. Su momentáneo trance fue interrumpido por una de las secretarias de la Herradura, que le había visto pasar y se le acercó corriendo, llamándole, sin aliento:

—¡Oh, señor Sloane! Le llama la policía de Larchmont. Quieren hablar con usted urgentemente.

Él siguió a la chica y contestó desde su despacho.

—Señor Sloane, soy el detective York. Estoy en su domicilio y tengo que comunicarle una desgraciada…

—Acabo de enterarme. Cuénteme todo lo que sepa.

—En realidad, señor, muy poca cosa. Sabemos que su esposa, su hijo y su padre salieron hacia el supermercado Grand Union hace unos cincuenta minutos. Dentro del supermercado, según los testigos, se les acercó…

El detective continuó su relato de los hechos, incluyendo la supuesta partida a la fuerza del trío en la furgoneta Nissan.

—Acabo de oír que están en camino varios agentes especiales del FBI y otro va a reunirse con usted. Me han encargado que le diga que existe cierta preocupación en torno a su propia seguridad. Va a recibir protección, pero, por el momento, no debe usted salir del edificio.

La mente de Sloane era un torbellino. Consumido de ansiedad, preguntó:

—¿Tienen alguna idea de quién puede haberlo hecho?

—No, señor. Ha sucedido todo de repente. Estamos absolutamente a oscuras.

—¿Lo sabe mucha gente… lo que ha pasado?

—Que yo sepa, no mucha —y el detective añadió—: y cuanto más tiempo se mantenga así, mucho mejor.

—¿Por qué?

—En los casos de secuestro, señor Sloane, la publicidad puede ser perjudicial. Ya tendremos noticias de los secuestradores… Probablemente intenten primero ponerse en contacto con usted. Luego, posiblemente el FBI quiera pactar con ellos, iniciar las negociaciones. No deseamos que medio mundo se meta por medio. Ni ellos tampoco porque…

—Detective —le interrumpió Sloane—, seguiré hablando con usted un poco más tarde. Ahora mismo tengo que hacer muchas cosas.

Consciente de la actividad de la Herradura, y sabiendo lo que ello significaba, Sloane quería retrasar cualquier acción precipitada. Salió en tromba de su despacho gritando:

—¿Dónde está Les Chippingham?

—En la sala de redacción —le dijo un editor. Y luego, con amabilidad—: Crawf, lo siento en el alma, pero me parece que va a salir en antena… Sloane casi no le oyó. Se precipitó escalera abajo. En la sala de nacionales, el director de informativos discutía apresuradamente con otros ejecutivos.

—¿Qué fiabilidad tiene nuestro colaborador de Larchmont? —estaba preguntando Chippingham.

—La WCBA dice que es un antiguo colaborador, desde hace años, honrado, cabal y fiable —dijo Ernie LaSalle.

—Entonces creo que debemos emitir la noticia.

—¡No! ¡No! —Sloane irrumpió en el corro—. Les, por favor, no lo hagas. Necesitamos más tiempo. La policía acaba de decirme que ya llegarán noticias de los secuestradores. La publicidad puede perjudicar a mi familia.

—Crawf —dijo LaSalle—, sabemos lo mal que lo estás pasando. Pero es una historia de campeonato, y los otros la tienen. Y no van a callársela. La WNBC…

—¡Sigo diciendo que no! —exclamó Sloane meneando la cabeza. Luego se enfrentó con el director de la sección—: ¡Les, por favor… esperad!

Se produjo un embarazoso silencio. Todos sabían que, en otras circunstancias, Sloane sería el primero en apremiar la salida a antena. Pero ninguno tuvo el valor de decirle: «Crawf, no puedes pensar con coherencia».

Chippingham miró el reloj de la sala de redacción: las 11.54.

LaSalle tenía a Insen al otro extremo del hilo, y anunció:

—Chuck dice que están listos. Quiere saber si vamos a interrumpir la programación o no.

—Dile que lo estoy decidiendo —contestó Chippingham.

Estaba planteándose si debía esperar hasta las doce. En los monitores podían ver las programaciones nacionales de todas las emisoras. La CBA estaba dando un popular folletón; cuando concluyera entraría la publicidad. Cortar entonces significaba una interrupción muy cara. ¿Serían tan esenciales esos seis minutos?

En ese instante, varias computadoras de la sala de redacción emitieron simultáneamente un pitido. En las pantallas apareció una «B»: la señal de un despacho urgente de prensa. Alguien leyó una pantalla y anunció en voz alta:

—La Associated Press tiene la noticia del secuestro de los Sloane. Sonó otro teléfono en la mesa del editor. LaSalle descolgó, escuchó un momento y luego dijo muy serio:

—Gracias por comunicárnoslo. —Colgó e informó a los directivos—: Era la NBC. Nos han llamado por cortesía, para decirnos que tienen la historia. La van a dar a las doce.

Faltaban unos segundos para las 11.55.

Chippingham tomó una decisión:

—¡Adelante! LaSalle, dile a Chuck que interrumpa la programación.