Jessica iba a la compra todos los jueves por la mañana y no pensaba alterar su rutina ese día. Al enterarse, Angus se ofreció a acompañarla. Nicky, que estaba en casa porque no había clase ese día, quiso ir también para estar con su abuelo.
—¿No tienes que practicar un poco el piano? —le preguntó su madre, vacilando en darle permiso.
—Sí, mamá. Pero puedo hacerlo más tarde, me sobra tiempo.
Sabiendo que Nicky era muy concienzudo con sus ejercicios y algunas veces practicaba hasta seis horas diarias, Jessica no opuso objeción.
Salieron los tres de la casa de Park Avenue en el Volvo familiar de Jessica cerca de las once, una hora y cuarto después que Crawford. Hacía una mañana preciosa y los árboles lucían sus colores otoñales mientras el sol reverberaba en el estrecho de Long Island.
La asistenta de los Sloane, Florence, ya había llegado a trabajar y contempló cómo se marchaban por una ventana. También vio que un coche aparcado en una calle adyacente arrancaba y tomaba la misma dirección que el Volvo. En ese momento no concedió mayor atención al segundo vehículo.
La primera escala de Jessica fue, como siempre, el supermercado Grand Union, de Chatsworth Avenue. Metió el coche en el aparcamiento del supermercado y luego entraron los tres.
Los colombianos Julio y Carlos observaron sus movimientos desde el Chevrolet Celebrity que había seguido al Volvo a discreta distancia. Carlos, que ya había notificado su partida de la casa, hizo otra llamada por el radioteléfono, anunciando que «los tres paquetes estaban en el contenedor número uno».
En esa ocasión, Julio llevaba el volante y no penetró en el aparcamiento del supermercado, sino que se quedó observando desde la misma calle. Siguiendo las instrucciones que Miguel le había dado previamente, Carlos se apeó del Chevrolet y se dirigió a pie a una posición más próxima al supermercado. A diferencia de los otros días, en que llevaba un atuendo más informal, se había puesto un traje marrón y corbata. Cuando Carlos ocupó su puesto, Julio se llevó el Chevrolet, por si había sido advertido, al refugio del centro de operaciones de Hackensack.
Cuando recibió el primero de los dos mensajes telefónicos, Miguel se hallaba en la furgoneta Nissan de pasajeros, aparcada cerca de la estación de ferrocarril de New Haven de Larchmont. La furgoneta no llamaba la atención en el aparcamiento, rodeada por los vehículos de quienes preferían desplazarse a Nueva York en tren. Con Miguel estaban Luis, Rafael y Baudelio, aunque los cuatro resultaban muy poco visibles, porque las ventanillas traseras estaban cubiertas por una fina lámina de plástico oscuro. Luis ocupaba el asiento del conductor, por su habilidad al volante.
Cuando supieron que eran tres los que habían abandonado la casa, Rafael exclamó:
—¡Ay! Eso significa que les acompaña el viejo*. Eso nos fastidia los planes.
—Bueno, entonces nos cepillamos al pedorro —dijo Luis, tocándose un bulto en su chaqueta de ante—. Con una bala bastará.
—Tú sigue las órdenes que tienes —le espetó Miguel—. Y no hagas nada sin mi permiso.
Era consciente de que Rafael y Luis estaban permanentemente dispuestos a estallar, como un rescoldo a punto de lanzar furiosas llamaradas. Rafael, de constitución fornida, había sido boxeador profesional durante una temporada y exhibía unas cuantas cicatrices. Luis había estado en el ejército colombiano, una escuela de duros. Acaso llegara el momento en que la agresividad de esos dos hombres resultara útil, pero entretanto había que tenerla a raya.
Miguel ya estaba considerando la complicación del tercer implicado. Hasta ese momento, su elaborado plan incluía sólo a la esposa y el hijo de Sloane. Ellos, y no Crawford Sloane, habían sido desde el principio el objetivo de Sendero Luminoso y el cártel de Medellín. Debían secuestrarlos y retenerlos como rehenes para lograr unas exigencias sin especificar.
Pero la cuestión inmediata era qué hacer con el viejo. Matarle, como había sugerido Luis, sería fácil, pero eso podría acarrearles otros problemas. Probablemente, Miguel no determinaría nada hasta el momento crucial, que no tardaría en producirse.
Habían tenido suerte en una cosa: la mujer y el niño iban juntos. La meticulosa vigilancia de las últimas semanas había demostrado que la mujer iba a la compra todos los jueves por la mañana. Miguel sabía también que el niño no tenía clase ese día. Carlos, haciéndose pasar por un pariente, había obtenido tal información por teléfono en el instituto de Chatsworth Avenue al que asistía Nicholas. Lo más problemático era cómo coger a la mujer y el niño juntos. Y ahora, sin saberlo, le habían resuelto el problema ellos mismos.
Cuando llegó el segundo mensaje de Carlos indicando que habían entrado los tres en el supermercado, Miguel asintió y luego se dirigió a Luis:
—Conforme. ¡Vamos!
Luis puso en marcha la furgoneta Nissan. Su siguiente parada, a media docena de manzanas de allí, sería el aparcamiento del supermercado. Mientras se encaminaban hacia allá, Miguel volvió la cabeza para observar a Baudelio, el norteamericano del grupo, que seguía siendo su fuente de preocupación.
Baudelio era un nombre supuesto, elegido por sus superiores. El hombre tenía bien cumplida la cincuentena, pero aparentaba tener veinte años más. Demacrado, con la cara chupada, la piel cetrina y un ralo bigote gris bastante desaliñado, parecía un espectro. Era médico, había ejercido en Boston como especialista en anestesiología, y también alcohólico. Seguía siendo alcohólico, pero ya no ejercía como médico, al menos oficialmente. Diez años atrás le habían revocado para siempre su licencia para el ejercicio de la medicina, porque, bajo los efectos del alcohol, se había excedido con la anestesia de un paciente que iba a sufrir una intervención quirúrgica. Había tenido fallos similares con anterioridad y sus colegas siempre le habían protegido, pero, en aquella ocasión, había costado la vida del paciente y no se podía pasar por alto.
Este hecho cortó su futuro en los Estados Unidos; tampoco tenía vínculos familiares ni hijos. Su esposa le había abandonado hacía unos años. Él había visitado Colombia varias veces y decidió instalarse allí. Al cabo de un tiempo descubrió que podía utilizar su experiencia profesional con propósitos turbios, e incluso criminales, si no formulaba preguntas. No estaba en situación de hacer remilgos y aceptaba cualquier tarea que le propusieran. A pesar de todo, logró mantenerse al día en su especialidad leyendo publicaciones médicas. Precisamente por eso había sido elegido para ese trabajo por el cártel de Medellín, que ya le había requerido en otras ocasiones.
Miguel fue informado de todos esos antecedentes, con la advertencia de que, mientras durara la misión, había que privar a Baudelio de toda clase de alcohol. Para reforzar la prohibición le darían píldoras de Antabuse, a razón de una diaria. Después de ingerir esa droga, cualquiera que probara una gota de alcohol se sentiría muy mal, y Baudelio estaba al tanto de dicho efecto.
Como era bastante frecuente que los alcohólicos hicieran trampa y escupieran la píldora en secreto, Miguel debía asegurarse de que Baudelio ingería todos los días su dosis. Miguel llevaba a cabo esas instrucciones de mala gana. En el escaso tiempo de que disponían, tenía multitud de responsabilidades y preferiría haber evitado la de «ama de cría».
Además, una vez al corriente de las debilidades de Baudelio, Miguel decidió no confiarle un arma de fuego. Era el único miembro del grupo que no iba armado.
—¿Estás preparado? —preguntó Miguel a Baudelio, mirándole con recelo—. ¿Has entendido todo lo que tienes que hacer?
El ex médico asintió. Recobró brevemente un vestigio de orgullo profesional.
—Sé con exactitud lo que hay que hacer —le contestó éste, mirándole directamente a los ojos—. Cuando llegue el momento puedes confiar en mí y concentrarte en tu propio cometido.
No del todo convencido, Miguel se volvió. Tenían el supermercado Grand Union justo delante.
Carlos vio llegar la furgoneta Nissan de pasajeros. El aparcamiento no estaba demasiado lleno y la Nissan aparcó en una plaza libre justo al lado del Volvo familiar de Jessica. Cuando Carlos les vio aparcar se dirigió al interior del supermercado.
Jessica dijo a Angus, señalando el carrito del supermercado a medio llenar:
—Si te apetece alguna cosa en especial, no tienes más que cogerla.
—Al abuelo le gusta el caviar —dijo Nicky.
—Debería haberme acordado —dijo Jessica—. Vamos a coger un tarro.
Se dirigieron a la sección gastronómica, donde descubrieron una oferta especial con surtidos de caviar. Angus fue inspeccionando los precios y dijo:
—Es carísimo.
—¿Tienes idea del dinero que gana tu hijo? —le preguntó Jessica en voz baja.
—Bueno —sonrió el anciano, bajando también la voz—, he leído en alguna parte que cerca de tres millones de dólares al año.
—El cerca es correcto —rió Jessica, encantada con la compañía de Angus—. Vamos a coger un poco.
Señaló una lata de caviar Beluga de doscientos gramos en una vitrina cerrada, que ostentaba el precio de 199,95 dólares.
—Esta noche nos lo tomaremos de aperitivo antes de la cena. Justo en ese momento, Jessica advirtió a un hombre joven, delgado y bien vestido, acercándose a otra clienta, no muy lejos de ella. Parecía que le hacía una pregunta. La mujer meneó la cabeza. El joven se dirigió a otra señora. De nuevo, como si le hiciera una pregunta y una respuesta negativa. Con una pizca de curiosidad, Jessica contempló al hombre acercarse a ella.
—Disculpe, señora —dijo Carlos—. Estoy intentando localizar a una persona.
No había perdido a Jessica de vista, pero no se había dirigido hacia ella en primer lugar deliberadamente; en cambio, había dejado que ésta le viera hablando con los otros clientes.
Jessica advirtió su acento español, pero eso no era raro en Nueva York. También pensó que su interlocutor tenía una mirada dura y fría, pero no era asunto suyo.
—¿Sí? —fue todo lo que le contestó.
—La señora Sloane.
—Yo soy la señora Sloane. —Jessica se quedó sorprendida.
—Señora, lamento tener que darle una mala noticia. —Carlos, con una expresión de gravedad en la cara, estaba representando muy bien su papel—. Su marido ha tenido un accidente. Está gravemente herido. La ambulancia le ha llevado al hospital Doctors. Yo he venido a buscarla para acompañarla allí. En su casa me han dicho que usted estaría aquí.
Jessica se quedó sin aliento y se puso pálida como la cera. Instintivamente, se llevó una mano a la garganta. Nicky, que había oído las últimas palabras, se quedó petrificado.
Angus, después de su asombro inicial, fue el primero en recuperarse y se hizo cargo de todo. Señaló el carrito:
—Jessie, déjalo todo ahí y vámonos.
—Se trata de papá, ¿verdad? —exclamó Nicky.
—Me temo que sí —dijo Carlos muy serio.
Jessica cogió al niño por los hombros.
—Sí, cariño. Ahora mismo vamos a verle.
—Venga conmigo, señora Sloane —dijo Carlos.
Jessica y Nicky, todavía aturdidos por la estremecedora noticia, siguieron rápidamente al joven del traje marrón hacia la puerta principal del supermercado. Angus iba detrás. Había algo que no encajaba, pero no sabía qué.
En el aparcamiento, Carlos les precedió en dirección a la furgoneta Nissan. Las dos portezuelas del lado del Volvo estaban abiertas. Carlos advirtió que la furgoneta tenía el motor en marcha y Luis estaba al volante. La silueta confusa de la parte trasera debía de ser Baudelio.
No había rastro de Rafael ni Miguel.
Cuando llegó a la altura del vehículo, Carlos dijo:
—Vayamos en la furgoneta, señora. Será…
—¡No! ¡No! —Jessica, nerviosa y angustiada, revolvía en su bolso en busca de las llaves del coche—. Cogeré mi coche. Ya sé dónde está el hospital Doctors…
Carlos se interpuso entre el Volvo y Jessica y la agarró del brazo.
—Señora, es mejor que…
Jessica intentó desasirse, pero Carlos la apretó con más fuerza, empujándola hacia delante.
—¿Pero qué hace? —gritó ella, indignada—. ¡Suélteme!
Por primera vez, Jessica empezó a pensar después del impacto de la terrible noticia que acababa de recibir.
Unos metros detrás, Angus comprendió de repente lo que había estado cavilando. El joven les había dicho en el supermercado: «Está gravemente herido. La ambulancia le ha llevado al hospital Doctors».
Pero ese hospital no aceptaba urgencias. Angus lo sabía por casualidad, porque el año anterior había visitado durante varios meses a un antiguo compañero suyo del ejército del aire que estaba ingresado allí, y acabó conociendo bastante bien el hospital. El hospital Doctors era grande y famoso, estaba cerca de Gracie Mansión, la residencia del alcalde, y en el trayecto que recorría Crawford para ir a trabajar. Pero las urgencias iban al hospital de Nueva York, varias manzanas hacia el sur… Y todos los conductores de ambulancias lo sabían.
¡Así pues, aquel joven mentía! Lo del supermercado había sido un montaje! Y lo que estaba pasando también era sospechoso. Dos hombres, cuyo aspecto desagradó profundamente a Angus, acababan de aparecer por detrás de la furgoneta. Uno de los dos, un matón enorme, se había reunido con el primer joven… ¡y estaban metiendo a Jessica a la fuerza en la furgoneta! Nicholas, un poco más rezagado, no se había dado cuenta.
—¡Jessica, no entres! —gritó Angus—. ¡Nicky, corre! Huye…
No pudo concluir la frase. Un culatazo se abatió sobre la cabeza de Angus. Sintió un dolor agudo y abrasador; todo empezó a dar vueltas a su alrededor y luego se derrumbó, inconsciente. Luis se había bajado de la furgoneta rápidamente y le había atacado por la espalda. Casi de la misma embestida, Luis cogió a Nicholas.
—¡Socorro! —empezó a chillar Jessica—. Por favor… auxilio… ¡Que alguien nos ayude!
El fornido Rafael, que estaba ayudando a Carlos a sujetar a Jessica, le tapó la boca con una mano inmensa, y con la otra la empujó al interior de la furgoneta. Él subió detrás de ella, sin dejar de sujetarla mientras ella chillaba y forcejeaba, con los ojos desorbitados.
—¡Apúrate!* —gruñó Rafael a Baudelio.
De un maletín abierto en el asiento contiguo el doctor sacó una compresa de gasa que momentos antes había empapado en cloruro de etilo. Apretó la compresa contra la boca y la nariz de Jessica, y la mantuvo un momento. Los ojos de Jessica se cerraron al instante, su cuerpo se aflojó y perdió el conocimiento. Baudelio profirió un gruñido de satisfacción, aun a sabiendas de que los efectos del fármaco durarían apenas cinco minutos.
Entretanto, acababan de meter a Nicholas, que también se debatía, en el vehículo. Carlos le sujetó mientras recibía el mismo tratamiento.
Baudelio, sin perder un momento, cortó con unas tijeras la manga del vestido de Jessica y luego le inyectó el contenido de una jeringuilla hipodérmica en el brazo. Era Midazolam, un fuerte sedante que la mantendría inconsciente durante una hora por lo menos. Luego puso al niño una inyección similar.
Mientras tanto, Miguel había arrastrado a Angus, inconsciente, hasta la portezuela de la furgoneta. Rafael, libre ya de Jessica, se bajó de un salto y sacó su pistola, una automática Browning. Le quitó el seguro, apremiando a Miguel:
—¡Déjame que lo liquide!
—¡No, aquí no!
Toda la operación de coger a la mujer y al niño se había desarrollado con increíble celeridad, en menos de un minuto. Sorprendentemente, parecía que nadie había presenciado el suceso; ello se debía a que estaban protegidos por el escudo de los dos vehículos y por fortuna no había pasado nadie. Miguel, Carlos, Rafael y Luis iban armados y había un subfusil ametrallador Beretta en la furgoneta por si tenían que escapar del aparcamiento a tiros. Tal y como iba todo, podían largarse sin disparar un tiro y coger una buena delantera antes de que se emprendiera una persecución. Pero si dejaban allí al viejo —cuya cabeza sangraba profusamente, dejando trazas de sangre en el suelo— darían en seguida la alarma. Tomando una decisión, Miguel ordenó:
—Ayúdame a subirlo.
Lo realizaron en cuestión de segundos. Luego, al meterse en la furgoneta y cerrar la portezuela lateral, Miguel vio que se equivocaba respecto a la ausencia de testigos. Entre dos coches a unos veinte metros, una anciana con el pelo blanco y un bastón les estaba observando. Parecía extrañada y desconcertada. Mientras Luis arrancaba la Nissan, Rafael también descubrió a la anciana. En un solo movimiento, cogió el fusil ametrallador, lo empuñó y empezó a apuntar por la ventanilla trasera.
—¡No! —le gritó Miguel.
No es que le diera pena la viejecita, pero parecían tener muchas probabilidades de salir de allí sin sembrar la alarma. Dio un empellón a Rafael y adoptó una expresión despreocupada:
—No se alarme —gritó Miguel por la ventanilla—. Estamos rodando una película…
Advirtió el alivio y una sonrisa incipiente en el rostro de la mujer. Después abandonaron el aparcamiento y no tardaron en salir de Larchmont. Luis conducía con pericia, sin perder tiempo. A los cinco minutos estaban en la autopista de Nueva Inglaterra, la interestatal 95, en dirección hacia el sur, a gran velocidad.