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Eran las 19.40 cuando Crawford salía del garaje del cuartel general de la CBA, al volante de un Buick Somerset. Como de costumbre, utilizaba un coche de la compañía; su contrato laboral especificaba que siempre tendría un automóvil a su disposición, e incluso con chófer si lo deseaba, aunque él no solía pedirlo. Pocos minutos más tarde, cuando abandonaba la Tercera Avenida y tomaba por la calle Cincuenta y nueve, en dirección a FDR Drive, seguía reflexionando sobre el espacio informativo que acababan de transmitir.

Al principio sus pensamientos se habían centrado en Insen, pero luego decidió olvidarse del productor ejecutivo hasta el día siguiente. Sloane no tenía la menor duda sobre su capacidad para manejar a Insen y mandarle adonde le conviniera… tal vez a la vicepresidencia de alguna emisora, lo cual, pese a su sonoro título, era una degradación después de trabajar en el principal informativo nacional. A Sloane ni se le ocurrió que pudiera darse el proceso contrario. Si se lo hubieran sugerido, se habría echado a reír, sin lugar a dudas.

En cambio, se puso a pensar en Harry Partridge.

Sloane reconocía que para Partridge, el reportaje de Dallas, apresurado pero excelente, había sido una nueva medalla en una carrera profesional ya de por sí sobresaliente. Sloane había logrado ponerse en contacto por teléfono con Partridge en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth, le había felicitado y le había pedido que transmitiera su felicitación a Rita, Minh y O’Hara.

Era normal que el presentador de informativos felicitara a los corresponsales —noblesse oblige— aunque, en el caso de Partridge, Sloane lo hacía sin gran entusiasmo. Ese sentimiento subyacente había dado un tono de incomodidad a la intervención de Sloane, como solía sucederle en casi todas sus conversaciones con Partridge. Éste parecía relajado, aunque su voz denotaba cansancio.

Haciendo acopio de honestidad, en el silencio y el aislamiento de su coche que proseguía la marcha, Sloane se preguntó: «¿Qué siento respecto a Harry Partridge?». La respuesta brotó, con idéntica sinceridad: «Hace sentirme inseguro».

La pregunta y la respuesta tenían sus raíces en un pasado reciente.

Ambos se conocían desde hacía más de veinte años, el tiempo que llevaban en la CBA, pues se habían incorporado a la emisora casi simultáneamente. Desde el principio ambos tuvieron éxito en su profesión, aunque con caracteres opuestos.

Sloane era conciso, quisquilloso, impecable en su atuendo y su discurso; le gustaba mandar y manejaba la autoridad con naturalidad. Sus subordinados debían llamarle «señor» y cederle el paso. Podía ser frío, ligeramente distante con las personas que no conocía a fondo, aunque en el trato personal, a su aguda mente no se le escapaba lo más mínimo, ya fuera explícito o implícito.

El comportamiento de Partridge, por el contrario, era informal y su aspecto, desaliñado; le encantaban las viejas chaquetas de mezclilla y rara vez se ponía un traje. Tenía un trato fácil que hacía sentirse cómodos a sus interlocutores, y algunas veces daba la impresión de que todo le importaba un pimiento, lo cual era un truco. Partridge había aprendido desde muy joven que, como periodista, se descubrían más cosas fingiendo no tener autoridad y ocultando su aguda inteligencia.

También existían diferencias de extracción social entre ellos.

Crawford Sloane, de una familia de clase media de Cleveland, había empezado su carrera en la televisión en dicha ciudad. Harry Partridge realizó su aprendizaje televisivo en Toronto, en la CBC —Canadian Broadcasting Corporation— y antes había trabajado como hombre del tiempo en pequeñas emisoras locales de radio y televisión, en el Canadá occidental. Había nacido en Alberta, cerca de Calgary, en una aldea llamada De Winton, donde su padre era granjero.

Sloane se había licenciado en la Universidad de Columbia. Partridge no había terminado sus estudios universitarios, pero había enriquecido y ampliado su educación trabajando en los medios de comunicación.

Durante mucho tiempo, sus carreras en la CBA corrieron paralelas; y como consecuencia de ello, se les llegó a considerar competidores. El mismo Sloane consideraba a Partridge un rival, incluso una amenaza para su promoción. Sin embargo, no estaba seguro de si Partridge habría pensado lo mismo alguna vez.

La competencia entre los dos parecía mayor mientras fueron corresponsales de guerra en Vietnam. Fueron enviados allí por la emisora a finales de 1967, en principio para trabajar en equipo, y en cierto sentido eso hicieron. Sloane, empero, consideraba la guerra como una oportunidad de oro para progresar en su carrera; ya entonces tenía en mente la butaca de presentador del telediario nacional de la noche.

Sloane sabía que para medrar había una cosa esencial: aparecer en los noticiarios nacionales con la máxima frecuencia posible. Por lo tanto, en cuanto llegó a Saigón decidió que lo importante era no alejarse demasiado del «Pentágono Oriental», el cuartel general del Estado Mayor del ejército de los Estados Unidos en Vietnam (MACV), que estaba en la base aérea de Tan Son Nhut, a diez kilómetros de Saigón. Y cuando tenía que desplazarse, no demoraba demasiado su regreso.

Recordaba, a pesar de los años transcurridos, una conversación entre él y Partridge, que le había comentado:

—Crawf, nunca conseguirás entender esta guerra encerrado en el Saigon Follies o remoloneando por el Caravelle.

Las primeras eran las ruedas de prensa militares en la jerga periodística; y el último, el hotel más popular para tomar una copa entre la prensa internacional, los oficiales de graduación y los funcionarios de la embajada de los Estados Unidos.

—Si lo dices por los riesgos —le respondió Sloane de mal talante—, estoy dispuesto a correr tantos como tú.

—No se trata de peligros. Todos los corremos. Me refiero al tratamiento en profundidad. Yo quiero conocer a fondo este país y comprenderlo. Quiero dedicar algún tiempo a objetivos no militares, sin limitarme a seguir las batallas e informar de los tiroteos como quiere el ejército. Eso es demasiado fácil. Y cuando escribo sobre temas bélicos, quiero estar en primera línea, para averiguar si lo que nos cuentan los portavoces del USIS es cierto.

—Para hacer todo eso —advirtió Sloane—, tienes que pasarte fuera muchos días o incluso semanas…

Partridge pareció divertido.

—Pensaba que tú lo entenderías en seguida. Estoy seguro de que también te habrás dado cuenta que mis planes de trabajo te permitirán aparecer en pantalla casi todas las tardes.

A Sloane le había producido cierto desasosiego que adivinara sus pensamientos con tal facilidad, aunque a fin de cuentas eso fue lo que ocurrió.

Nadie podría decir que Sloane no trabajó duramente mientras estuvo en Vietnam. Lo hizo, y también corrió peligros. En algunas ocasiones realizó misiones en territorio del Vietcong, a veces en la misma línea de fuego, y en aquellas situaciones tan arriesgadas se preguntaba, con lógico temor, si lograría salir vivo de allí.

Finalmente, siempre lograba salirse con la suya y rara vez permanecía fuera más de veinticuatro horas. Además, cuando regresaba, traía invariablemente dramáticas imágenes bélicas e historias de gran interés humano sobre los jóvenes americanos en combate, la clase de material que deseaba Nueva York.

Siguiendo aplicadamente sus planes, Sloane no se excedía en hazañas arriesgadas y solía estar en Saigón a punto para las ruedas de prensa militares y diplomáticas que, en aquel momento, eran noticia. Hasta mucho más adelante no se tendría conciencia de la superficialidad del tratamiento informativo de Sloane ni de que las imágenes dramáticas —para la televisión— eran la más absoluta prioridad, muy por encima de todo análisis meditado y algunas veces incluso de la propia verdad. Pero cuando eso se hizo evidente, a Crawford Sloane ya no le importaba.

La táctica de conjunto de Sloane funcionó. Siempre había sido impresionante delante de una cámara y en Vietnam aún más. Se convirtió en uno de los favoritos de los productores de la Herradura de Nueva York y aparecía con frecuencia en el boletín de la tarde, algunas semanas hasta tres y cuatro veces, que era la manera en que un corresponsal se daba a conocer, no sólo entre los espectadores, sino entre los ejecutivos que tomaban las decisiones en el cuartel general de la CBA.

Harry Partridge, por su parte, llevó a cabo sus propios planes y actuó de otra forma. Investigó pormenorizadamente otras historias que requerían más tiempo y le condujeron, en compañía de un cámara, a lugares más recónditos de Vietnam. Estudió las tácticas militares tanto norteamericanas como del Vietcong, analizando las razones de que no funcionaran en ninguno de los dos bandos. Estudió la relación de fuerzas, estuvo en las zonas conflictivas recopilando datos referentes a la eficacia de los ataques aéreos, las avanzadillas por tierra, las bajas y otros temas de logística. Algunos de sus reportajes contradecían los informes militares oficiales de Saigón, otros los confirmaban, y fue este segundo tipo de reportajes —favorables al ejército norteamericano— lo que separó a Partridge y algunos otros periodistas de la mayoría de corresponsales que cubrían la guerra de Vietnam.

En aquella época, la mayor parte de los reportajes sobre la guerra de Vietnam era negativa y adversa. Una generación de periodistas jóvenes —algunos de ellos simpatizantes de los movimientos de protesta pacifistas— desconfiaban y, a veces, despreciaban al ejército estadounidense, y gran parte del tratamiento informativo reflejaba esas convicciones. Ejemplo de ello fue la ofensiva enemiga de Tet. Los medios de comunicación proclamaron que Tet fue una victoria comunista total y aplastante, afirmación que dos décadas más tarde, después de una investigación pormenorizada, se reveló falsa.

Harry Partridge fue uno de los pocos periodistas que, en aquel entonces, dio la información de que en Tet, las tropas norteamericanas estaban haciéndolo mucho mejor de lo que se venía diciendo; también que el enemigo no estaba tan boyante como pretendían los comunicados y fracasaba en alcanzar algunos de sus objetivos. Al principio, los productores ejecutivos de la Herradura pusieron en duda sus reportajes y quisieron aplazarlos. Pero, después de discutirlo, el impecable historial de fiabilidad de Partridge logró convencerles y sus trabajos fueron emitidos.

Uno de los reportajes de Partridge que no llegó a emitirse incluía una crítica a las opiniones personales negativas presentadas dentro del contexto informativo por el venerable Walter Cronkite, a la sazón presentador del noticiario de la CBS.

Cronkite, durante un programa especial de la CBS sobre «las consecuencias de Tet», había declarado que «la sangrienta experiencia de Vietnam acabaría en un punto muerto» y que «teníamos que superarnos por todos los medios, el enemigo podía igualarnos…».

Luego continuaba: «Decir que la victoria está cerca es creer… a los optimistas que se han equivocado en el pasado». Por lo tanto, Cronkite alentaba a América a «negociar, no como vencedora, sino como un pueblo honorable que había cumplido con su compromiso de defender la democracia y lo había hecho lo mejor posible».

Estos comentarios intercalados entre las noticias escuetas tuvieron un efecto tremendo y, como expresó un comentarista, «dieron fuerza y legitimidad al movimiento pacifista». Se contaba que el presidente Lyndon Johnson dijo que si había perdido a Walter Cronkite, había perdido a la nación entera.

Partridge, a través de diversas entrevistas con una serie de personajes, logró sugerir que no sólo Cronkite podía estar equivocado sino que, consciente de su poder y de su influencia, el presentador de la CBS se había comportado, según las palabras de uno de los entrevistados, «como un presidente no elegido y contraviniendo sus cacareados principios de imparcialidad del periodismo».

Cuando llegó a Nueva York el reportaje de Partridge, fue discutido durante horas y subió a las más altas instancias de la CBA antes de que se alcanzara el consenso de que atacar a la figura nacional de «papá Walter» podía ser como jugar con fuego. No obstante, se hicieron copias extraoficiales del reportaje de Partridge, que circularon en secreto entre los profesionales de los servicios informativos.

Las excursiones de Partridge a las zonas de combate podían mantenerle alejado de Saigón durante una semana, e incluso más tiempo. Una vez que entró ilegalmente en Camboya, permaneció ilocalizable cerca de un mes.

Sin embargo, volvía siempre con alguna historia interesante y al finalizar la guerra todavía se recordaban algunas por su perspicacia. Nadie, incluyendo a Crawford Sloane, discutió nunca que Partridge fuera un periodista soberbio.

Desgraciadamente, como sus reportajes eran menos numerosos y, por lo tanto, menos frecuentes que los de Sloane, Partridge pasó mucho más inadvertido.

Hubo otra cosa en Vietnam que afectó el futuro de Partridge y Sloane: Jessica Castillo.

Jessica…

Crawford Sloane, conduciendo casi automáticamente por unas calles que recorría dos veces todos los días, había dejado la calle Cincuenta y nueve y seguía por la avenida York. Después de unos cuantos cruces torció a la derecha por el acceso norte a FDR Drive. Al poco rato, ya por la margen del East River, libre de cruces y de semáforos, se concedió un aumento de velocidad. Su casa estaba en Larchmont, al norte de la ciudad, en el estrecho de Long Island, a media hora de allí.

Tras él, un Ford Tempo azul también aceleró.

Sloane estaba relajado, como casi siempre a esa hora del día, y sus pensamientos volvieron a Jessica… que había sido, en Saigón, novia de Harry Partridge… pero al final se había casado con Crawford Sloane.

En aquella época, en Vietnam, Jessica tenía veintiséis años, era esbelta, vivaracha, tenía una espesa melena castaña y, en ocasiones, la lengua muy afilada. No toleraba la menor tontería a los periodistas con los que tenía que tratar como portavoz oficial del Servicio de Información de los Estados Unidos (conocida por USIS en el extranjero). La agencia tenía el cuartel general en la arbolada calle Le Qui Don, en la Biblioteca Lincoln, antes teatro Rex, y el antiguo rótulo del teatro permanecía en su lugar bajo la ocupación de la USIS. Algunos miembros de la prensa acudían a la agencia más veces de las necesarias, esgrimiendo preguntas que esperaban les granjearan un poco más de dedicación de parte de Jessica.

Jessica jugueteaba con su atención porque le divertía. Pero cuando la conoció Crawford Sloane, su corazón pertenecía rotundamente a Harry Partridge.

Todavía hoy, pensaba Sloane, había cosas de aquella antigua relación entre Partridge y Jessica que él seguía desconociendo, cosas que nunca había preguntado y que ya nunca sabría. Pero el hecho de que ciertas puertas se hubieran cerrado hacía más de veinte años y hubieran permanecido cerradas desde entonces nunca le había… nunca le impediría hacerse preguntas sobre los detalles y las intimidades de aquella época.