A escasos minutos de la emisión de los titulares del boletín de noticias de la noche de la CBA, llegó la primera información acerca del inminente aterrizaje forzoso de un Airbus A-300 en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. Eran las 18.21, hora de Nueva York, cuando el director de la oficina de Dallas de la CBA comunicó a uno de los productores de Nueva York, por el altavoz de la sala de la Herradura:
—Estamos a la espera de un aparatoso aterrizaje forzoso en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. Ha habido una colisión en vuelo: una avioneta y un Airbus con el pasaje completo. El aparato pequeño ha caído. El Airbus está en llamas y va a intentar tomar tierra. Las radios de la policía y las ambulancias parecen enloquecidas.
—¡Dios santo! —exclamó otro realizador de la Herradura—. ¿Qué posibilidades hay de obtener imágenes?
La Herradura, una mesa inmensa con cabida para doce personas, era el lugar donde se planificaban y se elaboraban todos los boletines de noticias de la cadena de televisión, desde primerísima hora de la mañana hasta el último segundo de emisión de cada día de la semana. En las emisoras rivales como la CBS, la llamaban la Pecera, en la ABC, el Corro, y en la NBC, el Despacho. Pero, comoquiera que se la llamara, su significado era el mismo.
Al parecer, en esta sala se encuentran los mejores cerebros en lo que a apreciación y toma de decisiones informativas se refiere: director, presentador, realizadores, redactores, guionistas, director gráfico y sus ayudantes de mayor categoría. También hay, como instrumentos de una orquesta, media docena de terminales de ordenador, teletipos, una centralita de teléfonos sofisticadísimos y monitores de televisión donde se puede contemplar en cualquier momento desde unas imágenes de vídeo sin montar, o un reportaje a punto de emitirse, hasta las transmisiones de la competencia.
La Herradura se encuentra en el cuarto piso del edificio de oficinas de los servicios informativos de la CBA, en el centro de la planta, con despachos a un lado: los del personal directivo del boletín nacional de Últimas Noticias, que, a diversas horas del día, huyen del habitual frenesí de la Herradura y se refugian en sus despachos individuales.
Ese día, como casi siempre, presidía la Herradura Chuck Insen, el director ejecutivo. Enjuto y mordaz, era un periodista veterano, iniciado en la prensa en sus años de juventud y todavía en la actualidad, con una preferencia pueblerina por las noticias domésticas en detrimento de las internacionales. Con cincuenta y dos años, Insen era muy viejo para los baremos corrientes de la televisión, aunque no daba muestras de debilidad, incluso después de cuatro años en un cargo que solía quemar a la gente en dos. Chuck Insen podía ser brusco, y lo era muy a menudo; nunca había podido soportar la estupidez o las charlas intrascendentes, por la sencilla razón de que las presiones de su tarea no le dejaban tiempo.
Ese día, un miércoles de mediados de septiembre, la tensión se encontraba al máximo. A lo largo de todo el día, desde primeras horas de la mañana, el esquema del boletín nacional de últimas noticias, la selección de temas y su orden de importancia habían sido revisados, debatidos, corregidos y decididos. Los corresponsales y los enviados especiales de todo el mundo habían contribuido con ideas, habían recibido instrucciones y las habían ejecutado. Durante todo ese proceso, las noticias del día habían sido reducidas a ocho crónicas de corresponsalía, a las que se adjudicaba entre un minuto y medio y dos minutos, más dos narraciones en off y cuatro tomas de estudio. La narración en off es el comentario del presentador sobre un fondo de imágenes, y la toma de estudio, el presentador en pantalla sin imágenes; ambas con una duración media de veinte segundos.
Y de repente, a menos de ocho minutos de salir en antena, la aparatosa noticia de Dallas les obligaba a remodelar todo el bloque de noticias. Aunque ninguno sabía cuánta información adicional les llegaría, ni de qué imágenes dispondrían, para incluir la historia de Dallas debían prescindir por lo menos de uno de los reportajes previstos y recortar otros. Habría que cambiar la secuencia de noticias en función del tiempo y las necesidades del ritmo de emisión, la cual se iniciaría mientras terminaban de resolver las modificaciones. Estos imprevistos sucedían con bastante frecuencia.
—Esquema nuevo, todo el mundo aquí —ordenó Insen resueltamente—. Ponemos Dallas en cabecera, con Crawf en toma de estudio. ¿Ha llegado ya algún teletipo?
—El de la Associated Press. Ya lo tengo —respondió Crawford Sloane, el presentador, leyendo el boletín que acababan de entregarle. Unos siete millones de personas veían casi todas las noches del año la cara familiar de Sloane, sus rasgos angulosos, su pelo veteado de gris, su mandíbula prominente y sus ademanes autoritarios aunque tranquilizadores. El presentador ocupaba su asiento habitual, la privilegiada butaca a la derecha del director ejecutivo. Crawf Sloane también era un veterano periodista que había ascendido en el escalafón con paso firme, sobre todo después de su labor como corresponsal de la CBA en Vietnam. Tras ser enviado especial en la Casa Blanca y trabajar durante tres años como presentador de la cuña informativa de medianoche, Sloane se había convertido en una institución nacional, un miembro de élite de los mass media.
Dentro de pocos minutos, Sloane se dirigiría al estudio. Mientras, para redactar personalmente su texto, recurriría a la llamada de Dallas que había oído por el altavoz más algún dato adicional del informe de la Associated Press. No todos los presentadores redactaban sus textos, pero Sloane, si podía, prefería escribir él mismo lo que iba a decir. Pero tenía que darse prisa. Volvió a oírse la sonora voz de Insen. El director ejecutivo, consultando el esquema original de esa edición, dijo a uno de los realizadores:
—Elimina a Arabia Saudí. Quítale quince segundos a Nicaragua. Sloane se estremeció mentalmente al oír la decisión de quitar el reportaje sobre Arabia. Era una noticia importante, de dos minutos y medio, bien presentada por el corresponsal de la CBA en Oriente Medio, sobre los planes de comercialización del petróleo saudí. Al día siguiente, la historia no valdría un centavo, porque sabían que las otras emisoras la tenían y la transmitirían esa noche.
Sloane no discutía la decisión de sacar en cabecera la noticia de Dallas, pero, personalmente, él hubiera eliminado la crónica del Capitolio referente al delito de un senador. El legislador había malversado ocho millones de dólares de una asignación colosal, dinero que beneficiaba a un amigo personal suyo que había contribuido económicamente a su campaña. El escándalo había salido a la luz gracias a las diligentes indagaciones de un reportero.
Pese a ser más pintoresco, el tema de Washington era menos importante, pues la corrupción de un miembro del Congreso no era nada anormal. Pero tal decisión, pensó el presentador con amargura, era típica de Chuck Insen: una vez más, se descartaba una noticia del extranjero, cuando, según Sloane, ésas eran las que debían subrayar.
La relación entre el director ejecutivo y el presentador nunca había sido buena, pero últimamente había empeorado por desacuerdos de este tipo. Al parecer, sus opiniones se iban alejando cada vez más, no sólo en lo referente a las noticias que debían tener prioridad en cada boletín, sino también en el modo de tratarlas. Sloane, por ejemplo, prefería el tratamiento en profundidad de unos cuantos temas importantes, mientras que Insen era partidario de mencionar la mayor cantidad de noticias aun a costa de «contarlas telegráficamente», según su propia expresión.
En otras circunstancias, Sloane habría discutido la eliminación de la crónica de Arabia, tal vez con éxito, porque el presentador también era editor y tenía bastantes atribuciones, pero en esta ocasión no había tiempo. Rápidamente, Sloane se dio impulso con los talones, para realizar una experta maniobra con su silla giratoria, que le colocó ante el teclado de un ordenador. Concentrándose e ignorando la conmoción que le rodeaba, tecleó el texto de introducción del boletín de esa noche.
En Dallas-Fort Worth se puede estar fraguando una tragedia. Hemos sabido que hace unos minutos se ha producido una colisión en vuelo entre dos aviones de pasajeros, uno de ellos, un Airbus de Muskegon Airlines, con el pasaje completo. El choque tuvo lugar cuando sobrevolaban la ciudad de Gainsville, Texas, al norte de Dallas. La agencia Associated Press ha informado que el otro aparato, al parecer de poco tonelaje, se ha estrellado. En este momento no disponemos de noticias de su suerte o de las posibles víctimas del accidente. El Airbus sigue en vuelo, incendiado, y los pilotos van a intentar un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En tierra, los bomberos y las ambulancias se mantienen a la espera…
Mientras sus dedos volaban por las teclas, en un rincón de su mente Sloane pensaba que pocos espectadores apagarían su televisor antes de que concluyera el espacio informativo de esa noche. Añadió una frase a su texto invitando al espectador a permanecer en esa sintonía y luego pulsó la tecla de impresión. Después pasaría una copia al teleprompter y cuando él llegara al estudio del piso de abajo, lo tendría a punto en el panel electrónico para leerlo. Mientras Sloane, con su fajo de papeles en la mano, se dirigía a toda prisa hacia las escaleras para bajar la tercera planta, Insen gritaba a un realizador:
—¿Qué demonios pasa con las imágenes del aeropuerto?
—No ha habido suerte, Chuck… —el realizador, con el receptor del teléfono en el hombro, estaba hablando con el editor de nacionales de la sala de redacción—. El avión incendiado se está acercando al aeropuerto, pero nuestra unidad móvil está a cuarenta kilómetros de allí. No les dará tiempo.
—¡Mierda! —maldijo Insen.
Si se otorgaran medallas por los trabajos peligrosos en el ámbito de la televisión, Ernie LaSalle, el editor de información nacional, tendría el pecho lleno de ellas. A sus veintinueve años se había distinguido en su trabajo, corriendo frecuentes riesgos, como realizador de exteriores de la CBA en el Líbano, Irán, Angola, las Malvinas, Nicaragua y otros lugares infernales en plena efervescencia. Aunque tales situaciones y crisis seguían existiendo, en ese momento LaSalle contemplaba el escenario nacional, que a veces también podía ser bastante infernal, desde una cómoda butaca de cuero del despacho acristalado que dominaba la sala de redacción.
LaSalle era compacto, no muy alto, dinámico; llevaba una barba cuidada y ropa de calidad… de yuppie, comentaban las malas lenguas. Su cargo como editor de información nacional suponía mucha responsabilidad, que compartía tan sólo con otro directivo del departamento de redacción, el editor de información extranjera. Ambos tenían su mesa en la sala de redacción, que ocupaban cuando se producía alguna noticia candente y ellos tenían que intervenir activamente. El asunto del aeropuerto de Dallas-Fort Worth era una de estas noticias y, por tanto, LaSalle corrió a su mesa de redacción. La sala de redacción se hallaba en la planta inmediatamente inferior a la Herradura, lo mismo que el estudio de emisión, que utilizaba la hirviente sala de redacción como telón de fondo. La sala de control, donde el productor ejecutivo combinaba los componentes técnicos de cada emisión, estaba en el sótano del edificio.
Habían transcurrido siete minutos desde que el director de la agencia de Dallas había anunciado que el Airbus accidentado se dirigía al aeropuerto. LaSalle colgó bruscamente un teléfono y descolgó otro, mientras leía en la pantalla de su ordenador un nuevo informe de la Associated Press. Estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para conseguir cubrir esa noticia, y al mismo tiempo mantenía a la Herradura al tanto de sus progresos. LaSalle era quien les había participado la desalentadora noticia sobre la situación de la unidad móvil de la CBA más cercana… que, aunque se dirigía hacia el aeropuerto de Dallas infringiendo todas las limitaciones de velocidad, se hallaba aún a cuarenta kilómetros de su objetivo. Ello se debía a que habían tenido un día muy ajetreado en las oficinas de Dallas, y todos los equipos de rodaje, los realizadores de exteriores y los corresponsales habían salido a alguna misión, con la mala fortuna de que todas estaban muy lejos del aeropuerto. Por supuesto, no tardarían en llegar imágenes, pero serían diferidas y no en directo, del aterrizaje forzoso del Airbus, que evidentemente sería espectacular y acaso desastroso. Tampoco era probable que dispusieran de imágenes para la primera emisión de noticias de la noche, que llegaban vía satélite a toda la zona del litoral oriental y parte del medio oeste.
El único consuelo era que el director de la oficina de Dallas había notificado que ninguna otra emisora nacional ni local tenían equipo de rodaje en el aeropuerto, aunque, como ellos, ya los tenían en camino.
Desde su mesa de la sala de redacción, Ernie LaSalle, todavía atareadísimo con los teléfonos, podía ver los preparativos habituales del estudio brillantemente iluminado mientras entraba Crawford Sloane. Los espectadores del noticiario que veían presentar a Sloane tenían la ilusión de que éste se hallaba en la sala de redacción. Pero, en realidad, había un grueso cristal insonorizante entre ellos para que ningún ruido distorsionara las explicaciones del presentador, excepto cuando se mezclaban deliberadamente para conseguir ese efecto sonoro.
Eran las 18.28 y faltaban dos minutos para salir a antena.
Cuando Sloane ocupó su asiento en la mesa de presentador, de espaldas a la sala de redacción y frente a la cámara central, de las tres que tenía el estudio, se le acercó una maquilladora. Diez minutos antes habían maquillado a Sloane en una salita adjunta a su despacho, pero desde entonces había sudado. La chica le enjugó la frente, le aplicó unos polvos, le pasó un cepillo por el pelo y le vaporizó un poco de laca.
—Gracias, Nina —murmuró Sloane, con cierta impaciencia.
Luego echó una ojeada a sus papeles y comprobó que las primeras palabras de la noticia de cabecera correspondían a las del panel electrónico del teleprompter que tenía delante, donde iría leyendo su texto como si mirara directamente a los espectadores. Los papeles que suelen llevar los presentadores son sólo una precaución por si falla la electrónica.
—¡Un minuto! —gritó el realizador.
En la sala de redacción, Ernie LaSalle se quedó inmóvil de repente en su silla, atento, sobresaltado.
Hacía un minuto, mientras hablaba con el director de la oficina de Dallas, éste se había disculpado para atender otra llamada telefónica. Mientras LaSalle esperaba, oía la voz de su interlocutor, pero sin entender su significado. Cuando su colega de Dallas reanudó la conversación interrumpida, su comunicado provocó en el editor de informativos una gran sonrisa de satisfacción.
LaSalle descolgó el teléfono interior rojo de su mesa que comunicaba con la megafonía de todo el departamento de informativos.
«Sección de nacionales, LaSalle. Buenas noticias. Tenemos ahora mismo cobertura inmediata en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En el edificio de la terminal están Partridge, Abrams y Van Canh, que esperaban conexión con otros vuelos. Abrams acaba de ponerse en contacto con la oficina de Dallas: tienen la historia y van a por ella. Algo más: una unidad móvil de comunicación vía satélite ha abandonado su destino y está en camino hacia el aeropuerto; no tardará en llegar allí. Tenemos reservada la transmisión vía satélite entre Dallas y Nueva York. Esperamos disponer de las imágenes para incluirlas en esta edición».
Aunque intentó sonar lacónico, LaSalle tuvo grandes dificultades para disimular un deje de satisfacción en su voz. Como en respuesta, el sordo griterío de la Herradura ascendió por el hueco de la escalera desde la planta inferior. Crawford Sloane, en el estudio, se volvió y felicitó a LaSalle con el pulgar en alto.
Una secretaria colocó otro papel delante del editor de información nacional, que le echó una mirada y siguió anunciando:
«Y también este informe de Abrams: A bordo del Airbus accidentado hay 286 pasajeros, más los once miembros de la tripulación. El otro aparato, un Piper Cheyenne particular, se ha estrellado en Gainsville y no hay supervivientes. Hay más víctimas en tierra, pero no poseemos detalles del número ni de su gravedad. El Airbus ha perdido un motor y va a intentar aterrizar con el otro. Según el Control de Tráfico Aéreo, el fuego procede del motor arrancado. Fin del informe».
LaSalle pensó que todo lo que acababa de llegar de Dallas en los últimos minutos era rotundamente profesional. Aunque no resultaba sorprendente, porque el equipo Abrams, Partridge y Van Canh era una combinación ganadora de la CBA. Rita Abrams, en su día corresponsal y en la actualidad realizadora de exteriores, se destacaba por su rápida valoración de las situaciones y su capacidad de recursos para conseguir una noticia, aun en las peores condiciones. Harry Partridge era uno de los mejores corresponsales del ramo. Normalmente estaba especializado en reportajes de guerra y, como Crawford Sloane, se había curtido en Vietnam, pero se podía confiar en su capacidad para realizar un trabajo excepcional sobre cualquier tema. Y el cámara Minh Van Canh, un vietnamita nacionalizado norteamericano, se distinguía por sus excelentes filmaciones, realizadas a veces en situaciones peligrosas y arriesgando su integridad física. El hecho de que estuvieran los tres en Dallas garantizaba unos resultados inmejorables en el tratamiento de aquella noticia.
Pasaba ya un minuto de la media y el boletín nacional Últimas Noticias había empezado. LaSalle pulsó un conmutador de su mesa para darle volumen a la pantalla que tenía encima de la cabeza y oyó la introducción de Crawford Sloane sobre el suceso del aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En pantalla, una mano —de un redactor— le pasó otra hoja de papel. Evidentemente, contenía la información adicional que LaSalle acababa de dictar. Sloane le echó un vistazo y la incorporó, improvisando, al texto que tenía preparado.
Mientras, en el piso de arriba, en la Herradura, el talante había cambiado a raíz del comunicado de LaSalle. A pesar de la tensión y las prisas, se respiraba optimismo y animación sabiendo que la situación de Dallas estaba en buenas manos y no tardarían en llegar imágenes y una crónica completa. Chuck Insen y los demás estaban apretujados atendiendo a las pantallas, discutiendo, tomando decisiones, arañando segundos, cortando y remodelando reportajes para ganar el espacio necesario. Parecía que tendrían que acabar por suprimir también la historia del senador corrupto. Daba la impresión de que todo el mundo aportaba lo mejor de sí mismo, solucionando en un tiempo limitado lo que les exigía la situación.
Cruzaban órdenes y contraórdenes en su jerga:
—Que no se superpongan esas imágenes.
—Más corta esa copia, hombre…
—Quita la 16: «Corrupción»… Pero tenla a mano por si no llega Dallas.
—Estos quince segundos del final sobran, vuelven a contar lo que la gente ya sabe.
—La viejecita de Omaha no lo sabe…
—Pues fuera, nunca lo sabrá.
—Fin de la primera parte. Vamos a la cuña publicitaria. Hay que recortar cuarenta segundos.
—¿Qué tiene la competencia sobre Dallas?
—Una narración del presentador, como nosotros.
—Necesito tiempo.
—Quita esa secuencia.
—Esto es como meter doce kilos de mierda en un bolsa de diez.
Un observador no familiarizado con la escena podría preguntarse: ¿Son seres humanos? ¿Es que les da igual? ¿No tienen emociones, no se sienten partícipes, son insensibles al dolor? ¿Alguno de ellos ha dedicado el menor pensamiento a esas trescientas personas aterrorizadas, encerradas en ese avión a punto de aterrizar y que pueden morir? ¿Es que no les importa lo más mínimo?
Y cualquier profesional de la información le contestaría: Sí, son seres humanos y les importa, y lo sentirán, quizá al final de la emisión. O cuando lleguen a su casa, asumirán el horror de todo esto y dependiendo de cómo acabe, algunos de ellos incluso llorarán. Pero ahora no tienen tiempo para esas pequeñeces. Son profesionales de la información. Su tarea consiste en transmitir los acontecimientos que pasan, buenos y malos, y además, deprisa, con eficiencia y sencillez para que «se pueda leer de corrido» según la antigua leyenda periodística.
A las 18.40 pues, a los diez minutos de emisión, de la media hora con que cuenta el último boletín nacional de noticias, el interrogante clave de quienes ocupaban la Herradura y la sala de redacción, el estudio y la sala de control seguía siendo: ¿Llegarán o no a tiempo la crónica y las imágenes del aeropuerto de Dallas-Fort Worth?