Siete días completos duraron las celebraciones del Oacal. Las procesiones cruzaban Beleram hasta la explanada de la Casa de las Estrellas. Músicos y ofrendadores, bailarines y malabaristas. Hombres que sostenían cañas del ancho de la avenida atiborradas de tórtolas, palomas, papagayos, búhos y cernícalos que con frecuencia abandonaban la caña para ir a posarse en los hombros o la cabeza de sus portadores. Y cuando las procesiones llegaban a la Casa de las Estrellas, los Supremos Astrónomos salían a celebrar la ceremonia con ropas de oro.
Pero ya todo eso había terminado y el pueblo de Beleram se reunía en el mercado para su mejor parte. La bebida del oacal pasaba sin parar de las tinajas grandes a las pequeñas. Se atragantaban los hombres, se les corría el agua dulce por las comisuras. Había puestos que vendían ciruelas cubiertas con miel, puestos donde se apilaban panes y tortillas. En los braseros se mantenían calientes las carnes de ave cocidas con cardos y puerros, y el guiso de pescado.
Y era comer hasta hartarse. Y beber hasta que les llegaba primero la risa, y después los tumbos y el sueño del oacal. Aquel año, la celebración fue exasperada. Amaneciendo, podían verse cientos que dormían donde ya no pudieron mantenerse en pie. Los braseros se apagaron. Y en el fondo de las vasijas, se enfriaron los guisos sin jugo.
Un poco más tarde los puesteros despertaron. Era hora de limpiar los desperdicios en los alrededores de su fuego y preparar comidas para el día que comenzaba. Kupuka, entusiasta bebedor de oacal, había acabado durmiendo a la intemperie entre otros muchos roncadores. El Brujo se despertó con los trajines de la limpieza y los nuevos buenos olores. Y cuando decidía quedarse, tirado de cara al sol, hasta que se le aligeraran las molestias de la borrachera, recordó el casamiento de Kuy-Kuyen y se marchó apurado.
Mucho más apurado que él, sin oacal y sin boda, HohQuiú abandonó Beleram.
—He permanecido demasiado tiempo lejos de mi país —dijo el príncipe—. Y allá seguirán zumbando los enemigos de todos los días. ¡Qué insignificantes parecen al lado del que enfrentamos! Y sin embargo, habrá que regresar a ocuparse de sus pobres intrigas.
Molitzmós había aprendido a sacarle provecho a esos desplantes que HohQuiú repetía a menudo. Gracias a ellos se convencía de la justicia de su odio. Y el príncipe no los escatimaba. Más bien los recrudecía ante la presencia de Molitzmós, sin saber que echaba alimento a las razones de su enemigo.
«Extrañas criaturas son los hombres», pensaba Zabralkán escuchando a HohQuiú. «Aunque el cauce grande los amenace de naufragio, ellos parecen entristecer un poco cuando la vida vuelve a su cauce ordinario».
Molitzmós esperó a que el príncipe terminara. Luego se acercó a él y solicitó permiso para permanecer algunos días más en Beleram. Se excusó con la boda de Cucub, al que llamó su hermano, y con la persistencia de un malestar que le dificultaría el viaje.
—Puedes hacerlo —dijo el príncipe—. Pero elige un animal veloz, y alcánzanos antes de las Colinas del Límite.
Cargados con obsequios, provisiones en abundancia, y varios de los mejores animales con cabellera para que se multiplicaran del otro lado de las Colinas, los Señores del Sol fueron los primeros extranjeros que abandonaron Beleram.
Desposar a Kuy-Kuyen era una buena razón para cantar. Así que Cucub estuvo dándole vueltas a su canción durante toda la mañana. «Crucé al otro miedo…» El inicio no era apropiado para la ocasión. «Pedí permiso al río…» Eso sí estaba bien, porque le recordaba la ceremonia en la que debió pedir el consentimiento de Thungür para la boda.
Más temprano, Kuy-Kuyen le había preguntado cuándo tendría ella su propia canción.
—Ya serás suficientemente zitzahay como para encontrarla —había respondido Cucub—. Y es posible que para entonces yo sea tan husihuilke que haya olvidado la mía.
«Crucé al otro lejos…» Cucub seguía cantando mientras esperaba la hora precisa. Cantaba y repasaba su aspecto. Al baño en el río, le había agregado ese día una larga permanencia cerca de un fuego encendido con ramas del copal aromático. Se ahumó él, y ahumó su ropa antes de colocársela. Cucub desechó algunas prendas, demasiado gastadas. Pero agregó otras tantas. El resultado fue el mismo desorden de texturas y colores superpuestos. Y sobre su atuendo de boda, todo lo que siempre acostumbraba cargar: cintos, dardos, su flauta y su cerbatana, puntas de piedra, plumas y semillas.
—Canta el amor —dijo Molitzmós a sus espaldas. Cucub se enojó de sólo oírlo y no tuvo ganas de disimular:
—Y el desamor se esconde para escuchar.
El Señor del Sol se rió a carcajadas.
—Me quedo acompañando tu boda, ¡y mira cómo me tratas! —dijo Molitzmós—. Te busqué para obsequiarte el cuchillo que tanto bien hizo en la batalla de las Colinas.
Cucub no extendía la mano.
—Acéptalo —insistió Molitzmós—. No puedes desairar un regalo de boda sin tener una razón de importancia. ¿La tienes, acaso?
Cucub no respondió, pero aceptó el cuchillo con una inclinación de cabeza.
—He oído que partirás con los husihuilkes —dijo Molitzmós.
—Así es. Me iré con Kuy-Kuyen. Y cuidaré de la familia de Dulkancellin tal como se lo prometí.
—¡Qué bien! —Molitzmós sonrió por dentro y por fuera—. ¿Entonces Thungür perderá el mando de la casa?
—Thungür y otros cuantos se quedarán aquí, en Beleram. Hace falta quienes transformen a los zitzahay en buenos guerreros.
La conversación no tenía cómo prolongarse.
—Te saludo —dijo Molitzmós, yéndose. Pero dio media vuelta: Una cosa más. Un día llegaré a Los Confines y golpearé la puerta de tu casa.
Cucub reconoció la amenaza, mal disfrazada de cortesía.
—Es posible que cuando llegues Cucub tenga ya muchos hijos que salgan a recibirte.
La boda tuvo sus manjares, su música y sus vasijas desbordadas de oacal. En el centro de una rueda, Cucub danzaba. Y hablaba y hablaba, aunque su lengua no se dejaba manejar con facilidad:
—Mi Kuy-Kuyen es bella como la luna del verano como nadie jamás ha visto y mírenla de brazaletes que ella misma tejió con flores para que ustedes coman y beban por Cucub que me llevaré esta mujer a Los Confines… y diga alguien si ha visto otra tan bella y que me digan qué endulza más la noche de un hombre si Kuy-Kuyen o el agua de oacal. Beban conmigo porque soy Cucub y feliz y estoy vaciando este jarro por mi hermano guerrero que yo sé que está aquí. Bailo… baila. Mastica baila y dime si mi Kuy-Kuyen no es bella como la luna y sírveme agüita de oacal. Baila Kupuka y bebe conmigo que nosotros dos sabemos que él está aquí mirando el desposorio y será que la muerte le dio el permiso. Mira a tu hija Dulkancellin y bebe por ella… Ven que te sirvo agua de oacal ¿Qué dices Kupuka? Si puede llorar también puede beber y ya que has venido a nuestra boda Dulkancellin te vuelvo a prometer por toda tu sangre… Dime hermano ¿hay mujer tan bella como tu Kuy-Kuyen? Y bebe bebe bebe… que mientras estemos bebiendo tendrás buena excusa para quedarte con nosotros.
Cucub terminó su danza por el suelo y se quedó dormido de oacal hasta el amanecer. Sin duda, algunos lo habrían trasladado desde el patio de la Casa de las Estrellas hasta su hamaca en la selva, porque allí despertó. Solamente su esposa estaba con él, y comía ciruelas. Kuy-Kuyen lo vio despertar y le ofreció un puñado. Crujió un poco la piel de la fruta cuando Cucub mordió. Se le escurrió la dulzura entre los dedos.
La Estirpe había quedado transformada en un pueblo sin ancianos. A pesar de eso se dispuso que también ellos regresaran a sus aldeas y a sus costumbres del mar. A ellos les correspondía sostener la herencia de los bóreos en la hechura de barcas y en la pericia para navegarías. La Estirpe recibió en custodia las costas del Yentru y sus mareas. Pero eran muy jóvenes. Estaban deseosos de excederse en el cumplimiento de las órdenes. «Para disputarle el mar a Misáianes hará falta algo más que navegaciones costeras». Sus ancianos se habían conformado con construir barcas que recorrían la costa comerciando entre Beleram y las aldeas de la Comarca Aislada. Ahora, ellos soñaban con llegar hasta el sitio en el que se unían el Yentru y el Lalafke. «Llegaremos navegando a Los Confines,» «Llegaremos por mar a la casa de Cucub».
Nakín de los Búhos había terminado de regresar al Tiempo Mágico. Zabralkán la asistió, con medicinas y palabras, en todo lo que duró el doloroso trance de ir languideciendo por propia voluntad. Al día siguiente de la boda, algunos la sintieron atravesar los corredores como si un viento anduviera por la Casa de las Estrellas. Después, nadie supo más… Ya estaría Nakín del otro lado del tiempo, recuperando el color de sus mejillas. Y para siempre, ensimismada en su memoria.
Molitzmós, en cambio, partió de improviso. Únicamente se despidió de Zabralkán. En cuanto a Bor… Pronto volvería a verlo. Ellos habían conseguido hablar a solas en una oportunidad. Suficiente para hacerles comprender que se necesitaban y que, por el bien de ambos y de todos, debían mantenerse comunicados. Molitzmós se dio vuelta a mirar las antorchas de nuevo encendidas en la Casa de las Estrellas. Después galopó toda la noche para alcanzar a los Señores del Sol cerca de las Colinas del Límite.
También los husihuilkes abandonaban Beleram. Tenían por delante toda una lejanía y un desierto que, además de sus rigores naturales, guardaba la amenaza de los Pastores. Parecía poco probable que los Pastores del Desierto intentaran atacarlos. Sin embargo, como regresaban muy disminuidos en número, los guerreros del sur se prepararon fuertemente para el viaje.
Muchos de los que no volvían eran muertos de la guerra, sepultados en tierras de la Comarca Aislada. Pero también se quedaron en Beleram aquellos que habían sido asignados al adiestramiento de un ejército zitzahay. Éstos se reunían ahora para despedir a sus hermanos y enviar obsequios y adioses: «Dile a mi esposa que siembre estas semillas», «Estas plumas son para mi madre», «Cuéntale a mis hijos qué hermosa es la ciudad de Beleram…»
Los husihuilkes se llevaron consigo animales con cabellera que, en poco tiempo, fueron centenares. El pueblo de Los Confines los amó con facilidad, los bautizó con nombres sonoros y los mantuvo cerca de sus casas. Y al fin se transformaron en parte del cuerpo de los guerreros, que jamás volvieron a pelear sin ellos.
Kuy-Kuyen montó a la grupa de Espíritu-del-viento, agarrada muy fuerte a la ropa de Cucub. Thungür ya se había despedido del Brujo de la Tierra, y ahora caminaba en dirección a ellos.
—Si en la próxima fiesta del sol una mujer pregunta por mí, ofrécele estas semillas y dile que las siembre —dijo Thungür, entregando a su hermana una pequeña bolsa de cuero—. Estas plumas son para Vieja Kush. De ustedes dos es la tarea de contar a Wilkilén y a Piukemán todo lo que aquí ha ocurrido.
Thungür, igual que Dulkancellin lo hubiera hecho, igual que lo hubiera hecho cualquier husihuilke, no desperdició palabras en decir lo que todos conocían.
—Que el sol los acompañe en el camino y se quede también con nosotros, porque él puede hacerlo. Adiós.
Así fue. HohQuiú regresaba a su trono, y Kupuka a su cueva. El mercado de Beleram había recuperado sus variedades y Nakín de los Búhos sus colores. La Estirpe se empeñaba en sus barcas, cuando otros se empeñaban en una conjura. Zabralkán sentía una antigua tristeza, y los husihuilkes volvían al sur. Era otro tiempo que comenzaba…