La cofradía del Aire Libre

Cucub metió los dedos en la vasija y se los llevó a la boca chorreando miel.

—¿Y…? —preguntó Kuy-Kuyen—. ¿Ha regresado?

El zitzahay frunció el ceño. No, el viejo sabor de la miel de caña no estaba allí. Claro que había un buen sabor dentro de esa vasija. Bueno, pero distinto.

—Tendremos que aceptarlo —dijo Cucub—. Nada volverá a ser igual que antes. Recuerdo muy bien las palabras de Dulkancellin: «El tiempo que conocimos y amamos se ha ido para siempre.»

La mención del nombre de su padre entristeció a Kuy-Kuyen y aunque Cucub lo notó enseguida, no buscó cambiar de asunto.

—Este mercado es un buen ejemplo. Podría pasar por ser el mismo. Pero quienes crecimos entre estos despachos, sabemos que no es así.

De a poco, Beleram retornaba a sus hábitos. La gente se reunía en grupos numerosos y emprendía el camino hacia sus aldeas hablando, nuevamente, de siembras y cosechas. Y el mercado, aunque todavía mermado en variedades, abría a su hora.

También la Casa de las Estrellas empezaba a desocuparse. La primera orden que dio Bor a los sirvientes fue la de devolver su esplendor a las salas que iban quedando vacías. Lujos que los tiempos habían dejado relegados. Lo mismo se preocupaba de las salas que de los patios y los miradores. «Como si quisiera borrarlo todo», pensaba Kupuka viéndolo correr tras los tapices y las estatuas.

El Brujo de la Tierra se había trazado otras metas que a su parecer eran mucho más urgentes. La guerra había disminuido el número de varones jóvenes. Y eso sí era cosa que debía empezar a repararse. No había familia que Kupuka dejara partir sin atosigar de recomendaciones:

—Vuelvan a la aldea. Siembren su maíz, acostúmbrense a los animales con cabellera. Y sobre todo, recuerden que necesitamos nacimientos.

¡Necesitamos nacimientos! Por todos lados y a cada momento se escuchaba sonar la recomendación de Kupuka. Pero no conforme con esto, el Brujo de la Tierra conducía a los guerreros ante la presencia de las viudas:

—¡Mira qué hermosa es! Pregúntale su nombre, y llévala contigo a la selva. ¡Y recuerden!, la sombra del copal es propicia para concebir varones.

Los Señores del Sol no se unían a mujeres de otros pueblos. HohQuiú reafirmó la prohibición, y fue implacable para castigar las transgresiones. En este aspecto Bor parecía estar de acuerdo con el príncipe.

—¿Qué serán esos hijos? —se lamentaba—. ¿Serán zitzahay o husihuilkes?

—Serán hombres —le respondía Zabralkán. Y una vez agregó: Sin duda, más altos que nosotros dos.

El pueblo zitzahay abandonó la Casa de las Estrellas. Los extranjeros, en cambio, permanecieron durante varías lunas.

Se acercaba la fiesta del oacal. Antes de eso, debía celebrarse la última jornada de un concilio que había comenzado preguntándose: ¿Quiénes son los que llegan? Y acababa preguntándose: ¿Cómo nos prepararemos para esperar su regreso?

—Les diré lo que harán —dijo Kupuka tomando a Kuy-Kuyen de una trenza y a Cucub de una mano—. Mientras nosotros nos ocupamos de los tiempos venideros, ustedes se ocuparán de este día. Ya que Thungür ha consentido la realización de la boda, tú, pequeña, esmérate en componer tus brazaletes y tus sandalias. Y tú, Cucub, encárgate de que no falte de beber y de comer porque nadie más estará atento a eso.

Y como Kupuka entendió lo que los dos pensaban, agregó:

—Y no crean que haciéndolo estarán traicionando a los muertos o abandonando a los vivos —Kupuka apretó entre sus manos la cara de Kuy-Kuyen—. Esta sonrisa viene del sol. Sigue sonriendo, Kuy-Kuyen. Sonríe contra toda la sombra que ha quedado entre nosotros.

Ese día, y un rato después de que los tres abandonaran el patio, Molitzmós anduvo por allí. Durante su mejoría, aquel trance de despertar bruscamente y bruscamente regresar al sopor se le había repetido a menudo. Molitzmós, que recién abandonaba los cuidados de la recuperación, caminó lentamente alrededor del estanque. Le quedaba un temblor que cada tanto lo sacudía de pies a cabeza, y una lejana somnolencia. A veces, en sus repentinos despertares, había llegado a temer que la planta actuara más allá de lo previsto y lo dejara en un sueño sin regreso. Afortunadamente, la mezcla de flores y raíces fue precisa. La había ingerido un poco antes de comenzar la batalla para procurarse el letargo que tanto extrañó a Kupuka. Y si hubo un exceso de dormitivos, sirvió para aligerarle el sentimiento de enterrarse su propio cuchillo.

La medicina y la herida. Molitzmós había hecho ambas cosas con el fin de evitarse luchar contra los sideresios. Ahora, de ser posible, volvería a hacerlo; pero esta vez para librarse del momento de reconocer y saludar a HohQuiú.

Sin embargo él sabía que ya no podía demorar la humillante obligación. Y para tener el ánimo de soportarla se puso a pensar que posiblemente todo lo ocurrido sirviese a sus fines. La retirada de los sideresios lo colocaba en un buen lugar. Molitzmós del Sol se había transformado en la vanguardia de Misáianes, y estaba seguro de que muy pronto volvería a saber del Amo de las Tierras Antiguas. Mientras esperaba ese momento, Molitzmós persistiría en lo que era importante. Una grieta cada vez más irreparable. Allí era donde debía persistir.

El mejor lugar donde continuar su tarea lo encontraba en Bor. El espíritu del Supremo Astrónomo era un territorio favorable a la maleza; bueno para la siembra que Misáianes le había encomendado. Las diarias visitas que Bor le había hecho en el curso de su mejoría, buscando alguien que calificara de justas sus pretensiones, le indicaban a Molitzmós que estaba en lo cierto. Los Supremos Astrónomos ya estaban enfrentados. No podía haber un mejor comienzo.

La magia separada de las criaturas era el inicio del nuevo mandato en el que Molitzmós y su Casa serían enaltecidos.

Zabralkán y Bor se sostenían la mirada. Bor había reclamado aquella audiencia de manera urgente. «Y en soledad», había remarcado.

En pocos días más tendría lugar la última jornada del concilio. Zabralkán conocía que lo que estaba a punto de oír tenía mucho que ver con eso, y que no era lo menos importante. Bor había obrado con grandeza en apoyo de las Tierras Fértiles. Pero siempre desde una prescindencia final, como de quien repara lo que puede de un mal ajeno.

—Muy bien, las criaturas han hecho todo lo que les era posible. Y es necesario admitir su coraje y celebrar su victoria.

Las primeras palabras de Bor habían sido minuciosamente pensadas, y así sonaron. Después, y a medida que el Astrónomo se acercaba a la verdad de lo que quería decir, su discurso fue perdiendo compostura.

—Victoria que, sabemos, será muy breve. Las criaturas no resistirán otra embestida de Misáianes que, para más, vendrá fortalecida en muchas maneras.

Zabralkán asentía con la cabeza, reforzando el ímpetu de Bor.

—Somos la Magia… Somos la Magia de este lado del mar. La Cofradía del Recinto y la Cofradía del Aire Libre nacieron de una misma luz allá en las Tierras Antiguas. Cuando ambas consigan elevarse por sobre las criaturas se encontrarán en los cielos, y allí se entenderán.

Zabralkán dejó de asentir.

—Ellos y nosotros reunimos toda la Sabiduría —continuó Bor—. Podemos y debemos entendernos en nuestro territorio de estrellas. No somos un níspero, ni una iguana; ni siquiera un hombre. No busquemos aliarnos con ellos, sino con nuestros pares. La alianza de las Cofradías es la única fuerza ante la cual todos, hasta el mismo Misáianes, se doblegarán.

Zabralkán escuchaba con los ojos cerrados.

—¿Amamos a las criaturas? —Bor exasperó el tono, intentando traerlo de regreso—. Entonces hay dos posibilidades: regresar al sitial que nunca debimos abandonar para alumbrarlas y protegerlas desde allí. O desaparecer con ellas.

Zabralkán abrió despacio los ojos. Más despacio aún se alzó de su asiento. Dudó un largo momento entre hablar y no hablar. Y al fin, se marchó sin decir nada.

El cuerno sonó en llamadas de igual duración avisando que comenzaba la jornada. Ni la sala era la misma, ni eran siete los que iban a deliberar. De aquellos que fueron faltaban cuatro. Dulkancellin, Elek de la Estirpe y el Pastor habían muerto en la batalla. Nakín continuaba encerrada en su memoria, ya casi transformada, por dentro y por fuera, en una delgada corteza grabada con signos del pasado. Pero en el lugar de los ausentes llegaron otros.

El concilio se sentó en ruedas concéntricas alrededor de la Piedra Alba. Zabralkán, Bor, Kupuka y HohQuiú formaban el círculo central. En los restantes, se distribuía gente de todos los pueblos que había sido designada por los suyos para estar presente. Zabralkán extendió una mano, y los murmullos se apagaron.

—Iniciamos —dijo el Supremo Astrónomo.

El anciano hizo una pausa en la que nadie intentó tomar la palabra. Ninguno hubiera querido hacerlo antes de que él lo hiciera.

—¿Quién desconoce que nuestra victoria, sin menoscabo de su grandeza, no es definitiva? Si así fuese, celebraríamos en abundancia; y cada cual a su tierra. Sin embargo seguimos aquí, casi tan apenados como antes. Una voz no poco sabia dijo que Misáianes regresará fortalecido en muchas maneras, y que las criaturas no podrán resistir esta nueva embestida.

Bor comenzaba a entrever buenos indicios. Era posible que el silencio de Zabralkán, unos días atrás, hubiese sido el intento de tomar una decisión que luego los astros acabaron de afianzar. Era posible que, por fin, Zabralkán hubiese entendido.

—¿Cuánto tiempo tardará Misáianes en regresar? —Zabralkán quería alguna respuesta.

—No será demasiado —dijo Kupuka.

—Lo esperaremos con un gran ejército —dijo HohQuiú.

—No será suficiente —volvió a decir el Brujo de la Tierra.

Bastaba con recordar las desgracias que Misáianes había enviado delante de sus naves, muchas de las cuales permanecían entre ellos, para que todos comprendieran el alcance de esta afirmación.

—Has dicho muy bien, hermano Kupuka —dijo Zabralkán—. Un ejército no será suficiente. ¿Acordamos en eso?

Todos tenían frente a sí el costo de la victoria. Bastaba con eso. Y con recordar los heroísmos de algunos y los prodigios de otros, para no vacilar en la respuesta.

—Acordamos —dijo HohQuiú, primero que nadie.

—Acordamos —dijeron las voces de la Estirpe.

—Acordamos —dijeron los husihuilkes.

—Acordamos —dijeron los zitzahay.

—Acordamos —dijeron los astrónomos menores.

¿Cómo nos fortaleceremos en espera del día que llegará? Zabralkán pidió que cada uno diera a conocer sus convicciones sobre lo que creía necesario realizar, en lo grande y en lo pequeño; y de cada uno se oyeron palabras sensatas que provenían de sus hábitos y sus naturalezas.

—Cuanto hemos oído decir a nuestros hermanos es bueno y necesario —exclamó Zabralkán—. Y si imaginamos todas esas acciones entrelazadas, vemos un gran muro de piedra en torno a nosotros que, nadie lo dude, nos servirá de protección. Levantarlo será el arduo trabajo que emprenderemos de aquí en adelante. Sin embargo, antes de tomar las cargas y separarnos, asegurémonos de recordar lo primordial. Porque cada vez que lo recordamos, lo conocemos mejor.

Zabralkán elevó ambos brazos en dirección a Bor que, hasta entonces, se había mantenido en silencio. Y cuando todos empezaban a preguntarse por el significado de ese gesto, el anciano Astrónomo pidió a su par que les expresara dónde residía, a su entender, la verdadera fuerza contra Misáianes.

Bor palideció. ¿Acaso Zabralkán pretendía que aquellos comprendieran las hebras de un reencuentro con la Cofradía del Recinto? Molitzmós podría hacerlo, dotado como estaba de un entendimiento que rebasaba su propia condición de simple criatura. Pero, ¿cómo podrían entenderlo los guerreros del sur y su hechicero?, ¿cómo lo entenderían los artesanos zitzahay, o los jóvenes pescadores de la Estirpe?

—Hablaremos mejor por boca de Zabralkán —dijo Bor.

Lo que sucedió en ese momento, y que muy pocos notaron, fue un juego de fuerzas entre los Supremos Astrónomos. Una guerra íntima en la que Zabralkán le demandó a Bor que eligiera su sitio y lo defendiera; que tomara posición frente a todos y ponderara, en alta voz, el lugar que reclamaba para la magia: cerca de las estrellas y lejos de las criaturas. Ante la exigencia, Bor pareció ceder y elegir un sitio junto a ellos.

—Digo que lo que Zabralkán diga son mis propias palabras, pero mejor pronunciadas —repitió Bor, como si ya no pensara como horas atrás lo hacía.

Zabralkán supo que no era ése el momento de enfrentarse con Bor. Tal vez su hermano aún tuviera regreso.

—Me honras —dijo el Astrónomo anciano—. Pero digo que, mejor que ninguno, Kupuka nos hablará sobre lo que es primordial. Tú, hermano Bor, dijiste: «Hablaremos mejor por boca de Zabralkán». Yo digo que hablaremos mejor por boca de Kupuka.

Igual que Bor, el Brujo de la Tierra había permanecido callado. Pero el artificio de Zabralkán poco tenía que ver con eso, y mucho con mostrarle a Bor el largo trecho de soberbia que debía desandar.

Kupuka, descalzo y con olor a madriguera, empezó riendo. Sentado junto al esplendor de dos Astrónomos y un príncipe, el Brujo parecía, más que nunca, de barro.

—Zabralkán, que es anciano al lado de cualquiera, no lo es a mi lado. Sin embargo, ha sido más astuto. Me arrebató la calma y me paró sobre brasas. «Habla sobre lo primordial…» —el tono de Kupuka le quitaba toda seriedad a su queja—. Pero Zabralkán es un buen hermano y me allanó el camino. Ahora yo solamente deberé repetir lo que él mismo ha dicho con toda claridad. Zabralkán dijo: «Hablaremos mejor por boca de Kupuka». Eso es lo primordial.

Los que entendieron el camino que tomaba el Brujo empezaron a sonreír.

—«Hablaremos mejor por boca de Kupuka» es como decir que un Astrónomo de la Comarca Aislada no es mejor que un Brujo de Los Confines. Y aquí yo comienzo a repetir: un Brujo de Los Confines no es más ni es menos que un nogal; un nacimiento humano no es más ni es menos que una floración, un Astrónomo escrutando las estrellas no es más ni es menos que un pez desovando. El cazador no es más ni es menos que la presa que necesita para vivir; un hombre no es más ni es menos que el maíz que lo alimenta. Esto es lo que Zabralkán dijo; y es lo primordial. La Creación es una urdimbre perfecta. Todo en ella tiene su proporción y su correspondencia. Todo está hilado con todo en una trama infinita que no podrían reproducir ni mis amadas tejedoras del sur. Pobres de nosotros si olvidamos que somos un telar. Y que no importa dónde se corte el hilo, de allí Misáianes comenzará a tirar hasta deshacer el paisaje.

Kupuka sacó una raíz de su morral, y se puso a morderla indicando que había terminado. Cucub era el rostro de la vida, mirando al anciano desde uno de los círculos mayores. Molitzmós era el rostro de la muerte, metido en lo peor de sus propósitos.

—Ahora nos corresponde a los largamente astutos repetir lo que han dicho los largamente ancianos —dijo Zabralkán, hablando al modo de Kupuka.

Las sonrisas volvieron a aparecer. El Supremo Astrónomo advirtió que se había confundido de espíritu, y volvió a la solemnidad que conocía.

Frente a frente, con un círculo de por medio, Bor y Molitzmós pudieron espiarse las reacciones. Cada nueva debilidad de Zabralkán profundizaba la convicción que compartían.

—Porque… ¿podríamos poner la magia por sobre las criaturas, o al revés? —continuó Zabralkán—. ¿Podríamos poner más alto el día que la noche? ¿No necesitan uno del otro para existir? Kupuka nos recordó que la Creación es una urdimbre de hilos indispensables. Y bien, es atributo de la Magia ver y comprender esas correspondencias. Esa, y no otra, es su sabiduría, hecha de las materias de la tierra. Tal vez la Magia pueda comprender cómo se corresponden la lombriz y la montaña, dónde se buscan y dónde se resisten. Pero para eso debe preguntarle a la montaña y a la lombriz. Sí un día lo olvidamos, la sabiduría será soberbia; y lo mismo que nos sirve como medicina, será ponzoña.

Mucho después, cuando hasta el último detalle de los trabajos estuvo previsto, los círculos se deshicieron. Zabralkán buscó a Bor, y lo apartó de los demás.

—Es posible que éste que tengo enfrente sea Bor, mi hermano. Pero mientras me aseguro, estaré atento.

Por un momento, Bor sintió que la dura amonestación de Zabralkán lo traía de regreso, y quiso aceptarla. Pero desde un rincón de la misma sala, lo tironeaban Molitzmós y sus susurros.