El Hijo

Gimoteaba con un ruidito agudo que interrumpía para tomar aire y enseguida volvía a recomenzar. La nariz le goteaba y la joroba se le sacudía en la convulsiones de los sollozos. Drimus, el Doctrinador, lloraba por los perros que habían muerto en la batalla mientras acariciaba con sus manos siempre húmedas a los animales que estaban de regreso y descansaban tumbados en el piso de arena.

—¡Ay, mis pequeños! Esto que sufrimos no es un abandono. Él no ha fallado. Él nos envió aquí con el conocimiento del único riesgo posible. Fuimos nosotros quienes cometimos desaciertos que ahora pagamos con lágrimas. Pero les prometo que este llanto será muy pronto una nostalgia.

Una cofia negra le ceñía el cráneo y le enmarcaba el rostro que Drimus restregaba contra el vientre de los perros. Tomó a uno en sus brazos y comenzó a mecerlo.

—Ellos lograron hacer lo que nuestro Misáianes temía. Y en este momento, estarán creyendo que han detenido la expansión de su Mandato —las palabras del Doctrinador salían de su boca con el acento y la cadencia de una madre hablando a su niñito—. Ustedes y yo, pequeños míos, ustedes y yo sabemos que no es así. El Amo está intacto; sus designios no han sido más que demorados. De estas tierras quedan los desperdicios, y en ellos nos hartaremos.

Leogrós había llegado junto al Doctrinador sin que éste lo advirtiera. Estuvo un rato escuchándolo hablar, y después carraspeó para hacerse notar. Cada uno culpaba al otro de lo sucedido, así que se midieron abiertamente. Leogrós se comportaba como una roca, nada de lo que pasaba dentro de él se hacía evidente. Y por grande que fuera la rabia o el desprecio que sentía, o por duro que fuese lo que iba a decir, ni el gesto ni la voz se le alteraban.

—Por cierto, esperábamos más de ellos —dijo, señalando a los perros.

—¡Ay, Leogrós, Leogrós! —Drimus habló suspirando.

La posición en la que Leogrós lo había sorprendido no le convenía a su investidura, así que el Doctrinador dejó al perro en el suelo decidido a incorporarse. Y aunque vio una mano enguantada que se tendía en su ayuda, prefirió ignorar el ademán y levantarse por sí mismo.

—Ay, Leogrós, Leogrós —siguió repitiendo hasta que llegó junto a un barril.

Se sirvió agua y bebió a sorbos ruidosos que se vieron bajar por su garganta. Leogrós siempre se asqueaba de verle la piel del cuello, muy blanca y grumosa. Cuando Drimus terminó de beber había logrado moderar la excitación y adecuarse a la parquedad de su oponente.

—¡Ay, Leogrós…! Todos esperábamos más de todos —se pasaba la lengua por los labios, fingiendo resignación—. El esperaba más de nosotros. Nos honró con la misión de ser sus manos. ¡Y mira cómo le pagamos, Leogrós! ¡Mira cómo le hemos pagado! ¿Será posible regresar a su lado sin llevarle la victoria que nos encomendó? Respóndeme: ¿en qué nos transformaremos si su voluntad nos abandona?

Era habitual ver a Drimus conmoverse por sus propias palabras, y derramar lágrimas en su favor.

—Recién te oí decírselo a tus cachorros: esta tierra ha quedado reducida a desperdicios. Y si lo sabes, ¿por qué te lamentas tanto? La batalla les costó todas las reservas. Me asombras, Drimus. Te creí capaz de disfrutar viendo a las liebres sentirse fieras cuando eres tú, en realidad, la fiera que se relame.

Drimus pasó del llanto a la risa, y el cambio no fue muy notable. ¿Cómo no confiar en el Amo y en el poder de la Cofradía del Recinto? Si ese hechicero vagabundo arreando cerdos, y aquel grupo de magos desleales que por propia y sostenida elección se apartó de la Sabiduría, era lo mejor que podía oponerles la Magia de las Tierras Fértiles, entonces no había nada que temer. ¡Que Leogrós confiara en su depósito de pólvora y de armas! Y que creyera, por el momento, que su guerra era la que traería la victoria. Ya iba a comprender el infeliz que nada hubiese sido posible sin los desvelos de los magos del Recinto. Cuando todo estuviera en su sitio de merecimiento, recién ahí conocería su verdadero destino. Por ahora, convenía dejarlo terminar de matar a los muertos.

Misáianes obraba entre sus cercanos de modo tal que todos se imaginaban favoritos, y creían que la función que les correspondía desempeñar era primordial para el cumplimiento del Designio. Recelaban y desconfiaban unos de otros porque jamás terminaban de conocer las órdenes que los demás habían recibido. Y mucho menos cuál de ellos obtendría, llegado el caso, la preferencia del Amo.

—¡Confía en nuestras armas! —exclamó Leogrós—. Sobran para exterminar hasta el último de los que andan por este continente que, antes de lo que piensas, será nuestro palacio.

Leogrós se desenguantó una mano y la pasó por sus mejillas. Acostumbraba hacerlo. Disfrutaba el contacto de la piel sobre la barba espesa, igual que disfrutaba de la contemplación de su propia figura en el cristal que hacía trasladar donde quiera que fuesen. Sabía que el contrahecho despreciaba la grandeza de la guerra. Sin embargo, que el Doctrinador la ignorara no significaba que Misáianes lo hiciera. El Amo, que entendía todas las cosas hasta el final, habló de la guerra como refiriéndose al viento. «Se instaurará en este mundo, desgastará las cimas de la rebeldía y lo igualará todo». Cuando Leogrós oyó hablar a Misáianes sintió, por primera vez, que alguien comprendía sus sueños. Los comprendía, les daba forma perfecta y tenía el poder de realizarlos. «La guerra, nuestra guerra, es primero la matanza. Después es la eternidad», le había susurrado. «Y en la guerra encontrará el Tiempo la única posibilidad de transcurrir» ¡Que siguiera el contrahecho delirando con la supremacía de sus doctrinas! Ya le tocaría ver cómo las leyes de sus cielos remotos se adecuaban a las leyes de la guerra.

—Acepto esa confianza que me propones —dijo Drimus, muy lejos de su verdadero pensamiento—. A cambio, explícame lo que tienes planeado.

Afuera de la fortaleza, tendido de boca en el declive de una elevación, Kume esperaba la llegada de la noche. Había seguido a los sideresios en su retirada hasta tener a la vista el muro de palos que cerraba, en semicírculo, un conjunto de construcciones precarias. Desde su ubicación Kume alcanzaba a ver las que subían un poco por las colinas, seguramente ubicadas allí para aprovechar las explanadas que de tanto en tanto ofrecían las laderas. Todos aquellos refugios estaban construidos a modo de empalizada igual que el muro del contorno, y malamente techados con paja. Sólo uno de ellos sobresalía en importancia y en tamaño. «Allí deben estar sus jefes», pensó el husihuilke.

El lugar que los sideresios habían elegido para levantar su fortaleza estaba próximo a la costa del Yentru. A esa altura el terreno era arenoso y la vegetación empezaba a ralear.

En el transcurso del atardecer, Kume estuvo observando el movimiento de los sideresios. Desde la fortaleza hasta un riachuelo cercano, ellos tendieron dos filas de hombres que acompasadamente entregaban un cubo vacío y recibían uno lleno. Otros arrastraron las grandes armas y las apuntaron a través de unos boquetes abiertos a todo lo largo del muro de cierre. Después, sólo quedaron a la vista los centinelas que vigilaban desde las torres y que, al anochecer, recibieron su relevo.

Kume no había planificado lo que estaba haciendo; ni siquiera se había detenido a pensarlo. Lo hizo por obediencia a un apremio del espíritu. El mismo apremio que lo condujo a realizar los más importantes actos de su vida, y que nunca supo de dónde le venía. Una cosa era segura: cuando ese impulso llegaba, Kume se empecinaba en una determinación que cumpliría a cualquier costo. Una vez más había obrado sometido a esa fuerza. Supo lo que iba a hacer en medio de la batalla. Y si alcanzó a suponer el final, el final no lo acobardó.

La espera hubiera hecho reflexionar a otro que no fuese Kume. Otro, en su lugar, se hubiese amedrentado al ver las escasas posibilidades de lo que se proponía realizar. Otro, tal vez, hubiese advertido que tanta temeridad podía volverse en contra de quienes él pretendía favorecer. Y alguno, todavía, se detendría a pensar si no se trataba de un exceso de orgullo que podía conducir a estropearlo todo. Kume no pensaba nada de eso. Al contrario, se concentraba en los detalles prácticos de la acción. Parecía un niño a punto de jugar.

Por fin llegó la noche. Oscura para su suerte, y llena del canto de los insectos nocturnos. Una sola cosa quería Kume antes de emprender su camino hacia la fortaleza: agua. Quería beber agua… La vio rebalsarse de los cubos de madera que se pasaban los sideresios de mano en mano, y recordó que no había bebido desde la batalla. Lentamente se arrastró hasta el riachuelo. Las antorchas que rodeaban la fortaleza no alumbraban tan lejos, de modo que Kume no corrió demasiado riesgos en ese movimiento. Antes de llegar a la orilla escuchó el sonido de la corriente. Un montón de luciérnagas revoloteaban sobre el río. El husihuilke se bebió con gusto su última agua fresca. Después miró a su alrededor, todo estaba quieto y silencioso, y pensó que ya no había nada que esperar.

Las informaciones que traía consigo y las que había sumado a la vista del terreno, todas le latían en la cabeza: no debía olvidar ninguna si quería cumplir con su cometido. Durante la estadía en la Casa de las Estrellas los guerreros fueron aleccionados sobre las armas de los sideresios. Todo cuanto los Supremos Astrónomos lograron deducir les fue explicado con detalles. Les mostraron las armas que habían sido obtenidas en las primeras escaramuzas. Vieron y olieron el polvo gris que las alimentaba. Kume se había interesado más que ningún otro en el conocimiento de las armas enemigas, llegando a manifestar una admiración que molestó a sus hermanos. Molitzmós era el único que compartía el sentimiento y que, además, se abocó a aprender sobre ellas sin que el rencor lo turbara. Ése era el motivo que los había reunido en animadas conversaciones a orillas del estanque de las cuales Kume recordaba ahora muchos datos valiosos. Claro que, entonces, nadie conocía la existencia de las grandes armas que los sideresios utilizaron en la batalla de las Colinas. Pero, según Kume alcanzó a entender apenas vio el modo en que destruían, el alimento que necesitaban era el mismo.

Kume había comprendido, mientras peleaba a la par de cualquier guerrero, que los sideresios volverían demasiado pronto. Era seguro que ellos preservaban en su fortaleza más de las grandes armas, y más del polvo que las alimentaba. En ese caso, la victoria de las Tierras Fértiles sería un breve sueño. En cambio, si él conseguía encontrar y destruir el depósito de polvo gris, las grandes armas quedarían inutilizables. Y entonces el Venado tendría el tiempo de fortalecerse de muchos modos antes de que los sideresios pudieran regresar. Tal vez Kume hubiese compartido su propósito con Molitzmós, pero había visto al Señor del Sol caer en la batalla. Y sabía que un intento de comunicárselo a otro, quienquiera que fuese, lo iba a dejar sin la única ventaja que tenía: el tiempo que necesitaban los enemigos para reorganizarse.

A salvo de la luminosidad de las antorchas que rodeaban la fortaleza, Kume reprodujo mentalmente los movimientos que estaba a punto de realizar. Lo hizo para asegurarse de que tenía tiempo suficiente, entre las señales de luz que intercambiaban los centinelas desde sus torres. Las torres de madera estaban ubicadas en ambos extremos, al frente de la fortaleza. Un vaivén de antorchas le indicaba a un centinela que el otro permanecía en su puesto, y que todo seguía en orden.

Kume se acercó lo más que pudo al centinela del extremo oeste. Ahora las cosas dependían de su puntería. Si no daba en el blanco, si le dejaba al sideresio suficiente vida para un grito, todo estaba perdido. La flecha y su veneno debían entrar bien hondo y en pleno corazón, de modo que la vida y la muerte no tuvieran distancia. El husihuilke estaba preparado. El centinela de los sideresios respondió a la señal establecida, después colgó la lámpara de un madero y se enderezó contra el paisaje oscuro. La flecha zumbó en su vuelo, y se ensartó en el pecho del sideresio con una precisión que hubiese podido pasar por misericordia. El trecho hasta la fortaleza había quedado, en esa zona, libre de vigilancia. Kume lo atravesó corriendo. Se encaramó a la empalizada, trepó por los maderos en cruz que sostenían la torre y, una vez arriba, se quedó esperando. La siguiente señal llegó a su tiempo. Kume tomó la antorcha y respondió que todo seguía en orden.

Lejos de haber quedado atrás, lo peor iba a empezar. En esa ocasión el husihuilke no dependía de su puntería, sino de que el destino quisiese lo mismo que él quería. Debía descender de la torre, buscar y encontrar el depósito donde los sideresios guardaban el polvo gris y recién entonces destruirlo por fuego. Para todo eso tenía un plazo muy breve. Porque esta vez no habría centinela que respondiera la señal, y la voz de alarma correría de inmediato.

Kume descendió. Desde el pie de la torre, recorrió con la vista el interior de la fortaleza iluminada con antorchas. Esa noche, el destino y Kume estuvieron de acuerdo. En el mismo costado que había elegido para entrar, porque en el opuesto se apiñaban los refugios de los hombres, había una construcción de piedra, baja y alargada. Demasiado baja para que en ella habitaran los hombres, de piedra para una buena protección, aislada para evitar riesgos y, sobre todo, custodiada. Kume no tenía dudas, ni tiempo para dudar. En caso de que los sideresios guardaran el polvo gris en aquel lugar, él haría su parte. De lo contrario, trataría de salir con vida.

Avanzó con cautela hasta la construcción de piedra. No faltaba demasiado para que el centinela de la torre del extremo este mandara su señal y, al no recibir respuesta, supiera que algo grave sucedía. Subió al techo con facilidad, apoyándose en las salientes de las piedras. Y saltó sobre el hombre que custodiaba la entrada y que, antes de alcanzar a entender, estaba muerto.

En ese momento Kume vio bambolearse la luz en lo alto de la torre. Miró hacia adentro. En la oscuridad alcanzó a distinguir un amontonamiento de bultos y sombras que ya no tenía tiempo de reconocer. Corrió hasta la antorcha más próxima y la arrancó de su sostén. Mientras regresaba, escuchó la voz de alerta repetida por toda la fortaleza. ¡Cuánto consuelo para Kume si hubiese sabido lo que estaba a punto de destruir! La mayor parte de la reserva de los sideresios estaba allí: pólvora, armas, perdigones…

Kume no contaba con tiempo para hacer un reconocimiento. Se adentró unos pasos en la construcción de piedra. A la luz del fuego que llevaba distinguió unos barriles, tiró sobre ellos la antorcha y salió corriendo. Él no pudo saber lo que los sideresios estaban perdiendo. Pero los sideresios no pudieron hacer nada frente a la explosión y el incendio que se llevaron todo.

Cuando ocurrió, Kume, que había buscado un resguardo en lo oscuro, vio la estampida de las rocas y un fuego que duraría vivo más tiempo que él. Todavía intentó pasar desapercibido en la confusión de hombres, órdenes y gritos que colmaron el lugar para luego tratar de escapar. Desde su escondite, Kume veía a la jauría negra acercarse olfateando el piso. Intentó no oler a miedo, quiso no oler a husihuilke, y no fue posible. Los perros de Drimus fueron los primeros en descubrirlo. Y sólo la voz del Doctrinador consiguió detenerlos.

Kume peleó como diez pumas. Como cien, como mil pumas rodeado de hombres que tenían la orden de atraparlo vivo. Kume no conocía otro código de guerra que el de los husihuilkes. Por eso no pudo imaginar una muerte distinta a la que ellos darían a un enemigo. De poder imaginarlo, se hubiese quitado la vida antes de dejarse atrapar.

Ya tendido en el suelo y furiosamente golpeado, Drimus se le acercó y se hincó a su lado.

—¡Ay, bestezuela impura! Mis cachorros merecerían tener tu carne oscura para su cena —la voz estaba en calma—. Pero no podrá ser. Tu muerte te dejará intacto por fuera y perforado por dentro. Así tu triste ejército te verá, y reconocerá en ti su propia suerte.

Drimus tomó una mano de Kume y lo obligó a recorrer su joroba. Kume crispó el puño y quiso resistirse pero ya no le quedaban fuerzas.

—Siente esto, animalito —siguió diciendo el Doctrinador—. Acaricia esta mole de sabiduría, la que me distingue entre los mejores. Deseo que mueras sabiendo que este retraso que ocasionaste no torcerá el destino. Seremos los amos de este territorio, y cada husihuilke volverá a pagar lo que acabas de hacer.

—Apiñados como granos de arena, así debemos estar —recordó Kume.

A partir de ese momento no volvió a decir una palabra. Nada cuando lo desnudaron, nada cuando lo pusieron de rodillas, nada cuando el jorobado le prometió el peor tormento mojándole la cara con la cercanía de su boca.

Kume los miró preparar su muerte sin poder entenderla. Los enemigos afirmaban en la tierra un madero afilado en punta, y él se puso a recordar a los que amaba. Cuando la muerte le entró en el cuerpo, el grito de Kume golpeó contra el cielo.

Trece veces trece guerreros y siete más, había contado Cucub, eran los que se encontraban en condiciones de seguir hasta la fortaleza de los sideresios. Los demás estaban demasiado lastimados para eso. Ellos iban a regresar a la Casa de las Estrellas, en compañía de un grupo de hombres capaces de atenderlos y ayudarlos.

Molitzmós había salido de su sopor durante la tarde. Volvió en sí de pronto, con una exaltación imposible de imaginar en un hombre que, instantes atrás, se estaba muriendo. Y en el breve tiempo que conservó la lucidez, no cesó de asegurar que cabalgaría junto a Dulkancellin. Todo sucedió muy rápido: despertó, apartó las mantas que lo cubrían, se puso de pie pidiendo los pormenores de la batalla y jurando realizar, esta vez, lo que su herida le había impedido. Quienes lo rodeaban no comprendían el sentido de tantos movimientos nerviosos hasta que, a gritos, reclamó el arma que no encontraba.

—Aquí la tienes —dijo Cucub—. Puedes estar tranquilo: tu cuchillo tomó su parte.

Molitzmós miró a Cucub con pupilas de fiebre. Seguía estando muy pálido y la transpiración le corría por la cara. De cualquier forma, el Señor del Sol no alcanzó, ni siquiera, a tomar su arma. Se quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos. La imagen de Cucub con el brazo estirado, regresándole su cuchillo, se le nublaba. Intentó retenerla y no pudo. Quiso caminar y perdió el equilibrio. Dos hombres corrieron a impedirle la caída y lo depositaron en el suelo. Cuando Dulkancellin y HohQuiú llegaron a verlo, Molitzmós estaba de nuevo en su sopor. Kupuka supuso que la repentina mejoría de Molitzmós era la despedida de su espíritu. Sin embargo, en esta ocasión, el Brujo de la Tierra se equivocaba. Molitzmós no se fue más allá de su sueño.

—Deberías volver a Beleram con los heridos —dijo Dulkancellin.

—Tú eres quien debería hacerlo —respondió Kupuka.

El Brujo de la Tierra parecía imprescindible en ambos lados.

—Puedo guiarlos rápidamente a la fortaleza —dijo Kupuka—. Y en cuanto a los heridos… Los que lleguen estarán en las buenas manos de Zabralkán; los demás no llegaran de ningún modo.

Cuando el ejército de la Tierras Fértiles se separó, todavía no empezaba a abrirse el amanecer del día siguiente a la batalla. La caravana que viajaba al sur se fue con paso lento, cargada con el costo de la victoria. Los guerreros que siguieron hacia la fortaleza de los sideresios marcharon muy bien armados y montados a lomo de animal, a pesar de que varios tuvieron que hacerse jinetes en el trayecto.

—Espíritu-del-viento no es Atardecido —le dijo Cucub a Dulkancellin—. Procura entenderte con él. Por mi parte, aprovecharé el viaje para pensar el nombre de éste que he elegido.

Kupuka, HohQuiú y Dulkancellin cabalgaron adelante. Thungür y Cucub procuraban mantenerse cerca de ellos. Como si creyeran que sus miradas, puestas siempre sobre Dulkancellin, pudieran ayudar a sostenerlo. El guerrero empeoraba. A pesar de los cuidados de Kupuka, la descomposición de las heridas se extendía y la fiebre ya casi no lo abandonaba. Dulkancellin cabalgaba hacia la fortaleza junto a los demás guerreros, y no hubiera habido fuerza de la tierra o de los cielos capaz de convencerlo de lo contrario. Porque Dulkancellin era uno que había nacido donde debieron nacer diez. Todos lo sabían, y por eso nadie intentó persuadirlo de regresar. Nadie, salvo Kupuka que tuvo que conformarse con ir a su lado y aliviarle el dolor. Para peor el husihuilke no había podido dormir en toda la noche. El insomnio de la enfermedad se le hizo largo y lleno de la ausencia de Kume. ¿Dónde estaría? ¿Qué motivos tendría su desaparición? El padre no podía imaginar que durante su vigilia, Kume estaba intentando una proeza. Después no quiso saber si lo había hecho por orgullo, por bravura o por tristeza.

El tiempo de viaje que Kupuka había estimado para llegar de a pie a la fortaleza se acortó mucho cabalgando. Todavía quedaban varias horas de luz cuando Dulkancellin detuvo el avance de sus hombres. Desde la distancia a la que se hallaban, podían reconocerse los signos del abandono. La fortaleza de los sideresios era una soledad que se incendiaba. A la vista de eso los guerreros avanzaron sin demasiada cautela. Y tal cual lo presagiaba el silencio, nadie intentó detenerlos.

La empalizada estaba arrasada en varias partes y por un costado la envolvían las llamas. Dulkancellin y HohQuiú entraron primero: rocas desparramadas por el suelo, fuegos, desperdicios, rastros de una desbandada reciente. Y en medio de la desolación, el cuerpo de Kume atravesado por un madero.

Después de Kume, del orgullo, de la bravura, de la tristeza de Kume, todo había cambiado para los sideresios.

La certeza de vencer, el regocijo de estar esperando una venganza segura, el delirio de ofrecer a Misáianes un puñado de su nueva tierra se habían transformado en una gran hoguera. Sin la protección de la pólvora, los planes de Leogrós se cayeron a pedazos y su verdadero ejército salió a la luz: un desorden de miserables llenos de miedo que le reclamaban la huida. Es verdad que el suplicio de Kume había servido para disimular la indignidad de sus naturalezas. Por obra y gracia de la ferocidad, volvieron a parecer temibles. Pero la apariencia no les duró demasiado. Enseguida regresaron a los ruegos que, de no ser atendidos, se transformarían en exigencias. Leogrós sabía que no había otra posibilidad que hacer lo que pedían. Era imposible revertir esa guerra con las pocas armas que pudieron salvar; ni siquiera pensar en resistir hasta tanto llegara una nueva flota. No había promesa de riquezas o poderes que alcanzara para sobornar el miedo de su ejército.

—Tampoco puedo pensar en regresar con esta derrota —murmuró Leogrós.

Drimus lo escuchaba con los labios caídos y los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Qué haremos? —repetía el Doctrinador—. ¿Qué haremos?

—Por lo pronto, irnos de aquí —respondió Leogrós—. Pero no tan lejos como ellos supondrán que lo hemos hecho. Ni tan lejos, ni por tanto tiempo.

Cuando Leogrós dio orden de preparar la partida, estaba terminando la mañana del día siguiente a la batalla. Los sideresios se apuraron a realizar las tareas inevitables para poder emprender el viaje: rescatar y movilizar hasta la playa lo que era de provecho, destruir lo que no podían llevarse y aprovisionar las naves con suficiente agua. Drimus en persona besó la frente de los heridos, y a cada uno le susurró que no había más remedio, que supieran morir enalteciendo al Amo. Cuando todo estuvo listo, acababa de transcurrir una mitad de la tarde.

Así emprendieron los sideresios el regreso a sus naves. Las criaturas que los vieron marchar contaron que, a cada paso, volvían hacia atrás la mirada.

El cuerpo oscuro de Kume se había quedado detenido en una contorsión de dolor. El cuerpo oscuro y desnudo conservaba, todavía, su parentesco con la belleza. La gente de las Tierras Fértiles no podía mantener los ojos puestos en esa muerte; y menos que nadie, los guerreros del sur de Los Confines. Un guerrero mataba a un guerrero y la honra se repartía entre ambos. Lo que Kume había sufrido no era muerte. Tenía nombres de vergüenza que un guerrero temía cargar a la eternidad.

Kupuka fue hasta el origen del fuego, donde encontró rastros que lo ayudaron a suponer algo semejante a la verdad de lo que había ocurrido. De regreso habló brevemente con Dulkancellin. Dulkancellin lo escuchó, y se volvió hacia los hombres:

—Este guerrero ha muerto en la batalla y nadie dirá algo distinto. Este que se llamó Kume, hijo de Dulkancellin, murió peleando. Y nadie dirá nunca algo distinto.

El husihuilke giró hacia el lado del mar, y azuzó a Espíritu-del-viento. El animal arrancó al galope, pasó sobre la valla derrumbada y continuó hacia el Yentru.

Todos siguieron a Dulkancellin. Y aunque muchos pudieron acercarse, no hubo quien llegara a la playa antes que él. También en la costa del Yentru había fuegos, como la última señal de Kume para guiar al padre hasta el sitio preciso en que los sideresios se hacían al mar.

Los sideresios habían incendiado las naves inútiles, y esas grandes hogueras le indicaron a Dulkancellin el punto de la costa donde lo que quedaba de la flota enemiga empezaba a alejarse. Espíritu-del-viento pasó sobre la arena como la sombra de un pájaro en dirección a la huida que ya era inalcanzable. Dulkancellin no llevaba fiebre ni heridas porque había dejado de ser un hombre para ser una furia. Dulkancellin era una furia que quería alcanzar a los sideresios. Pero cuando logró llegar las naves negras estaban demasiado lejos para cualquier arquero. Dulkancellin gritó palabras irreconocibles mientras cabalgaba mar adentro, soñando que no habría distancia capaz de salvarlos.

Uno respondió a su llamado. Desde las naves, Leogrós regresaba en un bote. Traía en el rostro la misma expresión conque había observado la batalla.

Todo lo que ocurrió después fue ávidamente vigilado por Drimus. El jorobado asomaba su cofia y sus ojos. El resto: su risa jadeada, su cuerpo encogido y su pataleo de gozo quedaban ocultos tras un mástil de la nave.

El guerrero husihuilke esperaba, empujando la orilla con las patas de EspíritudeViento. El conductor del ejército sideresio se estaba acercando. El que habría dado la orden de tormento para Kume estaba frente a él, envuelto en un viento que le enroscaba la capa alrededor del cuerpo. Cuando alcanzó la distancia apropiada, Leogrós abrió su capa. Traía un arma en las manos. El guerrero tensó el arco. La flecha y el fuego se cruzaron. El fuego se llevó por delante la vida del guerrero, y la flecha se perdió en el mar. Dulkancellin sintió entrarle un dolor por el pecho y supo que ya estaba en territorio de la muerte. La figura de Leogrós oscilaba y se oscurecía frente a sus ojos. ¿Era Shampalwe la que desgranaba maíz? Sí, era Shampalwe que danzaba de trenzas recogidas en un adorno de caracoles, el día en que empezó el amor. Todavía, antes de que la muerte acabara de cerrar la puerta, tuvo tiempo el más grande guerrero de Los Confines de mirar el mar y creer que era el Lalafke. Tuvo tiempo de mirar el cielo y confundirlo con su bosque en invierno. En el último instante que le correspondía, aprendió de su hermano Cucub y se puso a soñar para siempre.

Los que después cantaron estos hechos dijeron que la flecha había atravesado el Yentru hasta las Tierras Antiguas, y se había clavado en la risa de Misáianes. Pero los hombres que estuvieron allí dijeron que la flecha se había perdido en el mar. Ellos contaron, también, el llanto de niño de Cucub, aferrado al que ya no estaba. El silencio de Thungür, y la plegaria de Kupuka.