Dulkancellin montaba a Atardecido y Cucub a Espíritu-del-viento. Ambos marchaban al encuentro de los guerreros husihuilkes que estaban acercándose a Beleram. Dulkancellin iba adelante, galopando la distancia que lo separaba de sus hermanos. Detrás de él, Cucub hacía todo lo posible por alcanzarlo.
Atardecido se detuvo en seco, justo en la cima de una elevación. Y esta vez fue porque el jinete así lo quiso.
—¡Allí están! —gritó Dulkancellin, señalando el camino que bajaba recto. Esperó que Cucub llegara a su lado y juntos descendieron la cuesta a todo galope.
El lugar en el que iban a encontrarse no estaba demasiado lejos de los límites de Beleram. El camino por el que llegaban los husihuilkes no era el mismo, angosto y escondido, que Dulkancellin y Cucub habían utilizado el día de su arribo a la ciudad. Los guerreros del sur venían por un camino que en épocas corrientes era uno de los más transitados de Beleram. A sus costados se extendían enormes terrenos de cultivo que lo mantenían separado de la selva. La mañana estaba lista para la alegría del encuentro.
Atardecido y Espíritu-del-viento corrían por la cuesta. Abajo, en medio de prodigiosos maizales, Kupuka ordenó el cese de la marcha hasta entender de qué se trataba la extraña yunta de hombres y animales que venía hacia ellos.
—Es mi padre, es mi padre —repetía Thungür al lado de Kupuka.
—Es tu padre —el Brujo de la Tierra sonreía.
Estaban sucios. Estaban cansados. Estaban hambrientos. Sin embargo, de ser necesario, hubiesen salido a enfrentar a cualquier enemigo.
—No tendremos que hacerlo, por ahora —Kupuka se volvió hacia los guerreros—. Hermanos, miren que es Dulkancellin el que llega. Y lo acompaña un buen hombre.
Los husihuilkes habían perdido a varios de los suyos en las escaramuzas con los Pastores. Algunos de ellos estaban heridos y todos, sin excepción, muy fatigados. A pesar de eso, y detrás del aspecto de polvo y de cansancio, cualquiera podía ver que eran guerreros. «Tal vez ahora sí sea posible», pensó Dulkancellin.
Thungür caminaba a su encuentro. Dulkancellin desmontó y se quedó inmóvil viéndolo venir. Su hijo ya no era el niño que corrió con una pluma de oropéndola en la mano y que asustado por el presagio del bosque le pidió que no lo abandonara. ¿Cuándo había ocurrido eso? Dulkancellin no pensó en el tiempo sino en todos los sucesos transcurridos, por eso no se asombró de tener frente a él a un hombre de su mismo tamaño tomándole el brazo en señal de saludo. Y sin embargo, en el espacio de las pupilas, Thungür seguía siendo el otro. Dulkancellin recibió a su hijo. Después avanzó unos pasos para saludar a los guerreros. Los recién llegados le respondieron en la lengua amada que tanto había tardado en hacerse oír. Era gente husihuilke. Hombres husihuilkes en los que Dulkancellin volvía a reconocerse.
—Salud, anciano —dijo Dulkancellin. Y abrazó a Kupuka.
El Brujo de la Tierra tenía la apariencia de una alucinación. Tan, pero tan reviejo… La larga melena blanca, anudada y polvorienta, uñas de cabra montaraz. Tan animal del cerro y tan sabio, que Cucub no pudo menos que disfrutar por adelantado la ridícula expresión que el emplumado pondría al conocerlo.
—Salud, anciano —dijo Cucub.
Y mientras el zitzahay se entretenía en sus malicias Dulkancellin volvió a mirar los rostros conocidos. Allí estaban vecinos y primos; hombres con los que había peleado; hombres que había enfrentado. Allí estaban, de todas las aldeas y los linajes. Y allí estaba un joven guerrero que traía un costado cubierto con hojas sanadoras de heridas. Dulkancellin no supo qué hacer, ni siquiera supo cómo mirarlo. ¿Quién sabe? Quizás hubiese bastado conque Kume saludara a su padre. ¿Quién sabe? Quizás su padre lo desconocía nuevamente. Lo cierto es que el joven permaneció quieto en su sitio, y Dulkancellin apartó la mirada.
Aquel era día de sobresaltos para el padre. Y enseguida Dulkancellin se enfrentó al mayor de todos. Más allá de la última fila de guerreros Kuy-Kuyen esperaba que, finalmente, la descubriera.
—¿Por qué has traído a Kuy-Kuyen? —Dulkancellin no terminaba de creer lo que veía—. Explícame, anciano. ¿Por qué la has traído?
—Lo haré en cuanto reanudemos la marcha —respondió Kupuka—. La razón tiene sus muchas caras; y estos hombres no pueden esperar a que tú las veas y las comprendas todas.
Los guerreros se interesaron en Atardecido y en Espíritu-del-viento.
—Animal con cabellera, así los llamamos —dijo Cucub. Y de repente, con su público recuperado, elevó el tono de voz para dar noticias sobre el porqué y el cómo de aquellos animales. Noticias que amenazaban con no terminar nunca. Suerte que Kuy-Kuyen llegara a saludarlo:
—Salud, hombre zitzahay.
—Salud, mujer husihuilke.
Cucub se alegró doblemente:
—Me alegro de volver a ver tus ojos. Y me alegro, también, de que haya aquí alguien de mi estatura.
Enseguida se ordenó proseguir la marcha. Dulkancellin montó a Atardecido y le pidió a Kupuka que montara con él.
—Te llevaré conmigo. En el camino irás mostrándome las muchas caras de tus razones —le dijo. Y luego, dirigiéndose a Cucub, agregó: Tú llevarás a Kuy-Kuyen.
Ella escuchó, sacudió la cabeza y retrocedió.
—No tengas miedo —Cucub extendía su mano—. Dile tu nombre y serán amigos.
Atardecido abría la marcha, a paso lerdo. Dulkancellin volvía el rostro constantemente para hablar con Kupuka.
—Dime de Vieja Kush.
—Ahora mismo estará amasando sus panes.
—Dime de Wilkilén.
—Apenas ha crecido. Pero sus trenzas sí que se han alargado.
—¿Y Piukemán…? ¿Por qué no lo has traído?
Esta vez se estiró el silencio.
—Alguien debía cuidar de Kush y de Wilkilén —Kupuka vaciló—. Él podrá hacerlo muy bien.
Dulkancellin tenía muchas cosas que preguntar. Y una, en especial, que no podía entender.
—¿Qué razón pudiste tener para traer a Kuy-Kuyen a esta tierra amenazada?
—Vamos por partes —respondió Kupuka—. Hay dos verdades que debes recordar antes de desgastarte en enojos: la amenaza es la misma en Los Confines. Y además, Kuy-Kuyen ya está aquí.
Lo que Cucub malició y disfrutó fue poco en comparación con el efecto que produjo la entrada de Kupuka en el observatorio. El Brujo de la Tierra se presentó con los jirones que lo acompañaron durante el viaje. Y para más con el cayado de madera que se negó a abandonar, aún dentro de la Casa de las Estrellas. Puede que ninguno de los presentes, Zabralkán incluido, pudiera mantenerse insensible al aspecto salvaje de Kupuka. Así y todo, tal como Cucub lo imaginaba, la reacción de Molitzmós sobresalió entre las demás. Su expresión de bienvenida resultó ser algo indefinible, que tenía de esto y de lo otro.
Sin embargo, el asunto de la reunión no era la apariencia de Kupuka y quedó rápidamente olvidado en provecho de lo que era importante.
Ni más ni menos, el hilo delgado de la estrategia iba a terminar de tejerse ese día. El Venado sabía que su única posibilidad en la guerra contra Misáianes era fortalecerse en todos los dominios. Los hombres se ocuparían de organizar y conducir a los hombres. La Magia tenía para sí el resto de las fuerzas de la tierra; y tenía, en el cielo, el espejo donde ver lo posible. Zabralkán pensaba en astros alineados y en días propicios. Por la cabeza de Kupuka pasaban hordas de pecarís, nubes de avispas y venenos.
El ejército de los hombres se hacía fuerte. La llegada de los husihuilkes, más la división de los Señores del Sol que estaba acercándose desde el norte por detrás de la línea de los sideresios, acrecentaban en mucho la cantidad y la destreza de los guerreros. El Venado midió su poderío, y soñó con una victoria.
Los días que siguieron fueron de trabajos. Y si la Casa de las Estrellas ya estaba convertida en un amontonamiento, ahora todo Beleram era la misma cosa.
El estanque de la Casa de las Estrellas reunía a los que necesitaban reponerse de la fatiga. Y también reunía a quienes, en medio de los preparativos de una guerra, habían encontrado la manera de hacerse amigos.
Kuy-Kuyen y Cucub eran unos de esos que sin faltar ni un día se encontraron en el estanque al final de cada atardecer.
Kupuka y Zabralkán eran otros. El Supremo Astrónomo tomó por ese entonces el hábito de abandonar el observatorio para recorrer los alrededores de la Casa de las Estrellas. En contra de una usanza inmemorial, se lo veía andar sin escolta. «Hacen falta brazos, y sobran quehaceres de mayor importancia…», respondía si alguien preguntaba. A pesar de eso jamás le pidió a Bor que prescindiese de la compañía de su propia escolta. Jamás lo hizo. Aún sabiendo que si alzaba la cabeza mientras rodeaba el estanque del brazo de Kupuka, se toparía con la desaprobación de Bor, asiduo visitante de los miradores.
Kume y Molitzmós también se encontraron a diario en el estanque. Siempre con rostros serios, y lejos de los demás. Una extraña amistad, sin duda, propia de aquellos días de confusión.
Llegado el momento de marchar a la guerra los amigos tomaron rumbos diferentes según el destino que cada uno tenía asignado.
Zabralkán permaneció en la Casa de las Estrellas. Kupuka partió solo, él y su morral, a internarse en la selva.
Kuy-Kuyen se quedó trabajando junto a las mujeres zitzahay. Cucub cabalgó al noreste, a las órdenes de Dulkancellin.
Molitzmós partió con ellos, a cargo de la formación de lanceros. Kume, en cambio, formaba parte de la división que marchó hacia el noroeste.
La madrugada de la despedida únicamente Cucub lloró. Y Kuy-Kuyen, acostumbrada a la severidad de los husihuilkes, se alegró de saber que también los hombres podían aguarse la cara de pura tristeza.
Los hombres que Dulkancellin había enviado en tareas de reconocimiento volvieron con la novedad de que una avanzada de los sideresios, bastante alejada de las Colinas del Límite, acampaba del otro lado del río.
—Los hemos visto. Y nos alegra decirte que nuestra división es mucho más numerosa.
—¿Dónde están, exactamente? —preguntó Dulkancellin.
—Descansan en el valle Entre-los-Pies.
Ellos se referían a una regular extensión de tierra que abría en dos la desembocadura del río Rojo con los Pies Separados. Uno Pie del Rojo era la vertiente que cerraba el valle por el sur; Dos pie del Rojo era la que lo cerraba por el norte. El Venado ya conocía el lugar en el que iba a desarrollarse la batalla. Sabía que en aquella ocasión contaba con mayor cantidad de guerreros que su enemigo. Ahora quedaba conseguir que las ventajas de los sideresios, sus armas y sus animales, se vieran reducidas en eficacia. Y hasta se le volvieran en contra.
Tarde, en la noche, los guerreros de las Tierras Fértiles empezaron a andar. Su marcha se volcó marcadamente hacia la costa porque buscaban la desembocadura del río; bastante al este del sitio en el que habían peleado, la primera vez, contra los sideresios. El Venado poseía la virtud de caminar sin ruido. Y salvo las más diestras criaturas de la selva, nadie podía escucharlo pasar.
La primera línea de batalla estaba reservada para los husihuilkes, algo menos de la mitad del total que había arribado a la Comarca Aislada. Una buena parte de los restantes marchaba en la división del noroeste. Y los demás, junto a un importante número de guerreros zitzahay, protegían la Casa de las Estrellas. Los guerreros del sur iban armados con arcos y flechas. Con mazas y hachas.
A un lado de ellos, en igual línea, se ubicarían los lanceros. Ellos eran los mejores entre los zitzahay y los conducía Molitzmós quien, por debajo de Dulkancellin, tenía el segundo puesto de mando.
La siguiente línea y los flancos eran del resto del ejército zitzahay. Un poco más atrás estaba el lugar de los aldeanos. Algunos de ellos eran demasiado jóvenes, otros eran demasiado viejos. La mayoría había llegado a la guerra después de una vida mansa de fabricar sus productos y llevarlos al mercado, fumar sus hojas y danzar las muertes y los nacimientos. Sin embargo, se dijo y se cantó que pelearon con bravura de guerreros hasta ganarse la memoria. Cucub iba con ellos, más destinado a las tareas de auxilio que al combate.
El Venado había elegido marchar separado en dos divisiones, al modo de dos astas, procurando de ese modo cubrir el territorio para poder detectar y obstruir cualquier tentativa de los sideresios contra Beleram. Luego, en un día y lugar acordados, volvería a unificar sus fuerzas.
La división del noreste, al mando de Dulkancellin, se detuvo en los bordes de la selva. Y desde allí, metida entre raíces, encaramada a las frondas y disimulada en las cortezas vigiló la orilla del Uno Pie del Rojo sin que nadie, desde el río, pudiese sospecharlo.
El día terminó su rueda. La tormenta que había empezado a formarse en el horizonte del atardecer amenazaba, a esas horas, con ocultar la luna. Los nubarrones parecían tironeados por dos voluntades opuestas: una que quería ofrecerle al Venado la suerte de la luz. Otra que quería negársela. Y así estuvieron las nubes durante largo rato. Pálidas cuando se alejaban, negras y bordeadas de oro cuando avanzaban sobre la luna. Por fin, en la alta noche, la mano amiga ganó su contienda en el cielo y se llevó la tormenta.
En la orilla opuesta los sideresios mantenían encendidas algunas hogueras que dejaban ver la silueta de los centinelas y el paseo inquieto de los animales. La sorpresa era la mejor posibilidad del Venado. Para conservarla, los hombres respiraban con cuidado y no se movían de su sitio. Y por lo mismo Dulkancellin encargó a Cucub que mantuviera calmados a los pocos animales que tenían consigo. Apenas se puso a amanecer los sideresios empezaron a moverse. Iban a cruzar el río tal como el Venado lo esperaba: primero, los hombres montados y detrás de ellos, los de a pie. También los guerreros de las Tierras Fértiles debían desplazarse y tomar su posición final. En su ayuda, la brisa de la selva se encargó de revolver las luces y las sombras de modo que ningún movimiento pudiera ser notado por los enemigos. Protegido con todos los brazos de la Madre Neén, el Venado esperaba. Los jinetes sideresios casi terminaban de vadear el río. Los demás caminaban pesados a causa de la correntada que les subía hasta los muslos, y de las armas que debían mantener fuera del agua. Los primeros jinetes ya pisaban la tierra. Pero el Venado esperó a que la mayoría de los sideresios se internara en el río.
Cuando fue el tiempo, Dulkancellin se irguió sobre el lomo de Atardecido. Tensó el arco y apuntó contra un enemigo, uno que eligió para la primera flecha. Muchas otras veces, en las guerras de Los Confines, Dulkancellin había estado en esa misma situación. Y sabía, como cualquier guerrero, que el hombre elegido para comenzar la matanza era una niebla, no tenía rostro; porque el que iba a arrojar la flecha no quería recordarlo. Ahora Dulkancellin quería recordar el rostro del sideresio que, si quedara vivo, podría aplastar mañana el corazón de Wilkilén.
Atardecido sintió la furia por sus ancas, y se sumó al alarido del jefe husihuilke que anunciaba el comienzo del ataque. El grito se repitió en cada guerrero y la primera andanada de flechas salió de la selva. Los sideresios las vieron llegar como si las dispararan los árboles. Envenenadas y empenachadas con fuego, las flechas de los guerreros del sur alcanzaban el blanco. Y fue tal la mortandad de los hombres y el espanto de los animales que en un primer repliegue desordenado la vanguardia de los sideresios atropello a los que venían intentando cruzar el río.
Aprovechando la estampida y el pánico que habían ocasionado las flechas, los lanceros abandonaron la selva y se adelantaron corriendo. Algunos arrojaron sus lanzas, pero la mayoría llegó a hundirlas con sus propias manos. Para entonces, los sideresios tenían sobre sí las mazas, las hachas, el dolor del Venado. Y aunque muchos de ellos alcanzaron a usar sus armas contra los guerreros de las Tierras Fértiles, la deserción de los sideresios no tardó en llegar y fue desesperada.
El resultado se contó en muertos por el río. La corriente amontonaba cadáveres en su camino al mar. Bestias, hombres y pedazos de hombres irían a dar al Yentru. El río Rojo aquel día, y no antes, debió recibir su nombre.
La buenanueva de la victoria se propagó por la selva. El regocijo llegó a todos los rincones. Cuando oyó la noticia, Kuy-Kuyen escondió su carita entre las manos y murmuró sus propias palabras. Zabralkán convocó para la noticia en el patio de la Casa de las Estrellas; la carcajada de Kupuka retumbó en la cueva de jaguar donde cumplía algunos de sus cometidos. Así todos, en cada lugar, festejaron el día. En el campo de batalla los guerreros sepultaron a sus muertos y recogieron las ganancias en armas y animales. Después pusieron el rostro al sol y cantaron. Mientras el sol estuvo en el cielo, siguieron cantando. Las voces les raspaban dentro, pero ninguno de ellos dejó de cantar.
Los hombres de la división noroeste avanzaban sin novedad cuando recibieron el buen anuncio. La celebración comenzó con gritos y clamores, pero enseguida fue perdiendo ánimo y terminó extinguida en un montón de silencios. Era la vergüenza del guerrero que no estuvo en la batalla, como si fuese su culpa la dirección que habían elegido los sideresios. Esa misma noche, junto con un jabalí cocido al fuego, ellos masticaban su disgusto.
—Come un poco —Thungür le acercó a Kume un trozo de carne ensartado en una hoja de piedra. Kume lo aceptó de mala gana, y se quedó dándole vueltas frente a sus ojos.
—Pronto tendremos que seguir —insistió Thungür—. Y quién sabe cuándo volvamos a detenernos.
Kume empezó a mordisquear la carne dulzona. Jamás el hermano mayor había mencionado la pluma de Kúkul. No le preguntó por qué había dejado que las cosas llegaran a ese punto; ni le interesó saber cómo lo había hecho. Kume sabía agradecer esa prudencia. Y, tal vez en retribución, acató sin rebeldías la autoridad que el padre había delegado en Thungür. Esto no significaba que Kume hubiese abandonado su modo taciturno. Al contrario, se fue quedando en él; y allí vivía, sin abrirle a nadie la puerta.
—Creo que no es suficiente alegría para el resultado de la batalla que libraron nuestros hermanos —prosiguió Thungür—. Bueno, que el enojo nos sirva para pelear mejor cuando tengamos la oportunidad de hacerlo.
Igual que su madre, Thungür tenía esa facilidad de encontrar flores en medio del brozal.
—¿Sabes en quién pienso? —continuó—. Pienso en Cucub. Trato de imaginarlo en la pelea.
Kume había terminado de comer. Clavó el cuchillo en la tierra y se lamió un hilo de grasa que resbalaba por su antebrazo.
—Asustado. Metido entre las piernas de otro —respondió—. Puedo asegurarte que fue así.
Thungür tenía la fortaleza y la armonía de su raza. Kume, además de eso, había heredado la belleza de Shampalwe.
—¿Conoces con exactitud el destino de Kupuka?
Los husihuilkes tenían el hábito de pensar con naturalidad. Kume, el de pensar con enredos.
—¿Cómo conocer con exactitud el destino del Brujo? —sonrió Thungür—. Ha de estar en algún lugar de esta selva, confabulando con sus amigos.
Kume sacó el cuchillo de la tierra para devolvérselo a su hermano. Y después de hacerlo, se marchó.
El Venado no pudo demorarse en la victoria porque de inmediato debió seguir rumbo al norte. Su avance era inexorable aunque, día a día, más cauteloso. Un fuerte cordón de enlaces lo protegía y lo mantenía unido. Era necesario que las dos divisiones se comunicaran entre sí con frecuencia. Pero no alcanzaba con eso, hacía falta mucho más. Había que estar volviendo los ojos a las espaldas para saber qué ocurría en Beleram y enviar oídos hacia la costa del Yentru a que escucharan las noticias de las mujerespeces. Alguien debía mantener alguna referencia de Kupuka. Y sobre todo, alguien tenía que rebasar la línea de los sideresios y llegar a los Señores del Sol. Este fue el camino por el que corrieron jaguares silenciosos, de ida y de vuelta, con un código de plumas alrededor del cuello que sólo los amigos podían entender.
Las dos divisiones de las Tierras Fértiles llegaron al punto elegido para el encuentro con medio día de diferencia. Desde donde se hallaban podían verse las Colinas del Límite, una marca en la tierra que separaba la Comarca Aislada del país de los Señores del Sol. Las Colinas del Límite eran elevaciones suaves y accesibles al paso. Y quienes las habían atravesado las recordaban como un paraje amable. Lo eran, en verdad. O lo habían sido. Porque ese anochecer los hombres miraban las lomadas contra el cielo como quien recela en la boca de una madriguera, en espera del zarpazo.
El plan consistía en permanecer allí hasta tanto pudieran establecer el próximo y último contacto con los Señores del Sol. Próximo y último jaguar portador de plumas. Después se encontrarían en la batalla, cuando el ejército de HohQuiú sorprendiera a los sideresios con un inesperado frente de ataque.
HohQuiú, uno de los príncipes de la Casa que gobernaba el país de los Señores del Sol, venía al frente de un gran ejército. Aunque los Señores del Sol habían recibido las noticias en fragmentos bastante confusos, comprendieron que debían poner mucho de su poder al servicio de esta guerra, y así lo hicieron.
—Molitzmós, háblanos de HohQuiú —pidió Dulkancellin—. Es tu príncipe, y debes saber muchas cosas acerca de él que pueden ayudar a que nos entendamos mejor en el campo de batalla.
—Es príncipe, como tú dices. Sin embargo jamás lo he visto —Molitzmós recordaba perfectamente el rostro de HohQuiú untado con el corazón de uno de sus hermanos; muerto como castigo a la insolencia de no reverenciar al entonces pequeño príncipe. Sólo puedo decirte que debe ser muy joven aún y que, por eso mismo, me asombra que esté al mando del ejército.
—Eso significa que debe ser muy valeroso —dijo Dulkancellin.
Molitzmós del Sol no quiso responder por temor a que el odio se hiciera visible en sus palabras.
—Esperemos que el jaguar no tarde demasiado —murmuró.
Y su deseo se cumplió. Esa noche, escoltado por los dos centinelas que lo vieron llegar, el jaguar entró a la tienda donde un grupo de guerreros hablaba con Dulkancellin. Elek y Molitzmós estaban entre ellos. También Thungür y hasta Cucub, acurrucado junto a sus amigos husihuilkes y soportando con serenidad la manifiesta hostilidad del Señor del Sol. La llegada del jaguar había conmocionado el campamento. Los hombres se reunieron frente a la tienda deseosos de conocer la cifra del mensaje. Al poco rato salieron los que estaban dentro. Dulkancellin levantó el collar de plumas de manera que todos pudiesen verlo.
—El hermano jaguar nos ha traído las noticias que esperábamos —dijo—. Y es buena como la luz del sol.
Los hombres respondieron con un grito de triunfo. Era muy breve el tiempo que llevaban mezclándose unos con otros. Y a pesar de eso, las diferencias que al principio resultaban difíciles de sobrellevar, se habían suavizado hasta tal punto que todos parecían parientes. Las cabezas doradas de la Estirpe, los zitzahay de piel oscura y tan pequeños si se los comparaba con los husihuilkes, los guerreros y los artesanos. Algo que venía de la índole empezaba a igualarlos.
—El ejército de los Señores del Sol está muy cerca —continuó Dulkancellin—. No más que un día y su noche deberán transcurrir para que podamos reunirnos con ellos. Y eso será antes de que lleguen los sideresios.
Dulkancellin hablaba a todos sus hombres, pero sus ojos regresaban siempre a los de Kume. El hijo se dejaba mirar, sin un gesto.
—Es verdad que los sideresios se acercan, y que lo hacen con rapidez. Aún así nos darán el tiempo que necesitamos. Aprovechemos esta noche para descansar. Coman y canten porque luego deberemos enfrentar una guerra que, acabe como acabe, dividirá el Tiempo.
Cuando los guerreros se dispersaron, Dulkancellin llamó a Cucub y le pidió que alimentara al jaguar.
—Dejemos que también él descanse. Volverá a marcharse, apenas amanezca, con la respuesta que HohQuiú espera.
Juntos, Molitzmós y Dulkancellin ensartaron las plumas en una sucesión determinada de largos y colores, que daría a los Señores del Sol las ubicaciones precisas y los tiempos de la batalla.
Amanecía otra vez. El animal, que daba la impresión de dormir un sueño interminable, se levantó erizado cuando el husihuilke se le acercó. Como siempre, el hombre venía solo. Y como siempre, se arrodilló frente a él y le rodeó el cuello con los brazos para colocarle el código de plumas. El jaguar conocía al hombre que estaba hablándole mientras le aseguraba la cuerda.
—Puedes irte, hermano mío —dijo Dulkancellin cuando terminó de asegurar el nudo—. Corre y llega a tu destino. Es la única esperanza de que ustedes y nosotros sigamos teniendo una tierra que habitar.
El jaguar comenzó a alejarse. Pero apenas salió del campamento un hombre lo detuvo con el silbido que le habían enseñado a reconocer. Conocía a ese hombre. Su olor estaba siempre junto al olor del otro. Y también éste lo llamó hermano mientras le desataba el collar de plumas y lo reemplazaba por otro.
—Ahora sí puedes irte —le dijo.
Como si el jaguar lo hubiese arrastrado en su carrera, el día pasó rápidamente. «El jaguar ya estará con los Señores del Sol», decían algunos en el campamento. «Aún no», decían otros. «HohQuiú y sus hombres deben estar iniciando la marcha». «Aún no…» Cuando se completaron dos días desde la partida del jaguar, hasta los menos optimistas se encontraron esperando la llegada de HohQuiú. «Mandará un grupo de reconocimiento…» «Vendrá él en persona…»
—Supongo que anhelas ver llegar a tu príncipe —Cucub ya había notado que la expresión «tu príncipe» tenía un efecto terrible sobre Molitzmós, y no perdía ocasión de repetírsela.
La antipatía que ambos se profesaban era cosa sabida, comentada, y atribuida a la evidente diferencia de humores. Los roces entre Cucub y Molitzmós se habían mantenido siempre dentro de una aparente gentileza que no engañaba, pero hacía llevadera la enemistad. En aquella ocasión, sin embargo, fue diferente. Molitzmós se volvió súbitamente contra Cucub, lo tomó de la ropa y lo sostuvo más pegado a su aliento que al suelo. La expresión del emplumado era la de quien guarda un secreto demoledor, un dolor que destruiría al que lo está enfrentando.
—Yo podría decirte… —Molitzmós vaciló. Y Cucub, que había visto el veneno en la punta de su lengua, se atrevió a seguir provocando al altanero para obligarlo a decir las verdades que ocultaba.
—Dulkancellin es tanto mi jefe como el tuyo, y no le complacerá el trato que me estás dando.
Cucub tenía miedo. Viendo los ojos del emplumado parecía posible que llegara a matarlo si persistía con sus burlas. «Un poco más y la soberbia le saca por la boca lo que esconde», pensaba el pequeño.
Pero justo entonces unos gritos de alerta sonaron en el extremo opuesto del campamento. Molitzmós abandonó a su víctima y corrió hacia el amontonamiento. Cucub corrió detrás pensando que, por fin, HohQuiú había sido divisado. Al llegar, los dos se quedaron paralizados por lo que parecía una visión de pesadilla.
En el centro de una rueda de hombres espantados, el jaguar estaba de regreso. Y no con un collar de plumas atado de su cuello, sino con un bulto cubierto por un cuero sucio de sangre. Dulkancellin se adelantó y desató el lazo del cuello del animal que, apenas se vio libre de su inmunda carga, salió disparado hacia la selva. Todos sabían que envuelta en el cuero, estaba la cabeza de un hombre. Por el momento, Dulkancellin tenía un solo espanto… No quería ver que fuera Kupuka, no quería encontrar el rostro amado bajo la costra del envoltorio. Sus manos desataron con trabajo los nudos pegoteados que, finalmente, cedieron. A la vista de todos quedó la cabeza cercenada de uno que, sin duda, había sido un alto jefe de los Señores del Sol.
—Dinos, Molitzmós, ¿conoces a este hombre? —preguntó Dulkancellin.
—No es suficientemente joven como para ser HohQuiú —respondió Molitzmós—. Sé decirte que sus argollas indican que perteneció a la nobleza de la Casa reinante.
Sin importar quién fuera, el mensaje era claro. El ejército de los Señores del Sol había sido atacado por los sideresios. Atacado y destruido. Los guerreros de las Tierras Fértiles tenían el ánimo deshecho. ¿Qué ocurriría ahora? Y, ¿dónde estaban los enemigos?
Golpe sobre golpe en el dolorido corazón del Venado, llegaron los vigías que cuidaban el norte. Venían pálidos de miedo:
—Han aparecido en las lomadas. Los sideresios han aparecido y estarán aquí en poco tiempo.
Los hombres miraron a Dulkancellin, esperando una respuesta. Durante un instante, el husihuilke se sintió brutalmente solo. Buscó en su memoria el bosque de Los Confines. Buscó el pan de Vieja Kush, devolvedor de vida. Y más que nunca jefe de sus guerreros, dio la primera orden.
La batalla se acercaba, y no era la que habían concebido. Iba a suceder de otra manera, y antes del día propiciado por las estrellas. Ya no llegarían los Señores del Sol. De Kupuka no habían recibido sino un incomprensible silencio. El Venado ya no tenía la sorpresa a su favor. Ni siquiera, el resguardo de la selva. El lugar en el que iba a desarrollarse la batalla eran las estribaciones abiertas donde se iniciaban las Colinas del Límite. El número y el valor de los guerreros parecían ser las únicas ventajas de las Tierras Fértiles. El número, el valor, y el favor de la Magia. «Y la fuerza de la tierra que, en este día, no nos abandonará», decían los hombres.
Cuando los sideresios aparecieron en el horizonte, el Venado había recobrado su entereza y estaba listo para enfrentarlos. Los enemigos eran una franja negra que ondulaba con las lomadas. El Venado iba a pelear con los colores del fuego, del cielo y de la tierra pintados en el rostro y en las ropas.
El ejército de las Tierras Fértiles mantuvo una formación similar a la anterior, repetida en dos frentes de ataque. Pero, esta vez, también ellos cabalgarían. Igual que Dulkancellin, los guerreros husihuilkes pudieron amar sin reparos a los animales con cabellera. Y ayudados por Cucub, aprendieron las artes y las mañas.
A medida que se acercaban los sideresios, se acercaba Misáianes con el vasto poder que empezaba en su mismo nombre. El corazón del Venado se revolvía en ese solo pensamiento: el verdadero nombre de su enemigo. «El Tiempo que conocimos y amamos se ha ido sin remedio. No estamos aquí para llorarlo, sino para pelear por el que vendrá», dijo Dulkancellin antes del combate.
Los ejércitos estaban listos, uno a cada lado del paisaje. La batalla estaba por comenzar, y el mundo hizo silencio. Los vientos se replegaron a un cielo lejano, el mar se tragó las olas, la selva se metió en el nido, las madres callaron al niño contra el pecho.
—Los que de nosotros caigamos muertos en esta guerra, seremos recordados por siempre como la montaña de huesos que sostuvo al sol. ¡Por el Sol! ¡Por el Padre! —gritó Dulkancellin. Y el final de su voz fue opacado por la primera descarga.
Los guerreros de las Tierras Fértiles recibieron el golpe de un arma desconocida, que multiplicaba en fuego y en estruendo a aquellas otras que los sideresios habían utilizado en el puerto el día que Drimus escapó de Beleram. El disparo cayó sobre ellos como un pedazo de volcán despedido. Con sus hermanos destripados por una fuerza incomprensible, tuvieron que elegir. Y eligieron la furia.
Pero por un sideresio que caía, el Venado caía muchas veces. Todavía muy lejos de llegar, los guerreros morían atravesados por el fuego. Y numerosos arqueros no alcanzaron a disparar la segunda flecha. Aunque las armas arrojadizas eran certeras, y los sideresios empezaron a verse la sangre, el fuego quebraba el avance de las Tierras Fértiles. El Venado sabía que el espacio que lo separaba de los sideresios lo exponía a la peor desigualdad; y que cuando consiguiera cruzarlo y trabarse con el enemigo, la destreza estaría de su lado.
Sin embargo, era difícil avanzar sobre los propios muertos. Un golpe de volcán, dirigido contra el costado oeste de la guerra, se llevó consigo a muchos hombres de esos que habían sido alfareros, tejedores y mieleros y que ahora sangraban la tierra. Enseguida llegó otro, y después otro. Se hacía más difícil avanzar sobre los muertos, cuando los muertos eran mieleros, alfareros y tejedores. Las imprevistas armas de Misáianes estaban destruyendo al Venado.
Contra todo, el ejército de las Tierras Fértiles siguió avanzando. La vanguardia husihuilke logró encimar, con sus propios animales, la fuerza montada de los sideresios: finalmente el Venado estaba donde quería. La distancia entre los enemigos quedó reducida al largo de una espada o de una lanza, a un golpe de maza o a un filo de piedra. O a nada, y entonces había un muerto. Peleando con una bravura que los hacía parecer diez veces los que eran, los guerreros del sur desparramaron muerte entre los sideresios. Tanta que, por un momento, lograron que el pánico se apoderara de ellos. Dulkancellin mataba en cada hachazo, cubiertos de sangre él y Atardecido. Tres de sus guerreros estaban cerca, protegiéndole los flancos y las espaldas, porque la muerte buscaba al jefe husihuilke por todos los costados.
Elek de la Estirpe peleaba por sus muertos con el arma que había conseguido en el río Rojo. Desde su lugar, Thungür vio llegar al sideresio que iba a matar al hermano de pelo amarillo. Pero el suyo era un lugar en la batalla, y Thungür no pudo hacer más que gritarle el nombre. Elek cayó ese día, en medio de los que todavía lograban resistir. Y sin poder evitarlo, Kume pasó al galope sobre su cuerpo.
El Venado había llegado a la pelea diezmado en sus mejores filas. Y aunque ya los grandes fuegos resultaban inservibles, la herida terminal estaba infligida. Dulkancellin sangraba de un fuego que lo había alcanzado debajo del corazón. Sabía que todo iba a acabar muy pronto, y se aferró a la cabellera de Atardecido para dar la última pelea. Antes, levantó la cara al sol para despedirse.
También Cucub se despedía porque empezaba a comprender que el Venado perdía la batalla. El zitzahay permanecía en el puesto que Dulkancellin le había asignado, junto a unos cuantos más, detrás de la retaguardia. Parapetados en unos matorrales, ellos tenían la misión de recibir a los heridos y de asistir a los guerreros que volvían en busca de las armas o los escudos que habían perdido en el campo. Cucub había sentido que se partía en mitades cuando le dieron a conocer su destino. Cucub, el pequeño músico de las aldeas, se sintió aliviado. Cucub enamorado de Kuy-Kuyen tuvo vergüenza.
Y sería este Cucub avergonzado el que estaba pensando en salir a pelear. Lo pensaba asombrado de pensarlo y sin embargo, casi decidido. Junto a él había varios que cumplirían debidamente con la tarea. Y además ya no llegaban heridos. Al principio, llegaron muchos; pero la mayoría, después de sujetarse la sangre, regresó al campo de batalla. Los demás murieron. Con Molitzmós, que estuvo entre los primeros heridos, no ocurrió ni lo uno ni lo otro. El Señor del Sol tenía una profunda herida en su costado, y el aspecto de quien está próximo a dejar la vida. Cucub lo miraba sin poder quitarse de encima la ingrata sensación de que quedarse allí lo hacía semejante a aquel hombre. No soportó esa idea, y decidió pelear. A su alrededor, se amontonaba la reserva de lanzas y flechas. Cucub, al fin y al cabo el mismo de siempre, eligió otra cosa.
—Tomaré tu cuchillo —le dijo a Molitzmós—. Es un arma noble y merece su oportunidad.
El Señor del Sol no pudo o no quiso responderle.
—Extraño —dijo Cucub llevándose el filo a la nariz—. La sangre que hay aquí huele como la tuya.
El enamorado de Kuy-Kuyen empuñó el arma y avanzó corriendo. Aquella iba a ser la primera vez que mataría a un hombre, o la última vez que moriría. Nunca logró recordar con nitidez las cosas que pasaron por su cabeza mientras corría. Lo que sí recordó fue cómo, de pronto, encontró al enemigo que las estrellas le habían designado. Era Illáncheñe. Apenas lo reconoció Cucub sintió un deber, antiguo y absoluto, que lo hizo invencible. El Pastor avanzó pasándose el arma por el muslo y rodeando a Cucub. Cuando la distancia fue bastante corta se abalanzó sobre él, pero el pequeño ya estaba en otra parte. Repetidas veces, el puñal de Illáncheñe se hundió en el aire. La burla consiguió lo que buscaba: Illáncheñe se concentró en ella de tal manera que olvidó al enemigo. El Pastor comprendió su error con una hoja de piedra atravesada, cortando desde el estómago hacia arriba. Cucub extrajo el cuchillo y lo miró. No estaba temblando, no estaba contento. Alzó la cabeza para continuar, y entonces vio que algo distinto ocurría.
Los sideresios retrocedían y giraban hacia un lado como si otros, además de ellos, les diesen pelea. Cucub tardó en comprender el motivo del grito de victoria que salió de la garganta del Venado, subió por las lomadas y volvió repetido con creces. Tardó porque no podía ver que, por el oeste, los Señores del Sol llegaban a la batalla. Los sideresios no alcanzaron a girar las bocas de sus grandes armas, demasiado pesadas para el escaso tiempo que tuvieron. La división de los Señores del Sol venía disminuida por una emboscada en la que más de la mitad de sus hombres habían caído. Así y todo, el viento de la guerra cambió de dirección.
Después de la sorpresa, los sideresios consiguieron reorganizarse. Y siempre disparando fuego desde la altura de sus animales, lograron mantener igualdad en la lucha. Atardecía. Pronto la oscuridad y la fatiga iban a terminar la batalla por ese día. Posiblemente los dos ejércitos quisieran lo mismo porque ambos estaban más allá del límite del cansancio. Antes de eso, los sideresios desataron los lazos que sujetaban a los perros…
Como un vómito vivo de Misáianes, la jauría negra se abrió paso. Cien bestias colmilludas aparecieron de entre las filas de los sideresios. Olisquearon el aire, se erizaron a lo largo del lomo y saltaron sobre los guerreros de las Tierras Fértiles. Los perros avanzaban por el campo de batalla como buscando a alguien. Rápidamente el olfato los guió hacia la presa que más anhelaban… Dulkancellin los vio arremolinarse a su alrededor, ensañados con las patas de Atardecido. El animal resistió cuanto pudo. El jinete, herido y agotado, lo defendió cuanto pudo. Pero, al fin, ambos cayeron. Dulkancellin no alcanzó a incorporarse antes de que las bestias estuvieran en su carne. El husihuilke peleó por su vida, aplastado bajo el hedor y el calor de los perros.
Ése hubiese sido su día final, su tiempo de partir… Ése hubiese sido sin Thungür, sin Cucub, sin los guerreros que acudieron en su ayuda y lograron arrebatárselo a los colmillos, desfigurado pero vivo. Dulkancellin tenía asignados unos pasos más sobre la tierra.
Anochecía. Ambos ejércitos necesitaban recomponerse. Ninguno era capaz de continuar, ni de perseguir al enemigo. Eran dos animales lastimados que regresaban a sus cuevas para lamerse. Cuando volvieran a enfrentarse, uno de los dos tendría que morir.
Esa noche, las manos de la Magia se hicieron sentir en las medicinas que restañaron las heridas, y aliviaron dolores insoportables para el hombre.
—Thungür, ve a descansar que yo cuidaré de él —dijo Cucub.
Posiblemente el rostro de Dulkancellin estuviera bajo las hinchazones moradas, pero Cucub no pudo reconocerlo cuando le quitó las hojas que ya habían absorbido la fiebre para reemplazarlas por otras nuevas.
—Hermano mío —le dijo—, el sol suele hablar con los músicos. Hoy me ha hablado y me ha dicho que…
El husihuilke abrió los ojos y trató de hablar.
—Duerme —Cucub le refrescaba la frente—. Duerme tranquilo que yo no he olvidado mi promesa.
Eso era, sin duda, lo que Dulkancellin quería escuchar; porque después de oírlo se fue en un sueño hasta el baile de bodas de Shampalwe.
La noche pasó demasiado pronto para los que hubiesen necesitado diez noches mansas de buen dormir. El amanecer arrimó a los hombres en torno a las hogueras donde se cocía el alimento. Mientras comían nombraron a los muertos y reconocieron a los vivos. Muchos, quizás la mayoría, estaban lastimados. Y a pesar de eso, fueron muy pocos los que aquel día no lograron ponerse de pie.
Menos castigada a causa del momento en el que entró en combate, la división de los Señores del Sol había acampado lejos del resto y permanecido en silencio toda la noche. No se vieron fogatas, ni se sintió olor a comida. Nada que indicara que allí descansaba un pequeño ejército hasta que, apenas clareó la mañana, se hicieron presentes. HohQuiú se acercó a Dulkancellin, y lo saludó con respeto:
—Nos conocimos a través de los jaguares… Y, de no verte pelear, hubiese seguido pensando que la traición podía ser tu obra.
Dulkancellin se esforzaba por entender lo que el joven príncipe trataba de decirle. Las palabras se le perdían, y tenía que meterse a buscarlas dentro de su fiebre.
—¿La traición?
—El último jaguar nos condujo a una emboscada. Y si en ella no quedamos todos atrapados fue gracias a la prodigiosa aparición de un anciano que nos advirtió del peligro justo antes de que la trampa se cerrara por completo. El anciano llegó sudoroso y sucio de barro. Y después de indicarnos con precisión el lugar de la batalla, desapareció.
—El anciano se llama Kupuka —murmuró Dulkancellin.
—No mencionó su nombre. Sólo sé decirte que por su intervención estamos aquí.
El husihuilke era fuerte, y de a poco comenzaba a recuperar la lucidez.
—Hay mucho por entender, según parece —dijo Dulkancellin.
—Tendremos suerte si podemos entenderlo mañana. Ahora debemos terminar una guerra que será muy difícil.
El príncipe hablaba como un anciano.
—Uno de tu pueblo de nombre Molitzmós debería, por su rango, estar aquí. Pero no puede hacerlo porque, según sé, fue gravemente herido.
—¿Y tú no? —preguntó HohQuiú, con ternura de hijo.
El príncipe de los Señores del Sol había dicho que sería difícil. Eso era más suave que la verdad. Nuevamente habría un campo que atravesar a pleno fuego. Los sideresios tendrían apuntadas las bocas de sus armas. Ellos estaban heridos y cansados.
La mañana parecía una réplica de la anterior, una réplica ajada. Otra vez el Venado estaba frente a los sideresios para una batalla que iba a suceder dos veces.
Dulkancellin cedió su sitio al príncipe para que dijera la última palabra a los guerreros.
—Estamos aquí conociendo lo que vendrá. Porque cuando la esperanza no es posible, es posible la honra.
Tristeza del Sol que vería morir a los hijos. Dolor de la Tierra que los recibiría antes de tiempo. El Padre y la Madre se miraban en ellos.
Ocurrió como esperaban, igual que había ocurrido. El primer cañonazo… El primer golpe de volcán contra el avance de los guerreros de las Tierras Fértiles, que difícilmente llegarían hasta los sideresios. El segundo cañonazo… El segundo golpe de volcán y los cuerpos deshechos por el suelo. El tercer golpe se demoró en llegar, y les dio el tiempo de seguir avanzando y acortar en mucho la distancia. El cuarto golpe no les vino al encuentro.
Una embestida furiosa se encimaba a la línea de los cañones. Sobre los sideresios, sobre sus grandes fuegos, avanzaba el rebaño de la selva conducido por un anciano desmesurado. Cientos de animales que hacían retumbar la tierra, y transformaban el aire en viento y el viento en polvo: nubes de tábanos y avispas, aves enormes, cerdos salvajes, pumas y jaguares… que Kupuka arreaba y azuzaba profiriendo conjuros.
Sorprendidos por la fuerza de la selva, los sideresios abandonaron sus posiciones de ataque y corrieron para intentar ponerse a salvo.
El único desvelo de Misáianes se hacía realidad. El Feroz, que también conocía su flaqueza, había dado una orden primera. «Que la magia se aparte de las criaturas. Que se olviden una a la otra, y se desconozcan.»
El rebaño del Brujo de la Tierra traía esa única fuerza que temía Misáianes. Salió de lo más hondo de la creación, y arrasó la soberbia de los cañones para darle al Venado la posibilidad de atravesar el campo. Con eso alcanzó. Lo demás lo hizo la bravura.
Todavía se prolongó la lucha, y se amontonaron los muertos. Pero al final de la mañana, después de una batalla que mereció canciones, los guerreros de las Tierras Fértiles pudieron mirar su victoria. Eso que quedaba de ellos. Esos pocos vivos, esa montaña de muertos. Eso que no se podía reír, ni amar, ni beber, era una victoria. Apenas la primera de una guerra cuyo comienzo se perdía en el tiempo. ¡Y su final también!
Los sideresios se retiraron del campo dejando abandonadas gran parte de sus armas. Entre los que consiguieron escapar estaba el que, sin duda, mandaba sobre todos ellos. Dulkancellin lo había visto envuelto en capa negra. El jefe de los sideresios observaba la batalla desde la cima de una loma, montado en un animal enjaezado de oro. Lo contemplaba todo, inmóvil y ajeno, como si no le interesara el resultado de aquella mañana de guerra. O como si estuviese seguro de que su derrota sería efímera. Cuando Dulkancellin quiso ir en su busca, el jinete y su animal de oro habían desaparecido. En cambio, nadie que lo conociera había visto a Drimus en la batalla.
—Sin duda, él fue enviado con otro propósito —dijo Dulkancellin.
—Debe haber permanecido en la fortaleza donde éstos que huyeron le llevarán la mala noticia.
—La fortaleza —repitió Dulkancellin—. ¿En qué lugar de las Colinas estará exactamente?
—Sé dónde está —intervino Kupuka—. A menos de un día de camino hacia el lado del mar.
Aunque Kupuka lo supiera y pudiera conducirlos, era impensable que los hombres realizaran el viaje de inmediato. Necesitaban descansar. Algunos, ni así podrían continuar.
Las heridas que tan bien soportaron en la pelea, recrudecieron cuando la tarea estuvo hecha. Muchos que jamás se hubiesen entregado a los sideresios, se doblegaron ante la gangrena. La medicina de Kupuka fue el mejor socorro para todos ellos. El Brujo de la Tierra tomó a Cucub como asistente y se abocó a sanar lo que podía sanarse o a mitigar la muerte.
El propio Dulkancellin intentaba aparentar una salud que no tenía. Las mordeduras despedían excrecencias. Tenía la boca agrietada, la saliva espesa. Y su cuerpo consumido por la fiebre, perdía más fuerzas a cada momento.
También Molitzmós empeoraba. Y su estado confundía al Brujo de la Tierra:
—Mira a este hombre, Cucub. Los signos de vida son malos. Los sonidos y el color se están perdiendo y sin embargo su herida no parece ser tan grave.
Molitzmós yacía sin sentido bajo la piel helada. Un hilo de respiración era la diferencia con un muerto.
—Este hombre sanará —dijo Cucub—. Verás que no me equivoco.
Kupuka pensaba lo mismo.
Dulkancellin y HohQuiú ordenaban las acciones siguientes cuando Thungür se acercó hasta su padre.
—Tengo que hablarte de Kume —le dijo, cerca del oído.
—Habla en voz alta porque éste que está aquí tiene el derecho de saber.
—Muy bien —se avergonzó Thungür—. Kume no está. Ni entre los vivos, ni entre los muertos.
Como siempre que se trataba de Kume, el dolor era mayor del esperado. La muerte en la batalla era honrosa y enorgullecía a los deudos. Pero, ¿qué significado tenía esta desaparición? El comportamiento de Kume había sido reprobable desde el arribo de Cucub a Los Confines. Ahora había desaparecido y Dulkancellin no podía olvidar que estaba pendiente una traición. Kupuka comprendió lo que el padre pensaba:
—No te apresures —murmuró.
Un poco más tarde Dulkancellin dormitaba a la sombra. Cucub, en medio de sus trabajos, se las ingeniaba para rondarlo con el oído atento a su respiración.
—Ven para acá —Dulkancellin lo llamó sin abrir los ojos. De un salto, Cucub estuvo junto a su amigo:
—¿Qué necesitas?
—Necesito decirte que sé cómo peleaste.
La sonrisa de Cucub fue tan luminosa que Dulkancellin la vio con los ojos cerrados. Con Cucub, la calma no podía ser duradera. Lengua floja, descomedido en las maneras, falto de tino, tomó aire y habló de un tirón:
—Hermano mío, es verdad que soy músico y no guerrero; zitzahay y no husihuilke; pequeño al lado de los pequeños. Pero, aún así, quiero desposar a Kuy-Kuyen.