El emplumado

Las argollas de oro alargaban un poco las orejas de Molitzmós. La capa de plumas que se arrastraba por el suelo lo hacía parecer enorme. O al menos, así lo veían los niños zitzahay: como una enorme ave de colores parada a la orilla del estanque.

Molitzmós tenía los ojos entornados para poder soportar de frente el resplandor del sol. La luz de aquel atardecer era un lugar sobre el estanque. Un lugar que, de pronto, se llenó de gente a la que Molitzmós podía reconocer, de palabras que ya habían sido dichas, y de sucesos lejanos.

La sangre que el Señor del Sol veía chorrear por los costados de la luz provenía de antiguas heridas. Su padre y doce de sus hermanos habían muerto por conseguir la potestad de su Casa en todo el imperio. Él era muy pequeño en ese entonces. Pero recordaba con claridad el que había sido el peor enfrentamiento entre las dos Casas que desde siempre se atribuyeron el legítimo derecho al trono.

El día en que su abuelo iba a morir, exigió la presencia de Molitzmós; y cuando lo tuvo cerca le repitió sus deberes por última vez. Molitzmós recordaba cómo había comenzado: «Te hemos educado con el propósito del mando». Había quedado como el único varón apto de la progenie, entre hermanos y hermanas demasiado jóvenes, algunos enfermos, un idiota, y una acechanza de primos desleales. Le habían enseñado el arte de las alianzas y de las traiciones. Ahora debía conseguir que su Casa tomara el sitial que le correspondía, al mando del grandioso territorio de los Señores del Sol. El abuelo tenía el olor de la muerte. Y Molitzmós le hizo un juramento que jamás olvidó. Después le llegó el tiempo de terminar de crecer mientras aprendía que había una sola manera de tomar el trono: la sangre de los otros.

El sol del atardecer enrojeció el aire sobre el estanque. Lo vieron los niños, escondidos tras un bloque de roca esculpida, y pensaron que muy pronto la noche les impediría seguir espiando. Molitzmós, en cambio, sabía que no se trataba del atardecer sino de la sangre necesaria para una victoria.

«Se lo juré al padre de mi padre. Y en verdad, todavía no he logrado cumplir el juramento de poner a nuestra Casa en el lugar más alto». Molitzmós se vio a sí mismo diciéndole esas palabras al hombre de las Tierras Antiguas. Pensó que el tiempo transcurrido desde entonces era difícil de precisar. Ni largo, ni corto. Despeñado.

A partir de aquella conversación, los sucesos se habían atropellado como las aguas en el salto de un río. Y Molitzmós, que supo estar seguro de conocerles el origen y el destino, ya no lo estaba. El hombre de las Tierras Antiguas le habló de Misáianes. En su nombre le ofreció un pacto entre poderosos. «Para que la Casa de Molitzmós reine siempre sobre los Señores del Sol. Y los Señores del Sol sobre las Tierras Fértiles». Molitzmós lo aceptó, creyendo que así tomaba el camino de su juramento. El pacto de Misáianes le llegó cuando casi había perdido las esperanzas de cumplir su promesa, y todavía le dejó entre las manos el modo de acrecentarla. «Los Señores del Sol sobre las Tierras Fértiles», eso era más de lo que su abuelo le había pedido. La conveniencia de aquel pacto le había resultado tan clara que Molitzmós no comprendía por qué se presentaba ahora como una mancha de bruma en el centro de la luz que cubría el estanque.

Él estaba cumpliendo con su parte. Y de no ser por el pequeño zitzahay, que estuvo donde no debió estar, los resultados serían aún mejores. En nada, ni siquiera en lo que era intangible, había fallado. Gracias a su trabajo de soplar y soplar sobre el fuego de la soberbia, Bor soñaba un pasado de recintos que lo alejaba de Zabralkán y del resto de las Criaturas.

Misáianes quería una grieta en la magia de las Tierras Fértiles… ¡Ya la tenía! Molitzmós había logrado abrirla y hacerla sangrar. Los niños vieron la grieta en el cielo, y creyeron que era el comienzo de la noche.

«Todo cuanto me han pedido lo he realizado». El sideresio, desde un lugar del atardecer que se iba, asintió con la cabeza. «Distraje a la Casa reinante con falsos rumores y provocaciones. Puse en riesgo a muchos de mis aliados en una revuelta a destiempo. Lo hice sólo para que ustedes, aprovechando el desorden, tuvieran libre paso y asentamiento en nuestro territorio. Oscurecí la verdad, confundí al débil, protegí la huida de tus naves…» Molitzmós increpaba a la luz sobre el estanque. «Y en cambio… ¿Qué hay de tu amo? Poco ha cumplido de su parte. Y ya casi ni recibo sus mensajes. ¿No debería yo saber de sus designios si somos, como lo dijo, las dos partes de un pacto?» La luz escuchó a Molitzmós hasta el final, y después le sonrió desde lejos. Eso ocurrió justo cuando la luna creciente aparecía en el cielo.

Y sin embargo Molitzmós comprendía lo que aparentaba ignorar, y tenía sus propias respuestas. Jamás el Señor del Sol soñó conque Misáianes lo considerara su pariente en el poder. Conocía la envergadura del Feroz, y conociéndola, celebraba hallarse entre los que eran sus ojos y sus brazos en las Tierras Fértiles. Los mejores súbditos de Misáianes serían príncipes en el reino de la Creación sometida. El estaría entre ellos…

La luz sobre el estanque empezaba a apagarse, pero Molitzmós seguía viendo allí un lugar poblado con presencias del recuerdo.

Él mismo estaba en la luz, expresando su incredulidad ante la primera promesa que el sideresio le había hecho. «Dime, ¿quién puede suponer que la magia de las Tierras Fértiles va a elegirme a mí, justamente a mí, para que asista a ese concilio? Puedes estar seguro de que no seré yo quien vaya en representación de mi pueblo, sino alguien de la Casa reinante. Por mucho que los Supremos Astrónomos se digan imparciales, sé bien que consideran ilegítima y cruel nuestra lucha por el trono». El sideresio lo escuchó hasta el final, resguardado en una sonrisa. «Tú, Molitzmós, espera… Solamente espera. Verás que un día llegará a tu puerta un mensajero para guiarte a Beleram». Aquella vez, la palabra de Misáianes se había cumplido. Como se cumplió cuando le aseguraron que Illáncheñe sería un siervo a su disposición, sin voluntad propia.

Años atrás, la ambición del trono había enfrentado a los Señores del Sol en el campo de batalla. Molitzmós, que aún era un niño, fue testigo de la derrota de su Casa.

Cuando uno de sus hermanos no regresaba, las esposas de su padre su juntaban a llorar al muerto. Él recordaba esos llantos. Cuando su padre fue asesinado por la espalda, todos recelaron de todos. Él recordaba los murmullos y el desconcierto. Las dádivas vergonzosas con que los vencedores conchabaron a sus recientes enemigos; también eso podía recordar. Pero más que ninguna otra cosa, recordaba la ira de su abuelo ante aquella indigna rendición. Después vino una época que aparentaba paz y en la que muchos de ellos, en especial los que no conseguían disimular el odio, debieron soportar toda clase de humillaciones y despojos.

Mientras tanto, su abuelo reorganizaba la venganza futura. En silencio y sin prisa, sabedor de que no alcanzaría a disfrutarla, preparó para la gloria al más apto de sus nietos varones. Con Molitzmós, la Casa volvería a tener un jefe capaz de devolverla al sitio que merecía. La vida le alcanzó apenas para cumplir con la tarea que se había impuesto. Por eso, muy cerca de la muerte, llamó a Molitzmós y le ordenó que consagrara su alma entera a la conquista del trono que en antiguas épocas les había pertenecido. Molitzmós amaba a su abuelo, y el juramento que entonces le hizo se transformó en el sentido de su existencia.

A pesar de eso, los años pasaron sin que pudiera cumplirlo. La Casa reinante era poderosa. Obraba con astucia y jamás daba vuelta la cabeza.

La llegada del sideresio trajo esperanzas a Molitzmós que desde el comienzo intuyó el poder del que lo enviaba. Y a medida que se adentró en el conocimiento de Misáianes, más se convenció de que su triunfo era inexorable. Si las Tierras Fértiles, tal como existían, debían caer; si de cualquier modo Misáianes se transformaría en amo absoluto de las Tierras Fértiles, entonces más valía resguardarse a su sombra. A Molitzmós no le importaba cómo sería el Orden de Misáianes sobre el mundo. ¿De qué servía dolerse de lo que no tenía remedio? Podían llamarlo el fin del albedrío de la Criaturas. Podían hablar de las ruinas de la Creación o de un mundo sometido a la voluntad del Feroz. Molitzmós soñaba conque ese mundo, fuese como fuese, guardara un sitio para él y los suyos. La guerra iba a terminar algún día. Entonces los sideresios regresarían a las Tierras Antiguas y él quedaría allí con el nombre de Señor de Señores. ¿Qué podía importarle tener un amo del otro lado del mar? Molitzmós sobreviviría. Y con él, su Casa, parte de su pueblo, sus tesoros y sus ciudades. Lo demás era inevitable.

El lugar de la luz ya no estaba. Todo, menos el cielo, se había ocultado. Los sirvientes de la Casa de las Estrellas encendían el aceite de la vasijas y la hilera de fuegos que dejaban a su paso le indicaba a Molitzmós qué camino traían. Eran muchos los sirvientes ocupados en esa tarea de modo que muy pronto estarían a su lado deshaciendo la oscuridad. El Señor del Sol quiso aprovechar ese momento para terminar de convencerse de que no tenía, ni siquiera, la posibilidad de vacilar.

Ningún súbdito de Misáianes podía retroceder. Y además ¿para qué hacerlo? Más que nunca debía esmerarse en el cumplimiento de las órdenes que había recibido sin olvidar que estaba del lado de los que, finalmente, vencerían. Lo suyo no era enredarse en las batallas, aunque bien valía que en la Casa de las Estrellas lo creyeran así. Su lucidez estaba puesta en otra parte. El dedo de Misáianes le indicaba su blanco: el vínculo que existía entre la Magia y las Criaturas de las Tierras Fértiles. Hacia allí se dirigían los mayores esfuerzos del amo, porque en esa hermandad se encontraba su peor obstáculo. Molitzmós cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos tenía la firmeza recuperada.

Antes de abandonar el estanque, repitió un juramento. «Juro desde las sombras…» Los niños vieron pasar una nube delante de la luna.