Dulkancellin empujó la valla y entró al gran espacio cercado. El lugar, una empalizada rectangular construida en uno de los patios laterales de la Casa de las Estrellas, estaba destinado a los dos animales con cabellera que hasta ahora poseían, y a los demás que el guerrero pretendía arrebatar a los sideresios.
Su primera cabalgata le había hecho comprender la ventaja de poseer aquellos animales. Y convencido de que un día serían imprescindibles, se empeñó en la tarea de conocerlos y dominarlos. El husihuilke confió en ellos sin ninguna reserva. Los zitzahay en cambio no compartían tan buena disposición. La mayoría de ellos sentía temor o rabia hacia los animales de los sideresios y lo pagaban al momento de montarlos. Cucub era el único que permanecía ajeno a este recelo. Y por eso mismo, el único que lograba acercarse a la asombrosa habilidad de Dulkancellin. Los animales soportaron con paciencia todas las acrobacias que Cucub quiso probar a costa de sus grandes cuerpos. Y en recompensa recibieron un nombre.
—¡Salud, Espíritu-del-viento! —Dulkancellin saludó primero al animal de color blanco. El otro, el que prefería, caminaba pegado al cerco por el costado opuesto al de la entrada—. ¡Salud, Atardecido!
—¡Salud, hermano Dulkancellin!
Era la voz de Cucub la que había respondido. El guerrero miró a su alrededor pero no vio al pequeño zitzahay en ninguna parte.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Ni arriba, ni abajo volvió a decir Cucub.
—¿Nunca vas a dejar de jugar?
Dulkancellin no tenía paciencia para derrochar, así que Cucub optó por no prolongar el acertijo.
—Aquí estoy —dijo, apareciendo por sobre el lomo de Atardecido—. Ahora, fíjate bien en esto.
A la par de sus explicaciones, Cucub iba demostrándole al guerrero que todo cuanto decía era realizable.
—Yo estoy montado en este animal. Tú estás bastante cerca, y mirando. Sin embargo, crees que el animal está solo. Te equivocas… Atardecido no avanza solo. Yo, un feroz guerrero, estoy escondido en su costado. Y tú que estás allí, y eres un sideresio, no puedes darte cuenta. Atardecido se te acerca. Tú no comprendes el peligro que trae consigo, tú continúas despreocupado. Entonces, cuando estamos suficientemente próximos, aparezco. Sin darte tiempo a nada, cubro a la carrera la corta distancia que nos separa. Caigo sobre ti y tus extrañas armas, y te mato tres veces —Cucub se arrojó contra Dulkancellin, simulado un hacha con su mano—. Mato a este sideresio por el lulu anciano, lo mato por el joven que corría de prisa, lo mato por el águila amiga…
El juego se le había puesto triste, y Cucub ya no quería seguir. Dulkancellin se deshizo de él con tanta facilidad como si se tratase de un niño.
—¿Crees que pueda hacerlo un hombre de mayor tamaño? —preguntó, interesado en esta nueva acrobacia de su amigo.
—Sí —respondió el zitzahay—. Tú mismo podrás hacerlo si encontramos la manera adecuada. Ven, que lo intentaremos.
El día que Dulkancellin montó por primera vez un animal con cabellera, el mismo en que los extranjeros fueron llamados por su verdadero nombre, se conoció como el Día de la Vergüenza.
Cuando la Magia despertó de su letargo y vio lo cierto, comprendió que había mucho dolor sin regreso. Las Tierras Fértiles estaban de llanto por sus hijos: maizales en grano, árboles hasta el cielo, lulus de las islas del sur, pájaros, hombres, ríos caudalosos, todos amados por igual. Pero pese a lo tarde y lo perdido, la Magia se estrechó a las Criaturas. Y juntas emprendieron una defensa implacable que quiso resguardar el último sonido de la Creación, aún sabiendo que había un mundo perdido para siempre, en el siempre de todos los tiempos posibles.
Aquel día las incontables órdenes que salieron del observatorio se desparramaron en una multitud de voluntades. Hubo muchas urgencias que remediar mientras Dulkancellin corría a lomos de Atardecido con el propósito de dar alcance a los tres sideresios que habían escapado de la pirámide gris. Y después de que el guerrero regresó con las manos vacías, hubo muchas más. Tras los pasos de los mensajeros que habían sido enviados al País de los Señores del Sol se enviaron otros que dijeran lo último conocido: no se trataba de atacar por sorpresa a una flota desconocida; tampoco se trataba de tres naves hermanas que venían a celebrar un triunfo. Era una guerra contra Misáianes, y había comenzado muy mal.
Una partida de hombres salió por el Camino Largo al encuentro de los hijos de los bóreos que estarían próximos a llegar. Dos rastreadores fueron enviados tras los pasos de Illáncheñe. El agua, el alimento y las medicinas ocuparon a mucha gente. Y un enlazamiento de trabajos dejó vacías las aldeas de los contornos. Los hombres jóvenes fueron reclutados para la guerra, mientras que los ancianos se alojaron en los talleres para ayudar en el pulimento de las armas. Las mujeres y los niños tuvieron asilo en las numerosas construcciones de piedra de la ciudad. Beleram estaba atiborrada de personas que no terminaban de entender. Y lo mismo sucedía en la Casa de las Estrellas donde, a excepción del observatorio de Zabralkán y de una habitación oculta que preservaba los códices, todo estaba ocupado por mujeres y niños, inusualmente silenciosos, que se encargaban de realizar muchos de los trabajos que requiere una guerra.
—Me agrada que estemos todos en Beleram —decía Cucub.
Los dos hombres acababan de sujetar el cierre de la empalizada y se dirigían al interior de la Casa de las Estrellas.
—Y más me agradaría que pudiésemos reunimos aquí mismo porque siento que, de esa forma, nada malo nos alcanzará.
—Hablas por tus vecinos —respondió Dulkancellin—. La gente de Los Confines estará sola cuando oscurezca. Vieja Kush y mis hijos lo estarán.
—Perdóname —pidió Cucub—. Pero es que la distancia… Los sideresios están muy cerca de nosotros, y no de los husihuilkes.
—Quién puede saber eso. Nadie sería capaz de asegurarme que en este mismo momento los sideresios no estén entrando a nuestras casas, tal como lo hicieron en las aldeas de la Estirpe.
—Piensa en esto —dijo Cucub, buscando alivio para su hermano—. En las aldeas de la Estirpe los sideresios hallaron unos pocos hombres mansos. Para más, entregados a un sueño sin inquietud. Nada similar podría suceder en Los Confines, donde viven los mejores guerreros de las Tierras Fértiles. Los que duermen con medio sueño.
—Yo, en cambio, estoy pensando cómo podrían enfrentarse esos bravos guerreros a la muerte sin rostro —Dulkancellin se refería a las armas que los sideresios habían utilizado contra los hombres que custodiaban la costa al mando de Molitzmós. Armas que permitieron a Drimus y a sus tres acompañantes llegar a salvo hasta las naves y escapar.
—Vuelve a contarme cómo fue aquello —reclamó Cucub.
—Sabes bien que no estuve allí cuando ocurrió. Mis oídos escucharon el estruendo. Mis ojos sólo vieron los resultados.
—Pero Molitzmós te lo contó puntualmente…
—¿No he hecho yo lo mismo? —respondió Dulkancellin—. ¿No te lo he contado cada vez que me lo pediste?
Cucub insistió en que se lo contara de nuevo.
—Por última vez —aceptó el husihuilke. Y comenzó: Como ya te he dicho, cuando partimos hacia el puerto…
—No digas «como ya te he dicho» porque le quitas interés al relato —pidió Cucub.
—Muy bien, Cucub. Cuando partimos hacia el puerto en persecución de los sideresios…
—No puedo olvidar que partiste en compañía de uno que no era Cucub… Quise acompañarte y me lo prohibiste.
—Cucub ¿no me pediste tú volver a escuchar aquello?
—Así te lo pedí y te lo pido. No volveré a interrumpirte.
—Muy bien, Cucub. Te decía que partimos en persecución de los sideresios contra un viento feroz que nos retardó mucho el avance. Se nos hacía imposible mantener los ojos abiertos, respirábamos arena. Cuando estábamos próximos a llegar escuchamos aquellos sonidos. Ninguno de los dos supo reconocer qué los había originado. Y salvo determinar que procedían del puerto, no pudimos saber cosa alguna. Al mismo tiempo, como ya te he dicho, los animales se desmandaron. De seguro fue más por nuestra inquietud que por la suya propia. Lo cierto es que de tanto arquear sus lomos y volverse de un lado para otro, casi nos tiran al suelo. Nos llevó esfuerzo lograr que se sosegaran y volvieran al camino. Entre tanto, y hasta que alcanzamos la costa, nada volvió a interponerse en el sonido del viento. La demora nos había quitado toda esperanza de alcanzarlos nosotros mismos. Sin embargo, aún confiábamos en que Molitzmós iba a impedir que llegaran a sus naves.
—Se equivocaron —dijo Cucub, marcando las palabras.
—Entonces no podíamos suponer lo que estaba sucediendo en el puerto —respondió Dulkancellin.
—¿En qué estado hallaste a los hombres de Molitzmós? —Cucub apuraba intencionadamente el relato para que pronto estuvieran en el punto de su interés.
—¿En qué estado…? —repitió Dulkancellin. Y respondió: Los hallé confundidos por lo que acababa de suceder, y muy asustados. Algunos rodeaban a los ensangrentados sin atreverse a tocarlos. Sólo estaban ahí, mirándolos morir. Y uno podía pensar que los consideraban malditos…
—¡Y bien que les pareciera maldición! —exclamó Cucub—. Qué otra cosa se puede pensar de una muerte que llega desde lejos, con ruido y humareda. Y el cuerpo que se cae está herido pero no tiene flecha atravesada.
—Así es —aceptó Dulkancellin.
—¿Y las naves?
—Las tres naves estaban metiéndose en el mar. Llegamos demasiado tarde. Lo único que quedó por hacer fue verlas partir llevándose a los enemigos.
—¿Y Molitzmós?
—Actuó como un buen jefe. Lo vi imponer tranquilidad a sus hombres.
—Igual que tú lo habías hecho, un poco antes, con Atardecido.
Dulkancellin sabía que Cucub tenía la habilidad de recubrir de inocencia sus mayores malicias. Y como era evidente que aquel comentario tenía un doblez, decidió pasarlo por alto. Cucub no acostumbraba abandonar sus metas a causa de un silencio, por mucho que éste se pareciese a una desaprobación. Así que volvió a la carga.
—No te estoy preguntando lo que hizo, sino lo que Molitzmós te contó acerca de lo sucedido.
Cucub prolongaba el regreso deteniéndose para hablar y se deshacía en intentos para que el guerrero hiciera lo mismo. Lo hacía porque sabía de sobra que una vez que entraran a la Casa de las Estrellas, las ocupaciones distraerían a Dulkancellin de su relato. Afortunadamente para él, Dulkancellin se detuvo por sí mismo no bien comenzó a recordar las palabras con que Molitzmós había descripto la fuga de los sideresios.
—Molitzmós nos dijo que todo estaba en calma. O parecía en calma. Las naves permanecían en su sitio. Ningún movimiento de vida se veía en ellas, a no ser el de unas aves negras que revoloteaban a su alrededor y daban la impresión de estar acechando peces. El primer indicio de que algo estaba mal fue un viento que no venía de otro lado. El viento nació allí, según nos contó Molitzmós.
«El aire empezó a retorcerse y se elevó entre nosotros y la costa, en forma de una columna delgada y enhiesta que rápidamente comenzó a engrosarse. Enseguida, todos estuvimos envueltos en una tormenta de arena. Era casi imposible hablarnos y oírnos y ya nadie pudo enfrentar el mar con los ojos abiertos. A pesar de todo caminamos hacia la costa con el propósito de impedir el desembarco de los extranjeros en caso de que intentaran hacerlo. Avanzábamos con pesadez contra la fuerza del viento. De pronto, con un zumbido de abeja, el viento se extinguió. Y cuando dejó caer la montaña de arena que sostenía, vimos que los extranjeros habían ocupado el muelle hasta la playa.»
«Todavía estábamos más lejos que la flecha del mejor arquero, de modo que ordené seguir avanzando. Entonces ocurrió lo que aún no podemos entender… Hermano Dulkancellin, las armas de los extranjeros arrojan fuegos desde una gran distancia, fuegos que desgarran el cuerpo. Tres veces seguidas arrojaron esos fuegos contra nosotros y los guerreros caían como pichones ensartados en vuelo. Fuego, humo, matanza… La tercera vez no logré controlarles el miedo. Nuestros hombres comenzaron a retroceder. Unos jinetes aparecieron por el sur, que los extranjeros saludaron con gritos de guerra. Los que llegaban les respondieron de la misma manera, irguiéndose un poco sobre el lomo de sus animales. Venían corriendo por la orilla y a la altura del embarcadero se detuvieron en seco. Recién entonces pudimos ver que en uno de los animales venían dos hombres. Desmontaron los cuatro que eran y de inmediato se protegieron detrás de las armas. Los últimos fuegos nos mantuvieron lejos, mientras todos ellos regresaban a las naves. El resto lo conoces: las tres naves partieron. Y cuando ustedes llegaron, sólo encontraron aquí lamentos y miedo. Créeme, Dulkancellin, todo ocurrió tan rápido que he tardado más en contártelo.»
El husihuilke terminó de repetir las palabras de Moltizmós. Y Cucub, que había escuchado varias veces lo mismo, se asombró de los nuevos hábitos del guerrero. «Quién iba a pensar que aquel Dulkancellin que conocí en Los Confines iba a ser capaz de decir tanta cosa junta, y tan bien hilada». Cucub no podía determinar si el cambio era favorecedor, y como Dulkancellin no daba muestras de notarlo, el pequeño prefirió guardarse su observación. ¡Algo le decía que resultaría ingrato para Dulkancellin enterarse de que estaba adquiriendo algunas costumbres de los zitzahay!
—¡Así que eran cuatro! —dijo entonces Cucub—. Cuatro hombres… Estoy seguro de que, como tú dices, fue Illáncheñe el que partió con los sideresios.
—Todo hace pensarlo —respondió Dulkancellin, reanudando la marcha—. Aunque Molitzmós dijo que no pudieron reconocerlos porque los cuatro estaban embozados en sus capas.
—¡A propósito de Molitzmós! —Cucub volvió a detenerse—. Dime si no fue una gran fortuna que entre tantos fuegos que arrojaron, ninguno estuviera dirigido al jefe de los guerreros.
Dulkancellin comprendió, por fin, hacia dónde se dirigía Cucub. Y como supuso que aquellas dudas, provenientes de quien no había estado en el puerto ni conocía las armas en cuestión, no tenían más asidero que una caprichosa antipatía, decidió acabar con aquella conversación.
—Fue una gran fortuna, no hay duda. De lo contrario, hubiésemos perdido un gran jefe —Dulkancellin aceleró el andar hacia la Casa de las Estrellas.
Cucub lo miró alejarse.
—¡Oh, sí! Un gran, gran jefe… —masculló en voz baja.
En los días que siguieron a la huida de las naves, no hubo noticia de los sideresios. Ni peces, ni golondrinas, ni jaguares, ni lechuzas eran capaces de dar cuenta de ellos. Parecía que el Yentru se los hubiese tragado. Algunos, esperanzados en esa ausencia, quisieron creer que los sideresios habían huido acobardados y que a esas horas estarían remontando el mar de regreso a las Tierras Antiguas. Sin embargo, nadie que comprendiera bien los hechos, y conociera el mandato que regía a estas hordas y la inconmensurable fuerza del Poder que las enviaba, podía confiar en esa conjetura.
En efecto, antes de que la luna cambiara de forma dos veces, las primeras noticias empezaron a llegar a la Casa de las Estrellas. Malas noticias que ni siquiera se referían a un gran ejército sideresio avanzando hacia Beleram, tal como muchos hubieran deseado. «Alguien a quien combatir… Un ejército frente a nuestro ejército… ¡Una guerra!», pedía Dulkancellin en los insomnios de la medianoche.
Y es que después de trabajar sin descanso preparando la única guerra que conocía, la guerra de los hombres, aquellos ataques disimulados que su arco no podía detener volvían a Dulkancellin contra sí mismo. ¿De qué forma podía él ayudar a combatir los males que sufrían…? Tal vez Kupuka pudiera hacerlo y todos los Brujos de la Tierra. Tal vez, los Supremos Astrónomos. Pero los guerreros nada podían hacer. El husihuilke miraba lanzas y hachas recién pulidas, recostadas contra un muro de piedra y pedía una guerra. «Una guerra», pedía Dulkancellin.
Las lunas pasaron… La Casa de las Estrellas se enteraba a diario de nuevas adversidades y pérdidas: que desde La Pezuñera hasta el río Yum, al oeste de las montañas centrales, grandes extensiones de la selva estaban ardiendo; que los niños de las aldeas altas morían con la piel salpicada de manchas. Y que en el extremo opuesto, el agua del Gran Manantial producía, a quien la bebiera, terribles dolores y vómitos oscuros. A pesar de que la Magia recuperaba su luz y convocaba tormentas para deshacer los incendios, y enviaba a las aldeas medicinas y cantos sanadores que traían a los enfermos de regreso a la vida, el resultado de la contienda era doloroso.
Pero en las Tierras Fértiles, el continente que pocas lunas atrás había sido un territorio rebosante y aromado, sucedía algo peor que los incendios, la enfermedad, el agua envenenada y las crías paridas a destiempo. Ciertas voces llegaban a la Casa de las Estrellas murmurando deslealtades. Decían las voces que muchos estaban abandonando sus casas y aldeas para ir en busca de los sideresios. «Ellos son poderosos… Ellos han sido enviados por un Ser ilimitado y bendecirán a quienes se pongan a su servicio», se oyó decir a los que se marchaban. La Magia sabía que distinguir el bien del mal podía ser tan arduo como diferenciar dos granos de arena. Se esperaban extravíos y confusiones. Y hubo orden de muerte para quienes se doblegaran ante Misáianes.
En esos días, algunos de los centinelas que guardaban los límites aseguraron haber visto a los sideresios. Ninguno de ellos fue capaz de hablar con certeza. Si se los interrogaba, terminaban mencionando sombras en la espesura o movimientos furtivos en caminos sin nombre.
El primer aviso seguro sobre la posición de los enemigos llegó a la Casa de las Estrellas una madrugada ventosa. Un reducido grupo de sideresios había sido visto pernoctando selva adentro, en un bajo del río Rojo con los Pies Separados.
—¡Por fin…! —dijo el husihuilke.
La reunión después de esa noticia se llevó a cabo en el observatorio. Zabralkán y Bor ocupaban ambos extremos de la piedra. A su alrededor, y en desorden, los Astrónomos menores y los representantes del concilio colmaban el lugar. Desde la sesión inaugural hasta aquella otra, el número de los representantes extranjeros había ido decreciendo. Antes que nadie, faltó el lulu que se quedó a medio camino… Ahora faltaba Illáncheñe, el que nunca sería perdonado; y faltaba, también, Nakín de los Búhos.
La joven había recibido la difícil tarea de memorizar los códices pliego por pliego, palabra por palabra. Para conseguirlo necesitaba empeñar toda la fuerza de su espíritu, sin jamás distraerlo. A la par de ella los escribientes los replicaban con sumo cuidado en trozos de cuero blando que, apenas terminados, salían de la Casa de las Estrellas. Las copias de los códices eran trasladadas a lugares inaccesibles y distantes entre sí con la esperanza de que, si todo se perdía, algunos que vivieran en otras Edades pudieran rescatarlos.
Los códices guardaban remotas explicaciones sobre lo creado y lo sucedido. En los tiempos de la guerra contra Misáianes la Magia debió protegerlos de todas las maneras posibles. No importaba cuántos guerreros pusieran a custodiarlos, hasta el último de ellos podía caer. Todo muro podía ser derribado, todo cofre acabaría cediendo. Por eso los códices sagrados se desparramaron por el continente, y se ocultaron donde nadie pensaría buscar. Por ejemplo en la memoria de una frágil mujer.
Nakín de los Búhos pasaba sus días y parte de sus noches encerrada en la habitación secreta, leyendo a la luz de lámparas de aceite. Salía de allí en contadas ocasiones, y sólo por un momento. Eso ocurría cuando los ojos y el cuerpo, cansados de reclamarle, se dejaban abatir. Entonces Nakín no prestaba atención a lo que hacían o decían a su alrededor. Siempre, sin cesar, seguía repitiendo para sí aquello que jamás debía olvidar.
—Ahora nos toca a nosotros el turno de ser invisibles —dijo Dulkancellin que estaba sentado junto a Molitzmós.
—Imagino a lo que te refieres —dijo Elek.
El odio tenía hecho su trabajo sobre el hombre rubio. En el escaso tiempo transcurrido Elek había enflaquecido hasta parecer enfermo. Nada quedaba de su corpulencia ni de su dulzura. Y su mirada de mar ceniciento únicamente resplandecía si Elek hablaba de matar.
—Creo que todos imaginamos lo que Dulkancellin trata de decirnos —intervino Molitzmós—. Y si hay acuerdo, como lo supongo, debemos ponernos en movimiento sin demora.
En el observatorio de los Astrónomos se habló de acecho y sorpresa. Se habló de atacar a los sideresios donde hicieran un alto. Pocos guerreros en cada asalto: veloces, silenciosos, amparados en la selva que conocían. Caer sobre los sideresios sin darles el tiempo de tomar sus armas: demoler, hender el hacha, cercenar los dedos extendidos de Misáianes. Adueñarse de las armas y los animales. Y desaparecer.
Todos los presentes, a excepción de Molitzmós, quisieron que Dulkancellin fuera al frente de aquel primer ataque.
—Hubiera querido hacerlo —dijo Molitzmós—. Tengo una honra que resarcir después de lo que me ocurrió en el puerto.
—Permítenos decirte —exclamó Zabralkán— cuál será el modo de resarcir tu honra. Tendrás tu honra recuperada, Molitzmós del Sol, cuando te alegres de que al frente de cada tarea esté el mejor dotado.
—Así sea —respondió el orgulloso con los dientes apretados.
La tarde recién empezaba a suceder, y ya todo estaba dispuesto. Dulkancellin había elegido veintinueve hombres para que lo acompañaran. Elek de la Estirpe era uno de ellos.
Por los pasillos de la Casa de las Estrellas corrió el rumor de la partida. Un numeroso grupo de personas se reunió en la explanada para despedir a los guerreros. En especial, las mujeres y los niños que se asilaban allí.
Dulkancellin miró a una pequeñita asomada tras la cadera de su madre, y pensó en Wilkilén. Una anciana sentada a la antigua usanza le recordó a Vieja Kush. Kuy-Kuyen se parecía a esa joven de trenzas.
Las mujeres se acercaron a los hombres y una a una, pasaron frente a ellos acariciándoles el rostro. Era costumbre hacerlo siempre que los hombres se marchaban de la aldea. Significaba: «Recuerden que tienen algo por qué volver».
Dulkancellin divisó a Nakín, muy al fondo, apartada de la multitud, y levantó su brazo como saludo. Del lado de la mujer mortecina llegó una tenue sonrisa. ¿Qué profecías repetiría ahora su memoria…?
Pero Dulkancellin buscaba a otra persona. Y buscándola se alejó de sus hombres y se internó entre la gente que, sin él pedirlo, le abría paso. ¿Por qué Cucub no se encuentra nunca donde debe?, pensaba Dulkancellin.
—¿Me buscabas? —preguntó Cucub, tocándole la espalda—. Te buscaba —admitió el guerrero.
Tomó a Cucub del brazo, y lo guió adonde no pudieran oírlos.
—Tú dirás.
—Yo pediré —dijo Dulkancellin—. Pediré tu palabra empeñada. Cucub se quedó esperando.
—Eres mi hermano en esta tierra que me es extraña —comenzó diciendo Dulkancellin—. Y en cualquier otro sitio, eres mi hermano. Quiero saber desde ahora y hasta el final que, si me toca morir sin poder regresar a Los Confines, tú lo harás por mí. Volverás a mi aldea y a mi casa. Y dejarás un poco de mi sangre en la tierra que amo.
Cucub tuvo que tragarse un golpe de lágrimas.
—Tienes la palabra de Cucub. Muerto tendré que estar, y muerto dos veces, para faltarte.
Los Supremos Astrónomos descendían hacia la explanada. Dulkancellin se apartó de Cucub y retomó su puesto. Zabralkán había abandonado el observatorio con el propósito de hablarles antes de que partieran. El anciano lo hizo lentamente, y en voz tan baja, que el silencio tuvo que apretarse:
—Las Tierras Fértiles los envían… No se cuenten unos a otros, pensando que ése es el número de lanzas. No son treinta guerreros, son el Venado y la fuerza de la Creación va con ustedes. Sabemos que los sideresios traen consigo armas desconocidas. Pero la Magia les dice que esas armas matan a algunos por fuego, y a muchos por miedo. ¡Que eso no nos suceda! El Venado va a pelear por el Venado. ¡Que traiga la primera victoria!
Cuando Zabralkán terminó su arenga las mujeres gritaron promesas para los guerreros que volvieran: licor de malvas, comidas sabrosas, sandalias de piel, y amor en las hamacas bajo la sombra fresca de la selva.
Dulkancellin buscó a Cucub con la mirada para asegurarse de su promesa, pero Cucub no estaba donde lo había dejado. Ni ahí, ni en ningún otro sitio visible. «Él no la olvidará», se dijo el husihuilke.
El plan era atacar a los sideresios en la oscuridad y en el mismo bajo, si seguían pernoctando allí, o donde quiera que lo hiciesen las siguientes noches. Las Criaturas que los habían descubierto y que estaban vigilándolos de cerca, avisarían de cualquier movimiento. Y como el bajo del río Rojo con los Pies Separados quedaba a cinco soles de marcha, sin contar conque los sideresios podían alejarse aún más en el curso del día, fue necesario apurar la salida.
El grupo de guerreros saludó a los Supremos Astrónomos. Los treinta que eran, acompañados por un canto de honor, descendieron la gran escalinata.
Asomado a una ventana, en lo alto de la Casa de las Estrellas, un hombre de gesto torvo los miró marcharse hasta que desaparecieron.
Cinco noches más allá, las Tierras Fértiles tuvieron su primera victoria. Los sideresios que ocupaban el bajo del río Rojo fueron sorprendidos por un ataque que llegó con pies de aire, saltó sobre ellos y los demolió. Desde aquella primera batalla los guerreros de Dulkancellin empezaron a hablar de su bravura. Ellos, y muchos después de ellos, aseguraron jamás haber visto pelear alguien de ese modo.
«Dulkancellin va a la batalla como si la muerte no existiera», decían algunos. «Como si ya estuviese muerto», decían otros.
Muy pronto, los propios sideresios hablaron de un guerrero feroz de rostro pintado y cabello largo… Y cuando consiguieron arrancar un trozo de su ropa para cebar con su olor a la jauría negra, comenzaron a llamarlo «la presa».
Pero en el ataque del río Rojo, el husihuilke y sus veintinueve guerreros salieron sin daño. En cambio, ninguno de los sideresios conservó la vida. Los que intentaron escapar hacia el interior de la selva fueron perseguidos por el Venado que volvió a blandir el hacha. Porque el Venado sabía que al final de la guerra contra el Odio Eterno habría vivos y muertos. Ni prisioneros, ni pactos, ni clemencias. Un poco después del combate, el sol que todo lo veía encontró en las Tierras Fértiles los primeros muertos de Misáianes.
Apenas hubieron reparado el hambre y el cansancio Dulkancellin envió cuatro hombres a la Casa de las Estrellas. Los hombres partieron con las buenas noticias y los pocos animales con cabellera que los sideresios tenían consigo y que Dulkancellin no retuvo por considerarlos inservibles en aquel modo de ataque. Las únicas armas que hallaron fueron unas hojas largas y cortantes con las que los sideresios habían intentado defenderse. Elek de la Estirpe solicitó permiso para quedarse con una de ellas. En cuanto los demás vieron cómo sujetaba el arma, supieron que tanta soltura no podía venirle sino de lejanos abuelos que las habrían usado en las Tierras Antiguas.
Dulkancellin decidió que los demás permanecieran en la selva, en espera de que algún enlace llegara al bajo del río buscando a los sideresios. No podía imaginar, todavía, que había muchas batallas cercanas.
Después del ataque del río Rojo, las noticias sobre el paradero de los sideresios se acrecentaron. Se trataba siempre de grupos poco numerosos que avanzaban por las espesuras. Pero por cerrado que fuera el camino que seguían, las Criaturas los veían, los oían, los olfateaban; y reptaban, volaban, corrían para hacerlo saber. Los guerreros de Dulkancellin anduvieron sin respiro a través de la selva, dirigiéndose allá donde les señalaban a los sideresios. Y siempre que pudieron enfrentarlos, los vencieron.
Desde Beleram, llegaron más hombres para cubrir un territorio de pelea que se volvía ancho y difícil. Los hombres se organizaron en partidas poco numerosas que en aquellos tiempos y lugares se conocieron con el nombre de Aguijones. El Venado salió a defender su incierta posibilidad de seguir vivo con un valor tan inmenso que se desmadró del aire. Por esos días alguien inventó una canción para el coraje de Dulkancellin, y la canción corrió de boca en boca.
Sin embargo, con el correr de los días y a pesar del coraje, las victorias llegaron con menor frecuencia y mayor dolor.
Los sideresios se rehicieron y empezaron a devolver los golpes. El Venado ya no contaba con la sorpresa en el ataque. En su contra, las armas que mataban por fuego estaban listas, y los perros hambrientos se babeaban las fauces.
El Venado sabía que la guerra recién comenzaba, que los sideresios no eran más que el filo de las uñas de lo dedos extendidos de Misáianes. El amo de los sideresios quería enseñorearse, allí en las Tierras Fértiles, del último dominio de la Creación. Y aunque las Tierras Fértiles se defendieran con cada resquicio de su fuerza, ¿habría esperanzas contra el Feroz?
Las Tierras Fértiles tenían de su lado a la magia del sur, la que recorría las montañas con aspecto de anciano. Y a la magia del Aire Libre, la que se entendía con el cielo. Misáianes tenía de su lado una legión de antiguos magos que se habían vuelto crueles en la soledad de sus recintos. Las palabras de ambos se parecían mucho. La guerra recién comenzaba.
En todo momento los Aguijones se mantuvieron comunicados entre sí, y con Beleram. Unos sabían de los otros, todos recibían asistencia de la Casa de las Estrellas. Ése era el modo de socorrer las pérdidas y compartir las victorias.
Las primeras armas y animales tomados como botín se fueron a Beleram. Pronto, sin embargo, el Venado comprendió la necesidad de mantener posiciones fijas en la selva. Eligió los sitios adecuados y hacia ellos envió todo lo que se obtenía en las batallas. Uno de esos emplazamientos se asentó en el bajo del río Rojo, muy cerca de donde había tenido lugar el ataque inicial. Mientras que el otro quedó oculto tras las elevaciones boscosas que un poco más al este, en el centro del territorio, se transformaban en los altos montes que llamaban Dientes de Jaguar. Ambos emplazamientos eran de gran provecho para el almacenamiento de provisiones, el cuidado de los heridos, el recambio de hombres y de armas. Allí convergían las informaciones, y se decidía cómo continuar.
Con el curso de los días, los encuentros con los sideresios se distanciaron hasta casi desaparecer. Las últimas informaciones que llegaron a los emplazamientos eran erradas o viejas; y al fin, sólo sirvieron para agotar a los guerreros en maniobras inútiles.
—En algún lugar de las Tierras Fértiles habrán levantado su fortaleza —decía Dulkancellin, en rueda con sus hombres—. Allí deben guarecerse los que mandan sobre el resto y conocen los designios de Misáianes… ¿Y dónde protegen el polvo con que alimentan sus armas? Además, el grueso de su ejército no puede ser este puñado que hallamos. Algún lugar debe haber donde se concentre su poder, y no puede estar muy lejos.
Era otra vez de noche, sin que ninguna novedad se hubiese presentado. Repartidos en los emplazamientos, los guerreros de las Tierras Fértiles dormían intranquilos. No era buena para ellos esa quietud plagada de sospechas; antes preferían la guerra.
Dulkancellin se acercó a uno de los centinelas buscando la compañía de otro hombre despierto. Sentado en el mismo árbol caído, y en silencio, lo ayudó a vigilar la noche. «En cuanto amanezca, hablaré con los demás —pensaba el husihuilke—. No podemos demorarnos aquí si lo sideresios ya se han marchado. ¿Quién sabe? Tal vez estemos en el sitio justo donde quieren tenernos».
Sus pensamientos tuvieron respuesta un poco antes de que la noche terminara. Los Supremos Astrónomos enviaron un llamado que Dulkancellin fue el primero en escuchar. El mandadero, que había andado muy rápido la distancia entre la Casa de las Estrellas y el emplazamiento del bajo, se lo repitió con el aire entrecortado por la fatiga:
—Los Supremos Astrónomos envían a decir… Dicen que todos regresen de inmediato a la Casa de las Estrellas. Todos, menos los designados para quedarse a defender los emplazamientos. Dicen los Astrónomos que se den prisa, mucha prisa. Y eso es todo.
Aquella orden no hizo otra cosa que confirmar lo que todos pensaban que debía hacerse, y fue cumplida con entusiasmo. Se eligió a los hombres que permanecerían en la selva, se designaron jefes y enlaces. Y los demás volvieron al camino.
Cuatro largos días para regresar. Y cuando el quinto día estaba amaneciendo, Elek y Dulkancellin entraron al observatorio. El humor de Zabralkán era reconfortante; el de Bor, menos sombrío que de costumbre. Molitzmós, que también estaba allí, se levantó a saludarlos apenas cruzaron la puerta.
—¡Salud, hermano guerrero! —dijo, abrazando a Dulkancellin—. Muchos quisieron hablarnos de tu valor, y no hallaron las palabras que dieran su medida. Sabemos que tú solo derribaste tantos enemigos como los que diez de nuestros mejores guerreros no hubiesen podido derribar.
Dulkancellin no sabía recibir halagos sin sentir enojo. Y a esa condición suya le atribuyó el malestar que le produjo el recibimiento del Señor del Sol.
—Luchamos con buenos resultados, mientras pudimos hacerlo —dijo, con el interés de que Molitzmós no continuara.
—Pronto volverán a pelear —intervino Zabralkán—. Y en esta ocasión, será en una gran batalla.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Elek.
—Quiero decir que en las Colinas del Límite los sideresios tiene su principal reducto. Y que es allí donde ordenan las fuerzas que, en pocos soles, estarán marchando hacia nosotros.
La noticia que el Supremo Astrónomo estaba dándoles no servía de explicación a su optimismo. Era necesario esperar a que concluyera para terminar de entender.
—Explícanos el resto, hermano Bor —pidió Zabralkán.
Bor agradeció que se le concediera la posibilidad de relatar la parte del júbilo:
—Sabemos, con toda veracidad, que dos ejércitos vienen en nuestra ayuda. Por el sur, y ya muy cerca, vienen los husihuilkes. Conducidos por uno que, creemos, debe ser aquel Kupuka que Dulkancellin tantas veces ha mencionado. Y todavía hay mejor fortuna. No hay duda de que nuestros emisarios llegaron al país de los Señores del Sol porque desde allí, ¡alégrate Molitzmós!, viene avanzando una división poderosa.
Elek comprendió que Molitzmós acababa de enterarse de la noticia. Y no tanto por la alusión de Bor, como por la viva reacción que desfiguró la compostura del Señor del Sol. Dulkancellin, en cambio, ya estaba dentro de su propio corazón, y no alcanzó a notarlo.
—Lo agradezco —fue lo único que se oyó decir al husihuilke. Y nadie supo a quién se dirigía.