«Que su almacita de águila tenga la compañía de todos los pájaros que han dejado de volar en este cielo; y vuelan sin cansarse jamás en el cielo que no ven los vivos…» Cucub pronunció esta oración junto a la sepultura de su amiga. Después saludó con una inclinación ceremoniosa y emprendió el regreso a la Casa de las Estrellas.
Salía de la selva sin toparse con nadie, como era esperable a horas tempranas y en ese sitio, cuando escuchó unos pasos acercándose por un sendero que interceptaba al suyo. Hubiera podido continuar, pensando que encontraría algún cazador amanecido. O algún comerciante que llevara sus productos a la feria de una aldea alejada. Hubiera podido, pero no lo hizo. Al contrario, se escondió cuidadosamente para poder ver de quién se trataba, sin ser descubierto. Su cautela quedó recompensada, porque no bien terminó de asegurarse de que ninguna parte de su cuerpo estaba a la vista, Illáncheñe apareció en el camino. «¿Qué hace éste por aquí?», se preguntó el zitzahay. Era muy extraño que Illáncheñe estuviera caminando selva adentro. Era algo más que extraño pues, de seguro, el Pastor no contaba con la autorización de los Supremos Astrónomos para abandonar la Casa de las Estrellas. «Tal vez haría bien en averiguar adonde va y qué se propone», pensó Cucub.
En la selva, los senderos son sinuosos y de tramos cortos para los ojos del caminante que en cada vuelta los ve desaparecer tras los árboles y la maleza. Es por eso que Cucub ya había perdido de vista a Illáncheñe. Y si pretendía seguirlo no podía prolongar la indecisión. La persecución no era fácil: ni tan cerca que su andar lo delatara, ni tan lejos que el Pastor se le perdiera en las encrucijadas y enrevesamientos del sendero.
Por el momento el Pastor no abandonaba el llamado Camino Largo, que Cucub conocía de memoria. En realidad el camino nacía en el centro mismo de la ciudad de Beleram. Empezaba como una callejuela angosta pero concurrida donde se amontonaban las tiendas dedicadas a la venta de cuero. Seguía, seguía. Y salía de la ciudad cruzando a modo de puente sobre un cauce abastecedor de agua dulce. El adoquinado llegaba hasta el canal. A partir de allí, el camino, ahora de tierra apisonada, se ensanchaba considerablemente. Un poco después se separaba en dos caminos menores. Uno doblaba al oeste y llegaba hasta una cadena de montes que los zitzahay nombraban «Dientes de Jaguar». El otro se mantenía en las márgenes de la selva y seguía hacia el norte. Este brazo del Camino Largo llegaba desde Beleram hasta Rojo de los Oacaltales, la primera aldea de la Estirpe. Y continuaba uniendo aldea con aldea para recién acabar en Rojo Lugar Lejano, la más distante de todas las que habitaban los hijos de los bóreos. Muy cerca del punto de separación, este último sendero atravesaba un campo de orquídeas gigantes. Y bordeaba una laguna de aguas oscuras, habitada por caimanes y tortugas de agua. Pasando la laguna, y aunque se trataba apenas de las estribaciones de la selva, el andar se hacía dificultoso.
Aquí fue donde Cucub sorprendió a Illáncheñe, y comenzó a seguirlo. Cuando habían recorrido algo menos de la mitad de la distancia que separaba Beleram de Rojo de los Oacaltales, el Pastor se detuvo. Lo hizo sin ningún titubeo. No como quien va descubriendo un buen sitio donde permanecer, sino como quien toma su puesto.
Cucub se mantuvo inmóvil, con la nariz pegada al olor amargo del matorral donde alcanzó a ocultarse para mirar las espaldas del Pastor. El pequeño zitzahay no tenía demasiadas posibilidades puesto que, mientras Illáncheñe permaneciera allí, no podía pensar en regresar. No al menos sin que el Pastor notara su presencia. La mañana terminó de pasar, y el sol abandonó el mediodía. Para los miembros inmóviles de Cucub la situación se prolongaba demasiado. El pobre empezaba a arrepentirse de haber seguido al Pastor, sólo para ser testigo de lo que empezaba a considerar una inofensiva extravagancia de su raza.
En esas cavilaciones se hallaba cuando un nuevo ruido, ajeno a la selva, llegó a sus oídos. Y por supuesto, a los del Pastor. Indudablemente se trataba de alguien que no temía ser escuchado. Alguien que venía en dirección a ellos, corriendo por el sendero. O cuando menos, intentando hacerlo. Un joven de pelo dorado salió de la maleza. Y como corría con los ojos bajos, tratando de evitar las raíces salientes, estuvo a punto de atropellar a Illáncheñe. Su primera reacción, frente al desconocido, fue la de escapar; pero el Pastor lo retuvo por los hombros y lo tranquilizó:
—Quédate en calma… Dile a mí quién eres.
Era un joven de la Estirpe de los Acechadores del Mar. Y su aspecto delataba una carrera agotadora y un miedo grande. Traía el rostro descompuesto y la ropa maltrecha. Casi nada quedaba de sus sandalias; y sus pies, punzados y descarnados, debían ocasionarle terribles dolores.
—Debo llegar a la Casa de las Estrellas —alcanzó a balbucear el joven. Y, de nuevo, trató de desasirse de las manos que lo sujetaban.
—Soy amigo de allí… Estoy de custodia en este camino, por orden de Zabralkán. Y si tú no me dices que traes no pasas por aquí —dijo Illáncheñe—. Hay mucha gente extraña en las Tierras Fértiles. Hay muchos que no son de aquí y debemos estar cuidando.
El joven de largo cabello rubio lo miró aliviado.
—Entonces, saben… —murmuró.
—Sabemos, sí —respondió el Pastor—. Pero tú sabes también. Tú algo has visto y me lo dices. Luego yo te permitiré continuar.
Cucub tenía el oído adiestrado en susurros. Aún así le costaba entender lo que decían. En especial, en el caso de Illáncheñe que le daba la espalda. El zitzahay puso toda su atención en escuchar las palabras débiles y entrecortadas del recién llegado.
—Algunos de nosotros dormimos anoche en la playa. Lo hemos venido haciendo este último tiempo, en espera de algo que vendría por el mar. Yo estaba en la orilla con mis hermanas menores, pero mis padres dormían en sus hamacas —se debilitaba rápidamente, se abandonaba con cada palabra que decía. Y al fin, acabó caído de rodillas junto a Illáncheñe, quien para seguir sosteniéndolo, tuvo que imitar su movimiento—. Cuando terminó de amanecer regresamos a nuestras aldeas porque sabíamos que a esas horas todos nos buscarían para iniciar las labores del día.
El joven de la Estirpe daba todos los rodeos posibles, demorando el momento de nombrar la muerte. Pero ya no había mucho más que decir, y sus ojos se fueron quedando fijos en la imagen que vio al entrar en la choza familiar. Entonces, contó todo lo que sabía de la única manera en que le fue posible hacerlo: como si le hubiera ocurrido a otros, alguna vez. Como si lo hubiera soñado.
Lo contó para que le dijeran que no era cierto. Pero Illáncheñe no podía decirle eso.
—¿Qué pasó con los demás de tu pueblo? —preguntó en cambio el Pastor—. Los que se salvaron de esa muerte que cuentas porque pasaron la noche en la orilla del mar. Ellos, ¿dónde están?
—Nos reunimos los de todas las aldeas y supimos que en todas era lo mismo. Vimos que ninguno de nuestros ancianos había sobrevivido, así que el mayor de los que quedamos vivos tomó el mando. Nadie sabía qué hacer… Las mujeres daban alaridos de dolor, los hombres temíamos un nuevo ataque.
En su matorral Cucub tiritaba de pies a cabeza, igual que un pichoncito que se muere.
—Me respondes y te llevo a Zabralkán —repitió el Pastor—. ¿Dónde está el resto de tu gente?
—Ellos se quedaron enterrando a los muertos. Mientras tanto, alguien debía adelantarse para dar aviso a los Supremos Astrónomos. Yo me ofrecí a hacerlo. Todos aceptaron porque desde niño he corrido más rápido que ninguno. El resto de mi pueblo viene detrás de mí; seguramente ya estarán en camino.
Nadie sabrá nunca qué cosa recordó el muchacho. Tal vez, un día de su infancia con sus padres mirándolo correr por la costa del Yentru. Tal vez, una noche de verano… Nadie lo sabrá nunca. Pero lo que haya sido le quitó las últimas fuerzas; y se volcó contra el pecho de Illáncheñe, llorando como un niño.
Cucub empezó a pensar en abandonar su escondite. Ya no le preocupaban las rarezas de Illáncheñe, y menos le preocupaba explicar su presencia en aquel lugar de la selva. Cucub tenía suficiente con lo escuchado como para olvidar por completo su antipatía hacia el Pastor y comprender que debía unirse a él para actuar de manera más efectiva.
El zitzahay se concedió el brevísimo instante de respirar hondo, siempre viendo la quebrantada figura del joven y oyendo sus sollozos. Por esa causa pudo saber que lo que entonces sucedió se demoró el tiempo de una respiración. Súbitamente, Illáncheñe levantó del suelo una piedra de considerable tamaño y golpeó con furia la cabeza que descansaba contra su pecho. El primer golpe no fue suficiente. El segundo golpe ensangrentó la piedra. Los restantes respondieron al lejano mandato de Misáianes, cuya crueldad había llegado a las Tierras Fértiles mucho antes que sus naves.
Nunca jamás en su vida Cucub había sido testigo de una ferocidad semejante. A veces le tocó presenciar el odio imprescindible del puma buscando el cuello de la presa. Pero no aquello, nunca aquello. Muchos años después Cucub seguiría recordando ese momento con el mismo nudo en la garganta y la misma ausencia de aire. El pequeño zitzahay moriría sin poder hallarle nombre al sentimiento que lo había inmovilizado. Lo único que conseguía hacer, siempre que alguien le preguntaba por el asunto, era recordar su deseo de entonces: «Si Dulkancellin estuviera aquí, si Dulkancellin estuviera aquí». Cucub no era un guerrrero husihuilke. Era un hombre que sabía cantar y que, frente al crimen, se quedó quieto.
Illáncheñe giró la cabeza en dirección al matorral. Pareció como si algo hubiese percibido… Cucub apretó fuerte los ojos porque no quería ver lo que se avecinaba. Estaba seguro de que el Pastor había descubierto su presencia; y también frente a la certeza de su propia muerte permaneció inmóvil. Lo único que Cucub deseaba en aquel momento era no verlo llegar con la misma piedra en la mano y la misma sonrisa. Solamente no verlo y nada más. Se cubrió la cabeza con los brazos y esperó el dolor, pero el dolor no llegaba. Muy despacio abrió los ojos y, con ese sentimiento que vive entre el alivio y la vergüenza, vio al Pastor ocupado en la tarea de arrastrar el cadáver fuera del sendero. Illáncheñe desapareció con su carga. Durante un buen rato Cucub sólo pudo distinguir el sonido de sus pasos. El Pastor reapareció limpiándose las manos con un puñado de hojas húmedas que fue dejando caer de a poco mientras empezaba a caminar de regreso a Beleram.
Cucub esperó a estar bien seguro de su partida antes de abandonar el refugio.
Encontrar el cuerpo del muchacho le costó el escaso trabajo de seguir su rastro sobre la tierra. Allí nomás estaba, tendido de espaldas. Cucub evitó mirarlo con detenimiento. Temía reconocer en él a uno de esos niños que corrieron detrás suyo por las calles de arena y lo rodearon tomados de la mano, siempre que llevó sus canciones a las aldeas de la Estirpe. El zitzahay intentó hablar y de su garganta salió un sonido ronco e incomprensible:
—Que su almacita blanca juegue en el mar que amó… Era la segunda vez, en aquel día, que despedía a un muerto.
—Y perdóname por no darte sepultura —terminó diciendo—. No hay tiempo de hacerlo. ¡Que la Madre Neén proteja tus huesos!
Cucub acabó su oración y se inclinó en un saludo. Entonces, como si el que acababa de morir le hubiese prestado sus pies voladores, Cucub comenzó a correr con una rapidez que no podía provenir de sus cortas piernas. De inmediato tomó por los atajos que conocía, y por otros que fue abriendo a costa de rasguños y lastimaduras. Corrió con desesperación llevando delante de sí la imagen del crimen que había presenciado. Y peor aún, pensaba Cucub mientras corría, del crimen que había permitido. Salió de la selva y se lanzó por las calles de Beleram. Quienes lo vieron pasar quedaron convencidos de que se había vuelto loco, tan terrible era la expresión de su cara.
Mucho después, cuando le tocó contarlo, aseguró no saber de dónde había sacado la fortaleza necesaria para correr de ese modo, llegar a la Casa de las Estrellas, subir los incontables escalones, golpear la puerta con los puños y exigir, a gritos, que lo guiaran ante los Supremos Astrónomos. No sabía cómo. Ni siquiera le importaba porque había llegado adonde quería. Los Supremos Astrónomos no estaban solos. Con ellos estaban Nakín de los Búhos, Elek y Dulkancellin.
No le hizo falta a Cucub ninguna sagacidad para comprender que también allí algo grave sucedía. Zabralkán se veía desfigurado por el desasosiego. Y en todos los demás, y en cada rincón de aquel lugar, había aires de desgracia. El gesto de Cucub también los tenía. Y debieron ser mayores porque, apenas entró, todos hicieron silencio.
—Dinos —pidió Zabralkán. El Supremo Astrónomo sabía que Cucub estaba a punto de confirmar de algún modo cuanto él mismo terminaba de advertir, movido por las revelaciones de un Brujo anciano que habló muy adentro de sus sueños.
Cucub sintió que debía dirigirse a Elek. Al fin de cuenta, eran sus aldeas las que habían sido asesinadas.
Cucub utilizó contadas palabras para dar la noticia. Menos, por cierto, de las que hubiera debido. Terminó de hablar con la mirada puesta en sus pies. Por eso no pudo advertir que los demás sentían la misma vergüenza. Ahora Zabralkán comprendía la causa del temor que lo había atormentado esos últimos días; ahora todos comprendían. Ahora quedaba explicada la ausencia de Illáncheñe. Ahora Dulkancellin sabía que era Kupuka el anciano que habló en el sueño de Zabralkán. Ahora el sabor de la miel de caña, la muerte de los lulus, la confusión del cielo, el sacrificio del águila. Ahora, cuando ya era demasiado tarde.
—No es tarde para el Venado. El Venado defenderá su sangre y su territorio —dijo Zabralkán. Y se hizo inexpugnable.
Si al correr de los años alguien le pedía a Cucub que refiriera aquel momento, él hablaba de cinco voluntades unidas para tomar decisiones. Recordaba y describía, minuciosamente, las órdenes que salieron disparadas en todas direcciones, el plan de movimientos simultáneos y precisos qué se puso en marcha. Pero sobre todo le gustaba contar de un grupo de guerreros que marchó hacia la pirámide gris en busca de los extranjeros. «Yo iba casi al frente, cerquita de Dulkancellin», solía decir el zitzahay. Y agregaba que el husihuilke lo había admitido a su lado, sólo para permitirle reponerse un poco del dolor de la culpa.
Aunque los guerreros se organizaron y partieron tan rápidamente como era posible hacerlo, encontraron la pirámide gris deshabitada y los guardias asesinados. Los únicos seres vivientes en el lugar eran los animales que los extranjeros habían pretendido obsequiar a los Supremos Astrónomos y que permanecían atados del otro lado de los muros. Los hombres miraron a Dulkancellin esperando la orden de matarlos, pero el husihuilke pensaba en algo diferente.
—Los extranjeros deben haber partido hacia la costa, adonde están sus naves —dijo para sí mismo. Y, en voz más alta, agregó: Ellos están huyendo a lomo de sus animales. Jamás los alcanzaremos si no hacemos lo mismo. Yo montaré el animal manchado. Quien esté dispuesto, montará el animal blanco. Si ellos pueden lograr que estos animales corran, nosotros también debemos lograrlo. Cualquiera que haya montado un llamello sabrá por dónde empezar.
Al oír aquello, Cucub se apuró a ofrecerse.
—Tú, no —le respondió el husihuilke.
No todos los zitzahay habían tenido la oportunidad de ver a un llamello. Mucho menos, de montarlo. Afortunadamente, varios de los guerreros presentes aseguraron haberlo hecho. De modo que no bien Dulkancellin hubo impartido las órdenes necesarias, él y uno de sus hombres partieron a caballo rumbo al puerto.
Ellos que partían y un viento que llegaba. Un viento sucio que oscureció la noche en la Comarca Aislada. Dulkancellin y su compañero tuvieron que cabalgar de frente a un viento que arreciaba a medida que se acercaban a la costa. Eso, junto al nerviosismo de los animales y a la escasa destreza de los jinetes, les retardó el andar. Con todo era mucho mejor que avanzar a pie, contra un viento semejante.
Muchas veces en su vida contó Cucub estos sucesos, y siempre que lo hizo acabó repitiendo la misma frase:
—Sentí alivio cuando Dulkancellin decidió que los animales con cabellera iban a vivir. Era demasiada muerte para un día. Y además, amé a esos animales con sólo verlos.