Por los caminos de las Tierras Fértiles

En esos días, dos ejércitos avanzaban por las Tierras Fértiles. Lo hacían utilizando los caminos habituales y los caminos que habían sido abandonados; y si les resultaba necesario para acortar el viaje, abrían nuevos caminos.

Los ejércitos marchaban en dirección a Beleram, uno al encuentro del otro. Donde se enfrentaron hubo una guerra. Quienes sobrevivieron a ella, demoraron hasta hallar la calma suficiente como para recordar los sucesos, y contarlos. Y cuando por fin lo pudieron hacer, hablaron de arroyos de sangre que llegaban al mar, de muertos que enterraban muertos, y de un lamento que se oyó durante años incontables.

Los sideresios venían desde el norte. Kupuka y los guerreros husihuilkes venían desde el sur. Unos para arrasar Beleram, y otros para defenderla.

Y mientras los ejércitos avanzaban, la sombra de un mago de las Tierras Antiguas oscurecía Beleram. Pero antes, y primero que nada, oscurecía la verdad; de modo que los Supremos Astrónomos no pudieran reconocerla.

Desde el norte, los sideresios. Desde el sur, los husihuilkes. Y la Casa de las Estrellas sin poder ver lo que estaba ocurriendo, porque tenía los ojos puestos en sí misma y en los extranjeros confinados en la pirámide gris.

El grueso de la flota de los sideresios, después de separarse las tres naves del Doctrinador, había continuado viaje con la intención de entrar a las Tierras Fértiles por distintos puntos de la costa, siempre de Beleram hacia el norte. El fin era vedar los caminos de alianza entre un pueblo y otro para dejarlos solos ante el ataque. Los pueblos, así separados, no podrían sumar sus fuerzas. Sería sencillo arrastrarlos y luego volcar sus despojos sobre la Casa de las Estrellas. «Beleram sepultada bajo una montaña de pueblos muertos», le gustaba decir a Drimus.

Por los días en que el Doctrinador permanecía en la pirámide gris las naves de Leogrós llegaban a la costa.

Los guerreros husihuilkes habían avanzado con mucha rapidez hasta casi llegar a la mitad del desierto. Pero a partir de ahí las cosas empezaron a empeorar. Los ataques de los Pastores durante las noches se hicieron frecuentes. Los hombres del desierto atacaban de manera imprevista y se retiraban rápidamente amparados en las sinuosidades del páramo que conocían de memoria. El resultado de esas breves escaramuzas no era bueno. No sólo porque cada una de esas noches el ejército husihuilke disminuía, sino también por el retraso que sufría la marcha.

¡Y Beleram sin saber nada! En la ciudad y en las aldeas de los contornos la gente retornaba con desgano a sus quehaceres cotidianos; como si supieran que la presencia de los extranjeros no era cosa exclusiva del discernimiento de los Astrónomos. Y que también a sus pequeñas vidas les competía el asunto.

Zabralkán y Bor acudían a diario a la pirámide gris, siempre acompañados de los demás miembros del concilio. De todos, salvo de Molitzmós, que había sido anoticiado del cambio de planes y permanecía en la playa custodiando las naves. Uno, dos, tres días habían transcurrido desde la llegada de los sideresios a la ciudad de Beleram. Para entonces Drimus estaba a punto de conseguir su propósito: no en vano había sido elegido por Misáianes. Aquella noche, por ejemplo, recitaba frente a los Supremos Astrónomos las mismas advertencias que los bóreos habían pronunciado en esa misma ciudad, cuando el sol era quinientos años más joven. Las repetía palabra por palabra, sin error ninguno. Y quienes lo oían se embelesaban porque el mago tenía el don del encantamiento.

La misma noche en que Drimus engañaba los oídos repitiendo las palabras de los bóreos, una división de los sideresios desembarcaba del lado sur de las Colinas del Límite. Sus naves atracaron en una ensenada donde la selva se acercaba al mar como en ningún otro punto de la costa. Cerca de allí, la Estirpe de los Acechadores del Mar dormía confiada bajos sus techos de hojas de palma, en pequeñas aldeas familiares: Rojo de los Oacaltales, Rojo de los Pescadores, Pequeño Rojo y, un poco más distante, Rojo Lugar Lejano. Los hijos de los bóreos descansaban en hamacas de yute que al mecerse les ayudaban a soñar con el mar. Hombres, mujeres y niños cruzaban el Yentru en las barcas magníficas de sus sueños, llegaban al continente de los Padres y entendían, por fin, el color de sus ojos y el de sus cabellos. Y como estaban en la alta mar de sus sueños no escucharon los pasos sigilosos acercándose a sus casas, ni las manos enguantadas que descorrieron las cortinas trenzadas que servían de puertas. Los sideresios entraron en pequeños grupos a las chozas de palma, a todas las chozas de todas las aldeas de la Estirpe, y con sus armas brillantes tajearon los sueños de los durmientes. Algunos de ellos alcanzaron a despertar antes de morir. Pero la mayoría prefirió soñar que era agua del Yentru lo que empapaba sus túnicas. A la madrugada, las hamacas mecían muertos de ojos azules.

Poco tiempo después, el que tardó la luz del sol en llegar de la orilla del Yentru a la orilla del Lalafke, el ejército husihuilke se preparaba para un nuevo día de marcha. Acababan de arrojar al mar el cuerpo de un joven guerrero para negarle su muerte a la profanación de los Pastores. Kupuka cantó la canción que acompañaría al joven en su viaje. Luego lo dejaron atrás, porque todavía faltaban noches y noches en aquel lugar. Y cada una traería sus muertos.

Esa misma madrugada, la del último sueño de la Estirpe, la del joven guerrero arrojado al mar, Zabralkán miraba un cielo inquieto que cambiaba de aspecto a cada pestañeo. El Supremo Astrónomo comprendía que aquella situación no podía durar. Bor no se esforzaba en disimular que desaprobaba la decisión de mantener a los extranjeros lejos de la Casa de las Estrellas. Para Bor no existían dudas: Drimus era un hermano que estaba allí en nombre de otros hermanos.

Ninguno de los demás representantes se había opuesto a la decisión. Ninguno, ni en palabras ni en silencio, se lamentó de la resolución inconsulta tomada por el Astrónomo. Más bien, algunos parecieron descansar en ella. Sin embargo Zabralkán sabía que el confinamiento de los extranjeros empezaba a prolongarse demasiado, sin tener más sustento que su propio desasosiego. ¿Adónde estaba el mal? Zabralkán no podía responderse esta pregunta. ¿De dónde llegaban esos temores escalofriantes? Los extranjeros estaban allí y nada malo sucedía ¿Por qué, entonces, tanta oposición de su alma? Zabralkán pensaba con la lucidez afiebrada del que no ha dormido.

Y es que Zabralkán era el Supremo Astrónomo de la Casa de las Estrellas. Y aunque Drimus desplegara su ciencia milenaria en amparo del Mal, Zabralkán sentía llegarle un dolor punzante que no podía ni quería desconocer.

La noche anterior, tal cual le sucedía siempre que estaba en presencia de Drimus, los temores de Zabralkán se habían desvanecido. Si hasta la apariencia del extranjero, que ahora recordaba como la de un hombrecito viscoso que sacaba de su joroba dos brazos excesivamente largos, cambiaba cuando lo tenía frente a sí. En esas ocasiones, la fealdad de Drimus se cubría de un aire legendario. No era fealdad sino el agobio de un sabio, fatigado de atravesar las Edades. Pero lejos del influjo de Drimus, Zabralkán regresaba a su lucha. ¿De quién era la voz anunciándole muerte y desolación? Sonaba como un eco remoto que llegara del fondo de una cueva. Y aunque el Astrónomo se esforzaba por entenderlo, el eco se le confundía con los sonidos del mundo. ¿De qué muerte hablaba la voz? ¿De qué desolación…? A través del ventanal, el lucero de la mañana veía al Astrónomo paseándose de un lado a otro del observatorio. «Ayúdame, hermano lucero», le suplicó Zabralkán.

Muy lejos de allí, los puertos abandonados del norte se llenaron de ruidos. Y sobre el territorio tanto tiempo deshabitado se marcó el rastro de las jaurías que deambulaban en busca de alimentos. Las mujerespeces, algunas que pasaban de camino a la Isla Triste, se ocultaron a observar detrás de un alto promontorio y vieron lo que estaba sucediendo. «Nademos hacia el sur», dijeron. «Avisemos a los Astrónomos esto que hemos visto», dijeron. «Avisemos a los hombres». Pero las mujerespeces no pudieron llegar adonde querían porque un ataque de peces carnívoros, inaudito en una zona tan fría, las alejó de la costa y las persiguió mar adentro.

Un viento que salía de la selva, uno de esos vientos húmedos y cálidos que presagian tardes lluviosas, decidió pasar sobre las aldeas de la Estirpe. Le gustaba visitar a la gente de cabellos rubios que festejaba con risas su llegada. Lo hacía siempre que le era posible. El viento llegó con ganas de jugar. Se puso a buscar trenzas que destrenzar y túnicas que sacudir, pero no las encontró. Las aldeas estaban desiertas: no había niños enhebrando caracoles ni mujeres limpiando pescado. Entonces el viento decidió colarse por entre las cortinas de soga. Adentro halló trenzas muertas y túnicas muertas tendidas en hamacas que apenas se mecieron con su entrada. Espantado se puso en camino a Beleram con la triste noticia. Y aunque partió de prisa, nunca llegó adonde quería porque antes, un viento que no era de por allí ocupó su camino y lo deshizo en hilachas.

En la otra mitad del continente los husihuilkes continuaban su avance matando y muriendo cada noche. Si algún pájaro de la madrugada pasaba cerca de ellos, Kupuka le encomendaba volar hacia Beleram para dar aviso. Después se supo que ninguno de ellos había arribado a su destino. Y muchos aseguraron haber visto pájaros extraviados volando en círculos idénticos, sin jamás encontrar el rumbo.

Zabralkán observaba desde lo alto la ciudad que el sol enrojecía. De repente, un movimiento llamó su atención. Cucub atravesaba la explanada con el águila en brazos. «Va a sepultarla en el suelo de la selva», pensó el anciano.

En esos días, dos ejércitos avanzaban por las Tierras Fértiles. Iban a encontrarse cerca de Beleram, donde librarían la peor de las guerras. Los sideresios desde el norte, los husihuilkes desde el sur. Y un mago de las Tierras Antiguas oscureciéndolo todo, de modo que la Casa de las Estrellas no lo supiera. Las mujerespeces no pudieron llegar con el mensaje, el viento no pudo. Tampoco los pájaros que Kupuka había enviado.

Por el norte, por el sur. Drimus los preparaba para el sacrificio. ¡Y Beleram sin saberlo!