Seguía lloviendo en la Comarca Aislada. El día que los extranjeros desembarcaron, caían sobre Beleram aguas delgadas y puntiagudas. Como espinas de cardo.
La comitiva de recepción esperaba, formada en alas de mariposa. Los guerreros de Molitzmós rodeaban el puerto. Y desde algún lugar, Dulkancellin y sus hombres observaban con atención cada movimiento.
Las tres naves tomaron sus posiciones. Y un rato después, los primeros extranjeros se mostraron a los ojos de todos. Hombres de negro y capa abandonaron su nave, avanzaron por el único embarcadero y lo flanquearon de extremo a extremo. El puerto entero estaba al acecho, queriendo adelantarse a cualquier cosa que fuese a suceder. Un silencio, una espera, apenas una crispación en los músculos de los arqueros. Y apareció otro hombre, de negro también, pero montado sobre un animal desconocido. Adelantó unos pasos entre las dos hileras de escoltas. Después se detuvo durante un tiempo indefinible que algunos de los presentes midieron en respiraciones; y otros, en amaneceres. Siguió avanzando. Llovía sobre el mar y la tierra. Lluvia como espinas de cardo.
Ninguno de los que allí estaban había visto jamás un animal semejante, ni había oído decir que existieran. Y solamente dos evocaron un recuerdo cuando lo vieron. Uno de ellos fue Elek que, ubicado en la primera línea de la comitiva pensó de inmediato en ciertos animales mencionados en las historias de sus mayores. El otro fue Dulkancellin. Desde donde se hallaba, el guerrero dominaba todo el embarcadero. El animal que vio avanzar le recordó al que había conocido en un sueño, en vísperas de la fiesta del sol.
El majestuoso animal continuaba su avance majestuoso. Pero un paso antes de tocar el suelo de las Tierras Fértiles, el jinete lo detuvo de nuevo. Algún corazón latía tan fuerte que se escuchaba en el aire.
La línea de la costa partía el día en dos mitades. Una mitad de mar y ropas negras. Una mitad de selva y ropas multicolores. Lo único que las unía era la lluvia que seguía cayendo. Lluvia como espinas de cardo.
«La huella de sus pies en nuestra tierra y… ¡recuerden!… muchas generaciones cosecharán ponzoña». Dulkancellin recordó, de pronto, aquello que había escuchado decir en el bosque de Los Confines. Las palabras del lulu anciano lo tomaron por sorpresa y él sintió que venían desde un lugar lejano que no era, exactamente, la memoria.
El jinete extranjero se detuvo a la salida del embarcadero y miró sin prisa todo el paisaje. Con un movimiento seco logró que el animal que montaba se alzara sobre sus patas traseras. La bestia, súbitamente erguida, sacó de su garganta un sonido largo y entrecortado, que mucho se parecía al grito de los guerreros cuando se lanzaban a la batalla. Los integrantes de la comitiva estaban cerca de allí y sintieron, bien hondo, los dientes del miedo. Sin embargo permanecieron quietos en sus lugares porque, más que el miedo, era fuerte la altivez de la raza. Detrás de ellos, los arcos se tensaban para matar.
—¡Salud, hermanos entrañables! —gritó el extranjero. La voz retumbó por el puerto—. ¡Que el cielo contemple este reencuentro!
El jinete pronunció la Lengua Natural con familiaridad. Cuando terminó su saludo, inclinó la cabeza.
Tres astrónomos menores se adelantaron a recibirlo. Y uno de ellos, designado con anterioridad, tomó la palabra:
—Extranjero, no podemos corresponder a tu saludo, ni llamarte hermano, en tanto no conozcamos tu nombre, la procedencia de tus naves, y las intenciones que te guían a ti y a tu gente.
—Drimus es mi nombre —respondió el jinete—. Yo y los míos venimos en representación del pueblo más excelso de las Tierras Antiguas. Y hemos atravesado el Yentru con el propósito de cumplir una promesa que, hace mucho, mis antecesores le hicieron a los tuyos.
—Todo esto que dices deberás repetirlo y comprobarlo frente a los Supremos Astrónomos, y algunos otros más. Nosotros sólo te conduciremos hasta la Casa de las Estrellas.
—No me duelo de esta fría recepción puesto que contábamos con ella —exclamó Drimus—. Sabemos de los tremendos temores que los obligan a tomar estas precauciones. Y sabemos también que apenas conozcan nuestra verdadera índole, se acabarán las penurias. Pero… ¡todo a su tiempo! Por ahora, guíanos a la Casa de las Estrellas.
—No, todavía —respondió el portavoz, sin perder la cortesía ni la distancia—. Pronto anochecerá. El camino hasta la Casa de las Estrellas no es tan corto como para realizarlo antes de que se vaya la luz. Por el momento, tú y los tuyos deberán regresar a las naves y no salir de allí hasta que amanezca. Nosotros nos ocuparemos de hacerles llegar buenos alimentos para todos. Mañana, muy temprano, te conduciremos a ti, y a dos que tú elijas, ante los Supremos Astrónomos.
—Hermano dos veces, acepto gustoso lo que me pides: iguales recelos hubiésemos tenido nosotros —el Doctrinador disfrutaba el juego—. Pero, aún así, expresaré dos deseos. Quisiera pedirte que además de la compañía que me otorgaste, me permitas llevar los varios obsequios que han sido enviados para los Supremos Astrónomos. Y quiero pedirte también que dejes los alimentos para cuando estemos sentados a la mesa de los huéspedes. Los prisioneros pierden el apetito.
Drimus alzó la mano en señal de saludo, y dio la vuelta para regresar por el embarcadero. Esta vez, lo hizo con mayor rapidez.
Esa noche los hombres encendieron fogatas a lo largo de la costa, protegidas de la llovizna con una cubierta de ramas y hojas verdes. Y para protegerse ellos mismos, tendieron techos de telas enceradas.
Dulkancellin y Molitzmós se encontraron para terminar de resolver la partida del día siguiente. La conversación que sostuvieron fue breve: Dulkancellin, con su reducido grupo de hombres, estaría a cargo de custodiar a los extranjeros hasta la Casa de las Estrellas. Los guerreros al mando de Molitzmós permanecerían en la costa, vigilando las naves.
La noche se hizo larga para todas aquellas criaturas desveladas que llevaban sus ojos de las naves al cielo y del cielo a las naves, temerosas de que en cualquier momento algo sucediera. Sin embargo, nada alteró la calma. Y al fin salió del mar un amanecer neblinoso. La partida estaba dispuesta para la primera claridad de la mañana. A causa de la niebla, hubo que demorarla y esperar a que el aire se adelgazara y permitiera reconocer el camino.
A más de medio día de marcha de la costa, en la Casa de las Estrellas, Cucub miraba la lluvia. Cuando Zabralkán anunció el arribo de las naves, Elek y Nakín se alborotaron y corrieron detrás del Astrónomo, ansiosos por conocer los detalles. Cucub, en cambio, prefirió quedarse en su sitio tarareando la canción que Elek había dejado inconclusa. Desde ese momento nadie lo vio comer o dormir. Y tampoco nadie lo escuchó pronunciar palabra. Y es que mirando llover, Cucub descansaba de su tristeza y dejaba sus temores para después, para el día en que la lluvia acabara. Y, ¿quién sabe?, tal vez eso nunca ocurriría.
Por estar tan adentro del ensueño, Cucub se demoró en comprender que la voz se dirigía a él. Y mucho más tardó en comprender lo que decía: ¿que se despabilara?, ¿que se diera prisa?, ¿que Zabralkán lo requería de inmediato en el observatorio? El pobre Cucub no terminaba de entender lo que pretendían que hiciera.
Mientras caminaba siguiendo al escolta fue recobrando su lucidez; y en los últimos tramos de la interminable escalera que llevaba al observatorio, empezó a preguntarse cuál sería la causa de aquel llamado. Un escalón, y la causa era una. Otro escalón, y la causa era otra. Un escalón más, y ¡ojalá quieran preguntarme sobre la miel de caña! Aunque Cucub imaginó muchas cosas, no estuvo ni cerca de adivinar lo que en verdad iba a encontrar en el observatorio.
La vio apenas cruzó la puerta y sus ojos se adecuaron a la extraña luz de aquel sitio. La vio y la reconoció enseguida, a pesar de que muy poco se parecía al ave que había conocido en su viaje por el desierto. Estaba acurrucada contra uno de los muros, toda temblorosa. Y tenía el aspecto de estar agotada y enferma.
—¡Pobre amiga! —murmuró Cucub, avanzando hacia el águila.
—Luego podrás ocuparte de ella —Zabralkán se interpuso en su camino. Llevaba algo en la palma extendida, y preguntó: ¿Has visto esto alguna vez en tu vida?
—¡Claro que sí! —respondió Cucub—. Y no hace demasiado tiempo. Es la Piedra Alba. ¿Recuerdas? La misma que el lulu anciano nos enseñó a Dulkancellin y a mí en el bosque de Los Confines.
—¿Estás totalmente seguro? —preguntó Bor, sin dejar de mirar hacia afuera por la ventana que dominaba la calle principal.
—Lo estoy, lo estoy —respondió Cucub—. Tratándose de esta piedra nadie podría confundirse. Ni aún cuando la mancha oscura que tiene en su interior ha crecido mucho desde aquel día.
Zabralkán cerró fuerte la mano que sostenía la Piedra Alba, como si temiese verla desaparecer.
—El águila la trajo en su pico —dijo el Supremo Astrónomo—. Y a la vista está que se vio obligada a realizar un gran esfuerzo.
—Pobrecita, mi bella amiga —dijo Cucub. El águila, que no dejaba de mirarlo, sacudió las alas—. Supongo que debió hurgar largamente entre los cadáveres de los lulus para poder encontrarla; oculta como estaba, en las barbas de uno que ya habría perdido sus rasgos y hasta su carne.
—Pero, ¿por qué emprendió semejante tarea? ¿Quién puede habérselo ordenado? —se preguntó Zabralkán.
—¡Espera un momento!
El comentario de Cucub fue tan entusiasta que Bor abandonó su observación, y se unió a ellos.
—Ahora que recuerdo —continuó Cucub—, el Brujo de la Tierra dijo algo al respecto. Fue en el desierto, antes de separarse de Dulkancellin y de mí para emprender camino al sur. Entonces, él pronunció palabras parecidas a éstas: «Lamento decirles que me llevaré algo que les ha resultado valioso. El águila se irá conmigo, pues debo encomendarle una tarea que ella realizará mejor que yo».
Las suposiciones de Cucub se aproximaban a la verdad. En su viaje de regreso a Los Confines, Kupuka había convocado al águila y le había ordenado buscar la Piedra Alba entre la mortandad de los lulus. «No bien la encuentres, llévala a la Casa de las Estrellas. Vuela sin detenerte, y deposítala en las manos del más grande de los Astrónomos. Debes hacerlo pronto, hermana águila. No hay tiempo que perder». El águila lo escuchó. Y obedeció hasta tal punto que en ello se le fue la vida. Día tras día, día y noche, puso los ojos y el pico en la desgraciada tarea de encontrar una pequeña piedra en aquella acumulación de huesos, cabellos y putrefaccción. El viento arenoso, y los pájaros que iban a alimentarse con la carne de los lulus, le dificultaban la búsqueda. Pero eso no le impidió continuar su triste trabajo. Buscó y buscó sin darse descanso, y sin poder comer otra cosa que la misma carroña que iba desmenuzando. Y cuando casi desistía pensando que algún pájaro se la habría engullido, su pico tropezó con la Piedra Alba oculta entre los restos de una barba lacia. Después fue una carrera por el cielo hasta las manos de Zabralkán. Una carrera agotadora en la que el águila no se tuvo piedad. Ahora agonizaba en un rincón del observatorio de los Supremos Astrónomos. ¡Kupuka estaría orgulloso de ella!
—Gracias, Cucub —dijo Zabralkán—. Ahora, por favor, déjanos solos.
—¡Muy bien! —respondió Cucub—. Pero permítanme llevar al águila conmigo. Le debo la vida muchas veces, y trataré de hacer algo por la suya.
—Si vas a llevarla, hazlo sin demora —exigió Bor.
Cucub se acercó a su amiga. Tuvo que hacer un marcado esfuerzo para alzarla del suelo; y con ella en brazos caminó en dirección a la salida. Zabralkán se apuró para abrirle la puerta:
—Buena suerte, Cucub.
Bor y Zabralkán estaban enfrentados, los cuerpos y el pensamiento.
—Ellos no deben entrar aquí —dijo Zabralkán—. Evitaremos que entren a nuestra Casa. Al menos por ahora, y hasta que los hermanos representantes conozcan esta novedad.
—No hay novedad alguna —le respondió Bor—. Hay una piedra cuya existencia ya conocíamos. Una piedra de origen incierto que no puede decirnos, por sí sola, lo que no nos han dicho los astros del cielo.
—Una piedra que movilizó al pueblo de los lulus, que ensombreció a Dulkancellin, y que determinó a Kupuka a realizar acciones inconsultas.
—Los lulus… Dulkancellin… Kupuka —repitió Bor—. Las Criaturas del sur tienen mucha ascendencia en la Casa de las Estrellas.
—¿Cuál es el sentido de esas palabras?
Zabralkán conocía la respuesta, pero quiso que Bor se escuchara a sí mismo.
—¿Cuál es el sentido? —volvió a preguntar.
—El sentido es recordar que tenemos origen en la Magia de las Tierras Antiguas, y no en los decires de un ignoto pueblo de las islas del sur. El sentido es no olvidar que somos hijos de la Gran Sabiduría del norte.
—Aspiremos a ser hijos de la Gran Sabiduría del mundo —interrumpió Zabralkán. Y sin dejar espacio para ninguna réplica, continuó hablando: Los extranjeros no entrarán hoy a la Casa de las Estrellas. Es una decisión que no discutiremos ahora. Lo haremos después, mañana. Lo haremos con el resto de los representantes. Discutiremos todo lo que sea necesario. Es posible que ellos, igual que tú lo estás haciendo, desaprueben esta determinación que parece fruto de un desvarío o de un fraude. Hasta tanto llegue ese momento obraremos para impedir que los extranjeros marquen aquí sus huellas.
—Siendo así, debemos actuar de inmediato —dijo Bor—. Los extranjeros se acercan.
Los dos Astrónomos hicieron silencio para escuchar. En efecto, el viento arrastraba el bullicio de fiesta y los rumores de estupor que venían acompañando el paso de los extranjeros, desde su entrada a la ciudad.
No había tiempo que perder. Zabralkán abandonó enseguida el observatorio y encaró el intrincado descenso hacia la puerta principal. Caminaba con pasos cortos y veloces, olvidado por completo de la compostura que debía guardar el Supremo Astrónomo de la Casa de las Estrellas. Rápidamente dejó atrás las primeras escaleras y los primeros largos corredores. Los aprendices y los sirvientes no podían creer lo que estaban viendo: Zabralkán atravesaba las salas, aparecía y desaparecía en las curvas de las escaleras, bajaba y bajaba. Y no con su acostumbrado andar de anciano y de Astrónomo, sino con una urgencia inadecuada para su rango. Detrás de él, Bor caminaba desparramando órdenes con el fin de reunir al séquito que escoltaba a los Supremos Astrónomos, siempre que éstos decidían abandonar la Casa de las Estrellas. Zabralkán por su parte estaba dispuesto a salir a la explanada como cualquier mortal. Los guardias de la puerta principal se vieron sorprendidos por el grupo que encabezaba el anciano. La aparición fue tan repentina que apenas si alcanzaron a abrir por completo las pesadas hojas de piedra labrada. Zabralkán salió en primer lugar; después salió Bor, con mal aspecto; y por último, todo un séquito que no podía terminar de ordenarse. De esa forma llegaron hasta la mitad de la explanada, y allí se detuvieron. Recién entonces, los escoltas consiguieron alinearse. Bor recompuso su semblante, y Zabralkán volvió a ser un anciano majestuoso.
Los Supremos Astrónomos se quedaron esperando, fijos los ojos en aquel movimiento confuso que veían avanzar por la avenida empedrada. Los extranjeros estaban ahí, casi llegando a la Casa de las Estrellas después de haber atravesado Beleram.
Beleram, capital de la Comarca Aislada. La ciudad que la Magia había ordenado levantar, la única sagrada, la que no se podía soñar, la que protegía los más antiguos códices, la que miraba al cielo desde sus altas torres…
Todo el pueblo había salido a celebrar la entrada de los visitantes. Pero ocurrió que cerca de la Casa de las Estrellas, sus voces comenzaron a perder el color del júbilo y del buen asombro, hasta transformarse en un murmullo negro que precedía al cortejo.
Detrás del murmullo, y abriendo la marcha, venían los astrónomos menores que habían sido escogidos para viajar a la costa y recibir a los visitantes. Cada uno en su litera cubierta, cargada por cuatro sirvientes. Un poco más atrás venían sus acompañantes. Un poco más atrás, los extranjeros. Y aquí la gente empequeñecía los ojos, como queriendo ver hasta los huesos de los hombres vestidos de negro. Y aquí los gritos de la gente se superponían, porque todos le buscaban nombre a las extrañas bestias que esos hombres montaban y que ninguno de ellos había visto jamás. «Animal con cabellera», dijo alguien. El nombre corrió de boca en boca. Y nombrándolos, «animal con cabellera», empezaban a hacerlos suyos. Dos de aquellos animales, que no traían hombres a cuesta sino mantos ricamente bordados, eran conducidos por un zitzahay. Los hombres de Dulkancellin se repartían por ambos costados y por detrás.
La comitiva se detuvo frente a la Casa de las Estrellas. Los astrónomos menores, en sus literas, se asombraron de ver a Zabralkán y a Bor aguardando en el centro de la explanada. No era eso lo convenido, ni parecía prudente. De inmediato ordenaron a los sirvientes descender las literas. Si los mismísimos Supremos Astrónomos estaban de pie, no podían ellos permanecer sentados; y mucho menos mirar desde lo alto. Los sirvientes descargaron las literas de sus hombros y las depositaron en el suelo con suavidad. Dulkancellin no esperó más para ordenar que los extranjeros desmontaran.
Drimus entendió que algún suceso inesperado se interponía entre él y la Casa de las Estrellas. Lo adivinó en los gestos de Zabralkán y en los rostros de los astrónomos menores cuando casi a un tiempo giraron la cabeza para mirarlo. Los Supremos Astrónomos hicieron llamar al jefe de los guerreros. El movimiento le dio a Drimus la certeza de que algo había ocurrido que le dificultaría el cumplimiento de su misión.
De entre todos los súbditos de Misáianes, Drimus fue el señalado. Misáianes lo había elegido para que marcara en la Casa de las Estrellas la primera huella de los sideresios. ¡Cuando eso sucediera, lo más importante estaría hecho! Y cuando Leogrós llegara, arrastrando su exterminio desde el norte, hallaría el sagrado recinto de la Magia corrompido y enfermo. Bastaría el aliento de los perros para disolver sus muros de piedra. Drimus, mejor que nadie, era capaz de confundir a los Supremos Astrónomos; porque él comprendía los designios de Misáianes más allá del aniquilamiento y la matanza. Y porque hablaba, igual que ellos, las lenguas de la Sabiduría. Drimus, hijo resplandeciente de la Magia de las Tierras Antiguas, desdeñaba la ambición de riqueza y poderío guerrero. El Doctrinador soñaba con una eternidad que muy pocos podían entender.
El mismo astrónomo que lo había recibido en el puerto estaba hablándole. Le decía que no sería recibido ese día; y que él y sus dos hombres serían trasladados a un edificio cercano a la Casa de las Estrellas.
—Pronto, tal vez mañana, recibirás la visita de los Supremos Astrónomos.
Drimus, el Doctrinador, tuvo que apretar el alma en los puños para que no se le notara la furia. Nada podía hacer por el momento. Únicamente aceptar la orden y esperar. Esperar que estuviesen frente a él aquellos que se hacían llamar Supremos Astrónomos, descendientes de los que traicionaron a la Magia del Norte. Drimus sabía dónde escarbar, dónde roer; sabía dónde estaba lo duro y dónde lo blando. Muy poco le costaría transformar a Bor y a Zabralkán en dos ancianos endebles que le abrirían de par en par la puerta de la Casa de las estrellas.
—Lleva al menos los obsequios que hemos traído —pidió Drimus.
—Tampoco eso —le respondieron.
El Doctrinador quiso saber adónde iban a conducirlos. El edificio que le señalaron era una pirámide gris, de ancho zócalo ornamentado con figuras rojas y azules.
Los extranjeros volvieron a montar sus animales y emprendieron la marcha, vigilados de cerca por los guerreros. Drimus miró hacia la Casa de las Estrellas justo cuando la puerta se cerraba tras el séquito de los Supremos Astrónomos. Agachó la cabeza para ocultar su expresión y comenzó a susurrar una letanía que estaba vedada a los comunes entendimientos. Lentas invocaciones que conocían los magos de las Tierras Antiguas…