Patas de venado

—¡Mira el cielo! —dijo Nakín, señalando hacia el lado de la costa—. Parece que de repente la tormenta ha decidido irse al norte y dejarnos aquí un hermoso cielo azul, como el que suele acompañar la llegada de los buenos amigos.

Dulkancellin pensó que la mujer del Clan de los Búhos buscaba la confirmación de sus deseos. También pensó que a pesar de que el descanso le había devuelto su belleza, la mujer conservaba un cierto aire de fatiga. Era evidente que permanecer en el tiempo solar le costaba a Nakín un enorme esfuerzo.

Juntos recorrían la explanada interior de la Casa de las Estrellas, resguardados de la curiosidad de Beleram por altos muros de piedra. El resto de los representantes, incluidos Bor y Zabralkán, hacían la misma cosa. El concilio llevaba siete días sesionando y aquella era la primera vez que se les permitía salir a la intemperie. Grande fue la alegría del guerrero husihuilke cuando oyó el anuncio de Zabralkán. Aunque el descanso era lo habitual después de las comidas, fue distinto en esa ocasión porque Zabralkán les indicó que podían tomarlo en el patio central de la Casa de las Estrellas. Todos, sin excepción, aceptaron con gusto.

Era agradable volver a ver el cielo sin los contornos de una ventana, respirar el aire húmedo que venía de la selva. Era bueno, pero no alcanzaba para dejar de lado las preocupaciones. Cada uno de los representantes llevaba en su cabeza, dándole vueltas, el resultado de las últimas discusiones. Y allí donde dos se juntaban, la conversación recaía en las preocupaciones compartidas.

Sumaban siete los días que el concilio llevaba sesionando, siete días de razonamientos y discusiones. Y todavía la decisión no estaba tomada.

Una coincidencia empezaba a fortalecerse contra la resistencia que algunos, y especialmente Elek, le oponían. Un ataque que se anticipara a la primera palabra de los extranjeros empezaba a cobrar forma en sus cabezas como el único medio de defensa que le quedaba a las Tierras Fértiles. Esa posición, defendida desde el principio por Molitzmós y Dulkancellin, comenzó a imponerse en los demás. Si debían equivocarse, que el equívoco fuera una batalla injusta y no el exterminio de la vida. Todos sabían que un error acarrearía sobre ellos la ira de los bóreos; y que tarde o temprano todos los pueblos del continente sufrirían sus consecuencias. El riesgo era grande. Sin embargo, cada vez más el concilio se disponía a aceptarlo. Así es que mientras las deliberaciones continuaban, una guerra se puso en marcha. Ningún pueblo de las Tierras Fértiles era diestro en batallas marítimas. La pequeña flota que la Estirpe había construido con la memoria de la sangre estaba diseñada para transportar mercancías y, tal vez, algún viajero por la zona costera. La guerra, entonces, debía librarse en tierra. Difícilmente, el ejército de los zitzahay pudiera resistir por mucho tiempo un ataque de los extranjeros; por eso, todo estaba dispuesto para convocar a las fuerzas de los Señores del Sol. Ellos tenían un ejército numeroso que podría llegar a Beleram en pocos días. Los guerreros husihuilkes, más temibles que ninguno, tardarían demasiado.

—Vayamos hasta aquella escalinata —propuso Dulkancellin.

El guerrero acababa de reconocer a Cucub. El zitzahay estaba sentado en la parte inferior de una escalera, una de las muchas que descendían desde la Casa de las Estrellas hacia la gran explanada interior, y tan ensimismado que ni siquiera notaba el movimiento a su alrededor. No había vuelto a saber de Cucub a partir de la noche en que el pequeño hombre concurrió al mercado por noticias, y por tortillas. Dulkancellin no quiso dejar pasar aquel inesperado encuentro pensando que, posiblemente, no volviera a repetirse; y pidió a Nakín que lo acompañara hasta la escalera donde Cucub descansaba con la mirada fija en las piedras del suelo.

—¡Despierta, Cucub! —llamó Dulkancellin cuando estuvo a su lado.

Cucub alzó la cabeza y quiso sonreír como acostumbraba a hacerlo, de oreja a oreja y con toda el alma. Dulkancellin vio que aquella sonrisa no era la misma que tantas veces lo había fastidiado. El zitzahay se levantó, saludó a ambos con una inclinación de cabeza y enseguida se esforzó por hallar algo divertido que contarles. Afortunadamente para él, su esfuerzo no necesitó prolongarse. Nakín comprendió que los dos hombres querían estar solos; y pretextando acompañar a Elek que paseaba sin compañía, se alejó del lugar.

—¿Y bien? ¿Qué ocurre? —preguntó Dulkancellin, que no sabía adornar las palabras.

Cucub suspiró y volvió a sentarse.

—Si te sientas a mi lado, trataré de explicártelo —el zitzahay hizo una pausa—. Tú, hermano, estabas presente cuando los Supremos Astrónomos me permitieron ir al mercado, a condición de que yo metiera mis narices en las noticias del pueblo de Beleram. Y recordarás, porque te causó enojo, que yo andaba de un ánimo inmejorable, y que partí lleno de optimismo y vacío de recelos. ¡Lástima grande que mi alegría duró poco! Comenzó a palidecer antes de llegar yo al mercado. Y desapareció por completo cuando probé la miel de caña.

Dulkancellin estuvo a punto de levantarse, furioso por haber permitido que Cucub volviera a enredarlo en otro de sus ridículos asuntos. Sólo el recuerdo de la sonrisa del zitzahay le prolongó la paciencia.

—Conozco la miel de los cañaverales de mi selva —siguió diciendo Cucub—. Reconocería su sabor entre otros miles. Cuando estuve en el mercado comí la miel de una tinaja, y luego de una diferente, y luego de una más; y aunque insistí en ello, el viejo sabor no apareció.

Era seguro que Cucub estaba hablando con seriedad. Dulkancellin intentaba comprender lo que estaba tratando de decirle, pero la creciente ansiedad del zitzahay lo complicaba todo.

—Tranquilízate, y busca otra manera de hacerte entender.

El comentario de Dulkancellin no consiguió más que aumentar la aflicción del zitzahay:

—¡No hay otra manera! ¡No la hay…! ¡Escucha cuando te digo que el sabor de la miel se ha ido de aquí! Algo debió asustarlo, y mucho, para que decidiera abandonarnos.

Dulkancellin puso su mano en el hombro de Cucub. Justo cuando no lo entendía, justo cuando la sinrazón se había adueñado de la cabeza del zitzahay, el husihuilke se sintió su amigo.

Cucub se dio por vencido. Desde el comienzo, presintió que sería muy difícil hacerse comprender. Ahora pensaba que hubiese sido mejor cerrar la boca. El siguiente paso sería cambiar de tema para intentar que su desahogo quedara en el olvido.

—¿Quién es el hombre magníficamente vestido que acompaña a Bor? —preguntó por preguntar.

—Es Molitzmós, de los Señores del Sol —respondió Dulkancellin.

—No me gusta —dijo por decir.

Las prendas que Molitzmós vestía, y que nunca usaba dos veces, eran siempre suntuosas. Aquellas que llevaba puestas cuando paseaba junto a Bor entre las fuentes de jaspe brillaban como una alhaja bajo el sol.

—Con frecuencia todo se pone oscuro para mí —decía Molitzmós—. Y me siento incapaz de comprender nada.

Se había hecho costumbre que el representante de los Señores del Sol se destacara por su viva inteligencia. No transcurría una sesión del concilio sin que Molitzmós se ganara, gracias a alguna de sus intervenciones, la admiración de todos. Y de todos, era Bor el más propenso a dejarse cautivar por la agudeza de sus especulaciones. Ahora mismo, el Supremo Astrónomo no podía creer lo que acababa de escuchar.

—¿Y eres justamente tú quién dice eso? —preguntó asombrado.

—Hay pensamientos que hubiese preferido no tener, y los he tenido. Hay temores que quise desconocer, pero me fue imposible —dijo Molitzmós.

—¿A qué te refieres? —volvió a preguntar el Astrónomo.

—Me refiero a ciertos conocimientos que hace mucho me fueron otorgados, y ahora se han hecho presentes. En estos días, no he podido dejar de recordar el tiempo en que la Magia se enemistó gravemente; tanto que se separó en dos Cofradías. Una de ellas, quizás la más numerosa, permaneció en las Tierras Antiguas. La otra emprendió el largo camino hacia las Tierras Fértiles —Molitzmós reparó, de pronto, en su interlocutor—. ¡Pero mira a quién se lo estoy diciendo! Tú conocerás hasta los mínimos detalles de estos hechos.

—No importa, continúa… Por favor, continúa —Bor empezaba a preocuparse por los tintes que tomaba la conversación—. Sigue la línea de tu discurso, y llega adonde quieres llegar.

—Si me lo pides, lo haré —dijo Molitzmós—. Aunque ya estoy arrepentido de la insolencia de mi pensamiento. Decía que, después de la ruptura, las Cofradías pusieron el mar entre ellas. Me fue dicho que los que vinieron aquí lo hicieron a través de la franja de tierra que, por esos días, unía ambos continentes.

—Así ocurrió —intervino Bor—. Nuestros antepasados arribaron a las Tierras Fértiles por el extremo norte, cargados de un legado invalorable; y utilizaron para ese propósito el paso que ahora mencionas. Luego…

Bor interrumpió la información.

—¿Ibas a mencionar el destino que tuvo esa franja de tierra? —Molitzmós también poseía noticias de aquel episodio—. Dime, ¿son cosas figuradas o son cosas ciertas las que se dicen al respecto? ¿Es verdad que la Cofradía que viajó a las Tierras Fértiles confinó ese paso al fondo del mar Yentru, a fin de deshacer todo lazo de unión con sus pares de la otra orilla?

—Es verdad pura —replicó Bor, seguro ya de que Molitzmós sabía mucho más que el resto de los representantes—. El paso que enlazaba los continentes fue sepultado mar adentro por la Magia de las Tierras Fértiles; y se dijo que permanecería allí por siempre. Pero eras tú quien estaba hablando.

—Bueno —continuó Molitzmós—. La Magia tomó rumbos diferentes. Yo creo que fue la enemistad, y no el mar, la verdadera distancia. Y creo que la causa de esa enemistad se refleja en los nombres que cada una de las Cofradías tomó para sí.

—La Cofradía del Recinto y la Cofradía del Aire Libre —susurró Bor—. Ambos llevaron sus nombres con orgullo.

—No pudo ser de otro modo —respondió Molitzmós—. Los del Recinto, como se llamaron a sí mismos los que permanecieron en las Tierras Antiguas, proclamaron que era su obligación y su derecho velar por la Creación. Ellos instauraron y fortalecieron un imperio de la Sabiduría que como tal, debía consagrarse a las Criaturas; pero jamás debía deliberar con ellas, ni consultarle las grandes decisiones. Y mucho menos, someterse a su juicio.

Bor consideró que era su deber aclarar las afirmaciones que el representante de los Señores del Sol acababa de hacer.

—En efecto, la Cofradía del Recinto proclamó que la Magia debía regir sobre las Criaturas con su sola mano. Ellos afirmaron que el don de la Sabiduría era el atributo que los señalaba para el mando. Porque sólo para los Sabios es cosa propia y natural la consagración generosa. Y entonces la Magia, poseedora de la Sabiduría, nunca torcería los fines de su poder. No hay mejor mando que el de la Sabiduría, afirmaron, pues el Sabio halla su gloria en la generosidad. Y sin embargo, los del Aire Libre entendían las cosas de manera muy diferente —Bor hizo una pausa para espiar la reacción de Molitzmós, y luego continuó—. La Cofradía del Aire Libre abandonó las Tierras Antiguas con la esperanza de reencontrar aquí lo que creyeron que allá se había perdido: la marca de la Magia. A su entender, aquello que la Cofradía del Recinto tomaba por natural, y llamaba su «obligación de velar por las Criaturas», era una alteración de su legítimo destino Y lo que llamaba «consagración generosa» era, en verdad, arrogancia. La Cofradía del Aire Libre comprendió que en las Tierras Antiguas la Magia estaba alejándose de su origen; y que un día, por esa causa, su luz se apagaría. Ese convencimiento fue el que los decidió a cruzar el mar para empezar de nuevo en las Tierras Fértiles, lejos de los recintos donde sus pares se recluían. Al aire libre.

—Lejos de los recintos… Al aire libre. ¡Quién pudiera, como tú, decir tanto con tan pocas palabras! —deseó Molitzmós. Y Bor, que no era sordo a los halagos, le agradeció con una sonrisa de satisfacción.

—Estamos hablando de cosas remotas —reflexionó el Astrónomo—. Luego el tiempo pasó y suavizó las diferencias. Sabemos que aquella enemistad que separó a la Magia ya no existe.

—De todas formas, unos siguen allá y otros aquí. El puente de tierra que unió a los continentes no ha vuelto a alzarse. Y hasta donde sé, los contactos entre ellos y ustedes han sido escasos —Molitzmós sabía que tocaba una herida y procuró obrar con suavidad—. ¿Me equivoco si pienso que las diferencias no han terminado de borrarse? En sus prácticas ¿no siguen siendo la Cofradía del Recinto y la Cofradía del Aire Libre?

El Supremo Astrónomo hizo un gran esfuerzo por disimular su malestar.

—Es evidente que la Magia de las Tierras Fértiles jamás ha sofocado la voz de las Criaturas. Al contrario, se ha acercado a ellas y las ha escuchado. ¡No hay más que ver este concilio para comprobarlo! ¿No los convocamos a ustedes con el fin de que tomemos entre todos una enorme decisión? Y si te refieres a que en las Tierras Antiguas la Magia procede de manera opuesta, debemos decirte que, posiblemente, tengas razón. —Bor respiró profundo antes de continuar—: Ahora dime, Molitzmós, por qué hemos llegado a este punto. Aclárame qué camino te remontó desde el concilio hasta el antiguo cisma de la Magia.

Molitzmós acariciaba, al pasar, el jade lustroso de las fuentes. A veces se detenía frente a alguna de ellas, fascinado por el dibujo de sus vetas.

—Creo que sería mejor olvidar esta conversación —dijo.

—¿Por qué habríamos de hacerlo? —preguntó el Astrónomo.

A esa altura estaban en el estanque. A su orilla, Elek y Nakín competían en imitar a las muchas aves que andaban por ahí.

—Les hará bien jugar un poco —opinó Molitzmós cuando los dejaron atrás.

—Déjalos que lo hagan. Pero no juegues tú el juego de hacer como que olvidas mis preguntas.

Molitzmós no tenía escapatoria. Debía terminar lo que había comenzado.

—Te lo dije al comienzo: hay pensamientos que hubiera preferido no tener y temores que hubiese querido desoír. No existe una duda peor que la que se siente cuando todos los demás coinciden en una certeza; porque es una duda que empuja hacia la soledad. Es por eso que me atrevo a hablar contigo, para así desahogar mi corazón —El representante de los Señores del Sol habló con rapidez, como si ansiara desprenderse de algo que le pesaba demasiado—. La Magia de las Tierras Fértiles, heredera de los principios de la Cofradía del Aire Libre, trata a todas las Criaturas como a propios hermanos. Delibera con ellas, las consulta, y hasta se somete a su juicio. Pocos días atrás, por ejemplo, el husihuilke habló del Brujo de la Tierra con tal confianza que parecía estar refiriéndose a un viejo vecino. Siempre ha sido así entre ustedes y nosotros. Ahora, sin embargo, cuando los tiempos requieren del esplendor de la Sabiduría, la Sabiduría parece estar adormecida. Lo mejor o lo peor está a punto de sucedernos. ¿Lo mejor o lo peor? Las señales se presentan; pero no hay en las Tierras Fértiles quien sea capaz de leerlas. Los ojos de la Magia están nublados… ¿y no será de tanto mezclarse con los ojos de los hombres, de los lulus, de los pájaros?… He oído a Zabralkán hablar de señales confusas, ¿y si, en cambio, fuera la Magia la que ha perdido la virtud para descifrarlas? Éste es el temor que hubiese preferido desconocer. Temo que parte de la verdad se haya quedado en los recintos de las Tierras Antiguas. Temo que la Magia de las Tierras Fértiles, en su afán de hermanarse con las Criaturas, haya terminado desprotegiéndolas. Te asombrarás de que yo esté impugnando la hermandad que debería favorecer. Nada menos que yo, una simple Criatura que a causa de esa hermandad puede hablarte ahora de igual a igual. Créeme que también me asombro. Pero si la perduración de la vida en las Tierras Fértiles depende de que la Magia ocupe un sitial de mando sobre todos nosotros, entonces yo me alegraría, muchos nos alegraríamos de ver a la Magia erigirse en su potestad. Y aceptaríamos con sencillez el imperio de la Sabiduría. Ya nunca volveré a mencionar esto. Perdóname y olvida, por favor, mi atrevimiento.

Bor tenía la piel erizada, y no era para menos. Molitzmós acababa de decir lo que tantas veces, en medio de la noche, él mismo había pensado. Cuando esas ideas llegaban a su mente, el Astrónomo perdía el sueño. Entonces, para afrontar el desvelo, se dedicaba a deambular por los pasillos de la Casa de las Estrellas, o subía al mirador más alto, y allí permanecía hasta que empezaba a clarear. Pero ni su caminata de ida y vuelta, ni el orden de las constelaciones respondían a la pregunta que le había quitado el sueño: ¿y si la Cofradía del Aire Libre hubiese errado el camino? Apenas siete días atrás, precisamente cuando Cucub y Dulkancellin llegaron a la Casa de las Estrellas, sus dudas se reavivaron y le causaron malestar. ¡Cuánto le fastidió tener que dar al guerrero husihuilke largas y delicadas explicaciones! Pero era Zabralkán quien lo había pedido, y él tuvo que acceder. Le pareció irritante que un Supremo Astrónomo, designado para la Sabiduría, debiera justificar sus decisiones frente a un husihuilke, nacido y adiestrado para la guerra. Ahora, Molitzmós acababa de decirlo todo sin escatimar claridades. Y Bor se admiró de aquella valentía porque siendo quien era, jamás se había atrevido a comunicarle a Zabralkán semejantes pensamientos. Y si alguna vez quiso insinuarlos, el otro lo desairó con un mutismo que no dejaba lugar a dudas.

—¿Piensas que mi atrevimiento no es fácil de olvidar?

La pregunta consiguió que Bor regresara de su memoria. El Supremo Astrónomo comprendió que debía decir lo que fuese necesario, con tal de que Molitzmós no advirtiera que compartía sus temores. En eso estaba cuando la sorpresiva aparición de Zabralkán lo salvó, momentáneamente, del aprieto.

—Creo que Zabralkán está buscándote —dijo Molitzmós con una sonrisa imperceptible.

—Así parece…

Zabralkán llegó junto a ellos y después de saludar, se dirigió a Bor:

—Hermano, es necesario que nos apartemos un momento.

—Por la bondad de ustedes, voy a continuar mi paseo —dijo Molitzmós.

Los Astrónomos se dirigieron hacia el interior de la Casa de las Estrellas. Molitzmós volvió por el mismo camino.

De regreso pasó frente al estanque. Elek y Nakín habían terminado su juego y conversaban sentados a la orilla. Molitzmós pensó que era agradable verlos juntos. Elek, descolorido. Con el cabello enroscado hasta el centro de la espalda y comportamientos de cachorro de animal. Nakín, oscura y fatigada, parecía como si nunca estuviese del todo despierta.

Molitzmós se detuvo a observarlos desde una buena distancia. Cuando ya había visto lo suficiente continuó avanzando. Dejó atrás el estanque y regresó al sendero entre las fuentes de jade; después cruzó el puente sobre el canal que surtía de agua a la Casa de las Estrellas. El ruido del agua bajo sus pies le hizo recordar que tenía sed. Pensó en beber y no tuvo cerca un esclavo que atendiera su deseo.

Molitzmós se había resistido a emprender viaje a Beleram sin sus esclavos personales. Pero por mucho que insistió, el mensajero se mantuvo fiel a las órdenes de los Supremos Astrónomos: «Trae a la Casa de las Estrellas solamente a quien te hemos enviado a buscar». Esa misma orden debieron llevar todos los mensajeros. Y entonces, qué hacía ese pequeño hombre caminando junto a Dulkancellin. ¿Quién era él? Un zitzahay, indudablemente, a juzgar por su aspecto y su vestimenta. Pero, por qué alguien ajeno al concilio acompañaba al representante de los husihuilkes… Molitzmós desvió su marcha para interceptarlos.

—¡Salud bajo este sol, hermano Dulkancellin! —luego saludó a Cucub— Y salud para ti, hermano. Aunque no sepa tu nombre, ni cómo llamarte.

—Hermano es un buen nombre —respondió Cucub—. ¡Y que la salud se multiplique en ti, Molitzmós de los Señores del Sol!

Dulkancellin se sobresaltó por la insolencia con que su amigo había contestado. Y Molitzmós, que ignoraba quién era el insolente, se cuidó muy bien de manifestar su enojo.

—Nos dirigimos al estanque —dijo Dulkancellin procurando desviar la conversación.

—Allí encontrarán a Elek y a Nakín de los Búhos.

Los hombres se saludaron con una inclinación de cabeza y continuaron en direcciones opuestas. Pero Molitzmós recordó algo que lo obligó a volverse:

—¡Aguarda, Dulkancellin! Quiero aconsejarte que visites las fuentes de jade. ¡Obsérvalas una a una! No siempre se puede contemplar tanta belleza —de nuevo se dirigió a Cucub: No te lo sugiero a ti porque supongo que las conocerás mejor que yo.

—Supones bien —respondió el zitzahay.

Cuando estuvieron bastante lejos, Cucub se puso a imitar el andar de Molitzmós.

—Mira cómo camina el emplumado.

—¡Qué rápido olvidaste tus preocupaciones! —el husihuilke pensó que Molitzmós podía volver sobre sus pasos—. Y deja ya de hacer eso, porque puede verte.

—No he olvidado mis preocupaciones —dijo Cucub—. Y ese Molitzmós sigue sin agradarme.

Nakín los vio llegar y los saludó con la mano en alto. Tampoco ella conocía al compañero de Dulkancellin; pero Elek, que muchas veces había presenciado las actuaciones de Cucub, la puso al tanto rápidamente. Un rato después los cuatro conversaban con facilidad. Sin embargo, como Cucub estaba presente, todos se esforzaron por llevar la conversación lejos de los asuntos del concilio.

—Vean que yo soy la única que llegó hasta aquí sin un guía —dijo Nakín sonriendo.

—¿Y eso por qué? —preguntó Dulkancellin, que conocía muy poco sobre el Clan de los Búhos.

—Es que no hay un camino desde el Tiempo Mágico hasta el Tiempo Solar. No hay un camino que tú puedas recorrer; ni tampoco un río para que navegue tu canoíta. Lo único que hay es una Puerta en algún lugar del mundo.

A los tres hombres les gustaba escuchar la voz tibia de aquella mujer y su forma infantil de elegir y ordenar las palabras. Y si preguntaban, era con la intención de que Nakín siguiera hablando.

—Dime, Nakín, ¿cómo cruzas esa puerta? —preguntó Cucub, aunque lo sabía de memoria.

—¡Uy, que cuesta! —dijo ella, llevándose ambas manos a la frente—. Es un largo ritual el que debes hacer. Hoy sorbes el jugo de un hongo, y te duermes. Mañana masticas unas semillas, y bailas. Y así, y así… Y cuando el que ha velado por ti dice que has terminado, tú te pones a esperar. Y de a poco, muy de a poco, abandonas un Tiempo y llegas al otro.

—¿A qué te refieres cuando dices «muy de a poco»? —preguntó Dulkancellin.

—Lo primero es que empiezas a ponerte pálido. Luego escuchas a los otros como si te hablaran desde muy lejos; y ellos igual a ti. Las cosas siguen en su lugar, pero van perdiendo color. Y un día tú puedes ver a través de las cosas tal como si fueran de aire coloreado; y lo mismo sucede contigo. Así, de a poco, desapareces de un Tiempo para aparecer en el otro. Entonces, todo vuelve a ocurrir, pero en sentido inverso. Y te tardas en recuperar el color de tus mejillas.

—Pues tú ya lo recuperaste.

La voz era de Molitzmós, que se había acercado a ellos sin hacerse oír.

—Ven, hermano, siéntate con nosotros —lo invitó Elek.

Molitzmós aceptó la invitación y se sentó en el borde áspero del estanque, ignorando el daño que podían sufrir los engarces de oro que adornaban su capa.

—Me pregunto si alguno de ustedes ha visto a Illáncheñe —dijo enseguida.

Todos negaron con la cabeza. Todos menos Cucub, que jamás había oído ese nombre.

—Ese gusto por la soledad es propia de su pueblo —dijo Molitzmós—. ¡Así son los Pastores del Desierto!

Cucub, víctima del temor que ese nombre le causaba se sacudió de pies a cabeza. Y Molitzmós pudo confirmar sus sospechas. Se trataba del mensajero que había acompañado a Dulkancellin desde Los Confines hasta la Comarca Aislada. Y que si mal no recordaba alguien llamó…

—Cucub, hermano, quizás tú puedas confirmar lo que digo —dijo Molitzmós, acercando al zitzahay su rostro burlón.

—Creo que sí —Cucub se sintió tan humillado como cuando perdía en el juego de pelota.

Dulkancellin fue el único que entendió lo que acababa de suceder y pensó que, después de todo, el zitzahay se lo merecía.

Desde uno de los miradores de la Casa de las Estrellas un cuerno sonó cuatro veces anunciando la reiniciación de la Asamblea.

—¡Qué pronto pasó este tiempo bajo el sol! —se quejó Nakín.

Los interesados se levantaron, saludaron a Cucub y partieron.

El zitzahay volvió a quedarse solo. Hubiera querido pedirle a su amigo que no lo abandonara. En lugar de eso se agachó sobre el estanque y comenzó a hacerle morisquetas a su propio reflejo. Siempre que lo hacía terminaba riendo a carcajadas. Pero su risa fácil se había ido, también, como el sabor de la miel de caña.

—¿Adonde estarán? —se preguntó Cucub.

Illáncheñe fue, después de los Astrónomos, el primero en llegar a la sala de sesiones. Enseguida de él, llegaron los demás. No bien entraron a la sala todos comprendieron que algo había cambiado y, por el rostro de Zabralkán, supusieron que debía ser para bien.

—¡Buenas noticias, hermanos! ¡Buenas noticias para las Tierras Fértiles! —el entusiasmo le quitaba compostura—. ¡Son tres…, sólo tres!

Nadie entendía lo que el Supremo Astrónomo estaba diciendo.

—Cada uno de nosotros —intervino Bor— había comenzado a aceptar la idea de un ataque sorpresivo a la flota extranjera. Resignados a sobrellevarlo como la primera instancia de defensa para nuestros pueblos, aunque fuera a costa de un terrible error. Esto que ahora sabemos nos hará desandar el camino que con tantas dudas empezábamos a andar.

—Desandaremos el camino si todos aquí acordamos en eso —lo amonestó Zabralkán, fingiendo no advertir que lo hacía—. Escuchen las novedades, después decidiremos. Las gaviotas vinieron desde el mar. El Balsero del Yentru las envió hasta nosotros con un mensaje: las naves extranjeras ya han sido divisadas.

Un murmullo corrió por el lugar. Los cuerpos se irguieron, las miradas se clavaron en Zabralkán.

—Aún navegan en alta mar, a varios soles de nuestras costas. Es cierto que el tiempo de su viaje ha sido mucho menor del que esperábamos. También es mucho menor el número de naves. El Balsero nos ha enviado a decir que son apenas tres. ¡Nada más que tres pequeñas naves vienen hacia aquí!

Ahora sí podían entender el entusiasmo de Zabralkán. Era improbable que Misáianes se propusiera invadir las Tierras Fértiles con una flota tan insignificante: ¿cuántos guerreros podían venir en tres naves?, ¿cuántas lanzas y hachas?, ¿cuánto dolor?

Illáncheñe, Elek y Nakín acordaron en que la idea del ataque debía dejarse de lado, al menos como lo concebían hasta ese momento.

—¡Son los Padres! —aseguró Elek—. No hay mejor prueba de eso que el número de naves que trae su flota.

—En tres naves que vienen, no vendrá guerra para todo un continente —dijo Illáncheñe.

—¡Buenas gaviotas que han traído las noticias que esperábamos oír! —dijo Nakín de los Búhos.

Dulkancellin parecía no compartir plenamente el optimismo de sus hermanos.

—Quisiera recordar lo que Zabralkán dijo el primer día de este concilio —intervino el husihuilke—. Él dijo: «Nuestra decisión debe tener patas de venado, para saltar de un lado a otro ocasionando el menor daño posible». Las apariencias indican que nuestros visitantes son los bóreos; y yo, de seguro, me alegro con ustedes. Pero digo también que no dejemos de prevenirnos para lo peor. No le quitemos al venado la posibilidad de saltar, si hiciera falta. Un venado con las patas lastimadas es un venado muerto.

¡Nuevamente el guerrero husihuilke…! A Bor le resultó difícil ocultar la irritación. Sus ojos se encontraron con los de Molitzmós, que lo estaba observando, y el Supremo Astrónomo se avergonzó de haber sido descubierto en sus verdaderos sentimientos.

La sesión se prolongó hasta el final de la noche. La discusión fue dura y larga. Para el amanecer en Beleram, el concilio había resuelto, con el acuerdo de todos, las acciones que se iban a llevar a cabo.

Dulkancellin y Molitzmós se trasladarían cerca de las orillas del Yentru. Molitzmós, al mando de ciento veinte arqueros, custodiaría la zona al norte del puerto de Beleram. Dulkancellin se haría cargo de una fuerza más reducida pero que, oculta en la costa rocosa, observaría de cerca los primeros movimientos de los extranjeros. Los demás permanecerían en la Casa de las Estrellas.

El pueblo zitzahay sabía muy poco de la guerra. Las últimas batallas que habían peleado eran un recuerdo de tiempos antiguos. Aún así, la Casa de las Estrellas mantenía una legión de guerreros que bastaba para enfrentar, llegado el caso, a la tripulación de tres pequeñas naves.

La llegada de la flota extranjera ya no podía mantenerse en secreto. En pocos días más las naves podrían verse desde la playa; y antes de que eso sucediera, el pueblo de Beleram debía ser puesto sobre aviso. ¿Qué decirles? La discusión volvió a trabarse en este punto. Como tantas otras veces, los argumentos de Molitzmós, que en esta oportunidad estaban fortalecidos por el asentimiento de Bor y el silencio de Zabralkán, tuvieron su cosecha. El concilio decidió no decir a todos la verdad entera. Con las naves arribando a las costas, la verdad sólo conseguiría atemorizar. Y el temor podía ocasionar daños irreparables. Tratándose de una flota amiga, o de una flota muy fácil de vencer, no era necesario correr el riesgo de decirlo todo, mal y bruscamente. Ya habría tiempo de decirlo con serenidad. El concilio determinó que la verdad descendería hasta aquellos que debieran conocerla por obligación. Las aldeas, el mercado y los artesanos escucharían apenas una parte: «Llegan visitantes de las Tierras Antiguas… Que los niños y las mujeres trencen flores. Que todo el pueblo de Beleram se prepare para recibirlos y honrarlos con nuestras mejores maneras».