Traían la tormenta con ellos.
Una flota atravesaba el Yentru en dirección a las Tierras Fértiles. Eran muchas pequeñas naves de velas triangulares que aparecían en la cresta de las olas, caían al abismo, y aparecían de nuevo. Negro el cielo de la noche nublada, negro el mar sin luna, negras las capas con que los hombres se cubrían. Y negros, muy negros, los perros de hocicos babeantes que llegaban apiñados en jaulas.
Por la cubierta de una de esas naves, un hombre se paseaba lentamente golpeando la palma de su mano con el guante de piel que acababa de quitarse. Leogrós, almirante de la flota de los sideresios, caminaba sin mirar a su alrededor. Ignorando por completo a los tripulantes que se apartaban para dejar libre el camino, y lo miraban pasar conteniendo la respiración. Aquellos seres no le importaban mucho más que los desperdicios que arrojaba hacia un costado de la cubierta, pateándolos con la puntera de sus botas. Sólo cuando se cruzó con Drimus, que venía en dirección contraria sujetando entre sus manos un viviente puñado de lauchas, Leogrós se avino a ladear ligeramente la cabeza en señal de reconocimiento.
Leogrós debió aceptar al Doctrinador sin comprender muy bien cuáles eran sus facultades, contentándose con saber que había sido señalado por el dedo de Misáianes para comandar las tres naves que se dirigirían, directamente, al puerto de Beleram. Aunque Leogrós sentía repulsión por aquel contrahecho, ignorante de armas y batallas, nada intentaba y nada podía hacer en su contra. Hasta el momento, jamás Drimus había sugerido un enfrentamiento. Pero algo, una cierta prescindencia en sus maneras, lo ponía fuera del alcance de Leogrós. Nadie se hubiera atrevido a pronunciarlo, y sin embargo, todos sabían que el Doctrinador gozaba de gran protección y obedecía a Uno que no venía en las naves. A ése, y a nadie más.
El Doctrinador caminó hacia la parte trasera de la nave. Pasaba allí una gran parte de su tiempo, acurrucado entre las jaulas y alimentando a los perros oscuros. Apenas lo vieron llegar, los animales se desentumecieron. Con los lomos erizados y las fauces entreabiertas, sin siquiera distraerse en gruñir, observaron al hombre que les traía alimento vivo; porque los perros sabían que el banquete no alcanzaría para todos, y que solamente los más rápidos y feroces podrían masticar entrañas calientes. Pero ese día, el hombre tenía ganas de jugar. Rodeó las jaulas con pasos lentos y una sonrisa trágica que se torcía, como él, del lado de su joroba. Eligió una del racimo de lauchas que ahora retenía contra su pecho, y sosteniéndola de la cola, se dedicó a mecerla frente al hambre de los perros que seguían su juego con atención. Fascinados por el olor del miedo.
—¡Ay, mis pequeños! Muy pronto saciarán el hambre, porque toda carne que se oponga a Misáianes será para sus tripas.
Drimus, el Doctrinador, arrojó la presa dentro de una jaula. El combate entre los perros fue breve y seco. El ganador se apartó apretando su trofeo con los dientes. Los demás se quedaron esperando la siguiente oportunidad. Drimus no reinició el juego hasta que el perro vencedor estuvo al acecho nuevamente.
—Puede que él vuelva a lograrlo. Sí, es posible que así sea porque ahora tiene sangre fresca en su estómago. ¡Ay, mis pobres pequeños! Tendrán que decidirse a batallar.
El mismo juego recomenzó varías veces. Y en ambas jaulas la escena se repitió casi idéntica. La última laucha se retorcía en el aire, y Drimus la miraba luchar por su vida decidiéndole el destino. Aquí o allá, de un lado al otro. La vacilación se prolongaba demasiado, y los perros empezaron a gemir. Por fin, el Doctrinador la puso en el suelo y despegó los dedos.
—¡Allá va! ¡Allá va, mis pequeños! Falta poco para que puedan ir tras ella.
Los animales se abalanzaron contra los barrotes, encarnizados con la presa que se les había escapado. El viento de la tormenta se llevó lejos sus ladridos. Desde las otras naves, otros perros oscuros se sumaron a ellos y así, en poco tiempo, los ladridos apagaron el ruido del mar.
El juego estaba terminado. Drimus se adentró con dificultad por el angosto pasillo que separaba las jaulas. Avanzó algunos pasos y se sentó sobre la cubierta húmeda. Llevó sus manos a la nariz y las olfateó: tenían olor a miedo y él no pensaba desperdiciarlo. Extendió los brazos, uno hacia cada jaula, introdujo sus manos a través de los barrotes y las ofreció a los perros para que las lamieran. De a poco, su cabeza se fue cayendo hacia adelante hasta quedar colgada del cuello endeble. La lluvia recomenzaba pero el Doctrinador siguió inmóvil, mientras las bestias lamían alimento de sus manos.
Los sideresios no provenían de la misma tierra, no hablaban la misma lengua, y tampoco pertenecían a la misma especie. Los sideresios no existían antes de que Misáianes los convocara a su sombra.
Las legiones de Misáianes fueron reclutadas de entre todas las especies que poblaban la tierra en ese antiguo entonces. Cientos de años solares se tardó el Increado en reunirlas, en adiestrarlas, en quitarles toda huella de piedad y alejarlas de todo amor. Misáianes hurgó hasta el fondo en los resentimientos de las Criaturas; también escarbó las iras y las ruindades que las enfrentaban porque supo que allí encontraría la materia de su ejército. Después les sopló al oído, y muchas de ellas le juraron lealtad.
Jamás Misáianes abandonaba el monte donde había sido engendrado. Otros estaban designados para llegar y partir de su morada con los hilos de la gran telaraña. En su territorio, el aire era de niebla. Muerte y muerte, frío y oscuridad que sin cesar extendían sus límites sobre el mundo.
Los vasallos que se congregaban en aquel sitio eran de condiciones opuestas: los más degradados y los más encumbrados. El amo mantenía cerca de sí una multitud de seres incapaces de cualquier entendimiento; esclavos embrutecidos y despojados del último vestigio de sentido, que realizaban para él las más miserables tareas. Había otros, en cambio, que podían acercarse a su aliento. Ellos eran los favoritos de Misáianes, eran la prolongación de sus dedos y de su voluntad. Aquellos a quienes el amo envió por el mundo, al frente de la oscuridad. Y todavía muy lejos de aquel páramo, adonde el sol seguía iluminando y la vida continuaba su curso, muchos otros lo adoraron y le sirvieron. Eso ocurrió de tanto que sus palabras se parecían a la verdad.
Misáianes enfrentó a los hermanos. Susurró en la nuca del soberbio y lo enfrentó al soberbio; besó la frente del débil y lo enfrentó al débil. Y en esa ciénaga tuvo su cosecha. Separó sus designios en murmullos y mentiras para que todos creyeran saber lo que sólo él sabía, y para que los condenados se sintieran bendecidos. El poder de Misáianes se puso embozos y disfraces. De ese modo, muchos lo siguieron sin sospechar a quién seguían. Guerra que sólo él, grande en su impiedad, pudo concebir.
Tal fue el origen de los sideresios.
Una flota navegaba hacia las costas de la Comarca Aislada. Y aunque algunas de sus naves habían naufragado a causa de los terribles vientos, continuaba siendo numerosa.
Un movimiento inusual animaba, desde el amanecer, la nave en la que viajaban Leogrós y el Doctrinador. Lo mismo ocurría en el resto de las embarcaciones. La tripulación iba y venía entre la cubierta y las bodegas; en tanto Leogrós y Drimus repasaban los detalles. Había llegado el momento en el que la flota debía separarse. Eso sucedió cuando aún faltaban varios días para que los sideresios pudieran divisar la costa de las Tierras Fértiles.
Sólo tres naves, al mando de Drimus, atracarían en el puerto de Beleram, llevando consigo muchos más obsequios que armamentos. Las demás navegarían con proa al norte para llegar a los puertos que habían sido abandonados en las últimas grandes migraciones ocurridas en el tiempo en que los pueblos viajaron hacia el sur en busca de mejores climas. Desde ese entonces, el extremo norte del continente de las Tierras Fértiles estaba deshabitado. El norte lejanísimo. El norte más al norte de las Colinas del Límite, puerta del país de los Señores del Sol; más al norte del Valle Dorado, donde florecían sus ciudades de oro; más al norte de la Pezuñera, donde iban a morir sus esclavos. El norte más allá de todo lugar habitado.
En esa dirección navegó la flota de Leogrós. Sus naves iban cargadas de armas que ningún habitante de las Tierras Fértiles hubiese podido reconocer. Y de males visibles e invisibles. Hasta llevaban males que se metían por la nariz de las Criaturas y las mataban de enfermedad.
El Doctrinador descendió al bote que iba a trasladarlo a su nueva nave. Leogrós se quedó mirando, apoyado en la borda. Apenas comprobó que el jorobado había llegado a su destino, dio una orden y la flota se partió en dos.
Las tres naves que se dirigían al puerto de la ciudad de Beleram avanzaron de lleno hacia el oeste.
Las otras, en cambio, pusieron rumbo al norte. Algunas de ellas iban a llegar hasta las Colinas del Límite, para desembarcar en la extensión despoblada que separaba las últimas aldeas de la Estirpe de las primeras ciudades de los Señores del Sol. Las restantes subirían, sin acercarse a las costas hasta alcanzar la altura de los antiguos puertos y recién entonces, buscarían el oeste.
Junto con la flota, se partió la tormenta. Las naves de Leogrós se la llevaron. Y así, su avance quedó disimulado por una lluvia oscura y neblinosa que iba a acompañarlas el resto de la travesía. Sobre la reducida flota de Drimus, el cielo quedó azul.