El concilio se reúne

El lugar elegido para concilio tenía tapices en las paredes altas, y nueve esteras en el piso. Eso, y ninguna otra cosa. Ocho esteras dispuestas en semicírculo y otra alejada hacia un costado. Y sobre cada estera, un almohadón de cuero.

Los representantes fueron conducidos allí muy temprano. Llegaron uno después de otro, siempre con idéntico intervalo y siempre acompañados por dos escoltas, y ocuparon el sitio que se les indicaba. Una vez que todos estuvieron reunidos Bor realizó las presentaciones sin que le fuera en ello ni una sola palabra innecesaria:

—Zabralkán, Supremo Astrónomo y el primero en la Cofradía del Aire Libre. Molitzmós, del país de los Señores del Sol. Él es Dulkancellin, representante de los husihuilkes. Ella es Nakín, del Clan de los Búhos. Elek, de la estirpe de los bóreos que llamamos Acechadores del Mar. Illáncheñe, el que hablará por los Pastores. Bor, Supremo Astrónomo del pueblo zitzahay. En la estera vacía debió estar el representante de los lulus.

Dulkancellin miró al hombre que venía del desierto, buscándole un asomo de intranquilidad; pero Illáncheñe oyó las últimas palabras del Astrónomo sin revelar ningún sentimiento.

—Hermanos todos —dijo Zabralkán—, es indispensable que ustedes escuchen, con propios oídos y entendimiento, el documento que heredamos y preservamos. Oirán cada cosa que los bóreos dijeron a nuestros antepasados y que nuestros antepasados conservaron en códices para el día en que debieran ser dichas nuevamente. Oirán la advertencia que las Tierras Antiguas hicieron a las Tierras Fértiles hace quinientos años, si contamos los ciclos del sol; y hace seiscientos ochenta y seis, si contamos los ciclos de la Magia. Oigamos, porque debe estar aquí la respuesta que el cielo nos esconde. Los hechos que ahora están ocurriendo tienen su sentido en estos códices. Tenemos que ser capaces de descubrirlo con rapidez, y de obrar con perfección.

El hombre que ocupaba la novena estera, a un costado del semicírculo, extendió en el piso nueve paños de tela labrada. Arriba de ellos, con todo orden y cuidado, depositó los códices ya despojados de sus muchos envoltorios. Eran siete códices de corteza plegada donde estaban escritas las noticias que los bóreos habían traído por el mar. Noticias de una guerra que, por ese entonces, comenzaba en las Tierras Antiguas contra el poder de Misáianes. El hombre inició la lectura de los códices según el orden en que los había dispuesto. Leía sin manifestar ninguna emoción, casi como si no comprendiera lo que estaba diciendo. Pero su voz se cortaba en pausas tan armoniosamente distribuidas que, al poco rato de escucharlo, todos hubieran asegurado que estaba cantando.

Dulkancellin ocupó sus oídos en la lectura, y su mirada en reconocer al resto de los presentes.

«… Así como ellos hablaron nosotros asentamos las palabras, sin quitarlas ni agregarlas. Y éstos son códices sagrados que preservaremos hasta el día de las naves. Los bóreos nombraron a Misáianes, y lo llamaron El Feroz…»

Bor y Zabralkán vestían ropas más fastuosas que las de la noche anterior, pero que, sin embargo, no tenían la soberbia que exhibían las ropas de Molitzmós. El representante de los Señores del Sol estaba vestido de oro y turquesas, y empenachado con larguísimas plumas. Brazaletes, collares, argollas en la nariz y en las orejas.

El morral de Dulkancellin se había quedado en el desierto, así que el husihuilke llegó a la Casa de las Estrellas sucio y rasgado. En la sala que le habían destinado encontró agua dispuesta para el baño, y también ropa. La habían dejado para él y se parecía a la que usaban los hombres de Los Confines.

«Y entonces, la Muerte desobedeció. Moldeó un huevo de su propia saliva y lo sacó de su boca. Secretó jugos y lo impregnó con ellos. Y fue de esas materias inmundas que nació el hijo, amparado en la soledad de un monte olvidado de las Tierras Antiguas.»

Nakín, del Clan de los Búhos. Si recordaba bien, esa era la manera en que Bor la había llamado. Era la única mujer en la Asamblea, tan menuda que se confundía con una niña. Igual que una niña, de no ser por su expresión de cansancio. Llevaba el cabello volcado hacia un lado y sujeto, varias veces, con un cordón. Llamaban la atención su frente despejada y sus cejas muy anchas. El husihuilke sabía que el Clan de los Búhos habitaba el Tiempo Mágico. Y que cruzar la frontera para entrar o salir era un trance que sólo ellos podían resistir. Tal vez, allí estaba la explicación del color más oscuro que tenía su piel debajo de los ojos.

«Pero el que nació de la Desobediencia trajo el espanto consigo. Y el espanto no fue su atributo sino su esencia.»

Nunca antes había visto a un hombre que tuviera el cabello como la pulpa del zapallo… Era Elek, descendiente de los bóreos, que no dejaba de mecer su cuerpo hacia atrás y hacia adelante. «Como hace el mar», pensó Dulkancellin.

«Entonces, la Muerte vio lo que era. Y al tercer día, se enorgulleció de la bestia y la llamó Misáianes. Misáianes creció, y se hizo dominador de una vastedad de criaturas. Seres de todas las especies le rinden vasallaje. Porque Misáianes, hijo de la Muerte, habla parecido a la verdad»

No importaba todo lo bien que Bor hubiese hablado. Aquel hombre que tenía frente a sí, y al que llamaron Illáncheñe, le molestaba en la sangre. Era el de menor edad de todos los presentes. Un joven Pastor que no tendría vividas muchas más lluvias que Thungür. El guerrero dejó de mirarlo. Hasta el final de la lectura, mantuvo los ojos en el sitio que debió ocupar el lulu de barba lacia.

«Mantengan la memoria, así nos dijeron. Misáianes es el comienzo del dolor increado. Si somos derrotados en esta guerra, la Vida caerá con nosotros. Y el Odio Eterno caminará por el atardecer de la Creación. Hasta aquí hemos escrito lo que los bóreos dijeron.»

La lectura había llegado a su fin. El hombre de la novena estera envolvió los códices con los paños de tela labrada. Los depositó en el centro del semicírculo, saludó a cada uno con una inclinación, y salió del lugar.

Entonces Zabralkán tomó la palabra:

—Damos por iniciado este concilio, conociendo que no existe recuerdo de algún otro de mayor importancia. No existe recuerdo de algo semejante, ni en la memoria viva ni en la memoria escrita. La Magia los ha convocado, representantes de los pueblos de las Tierras Fértiles, porque de todos es el destino. Sea cual fuere la resolución que tome este concilio, recuérdenlo siempre, repercutirá en el pez y en la brizna. Fuera de estas paredes, la Magia continúa hurgando en los cuatro elementos en busca de señales inequívocas. No hay viento que venga desde el norte que no sea interrogado, no parten las aves en migración sin portar mensajes y requerimientos, no hay movimiento en el cielo o en el mar que no sea escrupulosamente observado. Pero las respuestas, o están vacías o son oscuras. Dentro de estas paredes, nosotros deberemos decidir en pocos días. Nosotros deberemos ser capaces de transformar la confusión en decisión. Y luego, seremos responsables de lo que ocurra. Hermanos, ya conocemos el tamaño de la tarea. Ahora quisiéramos que Dulkancellin nos pusiera al tanto de unos ciertos hechos que no todos conocen. A su turno, cada uno de los presentes compartirá sus noticias con el resto. Husihuilke, puedes comenzar.

Dulkancellin habló de los lulus: del encuentro en el bosque, de la Piedra Alba, de sus cadáveres en una hondonada del desierto. Explicó el cautiverio sin agregar sus propias conjeturas. Y por último, justificó la huida con la única razón que nadie podía tildar de infundada. «El cautiverio se prolongaba demasiado. Y sabíamos que el concilio no podía esperar». Mientras Dulkancellin hablaba, Bor asentía complacido. Era evidente que el husihuilke había entendido la necesidad de pasar por alto sus presunciones, y evitar todo aquello que no fuera asunto del concilio. Enseguida, Dulkancellin mencionó la inesperada visita de Kupuka en medio del desierto.

—Hermano husihuilke —dijo Molitzmós, de los Señores del sol—. ¿Podrías explicarnos con mayor claridad cuál fue la visión del que tú llamas Kupuka?

—Lo intentaré, pero no será muy diferente a lo que ya he dicho. Kupuka recibió tales visiones de los extranjeros que pudo asegurar que ese día y en ese momento, sus naves zarpaban hacia las Tierras Fértiles.

—Varios indicios coinciden en ese punto —intervino Zabralkán—. También nosotros nos quedamos dormidos bajo el sol de ese mismo mediodía y soñamos que un camino se abría paso a través del mar.

—Ésta es información valiosa —volvió a decir Molitzmós. Su voz era agradable—. Pero ¿mencionó Kupuka algo respecto a la índole de los visítantes?

—Nada, en absoluto.

—Dijiste que se marchó de prisa —insistió Molitzmós—. ¿Conoces lo que Kupuka pensaba hacer?

—Él no me lo dijo y, a decir verdad, no es seguro que tuviera que ver con los acontecimientos que nos reúnen —Dulkancellin estaba aprendiendo—. Lo cierto es que se dirigía al sur, el resto son presunciones.

—Me llaman Elek. Pertenezco a la Estirpe que desciende de los bóreos, y quisiera contarles algo que ha estado ocurriendo entre los míos. Comenzó tiempo antes de que el mensajero llegara a buscarme. Al principio, eran como los dedos de una mano. Pero, rápidamente, otros se sumaron al nuevo hábito de permanecer mirando el Yentru durante días enteros.

—¿Contemplar el mar no es, acaso, una antigua tradición de tu pueblo?

—No de esa forma —la pregunta de Nakín había sido amable, y también lo fue la respuesta—. Estamos atados al mar; nuestra vida se rige por sus ciclos. Es improbable que transcurra un día sin que nos acerquemos a las orillas del Yentru. Ése es nuestro habitual lugar de reflexión y de descanso; vamos al Yentru por alimento y por respuestas. Sin embargo, esto que les digo es diferente. Un extraño fenómeno impulsa a los míos a permanecer estáticos de cara al Yentru, sin comer ni beber hasta que las fuerzas los abandonan. Yo mismo los he visto caer mirando el horizonte. Algunos lloran, otros sonríen. Todos ellos esperan. Y cuando se les pregunta a quién, sólo balbucean «Vienen los Padres». Esto ocurría entre la Estirpe cuando recibí la orden de viajar a la Comarca Aislada. Y es posible que aún esté ocurriendo.

—Lo que dices parece un buen augurio —dijo la mujer—. Si la Estirpe llama «Padres» a los extranjeros, entonces…

—No es bueno apresurarse —dijo Molitzmós—. ¡Que un buen augurio no nos haga olvidar a los otros…!

Por alguna causa, Dulkancellin no esperaba que el representante de los Señores del Sol hiciera ese comentario; y mucho le agradó escucharlo porque era su mismo pensamiento. Aprobó a Molitzmós con un gesto. Y fue correspondido con una mirada agradecida.

—Donde vivo no supe nada —Illáncheñe hablaba con dificultad la Lengua Natural—. No vi nada, y los otros no vieron.

Hacía tiempo que el uso de la Lengua Natural se perdía entre los Pastores. La práctica de transmitirla de padres a hijos, que era un firme deber para el resto de los pueblos de las Tierras Fértiles, se observaba poco y mal en las tribus del desierto.

—Recordamos que Illáncheñe partió de su tierra antes de la llegada del ejército de los lulus —reflexionó Zabralkán. Y como un prolongado silencio indicó que los primeros comentarios se habían agotado, el Astrónomo retomó la palabra: Hemos aguardado todo lo posible por una revelación inequívoca. Ya ven que no tenemos sino señales opacas y contrapuestas. Quienes sean los que vienen, ya han zarpado. Y a nosotros se nos acaba el plazo. Estamos obligados a decidir nuestras acciones sin poseer certezas acerca de los extranjeros. Sólo nos resta poner todas nuestras virtudes en estas jornadas, y admitir que, aún así, mucho tendremos de ciegos y mucho de niños.

—Dime si he entendido bien —pidió Molitzmós—. Este concilio debe diseñar un plan y ponerlo en funcionamiento. Eso era sabido por todos nosotros. Lo nuevo es que debemos hacerlo renunciando a la idea de conocer la identidad de los que vienen y sus verdaderos propósitos. ¿Es como lo digo?

Zabralkán asintió. Luego, él y Bor se alternaron en una larga y poco auspiciosa intervención, que dejó a los presentes sumidos en oscuras cavilaciones.

«No hay revelación, entonces no hay conocimiento perfecto», dijeron los Astrónomos. Los muchos y dudosos indicios no hacían otra cosa que crear confusión. Y nadie, ni la mismísima Magia, era capaz de una respuesta. «El cielo y sus astros no se manifiestan», dijeron los Astrónomos. En lo vivido y recordado, muy pocas veces había sucedido algo similar. Sucedía ahora, cuando un error se llevaría consigo toda esperanza.

—Esperanzas teníamos de recibirlos a ustedes con el nombre de los extranjeros —dijo Zabralkán—, pero no pudo ser. Algo más quisiéramos decir antes de escucharlos: aún cuando tuviésemos por evidente que es el ejército de Misáianes el que se acerca a las Tierras Fértiles, aunque lo tuviésemos por evidente, la decisión sería ardua. ¿Cómo enfrentar el poder del Odio Eterno? No existen fuerzas que parezcan suficientes, ni estrategias que no acarreen innumerables desdichas. Siendo así, ¡cuánto más difícil será decidir en la ignorancia de la verdad! ¿Los bóreos o Misáianes? Procuremos que nuestra decisión tenga patas de venado para que pueda saltar de un lado a otro, ocasionando el menor daño.

De repente, como si hubiesen terminado de comprender, todos se empeñaron en tomar la palabra. Estaban ansiosos de decir lo suyo. Y en varias ocasiones, Zabralkán debió intervenir para apaciguar el desorden.

—¿Cuánto tiempo transcurrirá entre la aparición de las naves en el horizonte, y su arribo a las costas? —preguntó Nakín.

—No serán dos soles —respondió Zabralkán—. Pero, si entendemos a lo que te refieres, debemos desatender cualquier insignia que traigan las naves, o cualquier mensaje que nos envíen. ¿Cómo podríamos confiar en ellos sin saber quiénes son, en verdad?

—¿Es posible que no haya mejor alternativa que un ataque sorpresivo? —preguntó Bor.

—Sorprenderlos con un ataque, sin darles la posibilidad de darse a conocer, podría significar la injusta muerte de los bóreos —dijo Elek.

—La muerte de los bóreos nos pesará en todas las formas posibles —dijo Nakín de los Búhos—. ¿Acaso no regresarían por revancha? Derramemos sangre de los bóreos, y luego derramaremos la nuestra.

—¿Y qué ocurrirá si es el ejército de Misáianes el que nos sorprende? —dijo Dulkancellin.

—El husihuilke se ha adelantado a mis palabras —intervino Molitzmós—. Si debemos elegir entre la devastación total y un error, por grave que éste sea, yo elijo el error. Yo elijo la guerra.

—¿Será posible derrotar a Misáianes con lanzas y flechas? —preguntó Nakín.

—Buena pregunta, bella de los Búhos —volvió a decir Molitzmós—. Hablamos de una guerra contra Misáianes, y la imaginamos como las guerras que conocemos ¡Cuidado! No olvidemos que esto es más que arrojar lanzas y pelear hasta la última gota de sangre.

—Pelearemos hasta la última gota de sangre, eso fue lo que los Padres afirmaron —dijo Elek—. Y lo mismo nos encomendaron a nosotros.

—Si es Misáianes el que viene, significa que tus Padres fueron derrotados —le respondió Molitzmós, Señor del Sol—. ¿Caminaremos nosotros sobre los pasos que llevaron a los bóreos a su extinción?

—Hemos llegado al lugar difícil —dijo Zabralkán—, y nos satisface que haya sido pronto. Todos comprendemos que la guerra es la única respuesta que las Tierras Fértiles darían a Misáianes. Pero es posible que, cuando decimos guerra, no todos pensemos en lo mismo.

Los ánimos comenzaban a exaltarse. Los modos y las palabras perdieron la templanza, y los representantes se separaron en posiciones enfrentadas.

—¿Recuerdan lo que dicen los códices? Dicen: Misáianes habla parecido a la verdad…

—Eso significa que hasta el final pueden parecerse a los bóreos —advirtió Molitzmós.

—También dicen los códices: Vendrán a devastar este continente, porque tal es su designio…

—Eso no nos autoriza a derramar sangre de los Padres —advirtió Elek.

—También dicen que, en los principios, Misáianes intentará seducir a los poderosos y a los fuertes…

—Para eso disfrazará su verdadero propósito. Y tendrá elegidos… Elegidos que serán encumbrados…

—Elegidos que podrían estar aquí mismo —dijo Molitzmós.

—Elegidos que, un día, él mismo destruirá —afirmó Zabralkán.

—«Ni una sola flor, ni un solo pájaro cantando…»

—Misáianes necesita tener ojos y oídos en cada rincón del mundo. Ojos y oídos que le permitan señorear por siempre. Vasta es la tierra, y sinuosa; vastos son los mares y los vientos. Misáianes sabe que la Vida buscará cualquier escondrijo: una brizna sin segar o una cría resguardada donde permanecer y recomenzar.

—¡Entonces confiaremos en lo que una brizna de pasto pueda hacer!

—¡No he dicho eso!

—¡Entonces los dejaremos aniquilar el sol, y luego encenderemos una fogata bajo las piedras!

—¡No he dicho eso!

El día avanzaba. Los habitantes de Beleram se ocupaban en sus tareas habituales sin imaginar lo que ocurría, a la par de sus quehaceres, en una sala de la Casa de las Estrellas. Allí, desde el amanecer, estaban reunidos los siete que cargaban con el peso de una enorme decisión y que, hasta ese momento, apenas si podían escucharse.

Las diferencias entre ellos parecían irreconciliables, el desconcierto crecía, y la cólera entintaba las preguntas y las respuestas. Zabralkán los miraba con serenidad, como si hubiese sabido que aquello iba a ocurrir, y esperase el final de la tormenta.

Y en realidad, de tan duro pero honrado desacuerdo no podía sino aparecer el camino del entendimiento. Las primeras coincidencias eran vagas. Fácilmente perdían pie cuando alguno de ellos trataba de precisarlas. Las posiciones se acercaban, y enseguida volvían a alejarse. Sin embargo, cada alejamiento era más cauto que el anterior.

Fue entonces cuando Illáncheñe pidió la palabra. Se lo indicó a Zabralkán con un casi imperceptible gesto de su mano. El Supremo Astrónomo, deseoso de escuchar lo que el Pastor tenía para decirles, le otorgó de inmediato la posibilidad que le estaba pidiendo. El joven representante de los Pastores estaba sentado sobre la estera a la usanza de los hombres de su pueblo: las piernas juntas y encogidas, el pecho volcado contra las rodillas y las palmas apoyadas en el suelo. Se demoraba en hablar, sin duda porque debía buscar algún modo de hacerlo con su corto conocimiento de la Lengua Natural.

—Todos dicen de los bóreos… Dicen que han dicho y que han ordenado… Pero Illáncheñe les pregunta a todos por qué creen y obedecen. Y nadie piensa si los bóreos quisieron mentir y mintieron de las cosas que pasaban en la tierra de ellos.

El silencio que siguió se oyó cansado. El comentario de Illáncheñe los obligó a desandar lo recorrido. Y los dejó, de nuevo, en el comienzo de la jornada, agobiados por la sensación de que era necesario volver a empezar.

Cada uno de los representantes repitió para sí la pregunta que el Pastor había hecho. Cada uno pensando que, sin duda, semejante pregunta tendría una respuesta terminante. No importaba si ellos no podían expresarla claramente. Alguien podría hacerlo. Zabralkán lo haría…