El día que zarparon las naves

Los llamellos caminaron por el desierto, casi sin detenerse, durante todo un día. Había sido necesario elegir entre la dudosa seguridad que les ofrecía la orilla del mar, y la posibilidad de hallar agua y comida en zonas un poco alejadas de la costa, donde algún verdor prometía sustento. Pero también donde los Pastores eran amos. Por fin, los hombres eligieron adentrarse un poco en el territorio, aún contando con el riesgo de los Pastores. Así fue como a la luz de la siguiente madrugada, estaban dentro de unos matorrales hurgando la vegetación quebradiza en busca de equipaje. Cuando salieron de allí cargaban tesoros: dos vástagos de un gran cactus, que limpios de espinas y deshollados de su carne se transformarían en cuencos. Dos estacas apropiadas para despuntarlas. Una vara de caña para sustituir la cerbatana de Cucub, y algunas piedras aprovechables como herramientas. A pesar de que todavía no había señales de persecución, envolvieron todo con las ropas que el zitzahay se había quitado, treparon al lomo de los animales y continuaron andando.

Les sobraban las ganas de alejarse. Y, sin embargo, cada vez más a menudo debían detenerse. El encendimiento del aire al mediodía, el frío de la noche y el cansancio de los llamellos eran motivos que los demoraban. Pero la sed, el esfuerzo por saciarla y la certeza de volver a sentirla, era el peor maltrato que sufrían cuerpos y almas.

Cuatro para beber. Cuatro, si querían mantener el beneficio de andar montados. Cuatro que habían partido sin agua. Hasta ese momento, sólo habían hallado una surgiente a no mucha distancia del campamento, donde los llamellos habían hecho acopio para algunos días. Después, solamente el agua de los cactus para los hombres. Pero los hombres, al cabo de andar y andar, desearon beber a sorbos. Estaban fatigados y tenían los músculos enfermos, tenían los labios amargos y los ojos ardidos. Para cuando el paisaje comenzó a ondular frente a ellos, los hombres dejaron que la sangre se les aletargara y se encomendaron a la resistencia de los animales.

Amanecía. Un viento seco y helado los acurrucaba contra los grandes vientres de los llamellos en espera de un dormir que no llegaba, o llegaba mal. Por eso fue que cuando Cucub habló, Dulkancellin pensó que el zitzahay estaba repartido entre el desvelo y la pesadilla.

—¡Es ella! ¡Es ella!

Un águila voló en círculos sobre las efusiones de Cucub, súbitamente puesto de pie, y se alejó sin descender.

—Quédate tranquilo porque volverá —afirmó Cucub. Y para demostrar que él mismo lo estaba, volvió a sentarse.

Dulkancellin recordó el relato de Cucub sobre su viaje hacia Paso de los Remolinos, repetido de agradecimientos a un águila bienhechora.

—¿Estás seguro de que se trata del mismo pájaro? —preguntó.

—Lo estoy, hermano, igual que de mi nombre. Sigamos viaje, y verás que muy pronto el águila nos traerá alivio.

Tal como lo dijo, así sucedió. Primero fueron las mismas hojas sustanciosas que Cucub ya conocía. Luego, apenas resultó posible, el águila los condujo hasta las hoyas de agua que el desierto reservaba para sus hijos. Y les marcó direcciones zigzagueantes que los mantuvieron alejados de los Pastores.

Por las noches distinguían puntos de fuego que los hacían pensar que sus perseguidores andaban cerca, y esperando quién sabe qué para acorralarlos. Pero los días pasaban, y nada ocurría.

—Estamos acercándonos al final de esta tierra entristecida —dijo Cucub.

Las constantes dificultades que debieron afrontar, con el único fin de sobrevivir y avanzar lentamente hacia el norte, los distrajeron de las causas últimas de aquel viaje. Las urgencias hicieron a un lado los recuerdos. Y de pronto, el comentario del zitzahay los trajo todos consigo. Fue un cántaro derramado hasta el fondo que les devolvió la memoria. Andaban perseguidos por el desierto, con rumbo a la Casa de las Estrellas. Eran dos que jamás se hubieran conocido de no sobrevenir el cumplimiento de la profecía. «Las naves volverán por el Yentru. En ellas navegaremos nosotros, o los ejércitos de Misáianes. La perduración o el acabamiento para todo lo que vive sobre la tierra». Y aquel antiguo anuncio de los bóreos, que sólo unos pocos no olvidaron, los guiaba ahora hacia un mismo destino.

Aquella mañana, el águila llegó temprano. Venía del lado del mar y en cuanto divisó a los dos hombres, comenzó a ir y venir sobre su camino indicándoles que también ellos debían desviarse hacia la costa. Cucub y Dulkancellin dudaron. El límite del desierto estaba allí nomás. No había ningún indicio de los Pastores: ni sombras ni fuegos. Aquel nuevo desvío les parecía una demora innecesaria. Pero tanto insistió el águila y los encimó con su vuelo que, finalmente, la siguieron. Cada paso que daban, y no era hacia el norte, los cansaba dos veces. Hasta Cucub iba mascullando protestas contra la ocurrencia de su buena amiga. Pero, como otras tantas veces le había sucedido, tuvo que morderse la lengua masculladora porque tras una elevación, de las muchas que arrugaban esa zona del desierto, apareció Kupuka. Habrá sido por la contundencia de colores de su ropa entre los pardos del desierto que a los hombres les pareció una alucinación de consuelo. Cerraron los ojos y volvieron a abrirlos. El Brujo de la Tierra seguía en su sitio, apurándolos con el gesto.

Ya a su lado le vieron el cansancio en el rostro. Kupuka venía de lejos, de largos andares y difíciles ocupaciones. Era evidente que alcanzarlos debió costarle mucho esfuerzo. Kupuka era un amigo en medio de la soledad y la extrañeza. Y con ese corazón lo saludaron.

—¿Cómo lograste llegar? —le preguntó Dulkancellin.

—Siempre hay maneras.

El Brujo sonrió a sus pies mojados, y los hombres pensaron en las mujerespeces. Pero nada supieron entonces, ni nunca, porque Kupuka cambió de tema para siempre:

—Algo conoce el águila y me lo ha dicho. ¿Qué tienen ustedes para decirme?

Mucho. Desde Kume y la pluma de Kúkul hasta la huida del campamento era largo de contar. Los tres se sentaron junto a un risco de sombra menguante hacia el mediodía. Como había tanto que decir, los hombres se repartieron el relato: un poco Cucub, Dulkancellin un poco menos. Mientras contaban, pasaba de mano en mano un odre que Kupuka había traído consigo, lleno de un agua de salud que empezaba agridulce y dejaba en la boca un gusto a sal. A medida que avanzaban en el relato el Brujo de la Tierra se ensombrecía, se apretaba de pensares. Escuchó todo lo que los hombres tenían para decirle y como el relato era largo, los tres terminaron ceñidos contra el risco para aprovechar la última sombra.

Kupuka comenzó a dibujar sobre la arena. Cucub y Dulkancellin lo vieron enardecerse con cada línea que trazaba; lo vieron deshacer todo lo hecho y volver a comenzar, variando levemente la ubicación de sus figuras. Kupuka dibujaba círculos grandes y pequeños, estrellas, triángulos, espirales que luego unía con líneas ondulantes o quebradas. Iba y venía. Se alejaba unos pasos y volvía a dibujar con dedos intranquilos, repitiendo pedazos de palabras y respondiéndose, a medias, lo que no terminaba de preguntarse. Era sorprendente ver semejante exasperación bajo un sol que, escasamente, dejaba ánimo para vivir. Cuando el Brujo de la Tierra comenzó a danzar alrededor de las figuras, los hombres supieron que los dibujos en la arena eran pensamientos errantes; y que Kupuka estaba atravesando la región de las visiones para darles a esos pensamientos el orden de la sabiduría. Chorreando sudor, Kupuka regresó a su trabajo y lo borró con determinación. El nuevo intento fue diferente. La mano tenía conocimiento; y allí donde ubicaba una figura, la dejaba. El Brujo de la Tierra se quedó inmóvil observando el resultado de su trance, y lloviendo gotas de su propio sudor sobre las conjeturas que había dibujado. Primero se durmió. Después se recostó en la arena.

—Quién sabe cuánto dormirá ahora —dijo Cucub, pensando en un modo de protegerlo del sol—. Tal vez entre los dos logremos subirlo a lomo de un llamello, y conducirlo hasta aquella vegetación que por esmirriada que sea y poca cosa su sombra, nos dará alivio.

Dulkancellin acercó uno de los llamellos. Pero antes de que alcanzaran a tocarlo, Kupuka despertó tan lleno de vigor como si hubiese dormido un día entero a la sombra de un arbusto aromático. Se levantó con agilidad. Con más agilidad aún, montó al animal que tenía junto a sí.

—Vamos, Cucub, monta conmigo. Iremos hasta aquella vegetación que, por esmirriada que sea y poca cosa su sombra, nos dará alivio.

—¿Todos los Brujos de la Tierra tienen tu mismo extraño dormir? —preguntó Cucub.

—¿Todos los zitzahay tienen tu mismo extraño hablar? —respondió Kupuka.

Dulkancellin sonrió con satisfacción. Se alegraba de que Cucub tuviera un contrincante a la medida de su lengua.

No bien llegaron al reparo que buscaban y desmontaron, Kupuka los llamó a su lado. Su expresión había vuelto a opacarse. Les habló de prisa y en voz baja. Parecía creer que alguien, en aquellas soledades, podía estar escuchando.

—Lo que ustedes me contaron, más cada una de las cosas que han venido ocurriendo, más las noticias que me han llegado en este tiempo; todo esto, finalmente, se ha conjugado en mi espíritu. Hoy, los hechos han revelado su sentido. Es revelación de la tierra, venerable como ninguna otra, que me mostró sin turbiedades lo que debo hacer. Ahora me marcho. Seguirán ustedes su camino, y harán lo que se les ha ordenado. Yo, mientras conserve fuerzas, cumpliré con mi parte.

—Vuelves a marcharte sin dar explicaciones —dijo el guerrero.

—Mis explicaciones, en este momento, no serían sino piedras en tus sandalias.

El primer vestigio de lo que se avecinaba fue un oscurecimiento fugaz, el mismo que hubiese ocasionado una nube pasajera. Sin embargo, por donde los ojos miraran, el cielo estaba limpio. Kupuka, Cucub y Dulkancellin se quedaron aguardando. Sabían que aquello era sólo el principio de algo que venía detrás… Y lo que venía no se hizo esperar demasiado.

El sol, oprimido por un anillo de oscuridad, se fue empequeñeciendo hasta transformarse en un agujero blanquecino que no pudo hacer nada contra la penumbra. Un atardecer macilento había ocupado, de repente, el lugar del mediodía.

Los llamellos comenzaron a caminar de un lado a otro sin sentido aparente. De tanto en tanto coceaban o agachaban sus cabezas para restregarlas contra la arena. Se los veía abrumados por su propia corpulencia. O así parecía, porque alzaban la mirada al cielo como deseando ser pájaros, livianos y ligeros para escapar de allí.

En medio del día apagado se escuchó un llanto. No lo arrastraba el viento, ni siquiera venía de alguna parte. Ni crecía, ni se acallaba. Era un llorar afónico, y sonó tan antiguo y cansado que el Brujo y los dos hombres lo escucharon con la sangre detenida, pensando que oían el llanto del mundo.

Y mientras así estaban, embrutecidos por el sortilegio tanto como los llamellos, una sombra difícil de entender apareció a lo lejos. Al principio, vieron sólo una mancha indistinta y creciente que adelantaba a ras del suelo, lo mismo que si un manto oscuro fuera extendiéndose sobre la arena. La mancha se acercaba desde el sur, en dirección a ellos, y lo hacía con mucha rapidez. Cuando estuvo suficientemente cerca para que la vista pudiera distinguir, la mancha perdió su apariencia de sombra y descubrió su verdadera índole: eran cientos, cientos de cientos, una vastedad de alimañas avanzando. Cucub quiso escapar, pero Kupuka lo tomó de un brazo y lo obligó a detenerse. No había tiempo ni manera de hacerlo. Las alimañas los alcanzarían, de todos modos, si era eso lo que querían hacer.

—Quédate quieto, Cucub —dijo el Brujo de la Tierra—. Esto no está sucediendo por nosotros.

Kupuka comprendió que aquel éxodo llevaba un destino mucho más imperioso que tres hombres y dos llamellos. Atrajo hacia sí al zitzahay aterrorizado, y lo sostuvo muy fuerte, con el rostro apretado contra su pecho. El hervidero seguía acercándose. Una acumulación de patas velludas, un choque de tentáculos, cueros apergaminados que se superponían a pieles aceitosas, arañas arracimadas, y lagartos arrastrándose sobre una morbidez de caparazones. Sin importar lo que el Brujo creyera, Cucub ya se sentía morir por ponzoña. Kupuka los miraba venir salmodiando un conjuro incomprensible que repetía una y otra vez.

Pero tal como Kupuka lo creía, la multitud de pequeñas bestias pasó cerca de ellos sin distraerse de su avance. Era otra cosa, era una remota invocación la que las llevaba encandiladas rumbo al norte.

Mientras se alejaban volvieron a simular un manto, después una sombra y, por último, una línea negra que se fue. Recién entonces el llanto se desvaneció. Y el sol todopoderoso regresó al mediodía.

Cucub habló antes que ninguno; estaba avergonzado de su reacción y trató de disculparse.

—Creo que deberé ir al mar. Necesito bañarme —balbuceó señalando su ropa, mojada hasta los tobillos.

—Luego podrás hacerlo —respondió Kupuka. Y agregó: No sientas vergüenza. Piensa qué le sucedería a Dulkancellin si en vez de un arma tuviese una flauta, y uno de tus mejores públicos en vez de sus peores adversarios.

¡Esas sí que eran palabras justas! El zitzahay pensó que nunca, en toda su vida, las había oído más sabias, y respiró aliviado. Dulkancellin prefirió callar.

—Esto que hemos visto suceder —dijo Kupuka, cambiando el sentido de sus pensamientos— ha sido la confirmación de que las visiones que recibí mostraban lo cierto. Hoy mismo, los extranjeros se han puesto a navegar. A partir de ahora, cada instante los acerca a nosotros.

El Brujo de la Tierra tenía urgencia por marcharse, y no la disimulaba. —¡Vamos, vamos! Tenemos que seguir, ustedes al norte y yo al sur —hurgaba en su morral, y seguía hablando—. Lamento decirles que me llevaré algo que les ha resultado valioso. El águila regresará conmigo. Hay una tarea que debo encomendarle porque ella la realizará mejor de lo que yo podría hacerlo. Eso, si es que todavía… ¡Como sea! Ella ya no podrá ayudarlos. Y yo tampoco —finalmente encontró lo que buscaba—. A cambio, les dejo este nervio de venado. ¡Tómalo, Dulkancellin! Con él, y la madera apropiada, volverás a tener un arco. Tú, Cucub, conserva este odre. Un sorbo de este brebaje repara tanto como muchos sorbos de agua.

Dulkancellin y Cucub sabían que era inútil preguntarle cómo viajaría. Los tres se encaminaron hacia donde estaban los llamellos. Los animales habían recuperado su habitual sosiego y dormitaban, echados sobre sus patas. Cuando terminaron de despertar, tenían sus jinetes a cuesta y un camino por delante.

—Supongo que los Pastores no aparecerán —dijo Kupuka—. Pero si lo hicieran, tomen rápidamente al noreste hasta que encuentren unas enormes extensiones de sal. No se adentren en ellas con los animales; abandonen a los llamellos y continúen a pie. Pueden estar seguros de que los Pastores detendrán la persecución a orillas del salitral. Los llamellos no pueden caminar por allí sin que sus cascos se agrieten, ocasionándoles dolores que les impiden andar.

—Pues, sencillamente, también ellos dejarán sus animales y…

—No, Cucub —lo interrumpió el Brujo de la Tierra—. Jamás los Pastores seguirían adelante sin sus animales. Nunca lo harían, estando tan lejos del campamento. Si algo se proponen no es darles alcance. De ser así, no tengas dudas de que ya lo hubieran conseguido.

—En caso de que debamos internarnos en el salitral, alcanzaremos la costa muy lejos de donde el zitzahay lo hizo —dijo Dulkancellin—. ¿Qué sucederá entonces?

—No importa a qué punto de la costa arriben. Igual que lo hicieron con el zitzahay, las mujerespeces les llevarán una embarcación para que naveguen de costa a costa la bahía de la mansa Lalafke.

—¡Cuando lleguemos a la otra orilla todo será sencillo y agradable! —exclamó Cucub—. Estaremos en mi Comarca Aislada.

—No estés tan seguro, hermano mío —Kupuka le palmeó la espalda—. Las tierras están cambiando. En estos días, hasta la propia casa se nos hará ajena.

La conversación había terminado. Dulkancellin no quería volver a decir adiós, por eso fue el primero que giró para marcharse.

—¡Espera un momento! —lo detuvo Cucub—. Recuerda que debemos ir al mar.

—Recuerdo que debes ir al mar —corrigió el guerrero.

Kupuka se quedó solo, mirándolos alejarse. De lleno hacia el este, tal como guiaban a los llamellos, no demorarían en encontrar las aguas grandes del Lalafke. El Brujo de la Tierra se protegió los ojos para verlos mejor. ¡Qué frágil se veía Cucub al lado del guerrero!, ¡y qué exagerado en sus movimientos!

—Escúchame, Dulkancellin —iba diciendo Cucub, y gesticulaba sin ninguna medida—. Piensa bien en este asunto, en esto que tú sabes que me obliga a ir al mar. Quiero decir, piénsalo como yo lo pienso. O mejor, como Kupuka lo pensó; y consiguió que yo lo pensara. Piensa en lo que te digo… Digo que pienses.