Cucub caminaba adelante de Dulkancellin, con los hombres del desierto azuzándolo para que anduviera más rápido.
Los Pastores que descansaban a la sombra de sus tiendas se asombraron de ver llegar a dos extranjeros flanqueados por la ronda de vigilancia, y corrieron a encontrarlos. Ni Cucub ni Dulkancellin pudieron entender lo que unos preguntaban y otros respondían porque los Pastores estaban hablando en su propia lengua. Supusieron, sin embargo, que lo natural sería que estuvieran conduciéndolos ante el jefe del campamento. Y no se equivocaron.
El grupo detuvo su marcha frente a una tienda, en todo similar al resto de las tiendas del campamento. Dos Pastores con alguna categoría de mando, a juzgar por las maneras, ingresaron al lugar y no salieron de allí sino hasta varias horas después. Para entonces anochecía en el desierto, y la espera continuaba a la luz de las primeras fogatas. Cucub se sostenía la cabeza con ambas manos, abatido por el resultado de lo que consideraba una desobediencia a las órdenes recibidas. El guerrero, fiel a su costumbre de ocuparse del momento presente, escudriñaba el terreno con ojos de prisionero.
De pronto la tienda se abrió. Uno de los dos hombres que había entrado asomó medio cuerpo y gritó una orden.
De inmediato, los extranjeros fueron empujados al interior de aquella morada trashumante, en la cual Dulkancellin no cabía erguido. Tal vez por eso o tal vez porque así lo establecía la usanza, el que parecía jefe de aquel campamento les indicó que se sentaran sobre una estera. Él, por su parte, permaneció sentado sobre unos grandes fardos de piel de llamello. En ese sitial, todo su cuerpo cubierto con un manto, aparentaba un porte que hubiese perdido puesto de pie.
«Los lulus pasaron por aquí a trasmitirnos temores que tenían. Ahora, mis hombres me dicen que los han hallado muertos. Y que tú, extranjero, revolvías los cadáveres. Los lulus fueron huéspedes de nosotros. Ahora están muertos en una hondonada… ¿Quiénes son ustedes, y qué saben de estas muertes?» El jefe de los Pastores habló una deslucida Lengua Natural, viciada con los sonidos ásperos de su propia lengua.
Era seguro que aquel hombre había sido enterado por el lulu del concilio que iba a realizarse en Beleram, y también del presagio de la Piedra Alba. También era seguro que, de no mediar un sinceramiento absoluto, Cucub y Dulkancellin no podrían llegar a tiempo a la Casa de las Estrellas. Pero ¿y la orden de conservar en secreto la verdadera causa del viaje? ¿No fue una de las recomendaciones más severas que recibieron?
Cucub y Dulkancellin cruzaron una mirada. El secreto ya estaba herido de muerte. Ellos, en cambio, aún podían llegar adonde debían. El zitzahay, diestro en la palabra, dio a conocer sus identidades y su destino.
—También nosotros hablamos con los lulus —así estaba terminando Cucub su larga explicación—. Fue en el bosque, dos días antes de llegar al Pantanoso. Luego, el olor de la muerte nos llevó hasta la hondonada donde los hallamos. Por lo demás, mi compañero no estaba revolviendo cadáveres.
Él buscaba la… —repentinamente, Cucub deseó no mencionar la Piedra Alba—. Él buscaba la causa de la muerte de los lulus. ¡Y bien! Parece que alguien anda por estos desiertos. Alguien, además de ustedes y nosotros.
Desafortunadamente, la revelación no dio el resultado que Cucub y Dulkancellin esperaban. La respuesta que recibieron sonó amable, pero no fue la que los viajeros hubiesen querido escuchar.
«Creo en lo que te escucho, extranjero de la Comarca Aislada. Creo que es verdad lo que dices de conducir este hombre hacia la Casa de las Estrellas, por orden de los Astrónomos. Yo lo creo… Se los hago saber que es nuestro Mayoral quien debe creerlo. El Mayoral decide si ustedes continúan el viaje. Sabemos que viene en camino, y esperamos para pronto que llegue. Les digo que, entre tanto, los retendremos con nosotros».
—¡Comprende, por favor! Tenemos urgencia. Ya llevamos atraso y muchos nos esperan. ¡Permítenos continuar!
La vehemencia de Cucub no modificó las cosas.
«No será. Pero estén tranquilos, el Mayoral no tarda mucho. Yo me comprometo a decir por ustedes. Cuando el Mayoral diga, les damos llamellos para que atraviesen el desierto».
Después, el jefe se dirigió a los dos Pastores presentes en su lengua nativa. Enseguida, y como muestra de consideración, explicó lo que acababa de decir.
«Yo les ordeno a estos hombres que rastreen. Yo les mando a buscar para saber qué les sucedió a los lulus».
Dulkancellin comprendió que, de momento, no convenía insistir. Se conformó con pedir por los muertos, a los que les debía un viejo favor.
—Te ruego que ordenes, también, una buena sepultura —dijo el guerrero.
El Pastor se recostó de lado sobre los fardos. El silencio conque le puso fin a la conversación pudo ser de asentimiento.
—Llevo ese silencio como un mal recuerdo —dijo Cucub.
—Ese silencio… —tampoco Dulkancellin podía olvidarlo.
Ambos hablaban para sí mismos. Estaban encerrados en una antigua construcción que servía de granero, de establo en época de parición del rebaño, y de resguardo contra las tormentas de arena. El lugar tenía olor a humedad y a estiércol. Y la única luz entraba por una pequeña abertura, cercana al techo.
—Llevamos aquí demasiado tiempo —dijo Dulkancellin.
—Cuatro soles. Y el que allá afuera comienza a iluminar, será el quinto —respondió Cucub.
El guerrero iba y venía entre los objetos desperdigados por el piso.
—Anoche volví a soñar con los lulus —recordó Dulkancellin—. Al principio todo fue igual. Aparecieron en mi sueño como aparecieron ante nosotros en el fondo del barranco. Bajé la cuesta… Y antes de tocarlos, desperté sobresaltado. Pero esta vez, los lulus se quedaron esperando a que volviese a dormirme, y regresaron a mis sueños —el guerrero recordó que no estaba solo—. ¡Escucha, Cucub! Esos lulus no tenían más heridas que las ocasionadas por los pájaros. La muerte no les llegó de afuera. Les vino desde adentro, y con mucho dolor. Algún fuerte veneno debe ser la explicación de esto.
—Has repetido lo mismo incontables veces en estos días —se quejó Cucub—. ¿No podrías agregar algo nuevo?
—Podría agregar que el segundo sueño me dejó una oscura inquietud.
Cucub comenzó a interesarse.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—Soñé a los lulus bebiendo agua de maíz. Había un tapiz de caña extendido en la arena y, a su alrededor, unos cuencos rebalsados. Los lulus parecían satisfechos. También estaban los Pastores, pero ellos no bebían… Solamente esperaban.
—¿Qué esperaban, Dulkancellin?
—Los Pastores esperaban ver morir a los lulus.
Cucub se despabiló por completo.
—Hermano guerrero, dime todo lo que estás pensando.
—Pienso que debemos salvarnos. No tenemos culpa de lo que ocurrió con los lulus. Y empiezo a temer que a nadie de por aquí le interese comprobarlo. Huiremos de este lugar. Y si la vida nos da tiempo suficiente regresaremos, un día, a conocer la verdad.
—Te suplico que hables por ti mismo —dijo Cucub—. Si logro salir vivo de este desierto jamás regresaré.
El ruido de la tranca interrumpió la conversación. Un Pastor entró con el alimento; y otro se detuvo en la entrada. Por la puerta abierta se metió un aire más apetitoso para los hombres que el trozo de carne seca y el caldo tibio de cada mañana.
—¿Ésta es la hospitalidad de los Pastores? —Cucub no esperaba respuesta a su pregunta—. Dile a tu jefe, de mi parte, que en la Comarca Aislada tratamos a los huéspedes con mejores maneras.
El Pastor depositó en el suelo las escudillas de barro y salió de allí. Nadie volvería a entrar, sino hasta la caída del sol. Cuando Cucub y Dulkancellin quedaron solos retomaron su conversación.
—El Pastor que nos trae el alimento es fácil de atacar —dijo el guerrero.
—No olvides al que espera en la puerta.
—¡Claro que no lo olvido! —se impacientó Dulkancellin—. Sólo hay que tener una excusa que lo obligue a entrar. Podré con los dos. Y entonces tú y yo nos iremos.
—Por lo que veo, no tienes en cuenta nada, salvo tu propia fuerza —dijo Cucub.
—¿Qué otra cosa podría tener en cuenta?
El zitzahay simuló buscar con la vista:
—Aquella ventana, por ejemplo.
—Si entiendo bien, estás diciendo un disparate. Ningún hombre pasaría a través de ella.
—Así es —asintió Cucub. Se dejó caer sobre el jergón, y desde allí continuó—. Ninguno que no sea el acróbata que maravilló a pueblos enteros en la Comarca Aislada.
Dulkancellin se agachó junto a él. Esperaba que el zitzahay terminara de explicarse.
—Desde el preciso instante en que entramos aquí, puse a trabajar mi ingenio. Y ya tengo un plan de escape que ofrece algunas cuantas ventajas sobre el tuyo. Si quieres conocer una: mi plan tiene la gracia de un buen artificio.
—Ya veo. ¿Y qué otra ventaja tiene? —preguntó Dulkancellin, incapaz de creer que el zitzahay hablaba en serio.
—No estaremos expuestos a una lucha desigual de dos en tu contra.
—Me atrevo a correr ese riesgo.
—¡Sabía la respuesta!
—¿Hay más ventajas?
—Nos libraremos de atravesar el campamento con los Pastores andando por ahí. Y lo mejor es que ellos no sabrán que hemos huido sino hasta varias horas después. ¿Aceptas que eso reduciría considerablemente los riesgos?
—Los riesgos no son tantos. Oímos, cada mañana, cuando los Pastores se van con sus rebaños.
—También oímos a los que permanecen en el campamento.
—Serán muy pocos.
—¡Serán muy pocos los riesgos si por una sola vez te avienes a escuchar a alguien que no seas tú y tú y tú mismo, husihuilke de Los Confines! —Cucub tomó aliento y suavizó el ímpetu—. Además, y esto sí es importante, contaremos con una noche entera para tomar ventaja en el camino.
Dulkancellin sabía que lo más difícil de la fuga no era tanto salir del campamento como lograr poner una buena distancia entre ellos y los Pastores. También sabía que era improbable que la ausencia del centinela en la puerta del granero pasara desapercibida durante mucho tiempo.
—Explícame lo que tienes pensado —pidió el guerrero. Un rato después, los detalles de la fuga estaban listos.
Los Pastores relevaban la guardia cuatro veces al día. Pero sólo dos veces abrían la puerta. A la madrugada entraba el hombre de la carne y el caldo. Al atardecer les llevaban un cántaro con leche. El campamento se animaba a esa hora del día. Los Pastores volvían de apacentar. Había olor a comida, gritería de juegos, canciones y risotadas. Escapar en medio de ese movimiento era impensable.
Ese atardecer ocurrió lo de siempre. Entró el cántaro con leche, volvieron los rebaños, la comida humeó sobre las fogatas, y los hombres jugaron y cantaron. Cucub y Dulkancellin prestaron especial atención a la rutina; y después de las últimas risas, cuando estuvieron seguros de que todo el campamento dormía, comenzaron con su tarea.
Dulkancellin se puso de cuclillas y Cucub se trepó a su espalda. Dulkancellin se puso de pie y, sobre sus hombros, se puso de pie Cucub. Las dos alturas sumadas alcanzaban el borde del tragaluz, y el zitzahay se colgó de él. Dulkancellin se retiró unos pasos, pero enseguida volvió a avanzar con los brazos extendidos. ¡Imposible pasar por ese agujero! El pequeño hombre no se sostendría, por mucho tiempo, colgado de la ventana. Seguro de que Cucub caería, Dulkancellin estaba listo para atajarlo antes de que llegara al suelo. Cucub fue elevándose, y arrastrando el pecho contra el canto de la ventana consiguió pasar la cabeza y los hombros. Dulkancellin tuvo que aceptar que, por el momento, sus brazos no eran necesarios. Cucub respiró profundo. Contaba con un espacio muy reducido y debía aprovecharle cada resquicio. Avanzó un poco. Lentamente, cuidando de girar y sostenerse, se dio vuelta. Un esfuerzo más, y logró sentarse con las piernas del lado del granero y la espalda del lado del desierto. Lo peor estaba hecho. Tensó la cuerda que llevaba atada a la muñeca y cuando la sintió segura, se dejó caer hacia atrás. La cuerda no era otra cosa que una añadidura de trozos de cinchas y correas. Había que esperar que resistiera el peso de Cucub y el roce de la pared. Dulkancellin la sostenía por uno de sus extremos. Con el otro extremo enrollado en una muñeca Cucub terminó de salir. Para alivianar el peso, el zitzahay mantuvo los pies contra la pared hasta que, al fin, pudo apoyarlos en la tierra. En el campamento había tres personas despiertas: el centinela, que bostezaba con la mirada perdida. Cucub, que aflojaba los músculos de la cara. Y, pared por medio, Dulkancellin sonriéndole a la cuerda que tenía entre las manos.
El siseo inconfundible de la víbora más temida del desierto se oyó cercano, en medio de la noche. El centinela se erizó de adentro a la piel y quiso saber de dónde venía. El siseo se volvió a oír. «Viene de allí», se susurró a sí mismo el centinela. Estaba pensando en el costado norte del granero, el que tenía una pequeña ventana. Con el machete en la mano sudorosa caminó en esa dirección, precaviendo cada paso. «También a mí me engañaría», pensó Dulkancellin. Cuando el centinela pasaba bajo la ventana, Cucub estaba afinando los labios oculto tras la pared que daba a las montañas. La víbora siseó otra vez. El centinela se apuró. La enemiga no estaba tan cerca como le había parecido. Cucub se apuró. Debía desaparecer por el costado sur, curvar la lengua en un delgado canal, y sonar como serpiente. El siseo del reptil detuvo en seco al centinela justo antes de que doblara la esquina del granero. La guerra entre la serpiente y los Pastores era una larga historia de odio, en la cual salvarse no parecía lo más importante. Si el centinela conseguía matarla sería el héroe del día siguiente. Y soñando con ese codiciado prestigio se agarró de su machete. Con cuidado, pensó Cucub. El zitzahay caminaba hacia atrás, de espaldas al oeste. El siguiente siseo llegó como burla a los oídos del Pastor. Entonces decidió que después de matarla le cortaría la cabeza, y la pondría en la entrada de su tienda. «Si tus hermanas van a visitarme sabrán lo que pasó contigo, y temerán acercarse a mi jergón». Cucub retrocedía, tanteando la pared que miraba al sur. El miedo la hacía interminable. Por fin, su mano encontró el ángulo redondeado; y su espalda, la pared oeste. Cucub aprovechó el respiro para hacer una urgente estimación del riesgo. La puerta estaba muy cerca. El centinela también lo estaba. Cucub lo oía acercarse. Sólo el sonido de la serpiente podía detenerlo por un momento, y darle al zitzahay el tiempo que empezaba a faltarle. Pero el zitzahay no podía sisear porque tenía la boca igual que una corteza de árbol. Ya estaba en la puerta, ya podía tocar la tranca. Y su boca continuaba seca. Como la serpiente no se hacía oír, el Pastor seguía avanzando. Traía la cara hacia el mar, y una sonrisa decepcionada. «Ha visto el machete, y se volvió a su nido». El centinela bajó el arma. Había decidido regresar a su puesto, frente a la puerta del granero. Cuando el centinela terminó de decidir, la serpiente encontró su saliva. Un silbido prolongado paralizó al Pastor y ocultó el ruido de la tranca. La puerta se abrió apenas para que Dulkancellin saliera. El siguiente silbido sonó tan feroz que tapó el golpe de la tranca volviendo a su sitio en la puerta. El centinela, que recién recuperaba el aire, dio un salto hacia atrás. Cucub y el guerrero desaparecieron por donde el oeste y el norte se juntaban. Y enseguida estuvieron, de nuevo bajo la ventana. Cuando el centinela volvió a su puesto después de rodear el granero tras el llamado de una enemiga inexistente, la puerta estaba cerrada. Y la tranca, bien colocada en su sitio. El centinela dejó ir la mirada, y bostezó contra la noche.
Favorecidos por un cielo nublado, el husihuilke y el zitzahay atravesaron el campamento. Algunas hogueras todavía llameaban. El ronquido de los hombres, que en el interior de sus tiendas dormían sin sospechas, era el único sonido que alteraba el silencio.
Cerca de los corrales deambulaban unos pocos llamellos en busca de pasturas.
—No vamos a desperdiciarlos —susurró Dulkancellin al oído de Cucub.
Los llamellos eran animales mansos, acostumbrados a las fatigas impuestas por el amo. Dulkancellin montó primero. Una vez a lomo de la enorme bestia lanuda, ayudó a subir a Cucub. Llamellos y hombres a cuesta subieron por el camino del norte.
Emprendieron viaje sin morrales y desarmados, porque de todo los habían despojado antes de encerrarlos en el granero. Y a causa del apuro y del riesgo, se marcharon sin reservas de agua.
—Semejante arte me hubiera proporcionado, en la Comarca Aislada, un buen puñado de semillas de oacal —Cucub seguía siendo el mismo.
—Estuvo muy bien —admitió Dulkancellin.
Cucub se llenó el pecho de aire, y lo exhaló con un bufido de suficiencia.
—Déjame recordar cómo era aquello que le dijiste a Kupuka. Y corrígeme si estoy equivocado —Cucub imitó la voz de su compañero: No voy a necesitar al hombre zitzahay en el camino.
El husihuilke taloneó al animal para que apurara la marcha.
—¡Vamos! No podemos demorarnos —dijo. Y se adelantó.