El ejército de los lulus avanzó a toda carrera. Y rápidamente dejó atrás a los hombres.
Un lulu adulto, parado en sus patas traseras, alcanzaba la cintura de un guerrero husihuilke. Erguidos, caminaban con poca destreza. Sin embargo eran capaces de dar saltos ágiles, y de correr incansablemente utilizando sus manos como apoyo. Las colas de luz, que alzadas sobrepasaban por varios palmos la cabeza de los lulus, eran látigos para sus enemigos. Allí donde marcaban el azote, la carne se abría en un surco sangrante. Y en el desconcierto del dolor, el lulu volvía al ataque. Cuando lograban enroscar su cola al cuello del oponente, el resultado no podía verse sin horror. Pelear contra un grupo de lulus enfurecidos y salir con vida no era cosa corriente, ni siquiera para los guerreros de Los Confines. Pero los lulus tenían ojos enormes, y en los ojos se les notaba el alma.
Cuando los lulus atravesaron el puente del Pantanoso, el mismo que Cucub había recorrido en dirección contraria de camino a la aldea de Dulkancellin, el cielo estaba azul y el sol calentaba la arena. A diferencia del mensajero zitzahay, los lulus no evitaron el encuentro con los Pastores. Al contrario, se esforzaron en dar con ellos. Llevaban casi un día de avance y divisaron, desierto adentro, una línea de dunas que sobresalían en altura. El lugar parecía bueno para reconocer el territorio. Y en verdad, lo fue. A la caída de la noche, el grupo de observadores que había ascendido a la cima divisó los fuegos de un campamento. Los lulus esperaron a que clareara y marcharon directo hacia él.
Unas cuantas tiendas dispuestas en semicírculo, una construcción de barro amasado que servía de granero y depósito, los corrales, un ojo de agua… Y todo alrededor, un desorden de vasijas, herramientas, montones de leña, hombres y animales. El campamento era un levantamiento provisorio del cual los Pastores partirían pronto, sin dejar más huellas que las que el viento podía borrar de un soplo.
Las criaturas de las islas fueron bien recibidas por los Pastores. El grueso del ejército esperó en las afueras del campamento. En tanto el lulu anciano fue conducido de inmediato, tal como lo solicitó, ante la presencia del jefe de aquellos hombres.
La conversación que mantuvieron no duró mucho tiempo y tuvo lugar en el interior de una tienda similar a cualquier otra del campamento. El jefe de los Pastores estaba sentado sobre unos fardos de piel de llamello. Desde ese lugar, escuchó todo lo que el lulu tenía para decirle. Poco más o menos, lo mismo que Cucub y Dulkancellin habían escuchado en la reunión del bosque. Igual que entonces, el lulu iba a enseñar la Piedra Alba como evidencia de lo dicho. Pero en esta ocasión, algo lo detuvo. Algo sin explicación precisa que lo hizo cambiar de parecer, y anunciarle al Pastor que ninguna otra cosa podía agregar a sus palabras. El Pastor supo que era el momento de responder. El lulu tuvo que esforzarse para entenderlo porque, sobre el mal uso de la Lengua Natural, tenía el acento áspero de arrear en el desierto. «No todo es novedad lo que has dicho. Días atrás, nuestro Mayoral recibió a un zitzahay que traía mensajes. El zitzahay habló de un concilio en Beleram. Le explicó las causas que lo convocaron que venía en busca de su primogénito. El zitzahay dijo que lo guiaría a la Casa de las Estrellas como representante de los Pastores. El Mayoral vio partir a su hijo junto al zitzahay. Pero quedó inquieto y con temores; y no creyó bueno ocultar los sucesos a los jefes de los campamentos. Ahora llegas tú y le das la razón. ¡Debo hallarlo pronto para que podamos actuar! Hoy mismo saldré en camino. Voy a tener que andar por los campamentos pidiendo noticias de su paradero, porque no sé dónde está ahora. Lo encontraré para comunicarle la decisión que ha tomado el pueblo de los lulus. Tú adelántate con tu ejército. Nosotros nos uniremos a ustedes en la Comarca Aislada».
El lulu de cola blanca sintió que había sido bien comprendido, y que el resultado de la conversación era un pacto de lealtad. «¡Aguarda, lulu! Diré a los míos para que tú y tu ejército sean agasajados. No tenemos mucho más que agua de maíz, pero creo que estará sabrosa. Beban, y seguirán su viaje con mejor fuerza». La sonrisa del Pastor tenía dientes oscuros y corroídos.
Los Pastores dijeron a los lulus que los llevarían hasta el lugar donde realizaban sus celebraciones. Era una planicie rodeada de dunas cubiertas de matorrales espinosos, con sólo un sendero abierto por el que los lulus descendieron con cierta dificultad. Sobre la arena, en el centro de la hondonada, los Pastores tendieron un tapiz tejido con hilo de caña tierna. Y acomodaron unos cuencos que rebalsaron con agua de maíz. El sol blanqueaba el agasajo de los Pastores.
Exhaustas de calor y camino, las criaturas de las islas sorbieron con gusto el agua de maíz ligeramente ácida. Y fresca también, porque era costumbre guardarla en vasijones sumergidos.
Los Pastores no compartieron el festín. Apostados en dos formaciones, a ambos lados de los lulus, los miraban beber. Los miraban con ansiedad. Los miraban…
Desde el encuentro en el claro del bosque, Cucub y el guerrero no volvieron a ver a los lulus.
La caminata se aligeró en los días sin lluvia, así que pronto alcanzaron el río que separaba territorios. Estaban a orillas del Pantanoso, en el límite de Los Confines, y el Brujo de la Tierra aún no se había presentado.
—Es extraño que Kupuka no haya aparecido —iba diciéndole Dulkancellin a su compañero—. Aseguró que nos encontraría antes de que abandonáramos Los Confines. Y jamás dejaría de hacerlo, salvo que tuviera una causa muy seria.
—Estoy de acuerdo contigo —respondió Cucub. Y se asombró de su respuesta más que el propio Dulkancellin.
Con el doble propósito de reponerse y esperar a Kupuka, los hombres decidieron hacer un alto a orillas del Pantanoso. Caminaron alejándose de la desembocadura y donde encontraron la corriente limpia, se bañaron largamente. Después lavaron su ropa en el río y la extendieron al sol. Junto a la ropa, asolearon todas sus pertenencias para quitarles la humedad del viaje. Era el momento de procurarse un respiro, porque cruzando el puente deberían reforzar las precauciones.
El zitzahay buscó una rama firme que despuntó en un extremo. Volvió a adentrarse en el río, hasta la altura de las rodillas, y allí se mantuvo inmóvil con el precario arpón apuntando al fondo. Dos veces lo descargó, sin ningún resultado. El tercer intento fue un gran pez. Tan grande que, adobado con hierbas y cocido sobre piedras calientes, se convirtió en una verdadera fiesta. La comida abundante les trajo sueño, así que se echaron a dormir a la sombra de un árbol. Cuando despertaron, el sol se había ido y Kupuka sin aparecer. El Brujo de la Tierra se demoraba demasiado. Los viajeros sabían que la espera no podía prolongarse. Contra su voluntad terminaron de vestirse, cargaron sus morrales y reemprendieron el camino.
Dulkancellin y Cucub cruzaron el puente del Pantanoso bajo un cielo de luna entera que reverberaba en el desierto.
Avanzaron toda la noche. Al comenzar la mañana, el viento del norte trajo malas noticias.
—Huele a muerte —dijo Dulkancellin, olfateando el aire—. El viento huele a muerte.
Volvieron a caminar, y la pestilencia se sentía más cercana.
—¡Viene desde allí! —el guerrero señaló un cordón de dunas que se elevaba al norte y un poco al este del camino que llevaban.
El hervidero de aves carroñeras y la exasperación de sus graznidos le indicaron a Dulkancellin que la mortandad era grande.
—Vamos, Cucub. Debemos ir a ver qué ha ocurrido.
El zitzahay intentó disuadir a su compañero:
—¿Qué dices? Hay que evitar a los Pastores. Para eso es urgente dirigirnos hacia la costa. Y si no me equivoco, esas dunas están en dirección opuesta. ¡Hacer lo que propones sería una desobediencia y un riesgo inadmisibles!
—Aún así, es necesario hacerlo.
—¿Necesario? —ironizó Cucub—. ¡Un llamello muerto no puede desencaminarnos!
—El olor que agria el aire no puede provenir de un llamello muerto.
—¡Muy bien! —Cucub aceptó eso—. Ponle, entonces, muchos llamellos.
—Ojalá me equivoque, pero presiento que se trata de algo más grave. De cualquier forma, si tú tienes razón sólo perderemos el tiempo que nos lleve ir hasta aquellas dunas y regresar. No están lejos. Tardaremos poco.
El husihuilke tomó rumbo a las dunas. El zitzahay lo siguió. Iba desparramando decires y conjeturas, presentimientos y sermones hasta que la fetidez lo hizo callar. A medida que se acercaban al lugar, se hacía más difícil la respiración. Un rato después, ascendían trabajosamente una cuesta de arena. Cucub no se esforzaba demasiado por alcanzar a Dulkancellin, que había ganado una buena ventaja. Y aunque ambos llevaban la nariz y la boca cubiertas con sus ropas, la protección resultaba insuficiente. Varias veces, Cucub se dobló sobre sí mismo vencido por el olor tumefacto. También Dulkancellin debió esforzarse para controlar las náuseas.
—¡Acércate, zitzahay! He hallado un sendero.
El sendero era una huella mezquina, abierta a golpes en la vegetación espinuda, que los condujo hasta la cima de las dunas. Desde esa altura, los hombres pudieron ver la planicie encerrada allá abajo. Y cuando vieron, desearon no haber llegado nunca. Diseminados en toda la explanada, y lacerados por cientos de picos, los cadáveres de un ejército de lulus se descomponían al sol.
Cucub, incapaz de soportar lo que veía, cerró la mirada. Y pensó, sencillamente, que jamás volvería a abrirla. El guerrero, quizás porque muchas veces había regresado a los campos de batalla en busca de sus muertos, se obligó a tener fortaleza.
—Quédate aquí —le dijo al zitzahay—. Voy a bajar hasta la explanada para averiguar qué causó la muerte de los lulus. Intentaré, si puedo, recuperar la Piedra Alba.
Dulkancellin bajó la cuesta de arena atropellando matorrales. Su presencia no amedrentó a los pájaros, que apenas si abandonaron la embestida, y se mantuvieron en vuelo ceñido reclamando el banquete.
El desierto estaba entrando en su mediodía. Al calor violento de esas horas, Dulkancellin buscó entre los cadáveres tratando de reconocer al lulu anciano. Algunos muertos mostraban el rostro. Otros habían caído de cara contra el suelo, o encimados en montones. El guerrero husihuilke los separaba y los giraba hacia sí, buscando al anciano de barba lacia que había visto pocos días antes. Pero los rostros eran muecas de dolor, demasiado parecidos en la muerte. Mareado y nauseoso, Dulkancellin realizó su tarea como si estuviese dentro de un sueño. Nada había conseguido todavía. Nada más que comprobar que los lulus no habían muerto peleando, cuando un ruido le hizo levantar la cabeza. Arriba, apostados en dos formaciones a ambos lados de la explanada, los Pastores tensaban sus arcos. ¡Y tenían a Cucub con ellos!