Hacia el norte

Los dos hombres partieron de Paso de los Remolinos con rumbo a Beleram, la ciudad donde Cucub vivía. Y donde la Casa de las Estrellas, elevada en su monte de piedra, congregaba a la Magia. Tales eran los puntos de partida y de llegada. Pero el camino a seguir era incierto. Los viajeros deberían inventarlo cada vez que el agua anegara los senderos habituales, los árboles caídos les bloquearan el paso, o las zonas pantanosas les exigieran pronunciados desvíos.

A eso se añadía la necesidad de buscar refugio para pasar la noche. Dulkancellin conocía muy bien los amparos que el bosque procuraba a los cazadores y a los extraviados. Y que más allá de sus voluntades, marcaron el ritmo de las primeras jornadas. Hoy, el refugio aparecía demasiado pronto, cuando aún había fuerzas para continuar avanzando. Mañana, tal vez, el refugio les quedaría lejos; y la jornada se alargaría hasta forzar el límite de la resistencia.

El día que emprendieron el camino hablaron de cosas sin importancia. Ninguno quería mencionar las causas de aquel viaje, ni vaticinar los resultados. El guerrero se mostró interesado por conocer cómo era la vida en la Comarca Aislada. Cucub respondió gustoso a todas sus preguntas, alzando la voz para hacerse oír sobre el ruido de la lluvia en el bosque. Y cuando Dulkancellin dejaba de preguntar, el zitzahay cantaba.

Al otro día, Dulkancellin no habló más que para decir lo imprescindible. Y la canción del zitzahay sonó cansada.

A partir del día tercero, se fueron llenando de irritación. Los pies entumecidos bajo el cuero embarrado de las botas, la ropa siempre húmeda y el olor pegajoso de sus cuerpos los puso de un humor intolerante. Y, seguros de que cualquier comentario sería mal interpretado, ambos prefirieron no decir palabra. Mucho tiempo después, Cucub recordó aquella caminata como un larguísimo silencio bajo la lluvia.

La misma cueva en la que Shampalwe había cortado sus últimas flores, les sirvió de amparo. Allí, y a ruego insistente del zitzahay, hicieron el primer alto en su viaje para comer. Los alimentos que cargaban no eran demasiado abundantes, aunque sí eran apropiados para ayudar a resistir los rigores del clima y el trabajoso andar. Bien racionados, serían la base de su sustento mientras la lluvia les dificultara, cuando no les impidiera, la cacería.

Cucub separó dos porciones de higos secos, y ofreció su parte a Dulkancellin. El guerrero rechazó el alimento sin siquiera mirarlo.

—No puedes dejar de comer —dijo Cucub—. Hazlo, aunque no tengas hambre.

—Luego lo haré —respondió Dulkancellin—. ¡Y no trates de imitarme! Come lo tuyo hasta chuparte lo que quede en tus dedos. Te hace más falta que a mí.

Cucub, nada propenso a imitar conductas que le ocasionaran incomodidades, se instaló cueva adentro a disfrutar de su comida. Como era el primer día de camino, y por entonces todavía cantaba, se lo pasó tarareando entre bocado y bocado.

Sentado en la boca de la cueva, Dulkancellin miraba llover sobre el Lago de las Mariposas. Sabía que, muy pronto, el lago crecería hasta el pie de los grandes montículos rocosos que lo cercaban por el oeste. Mientras que por el este se extendería en un peligroso lodazal.

El guerrero no tenía el don de la imaginación. No sabía ensoñarse en lejanías; y mucho menos, en invenciones. Pero ese mediodía oscuro, tan cerca de donde Shampalwe había cortado sus últimas flores, el guerrero vio a su esposa con más nitidez que al paisaje que lo rodeaba. Las laderas que caían al lago se cubrieron de las hierbas frescas del verano. De aquel verano en que nació Wilkilén y su madre llegó hasta allí, en cumplimiento del rito de la maternidad. Dulkancellin veía a Shampalwe danzando a orillas del lago, tal como lo ordenaba la ceremonia. La veía girar hacia un lado y luego hacia el otro: una mano en la cintura, una mano ahuecada a la altura de las sienes. «Una vueltita con pasos de perdiz», solía repetirle a Kuy-Kuyen para enseñarle el baile de las mujeres husihuilkes. Shampalwe saludó al guerrero con la sonrisa grande que le transformaba los ojos en una línea negra. Desde la cueva, su esposo devolvió el saludo con la mano en alto. Afortunadamente Cucub, entretenido en saborear los últimos higos, no estaba prestándole atención. De haberlo visto saludar a la intemperie vacía, hubiese pensado que el guerrero había contraído alguna fiebre.

—¡Cucub! —llamó el guerrero, de nuevo en su día de lluvia—. Sigamos andando. Ésta es zona de cuevas. Nos costará poco hallar, más adelante, cualquier otra donde podamos dormir.

A pesar del preciso conocimiento que Dulkancellin tenía del bosque, no podía dejar de prestar atención a sus pasos. Varias veces tuvo que detenerse a pensar cuál sería la ruta apropiada, o menos riesgosa. En esas ocasiones Cucub lo miraba como un niño a su padre. Y cuando el husihuilke volvía a caminar, el zitzahay lo seguía sin una sola duda.

Caminaron y caminaron. Numerosas jornadas transcurrieron en las que el viento, ni por un momento, dejó de sacudir el bosque. Muy alto, sobre sus cabezas, los árboles se curvaban con crujidos amenazadores. Y con frecuencia cumplían sus amenazas, despeñando enormes ramas que caían mucho más cerca de lo que Cucub hubiese deseado.

De tanto en tanto, entremezclados con el sonido de la tormenta, se escuchaban los tambores de los Brujos de la Tierra. Los hombres detenían su marcha y orientaban el oído, tratando de precisarles la ubicación.

—Parece que anunciaran nuestro paso —decía Cucub en esas ocasiones.

Pero sin importar de dónde venían, ni qué estaban diciendo, su retumbe era para los hombres una buena compañía. El husihuilke y el zitzahay se reconfortaban pensando que Kupuka no debía andar lejos. Y continuaban el viaje con el ánimo fortalecido.

Una noche, justo cuando acababan de cenar una liebre que Dulkancellin había logrado cazar, sucedió algo inesperado. No habían encontrado mejor cobijo que un tronco vacío, y en él se preparaban para descansar. Cucub, acurrucado en el fondo del agujero, ya casi dormía. Dulkancellin trataba de acomodar su cuerpo en un lugar que, para su tamaño, era demasiado mezquino. En ese trance, el guerrero vio algo que lo hizo saltar del escondrijo sin protegerse de la lluvia. El movimiento brusco despabiló al zitzahay.

—¿Qué sucede? —preguntó, asomando su cabeza greñuda por el hueco del tronco.

—¡Ven pronto! —exclamó Dulkancellin—. Apúrate para que veas esto.

Cucub tomó su propio manto y el del guerrero. Después salió.

—¿De qué se trata? —volvió a preguntar. Mientras lo hacía, echó el abrigo sobre los hombros del husihuilke.

Dulkancellin señaló hacia el lado del mar. Contra la negrura de la noche, unas líneas de luz semejantes a fuegos delgados se movían en dirección al norte.

—¡Lulus! —murmuró Dulkancellin—. Me pregunto qué los obligó a dejar sus islas para viajar bajo la lluvia.

—Eso tiene fácil respuesta —dijo Cucub—. También los lulus han sido convocados al concilio. Y, probablemente, esos que estamos viendo se dirijan hacia la Casa de las Estrellas. Sin embargo, son muchos los que se han movilizado y, hasta donde sé, no deberían ser más que nosotros.

—Y sí que lo son —dijo Dulkancellin.

—Observa que casi todos tienen colas rojizas.

—Eso significa que son jóvenes, y aptos para la guerra.

Mientras Dulkancellin y Cucub hablaban, los lulus dejaron de verse. Era seguro que habían vuelto a adentrarse en el bosque cerrado.

—Volvamos a casa —sugirió el zitzahay, refiriéndose al agujero del tronco—. Allí vamos a poder pensar mejor.

Así lo hicieron. Y pasaron gran parte de la noche buscando explicaciones a lo que habían visto. Cerca del amanecer, y sin haber hallado una respuesta provechosa, se durmieron. Despertaron entumecidos, incómodos en sus ropas impregnadas de humedad. Pensando, todavía, en la aparición de la noche anterior. Afuera del hueco encontraron lo de cada madrugada: frío y lluvia. Y sin comer bocado, porque las reservas escaseaban, retomaron la marcha.

En los días siguientes, volvieron a ver a los lulus. Siempre después del atardecer, y siempre avanzando hacia el norte.

Un grupo de lulus, casi un centenar de ellos, había abandonado las islas y tomado el camino del oeste que bordeaba en la mayor parte de su recorrido las costas del Lalafke. Aquel número resultaba significativo para el reducido pueblo de los lulus. Si cien lulus jóvenes abandonaban su isla para emprender un viaje por el continente que mal y poco conocían, los tiempos eran extraños.

Hombres y lulus siguieron avanzando por caminos diferentes, aunque en la misma dirección. Varios días pasaron sin que se estableciera entre ellos ninguna clase de contacto. Algunas noches, Dulkancellin despertó sobresaltado, creyendo escuchar los soplidos con que se comunicaba el pueblo de las islas. Pensó que era posible que estuvieran vigilándolos, pero no pudo verlos de cerca sino hasta cuando los lulus quisieron que así fuera.

Ninguna otra cosa alteró la monotonía de aquellos días de viaje. El límite norte de Los Confínes estaba cerca. Y el clima comenzaba a apaciguarse. Las lluvias cedían y, a veces, cesaban por completo. El viento del mar, que los había azotado sin respiro, también silbaba cansado.

En una de esas noches sin lluvia los lulus se presentaron. Dulkancellin y Cucub los vieron acercarse, dos colas rojizas y una blanca, y se prepararon para recibirlos.

El lulu anciano venía caminando unos pasos atrás de sus jóvenes escoltas. Hombres y lulus se observaron sin sorpresa.

El encuentro tuvo lugar en un claro donde el guerrero había logrado encender una fogata, y Cucub, mantenerla. Largas miradas, un acuerdo mudo, y todos se dispusieron alrededor del fuego. El lulu de cola blanca habló en la Lengua Natural para que los hombres pudieran entenderlo.

—Nos dirigimos, igual que ustedes, a la ciudad de Beleram. Y asistiremos al concilio que se llevará a cabo en la Casa de las Estrellas.

El husihuilke y el zitzahay comprendieron que no tenía sentido negar lo que el lulu parecía saber con plena certeza, y optaron por mantenerse callados.

—Fui elegido en representación de mi pueblo —continuó el lulu—. Y recibí órdenes de viajar orillando el Lalafke hasta las cercanías de Umag del Gran Manantial. Allí me estará esperando un guía del pueblo de los hombres para tutelar el resto de mi viaje.

—Pero tú viajas en compañía de muchos —interrumpió Dulkancellin.

—Viajo en compañía de los más diestros en la pelea. Sólo unos pocos de ellos han permanecido en las islas, en protección de los débiles.

—¿Puedes explicarnos por qué no cumpliste las órdenes recibidas, y por qué los lulus movilizan su ejército? —pidió Cucub.

—Claro que lo haré. Esta visita no tiene otro propósito.

Una estrella apareció en el cielo. Un rasgón de luz que ninguno estaba viendo.

—No creemos que sea necesario mantener en secreto el arribo de las naves extranjeras —prosiguió el lulu—. Ni necesario, ni aceptable para los habitantes de las Tierras Fértiles. Por el contrario, aseguramos que estos acontecimientos deben ser proclamados, porque será un ejército de todos el único capaz de enfrentar al enemigo que llega —el lulu anciano se iba alterando a medida que hablaba. Fruncía involuntariamente su cara morruda, y mezclaba soplidos a las palabras—. No debemos darle plazo a esta ralea. Si los dejamos desembarcar, estaremos perdidos. La huella de sus pies en nuestra tierra y, ¡recuerden!, muchas generaciones cosecharán ponzoña.

—Llamas enemigos a los extranjeros que vendrán por el mar. ¿Cómo puedes estar seguro de ello, cuando la Magia no puede estarlo? —preguntó el zitzahay.

—¡Modera tu impertinencia!

El lulu enderezó el cuello. Los dos escoltas lo miraron en espera de una orden, pero la orden no llegó. Dulkancellin, que conocía bien a los habitantes de las islas, se preparó para defender al zitzahay. Cuando el lulu anciano volvió a arrugar el cuello hasta casi apoyar la cabeza sobre los hombros, Dulkancellin apartó la mano del hacha que llevaba colgada del cinto. Después de un momento, y en un tono menos hostil, el lulu continuó hablando:

—Mi pueblo posee, de antigua herencia, la Piedra Alba. Vino desde los abismos del mar, y estuvo en las islas mucho antes de que nosotros las habitáramos. Pero la Piedra Alba nos fue dada en custodia; y con ella, recibimos la profecía. «Cuando la Piedra cambie su color, y de blanca se torne oscura, será porque termina la potestad de la Vida sobre la Muerte. Será porque comienza un reinado de dolor…»

El guerrero husihuilke asintió, conocedor de la existencia de la Piedra Alba por la palabra de sus mayores.

El lulu buscó algo entre la barba larga y lacia que le colgaba del borde inferior de la boca. Las manos de los lulus, valiosas en la carrera, eran de dedos cortos y poco hábiles. De modo que al anciano le costó un notable esfuerzo sacar la bolsita de cuero que llevaba atada. Y mucho más, sacar de allí dentro la Piedra Alba para enseñársela a los hombres en la palma callosa. La Piedra tenía forma perfectamente cilíndrica, y era de color blanco traslúcido. Sin embargo, en su interior, se veía una mancha oscura de contorno irregular.

—¡Aquí la tienen! —dijo el lulu—. Esta Piedra fue, desde siempre, de un blanco inmaculado, sin una tocadura de sombra. El pasado verano comenzó a aparecer, muy dentro de ella, un punto de oscuridad. Tan minúsculo que muchos prefirieron no verlo. Ahora es el inicio del invierno, y ya nadie puedo hacer de cuenta que la mancha no existe. ¡La Piedra se oscurece!, ¡la profecía se cumple! Como ves, zitzahay, la magia de los lulus también está hablando. Y lo hace sin vacilaciones.

—Pero los Astrónomos… —iba a replicar Cucub.

—Los Astrónomos se retardan debatiendo sus confusiones —interrumpió el lulu, secamente—. Nosotros, en cambio, no tenemos dudas. Vamos al concilio llevando la Piedra Alba como testimonio. Confiamos en que esto sea suficiente para que los pueblos de las Tierras Fértiles comprendan que ya empezó la guerra. Y sobre todo, para que la Magia tome sus armas sin demora. De lo contrario, la derrota será nuestro merecido destino.

—¿Qué decisión tomarán los lulus si no consiguen el apoyo del concilio? —preguntó Dulkancellin.

El lulu sacudió la cola de luz blanca, antes de responder:

—Entonces pelearemos y moriremos solos. Estén seguros de que el enemigo no encontrará a los lulus trenzando flores en su honor.

—Llegado el caso —dijo Cucub—, y si desconocen la decisión del concilio, ustedes serán considerados traidores.

Algo pasó por la cabeza del lulu. Algo que, por supuesto, no iba a decir en voz alta.

—Mientras tanto, seguiremos viaje hacia el norte. Y sólo haremos alto en el desierto para hablar con los Pastores —fue su respuesta.

—¡Recuerda que no es el tiempo de divulgar estos hechos! —advirtió Cucub.

—¡Recuerda que no pensamos igual que tú!

Con un marcado envión de la cadera, el lulu se irguió. Volvió la Piedra Alba al sitio de donde la había sacado. Giró, y se marchó sin despedirse. Los otros dos lulus lo siguieron, a poca distancia.

Dulkancellin y Cucub volvieron a quedarse solos. Callados, cada uno con sus pensamientos, esperaron a que la fogata terminara de extinguirse. Al cabo de un rato de inmovilidad, el zitzahay se recostó con las manos debajo de la nuca.

—¡Mira, Dulkancellin! —dijo enderezándose, y señalando el cielo.

El pequeño hombre miraba las estrellas, unas pocas estrellas entre los árboles.

—Podemos dormir en paz, hermano. Mañana, el sol nos despertará.