Cuando Dulkancellin, Thungür y Cucub volvieron a sentarse junto a la chimenea, el pan y la leche estaban dispuestos.
—Bébela caliente —le dijo Kush al zitzahay—. Tu voz te lo agradecerá.
—A ti —respondió Cucub, con un amago de reverencia.
La tormenta no amainaba. Al contrario, el viento helado acumulaba cerrazón, y el cielo se caía en los pantanos.
Cucub había aprendido a confiar en el techo que tenía sobre su cabeza. Apenas llegado, pensó que no iba a transcurrir demasiado tiempo hasta que aquella casa de troncos, techada con paja y brea, dejase entrar el agua. Y recordó con melancolía las paredes de piedra que levantaban los zitzahay. Pero ahora, seco y abrigado, oliendo las buenas hierbas que se quemaban en la chimenea, se decía a sí mismo que la casa de Vieja Kush era el mejor lugar del mundo donde escuchar la lluvia.
Zitzahay, continuaremos escuchándote porque prometes decir cosas provechosas —anunció Dulkancellin—. Pero la noche corre hacia el amanecer, y todos debemos descansar un poco. Mañana estaremos en vísperas del viaje, y con mucho trabajo sin hacer. Te ruego que no demores más de lo necesario.
No diré ni una sola palabra ociosa. Pero les advierto: pocas o muchas, las oyen y las olvidan, en tanto no sea forzoso recordarlas —el artista hizo un silencio de oficio—. El día de mi llegada mencioné, como al pasar, algo esencial para entender la turbiedad de estos asuntos. En esa oportunidad, fue Kupuka el único que percibió la verdadera importancia de mi comentario. Lo adiviné en su mirada ensombrecida. Esta vez, seré más explícito; sin la intención de ensombrecerlos a ustedes, sino de alertarlos. Los hechos que se avecinan han conseguido confundir a la Magia. La comprensión del verdadero propósito que tienen los extranjeros y, por supuesto, la decisión de recibirlos con pan o con guerra trazan una línea. De ambos lados, la Magia interpreta de diferente modo las mismas señales. Todo es confuso. Donde unos leen noche, otros leen día; y nunca, en lo que se recuerda, había sucedido nada similar. Mi humilde entender se atreve a vaticinar que, si esto no cambia, el riesgo será muy alto. Si el concilio equivoca su palabra final, si nuestras acciones no son desde el comienzo las acertadas, algo terrible nos sucederá.
—¿Cómo es posible que tú lo comprendas, que yo mismo lo comprenda, y no pueda comprenderlo la Magia? —preguntó Dulkancellin.
—¡Claro que lo comprende! —respondió Cucub—. Pero no halla el modo de remediarlo, ni de arribar a un solo justo discernimiento. No hay en la Magia, así lo espero, mezquindades ni soberbias. No hay traiciones. Hay sabidurías que todavía no pueden encontrarse. En eso, y sólo en eso, cifro mis esperanzas. Tal vez, cuando lleguemos a la Comarca Aislada encontremos que el movimiento de los astros en el cielo, las profecías, los sueños sagrados, los calendarios, las visiones de los iniciados y los indicios de la tierra han sido, finalmente, interpretados de una única manera.
Dulkancellin marcó con un gesto que la idea ya estaba comprendida. Luego se aseguró de que Cucub siguiese avanzando sobre lo importante.
—Zitzahay, has hablado con precisión. Ahora dinos, si es que puedes, por dónde pasa esa línea que mencionaste. ¿Qué dicen unos y otros?
—Tu pregunta se adelanta al asunto que estaba a punto de tratar —dijo Cucub, molesto por la impaciencia del guerrero—. Ya que lo exiges, se los diré en pocas palabras. Hay quienes creen que son los bóreos los que llegan. Diría mejor, los que regresan. Y hay quienes temen, ¡las estrellas se conjuguen para protegernos!, que sean las sombras de Misáianes las que vienen, tal como una vez les fue advertido a nuestros antepasados.
Cucub se quedó esperando, seguro de que los husihuilkes le pedirían que se explicase mejor. Para su asombro, Vieja Kush empezó a recordar:
—El primero de los nombres que pronunciaste no me es desconocido. Bóreos… Escuché sobre ellos cuando era tan pequeña como Wilkilén. Fue de boca de uno de mis abuelos, en una noche casi igual a esta.
—Es posible —replicó Cucub—. Muchos oyeron hablar sobre los bóreos. Y algunos, viejos y memoriosos, todavía recuerdan lo que oyeron. Tú, Vieja Kush, habrás escuchado de sus cabellos rojos y de su piel sin color. Pero qué hicieron entre nosotros, eso difícilmente lo sepas.
—Dices bien. Cierro los ojos, y oigo la voz del abuelo describiendo a esos hombres. También recuerdo que nos decía que ellos jamás habían pisado Los Confines. Hasta allí nomás, y se me acaba la memoria.
—Hermana Kush, no podrías recordar lo que no sabes —dijo el zitzahay—. No un abuelo, sino siete abuelos atrás deberíamos remontarnos si quisiéramos llegar al tiempo en que los bóreos nos visitaron. Y a lo remoto debemos añadirle lo secreto; puesto que la verdad sobre estos hechos fue preservada en códices cifrados, sólo a la mano de unos pocos. Y así permaneció, en espera de días propicios para volver a ser contada. Los días propicios son estos que corren, y nosotros somos de los primeros en saberla. ¿Gracia o desgracia este destino que nos ha tocado? Yo no lo sé.
—Dinos, por fin, lo que debemos conocer —pidió Dulkancellin.
Cucub tenía la palabra, y se sintió en casa.
—Un día de un lejanísimo pasado, los bóreos desembarcaron en la Comarca Aislada. Por aquel entonces, muy poco se conocía… Diría mejor, muy poco se recordaba de ellos: que habitaban en las Tierras Antiguas, al otro lado del mar. Y que eran vástagos directos de una inmemorial y noble raza de hombres. La expedición que los bóreos enviaron trajo malas primicias. Pero digo tan malas como ninguna de las que hubiesen recorrido las tierras. Nuestros grandes los escucharon. Y, como antes dije, todo lo que los bóreos dijeron fue escrito en lenguas herméticas sobre láminas de corteza plegadas que metieron en estuches lacrados, que guardaron en un cofre de piedra, que ocultaron en una cámara reservada, que…
—¡Aguarda un momento, zitzahay! —lo detuvo Dulkancellin—. ¡Procura llegar a lo esencial! Explícanos, por favor, por qué dijiste «malas primicias».
—¿Quién dijo «malas»?
—¡Tú!
—¿Yo?
—¡Así es! —confirmó el guerrero, con evidente impaciencia.
—Pues, entonces, no supe expresar mis reales pensamientos —respondió Cucub—. Debí decir mejor «primicias escalofriantes». O, en otras palabras, noticias de dar vuelta el cielo. Presagios del fin.
—Zitzahay, en honor a la gravedad de lo que mencionas, deja que descansen tus virtudes de artista y respóndeme. ¿De qué hablas? ¿De qué noticias estás hablando? —Dulkancellin fue terminante en sus maneras.
Cucub enrojeció en silencio. Y, en silencio, los husihuilkes esperaron a que se recobrase de la vergüenza.
—Estaba juntando ánimo —murmuró el zitzahay como disculpa. Y luego se dispuso a responder, con el sincero propósito de moderar la lengua—. Una guerra comenzaba en las Tierras Antiguas; tan absoluta, tan diferente a las muchas que se habían librado a lo largo del tiempo que los bóreos cruzaron el mar con el anuncio. De las Tierras Antiguas a las Tierras Fértiles. Nadie correría ese riesgo sólo para hablar de una guerra parecida a todas. Nuestros antepasados fueron bien advertidos por los bóreos: «Hermanos de las Tierras Fértiles, el motivo que nos ha traído hasta ustedes no podría ser otra contienda de las Criaturas, por grande que ella fuera. Venimos a decir que en las Tierras Antiguas se prepara la última guerra. Sepan que nos enfrentamos a uno al que su propia madre llamó Misáianes. Y esto, en lenguas remotas, significa Odio Eterno». Los bóreos dijeron que Misáianes había sido gestado en las tripas de la Muerte. Creado y crecido para elevar sobre nuestro mundo el poder de la ferocidad.
Cuando Vieja Kush, Thungür y Dulkancellin oyeron al zitzahay, tuvieron la sensación de que Misáianes era un nombre capaz de dividir el Tiempo. Un escalofrío entró a la habitación, revoloteó y se posó en las almas, como un pájaro agorero.
—Los códices a los que hice referencia —continuó Cucub—, repiten fielmente las palabras de los bóreos. Retuve en mi memoria algunos de los fragmentos que Zabralkán recitó con mayor frecuencia, durante mi estadía en la Casa de las Estrellas; y creo que no hay nada más apropiado para terminar de explicarme: «A nosotros, los que habitamos en las Tierras Antiguas, nos corresponde dar las primeras batallas contra Misáianes. Así debe ser, porque Misáianes nació y creció en un monte de nuestro continente. Y es allí donde concentra sus fuerzas. Pelearemos hasta la última gota de sangre de la última buena Criatura; pero, quizás, no sea suficiente. Por ahora, este lado del mundo está a salvo. Nosotros y el mar somos el escudo. ¡Preserven este lugar y esta vida! ¡Protéjanse, y protejan a los hijos que dejaremos entre ustedes! En ellos depositamos la esperanza de permanecer, aunque caigan las Tierras Antiguas. Si vencemos, vamos a volver en busca de nuestra descendencia. Nos verán regresar por el mar. Y en esos días, pasaremos el pan de mano en mano alrededor de la pira ceremonial. En cambio, si somos derrotados serán ellos los que lleguen. Misáianes se hará fuerte en las Tierras Antiguas. Luego enviará sus ejércitos a devastar este continente, porque tal es su designio: ni un sólo árbol en flor, ni un sólo pájaro cantando. Sabemos que, llegado el momento, ustedes pelearán como nosotros lo haremos ahora. Pero el momento, si es que ha de llegar, demorará manojos de años. Los plazos de esta guerra no son los de una vida humana. Por eso, vean que la memoria se mantenga encendida y custodiada. No importa cuánto tiempo transcurra… Cuando el arribo de una nueva flota sea vaticinado, algunos deberán recordar con exactitud para poder determinar si en esas naves vuelven los bóreos. O se acerca Misáianes. Ellos o nosotros. La Vida o la Muerte. Eso es todo. ¡Cuiden que nuestros hijos se multipliquen!»
Los husihuilkes empezaban a comprender.
—Veo que empiezan a comprender —dijo Cucub—. ¿Vuelven los bóreos o se acerca Misáianes? Las señales, lejos de iluminar, se empeñan en oscurecer. Todo lo que se muestra a los ojos de la Magia puede leerse de dos modos diferentes, y el resultado es la incertidumbre.
—Te oímos hablar sobre Misáianes como jamás se ha hablado de alguien —exclamó Dulkancellin—. Dinos, Cucub, ¿quién es él?
La pregunta del guerrero husihuilke tenía su respuesta en los códices. Testimonios transcriptos en lengua sagrada. Relatos de una guerra que aún no había terminado, y signaba los días que corrían.
Muchos años atrás, la vida sumada de siete abuelos, los Astrónomos de la Comarca Aislada habían hecho a los bóreos la misma pregunta que Dulkancellin le hizo entonces a Cucub.
Y cuando nosotros, los Astrónomos, preguntamos acerca de Misáianes, los bóreos nos respondieron esto que aquí transcribimos. Así como ellos hablaron nosotros asentamos las palabras, sin quitarlas ni agregarlas. Y estos son códices sagrados que preservaremos hasta el día de las naves.
Los bóreos nombraron a Misáianes y lo llamaron el feroz, el que no debió nacer. Así hablaron los bóreos. Tememos a Misáianes, el que vio la luz de este mundo porque su madre quebrantó las Grandes Leyes, así nos dijeron.
La Muerte, condenada a no engendrar criatura mortal ni inmortal, erró por la eternidad reclamando progenie. Sollozó y suplicó, pero la prohibición era absoluta. Era negación que jamás acabaría. Y entonces, la Muerte desobedeció. Y moldeó un huevo de su propia saliva y lo sacó de su boca. Secretó jugos y lo impregnó con ellos. Y fue de esas materias inmundas que nació el hijo, amparado en la soledad de un monte olvidado de las Tierras Antiguas.
Pero el que nació de la Desobediencia trajo el espanto consigo; y el espanto no fue su atributo sino su esencia. El hijo trajo aquello que ni su propia madre pudo presentir. Así hablaron los bóreos. Esto ocurrió porque las Grandes Leyes fueron desobedecidas, así nos dijeron.
Cuando las Grandes Leyes fueron desobedecidas se abrió una herida. Y el Odio Eterno, que esperaba más allá de los límites, encontró la fisura. El Odio Eterno penetró por la herida de la Desobediencia, cuajó en el huevo y tuvo sustancia. En el hijo de la Muerte, el Odio Eterno encontró cuerpo y voz en este mundo. Así hablaron los bóreos. Emergió el alma de lagarto, así dijeron. El maldito.
Entonces, la Muerte vio lo que era. Vio que el engendrado era carne del Odio Eterno, y pensó en triturarlo con sus dientes. Y ese día, no pudo. Y al siguiente día, no pudo. Y al tercer día, se enorgulleció de la bestia y la llamó Misáianes. Ese día tercero empezó un nuevo tiempo, tiempo luctuoso. Y nadie lo supo.
Misáianes creció. Se hizo dominador de una vastedad de Criaturas y extendió su imperio. Sabed que el hijo de la Muerte no mostrará su rostro, así hablaron los bóreos. Está dicho que andará embozado hasta los últimos días, así nos dijeron.
Porque Misáianes, hijo de la Muerte, habla parecido a la verdad y confunde a quienes se detienen a escucharlo. Conoce las palabras que adulan a los fuertes y seducen a los débiles; sabe dónde susurrar para enemistar a los hermanos. Grande es el peligro. Él puede parecernos un maestro majestuoso, un nuevo tutor. Puede parecernos consejero del sol. Así hablaron los bóreos. Grande es el peligro, así nos dijeron. Muchos correrán allí donde su dedo señale. Muchos, en el mundo, lo venerarán.
Sabed y recordad. Misáianes llegó para extinguir el tiempo de los hombres, el tiempo de los animales y del agua, del verdor y de la luna, el tiempo del Tiempo. Muchos se embriagarán con su veneno, y otros caeremos en la batalla. Y es mejor caer en la batalla. Así hablaron los bóreos. Mantengan la memoria, así nos dijeron.
Misáianes, el descorazonado, es el fin de toda luz. Misáianes es el comienzo del dolor increado. Si somos derrotados en esta guerra, la Vida caerá con nosotros. Si somos derrotados, la luz será condenada a arrastrarse sobre cenizas. Y el Odio Eterno caminará por el atardecer de la Creación.
Hasta aquí hemos escrito lo que los bóreos dijeron. Nosotros preservaremos los códices tal como ellos nos lo pidieron. Llegará un día cuando alguien vuelva a nombrar a Misáianes. Nombrarán a Misáianes y se preguntarán por su origen. Y el que pregunte, tendrá respuesta.