Largo rato después, los husihuilkes y Cucub comían tunas rojas sentados en círculos sobre sus alfombras. Kume no estaba con ellos. Él ya no podía compartir el fuego familiar. ¡Qué distinta era aquella de tantas otras noches pasadas! Noches amigables, olorosas a laurel, cuando Kush contaba cuentos o tocaba, hasta muy tarde, su flauta de caña. ¿Volverían alguna vez?
Cucub hubiese intercedido de buena gana en favor de Kume; sin embargo, no lo hizo. Había aprendido lo suficiente sobre los husihuilkes como para saber de antemano que su defensa fracasaría. El zitzahay pensó de qué modo podía aligerar la amargura de aquella buena gente, y decidió que hablar de cosas pequeñas era lo adecuado.
—Es posible que ustedes quieran enterarse de ciertos detalles —dijo— gustoso les relataré cómo fue que me convertí de músico en mensajero. Y, si alcanza la noche, elegiré los mejores episodios de mi viaje.
Nadie tenía sueño, y el zitzahay merecía ser compensado por el injusto trato que había recibido.
—Cuéntanos, si es de tu agrado hacerlo —aceptó Dulkancellin.
Y Cucub contó sin que lo interrumpieran:
—Estando yo en la ciudad que llamamos Amarilla del Ciempiés recibí la orden de acudir a la Casa de las Estrellas Como la Casa de las Estrellas está situada en Beleram, a dos soles de marcha de donde me hallaba, tomé el camino de inmediato. Sentí mucho abandonar Amarilla del Ciempiés sin acudir a la boda de la que éramos invitados de honor mi flauta y yo. ¡Bien, me dije, no tienes alternativa! Alguien más le pondrá música al festejo. Caminé día y noche, y divisé Beleram antes de lo razonable. ¿Creerán si les digo que ni siquiera me entretuve en el río? Atravesé dos poblaciones cercanas a la ciudad, atravesé el naranjal que la rodea. Tomé la calle del mercado, crucé el terreno de juegos, luego la plaza. Y me detuve a respirar frente a la Casa de las Estrellas. No me detuve porque sí, todavía faltaba subir la escalera que lleva hasta su puerta. ¡Pronto vas a conocerla, Dulkancellin! Tiene trece veces veinte peldaños, y está esculpida en una ladera de monte. Necesité hacer en aquella subida más pausas de las que había hecho durante todo el trayecto, pero llegué a la cima y me anuncié. ¡Deberían ver ese lugar! En parte, cavado en la roca. En parte, levantado con muros de piedra ensamblada. La puerta principal de la Casa de las Estrellas se abre a una enorme sala vacía, sin otro artificio que los haces de luz que entran por muchas pequeñas ventanas y se reflejan en los matices de la piedra. Mientras esperaba el regreso de uno de los centinelas que había salido a anunciarme, varios jóvenes aprendices pasaron por allí. A todos se los veía muy apurados: bajaban una escalera y subían la del costado opuesto, aparecían por una puerta interior y desaparecían por otra. Y, debo decir la verdad, ninguno se interesó en mí. Finalmente, el centinela volvió. «Vamos, Zabralkán te espera», recuerdo que me dijo.
Tomamos por una de las escaleras laterales. Subimos, subimos, subimos. Cada tanto, el centinela se detenía para permitirme descansar. Por la forma de mirarme, debía estar calculando que el vigor que me quedaba no iba a alcanzarme para llegar. Me dejaba tomar aliento y volvíamos a subir. ¿Hasta cuándo? ¿Cómo convencía a mis rodillas de que me sostuvieran un poco más? Cada rellano de la escalera servía de acceso a una habitación. Pude entrever algunas, mientras recobraba el aliento, pero la mayoría tenía cerradas sus puertas. No sé si a causa de mi cansancio o de las muchas sinuosidades del ascenso no logré comprender aquella construcción que, para más, se angostaba y oscurecía a cada paso. ¿Nos estábamos adentrando en el cuerpo del monte? Y si era así, ¿cómo, de un lado y de otro, aparecía el cielo detrás de pequeñas aberturas hechas en la roca? En un momento, el asunto dejó de importarme. El centinela y yo continuábamos trepando escalones. Se habían terminado los rellanos y las habitaciones, las paredes se apretaban contra la escalera cada vez más empinada. Y este pobre Cucub soñaba con el aire de afuera. «Llegamos» fue lo último que oí. Venía de muchos días de caminata y de subir una escalera interminable, así que me derrumbé.
Abrí los ojos en un recinto amplio, con ventanas salientes. Cuando estuve del todo despierto, comprendí que el tal recinto era un observatorio. Y las que creí ventanas eran puntos de mira. Disfrutaría describiéndoles minuciosamente aquel magnífico lugar. Pero, ¡vean!, Wilkilén ya se ha dormido. Mi experiencia de buen contador me aconseja abreviar el cuento.
Habíamos quedado en que el recinto era un observatorio. Ahora debo agregar que la única persona que estaba a mi lado, observándome despertar, era Zabralkán. En anteriores ocasiones, él y yo nos habíamos visto las caras. Déjenme aclarar que esto no tiene nada de raro, pues es costumbre en Beleram que músicos, malabaristas y contadores de historias acudamos, en días ceremoniales, a la enorme explanada que rodea la Casa de las Estrellas. Espléndidas fiestas en las que Zabralkán, grande entre los Supremos Astrónomos, después de apreciar las destrezas de los mejores artistas de la Comarca Aislada escogía a Cucub para manifestarle su especial complacencia. ¿Cómo no recordar esos festejos? Cientos de antorchas se encienden en la calle principal para alumbrar el camino de las procesiones nocturnas que llegan desde remotas aldeas. ¡Atención, Cucub! Caíste de nuevo en la tentación de contarlo todo. Ustedes harán bien en corregirme, si algo semejante vuelve a suceder.
¿Les dije que es Zabralkán el mayor de los Supremos Astrónomos? Lo que con seguridad no les he dicho, es de la vergüenza que sentí al comparar el orgullo de su porte con mi desaliño después de tan largo viaje. Sin embargo me tranquilicé apenas comprobé que Zabralkán no reparaba en mi aspecto. El Astrónomo llenó un cuenco con bebida de oacal endulzada, y me la ofreció. Con los primeros sorbos recobré el ánimo. Con el cuenco vacío me sentí capaz de caminar de regreso a ciudad Amarilla del Ciempiés. Así como se los digo a ustedes se lo dije a Zabralkán, y él se sonrió. ¡Pero miren a Kuy-Kuyen! También ella sonríe… Algo agradable ha de estar soñando la segunda durmiente. Aún así, como veo que todavía tenemos más personas despiertas que personas dormidas, vale la pena proseguir con el relato.
El Supremo Astrónomo caminaba alrededor de un gran bloque de piedra rectangular colocado en el centro del observatorio. El bloque se levantaba del suelo, digamos…, un palmo. Era tres veces más largo que ancho y estaba atiborrado de relieves. Imaginen cuántos de ellos habría que inicié en una cabeza de serpiente caída sobre un extremo y, aunque me esmeré en seguirla a través de imágenes de pájaros y venados, estrellas y lunas, además de indescifrables signos y guirnaldas de malva, su cuerpo se me perdía en alguna parte. Cansado de aguardar el resultado de mi intento, Zabralkán me pidió que lo abandonara. «Después podrás buscar la cola de la serpiente», recuerdo que me dijo. «Ahora debemos conversar de asuntos importantes». Y entonces comenzó a explicarme lo que todos aquí conocemos: que había un anuncio por comunicar y algunos pocos que debían escucharlo, que se enviarían mensajeros, que la misión debía ser resguardada…, que la inminencia de los hechos, y esto y lo otro. Y llegar a tiempo al concilio… y bla bla bla. ¡Y que yo había sido designado mensajero!
¿Recuerdas, Dulkancellin, que tú preguntaste a Kupuka por qué te tocaba a ti representar a los husihuilkes? Pues bien, yo le pregunté a Zabralkán por qué me tocaba a mí ser mensajero. Ambos, tú y yo, recibimos una orden como única respuesta. Y tras esa orden, vinieron muchas otras. En primer lugar, me fue prohibido abandonar la Casa de las Estrellas hasta el día de mi partida hacia Los Confines. Es verdad que me trataron con todas las delicadezas imaginables. Dormí en cama mullida y tuve comida en abundancia; pero la preparación era implacable. Horas y horas dándome explicaciones, precisando itinerarios y advertencias. Después, ¡pobre de mí!, me hacían repetir cada cosa para verificar si había comprendido. Y al día siguiente, todo volvía a comenzar. Frecuentemente, alteraban hoy un dato que me habían dado ayer, y así cuidaban que siempre estuviera atento. Hacían falsas afirmaciones y preguntas tramposas, presentaban problemas complejos y soluciones absurdas. Todo hasta admitir que Cucub ya estaba listo para afrontar la severa embajada.
Supe que en la mismísima Casa de las Estrellas, quizás muy cerca de mí, los otros mensajeros pasaban por pruebas semejantes. Sin embargo nunca vi a ninguno de ellos. Supe también, por boca de Zabralkán, que uno de esos mensajeros viajaría a la Tierra sin Sombra en busca de los Pastores del Desierto. Pensé que teniendo en común un largo trecho del camino, lo haríamos en compañía. Mucho me hubiese gustado tener con quien compartir las canciones, el pan y el miedo, pero no pudo ser. ¿Partió antes? ¿Partió después? ¿Siguió una ruta diferente a la que me ordenaron seguir? No lo sé. Lo único que puedo asegurar es que, desde la escalera de la Casa de las Estrellas hasta esta casa, viajamos solos mi alma y yo.
Partí de Beleram un amanecer. Recuerdo haber visto varios hombres alisando el terreno de juegos, más algunos vendedores rezagados que recién llegaban al mercado. Debo confesar que me detuve en un puesto de comidas para comprar una tortilla envuelta en hojas. Aquella pausa no estaba contemplada en mi itinerario. ¡Pero cuántas veces el sabor de esa tortilla me devolvió la entereza para seguir el camino!
El relato de Cucub iba llenando la habitación de apariciones. Nombró el zitzahay la tortilla y todos los labios se humedecieron de aceite aromado. Y cuando los labios empezaban a secarse, se ensordecieron los oídos con el silbo de miles de pájaros que llegaron desde el valle más hermoso del mundo para aventar el fuego que se dormía. El zitzahay recordó el torso de las mujerespeces contra el viento, y los hombres soñaron. Contó el sol del desierto y todos se aflojaron las mantas que los abrigaban. El rebaño de llamellos que Cucub arreó con sus palabras se demoró en partir, porque los grandes animales se quedaron atorados en la pequeña casa de madera. Al fin llegó un águila que anidó sobre la pila de lanas de Vieja Kush, y luego ya no estaba. Pero estaba el bosque de Los Confines que en boca del zitzahay pareció más familiar que nunca.
—Tanto me guió el paisaje —continuó Cucub— que, como hacía en mi tierra, caminé cantando. Gracias a eso me resultó posible saber en todo momento, y con suficiente exactitud, a qué distancia estaba de las casas husihuilkes. Aunque jamás vi las aldeas, podía extender mi brazo y señalarlas: una aquí y otra allá. Así de cercanas o así de distantes de mi canción.
Los Supremos Astrónomos me dieron muchas noticias sobre Los Confines. Y por alguna razón, unas más que otras reaparecieron en mi memoria a lo largo del bosque. «El Pantanoso es río que separa la Tierra sin Sombra de Los Confines. Bien nombrada ha sido esta tierra que es, en verdad, el último extremo del continente. En Los Confines, viven y mueren los husihuilkes. Sus aldeas se agrupan demarcando los dominios de un linaje. Cada linaje tiene un mismo antepasado fundador que une a las familias en la sangre y en las armas. Por los linajes, esos hombres son husihuilkes. Y por los linajes, suelen ser adversarios…»
Lo estoy repitiendo aquí tal como los Astrónomos me lo dijeron, sin quitar ni agregar. A menudo, cuando hacía un alto para descansar, recordé estas palabras. Encaramado a un árbol, escudriñando el cielo de Los Confines en busca de una estrella familiar que me alumbrara el desvelo, oía las voces de Bor y de Zabralkán: «El Pantanoso es río que separa…» En esas noches, por extraño que les parezca, yo pensaba en Dulkancellin. Así es, guerrero, pensaba en ti y me preguntaba qué clase de hombre serías. No cualquier hombre, de seguro, si habías sido señalado para representar en el concilio tanto a tus vecinos como a tus adversarios.
Según entendí, hay linajes aliados por el honor o el parentesco de sus jefes originales. Y hay otros que, habiendo sido empedernidos rivales, han puesto fin a las guerras casando a sus hijas con sus hijos. Pero sé, porque me fue debidamente explicado, que otros linajes no aceptan más alianzas que sus sangres mezcladas en los campos, ni más pacto que el de la tregua acordada para que cada uno levante a sus muertos.
Dulkancellin deberá tomar graves decisiones, en nombre de todos ellos. Este hombre que vengo a buscar, recuerdo que me decía mientras esperaba el sueño, este hombre tendrá que poder hacerlo sin menguar a ninguno.
La primera etapa del camino, amanecer en que abandoné la Casa de las Estrellas amanecer en que crucé el puente sobre el Pantanoso, me tomó trece veces diez jornadas y otras nueve. Y cada jornada fue una marca en mi correa. En la etapa siguiente, extremo sur del puente la puerta de esta casa, solamente tracé la mitad de esas marcas. Y no es que las distancias sean tan diferentes, ¡el Pantanoso está casi en el punto medio del trayecto!, es que el bosque me permitió avanzar mucho más de prisa que el desierto.
No mentí cuando dije que a través del bosque mi travesía se tornó apacible. No obstante eso, y haciendo memoria, podría narrarles una buena cantidad de sucesos por los que tuve que pasar; rematando el relato con el alto que hice, muy cerca de aquí, a fin de verificar que la pluma de Kúkul estuviese en donde debía. Pero no lo haré. Voy a escamotear tantas minucias; y a suponer que llegué al punto en que el guerrero abrió esa puerta y yo volví a ver un rostro humano, después de haber viajado doscientos nueve soles viendo, solamente, mi reflejo en el agua.
Se equivocan si le atribuyen al desgano, la decisión de poner término al repaso del viaje. No me detengo porque me falten ganas de contar… El causante de esta interrupción es Piukemán. El muchacho resistió durante largo rato, pellizcándose las manos y cambiando de posición en su alfombra. Pero se durmió. Miro y reflexiono. ¿Quiénes hemos permanecido despiertos?: Kush, Dulkancellin, Thungür y, lógicamente, este zitzahay.
He aprendido que nada sucede porque sí en los tiempos que corren. Por eso, interpreto estos sueños no como una ofensa a mi arte sino como una valiosa oportunidad que no estoy dispuesto a perder. Si alguna duda guardaba sobre la conveniencia de referirles ciertos conocimientos susurrados en la Casa de las Estrellas esto, que no llamo casualidad, ha acabado con ella. Duermen los pequeños. Y los tres que han conseguido mantener los ojos abiertos son quienes pueden y deben conocer antiguos sucesos, origen de lo que hoy ocurre y mañana ocurrirá.
Dulkancellin se enterará de ellos apenas arribemos a la Casa de las Estrellas. Pero mientras antes sepa de estas cosas, más y mejor podrá meditarlas. Con respecto a Vieja Kush y a Thungür… Supongo que Kupuka tendrá planeado informarlos de todo a su regreso. Mi pregunta es: ¿Y si Kupuka jamás pudiera volver? No olvidemos, ni por un momento, que vivimos días de incertidumbre. En cada región de la Tierras Fértiles se habla de aconteceres inexplicables. Y entre ellos, de varias desapariciones. ¿El Brujo de la Tierra regresará? Si Kupuka no vuelve, si Dulkancellin y Cucub ya no vuelven, dos personas habrá en Los Confines que conozcan los hechos y decidan cómo continuar. Así pienso, y espero no equivocarme.
Eso sí, antes de comenzar preferiría llevar los niños a sus camastros; porque se me ocurre que han de ser buenos en las mañas de despertar sin que se les note. Si me permiten, yo cargaré a Wilkilén. Creo tener fuerza suficiente.
¡Ah!, Vieja Kush… Mientras tanto, tú puedes traer leche tibia y algunos trozos de pan de maíz.