La canción del prisionero

El día siguiente estuvo dedicado a los trabajos que imponía la inminencia del viaje. La familia entera se ocupó en ellos. De modo que al atardecer la tarea casi terminaba. Dulkancellin y los tres varones pulían las últimas puntas de flecha. Vieja Kush, Kuy-Kuyen y Wilkilén untaban con abundante grasa los pertrechos de cuero. El carcaj, la capa y las botas debían ser cuidadosamente engrasados para que no les penetrara el agua ni los resquebrajara el frío.

—Mañana, el zitzahay se ocupará de alistar sus propias cosas —dijo Dulkancellin, sin dirigirse a nadie en particular.

Sentado, y con las manos amarradas, Cucub los miraba hacer. La noche anterior, había recibido una buena comida y un camastro abrigado que dispusieron cerca del que usaba Dulkancellin. El husihuilke confiaba en la agudeza de su oído. El zitzahay ya no pensaba en escapar. Sin embargo, uno y otro, no hicieron más que vigilarse el desvelo. Por fin amaneció. El cielo de Los Confines apenas si se aclaró con el alba, de negro a gris oscuro. La gente de la casa se puso en movimiento muy temprano. Tenían por delante muchos quehaceres y poco tiempo. Dulkancellin comprendió que no podría poner suficiente cuidado en vigilar al zitzahay así que decidió amarrarlo. Tomó una trenza de cuero, y con unas cuantas vueltas diestramente anudadas le inutilizó las manos. Estaba a punto de hacer lo mismo con los pies del prisionero, pero lo pensó un momento y desistió. Alcanzaría con eso.

Cucub permaneció así la mayor parte del día, pensando que hubiese sido bueno poder soplar el viento en su flauta de caña. La lluvia continuaba y no amainó en ningún momento. Pasó la mañana. Llegó la mitad del día y sólo se percibió por un levísimo resplandor en el aire. Después la tarde empezó a andar lenta. ¡Tan lenta para el zitzahay! En todo ese transcurso nadie había hablado con él. Cierto es que, escasamente, lo habían hecho entre ellos. Si por lo menos la bella de trenzas le dirigiera la palabra…

Pero atardecía, y Cucub empezaba a sentir sueño. Intentó despabilarse atendiendo al trabajo de los husihuilkes y consiguió lo contrario: los movimientos repetidos de pulir la piedra y el vaivén de las manos engrasando el cuero actuaban sobre él como un brebaje para el sueño. Mientras más observaba, más le pesaba la cabeza y le ardían los ojos. ¿Por qué no dormir?, se preguntó Cucub con la vigilia casi perdida. Si dormía, era posible que soñara con la Madre Neén, su selva de allá lejos. Un poco ladeado, con las manos sujetas a la espalda, el prisionero se fue, en el sueño, hasta su hamaca. ¡Qué bueno estar de regreso! Tumbado en ella y mecido por el viento fragante de la noche, Cucub envolvía hojas de tabaco mientras miraba pasar la luna entre las palmeras. Estaba de nuevo en la intemperie de la selva, pensando que no bien amaneciera se iría hasta el mercado a comer pescado picante. Sin embargo aquel bienestar lo abandonó muy pronto porque, enseguida, la mala posición lo despertó sobresaltado, a punto de caerse del lado del alma. Despacio, fue enderezando el cuello dolorido. El zitzahay no encontraba manera de permanecer despierto sin ponerse a llorar. Todo lo que miraba lo ponía triste: las paredes, las luces de aceite, y esa gente de la que hubiera podido ser amigo. Cucub decidió que era preferible no volver a dormir. «Voy a cantar», pensó.

Crucé a la otra orilla,

y el río me cuidó

y no tuve miedo.

Pedí permiso al árbol,

me encaramé a su altura

y vi las cosas que estaban lejos.

Pero soy un hombre

y volví a caminar.

Kuy-Kuyen y Wilkilén terminaron su tarea junto con la canción, y se quedaron mirando al zitzahay.

—¡Las manos, las manos! —les recordó la abuela. Ambas sacaron un puñado de ceniza de una tinaja que estaba junto al hogar, y se frotaron con ella hasta los codos para quitarse la grasa. Después salieron a enjuagarse con agua, y terminaron untándose una esencia aceitosa.

—¡Hum…! Hasta aquí huele bien —dijo Cucub, buscando conversación. Ya lo había intentado en el curso de la tarde sin ningún resultado. En esta ocasión la suerte fue distinta. Kuy-Kuyen y Wilkilén se acercaron a él y se acomodaron en el suelo, una a cada lado.

—¿Quién te enseñó la canción que cantabas? —preguntó Kuy-Kuyen.

—Nadie me la enseñó —respondió Cucub—. Es mi canción, yo la imaginé. Allá, en la Comarca Aislada, cada uno tiene su propia canción. La inventamos el mismo día en que nos reconocen adultos para que nos acompañe durante toda nuestra vida.

—Vuelve a cantarla —pidió Kuy-Kuyen.

El zitzahay no dudó ni un momento. Aclaró la garganta y cantó:

Crucé al otro río,

y el árbol me cuidó

y no tuve miedo.

Pedí permiso al hombre,

me encaramé a su altura,

y vi las cosas que estaban lejos.

Pero soy una orilla,

y volví a caminar sobre la tierra.

—¡No es la misma canción! —se apuró a decir Kuy-Kuyen—. No es la misma que cantaste recién.

—Sí y no. Así son nuestras canciones. Las palabras no cambian, pero cambia el modo de ordenarlas. Nos gusta que sean así porque, de ese modo, nos acompañan cuando estamos tristes y también cuando estamos alegres. En los días sin sol y en las noches con luna, cuando volvemos y cuando partimos.

Cucub había recobrado el ánimo. Finalmente, era cuestión de esperar un poco: Kupuka sería, sin ninguna duda, más razonable que Dulkancellin. Además las niñas estaban haciéndole compañía y desde el fuego de Kush llegaba el olor de una buena comida.

De repente, los ocho que allí estaban irguieron la cabeza. El ruido precedió al movimiento… Ruido oscuro y bronco como el movimiento. Las maderas crujieron, las luces de aceite oscilaron en sus lugares, y el mundo cambió de forma bajo los pies. La tierra se movió en Los Confines para que nadie olvidara que estaba viva. Cuando aquello acabó, después de un tiempo impreciso, los corazones estaban pálidos.

Dulkancellin se cubrió para salir de la casa, igual que lo estarían haciendo todos los jefes de familia. Los hombres husihuilkes escucharon a través del viento por si de alguna aldea llegaba la voz de los tambores reclamando ayuda. Reconcentraron su atención durante largo rato, pero no recibieron ningún pedido de auxilio.

—Nada grave ha sucedido —dijo el guerrero, de nuevo en la casa.

Kuy-Kuyen y Wilkilén permanecían abrazadas a Kush.

—Ahora no es bueno estarse quieto —dijo la anciana—. Es bueno moverse para recuperar la calma. ¡Vamos, niñas, ayúdenme! Hay algún desorden que debemos remediar.

—¡Miren! —exclamó Thungür. La ansiedad de la voz se acentuaba con el gesto insistente de su brazo señalando hacia arriba.

Varios cestos, que se guardaban encimados sobre unos atados de varillas de junco y unos cueros enrollados habían caído al suelo dejando al descubierto el extremo verde de una pluma.

—¿Cómo es posible? —Cucub tardaba en reaccionar—. ¡Esa es la señal! ¡Guerrero, esa es la señal que pediste! ¡Por favor, sácala de ahí!

Dulkancellin hizo lo que le pedían. Con cuidado, sacó la pluma de entre los cestos y la sostuvo de modo que todos pudieran observarla. Era lustrosa, medía casi dos palmos de hombre y tenía un verde en nada semejante a los muchos verdes que los husihuilkes podían diferenciar.

Dulkancellin olvidó pronto la apariencia de la pluma para preguntarse, igual que el zitzahay, cómo había llegado hasta aquel lugar. Era seguro que alguien la había ocultado intencionadamente. Pero… ¿quién? y ¿por qué? La única certeza posible no servía de alivio: nadie mas que uno de ellos pudo hacerlo. Uno de ellos o Kupuka.

El guerrero empezó por liberar a Cucub de la cuerda que le sujetaba las manos. Después habló para todos:

—Acérquense. Ahora debemos entender cómo ocurrieron las cosas.

Dulkancellin se sentó. Uno tras otro, los demás lo imitaron.

—Todos vimos lo mismo y a un tiempo —dijo el guerrero—. La tierra puso al descubierto la pluma de Kúkul. Y también puso al descubierto una mala intención. Esta pluma es la señal del mensajero, el testimonio de su lealtad, la diferencia entre su vida y su muerte. Alguien quiso ocultarla… ¿Alguno de nosotros sabe algo que deba comunicar?

Varios de ellos negaron con la cabeza.

—Las confusiones se añaden a las confusiones —exclamó Dulkancellin—. Y yo no desearía preguntarme, como lo estoy haciendo, cuál de nosotros mezquina una verdad. No puedo pensar en Kupuka, porque…

—Hay una pregunta que deseo hacer —interrumpió Cucub—. Escucha, Kume. Cuando tu padre y yo salíamos al bosque, estuviste a punto de decirnos algo… Entonces Kush te interrumpió y ya no hablaste. ¿Qué ibas a decir y no dijiste? Pienso que, tal vez, quieras hacerlo en este momento.

Kume enrojeció.

—¡Habla, hijo! —Dulkancellin reconoció, en su propia voz, la desesperanza.

Kume estaba visiblemente turbado y tardaba en responder.

—¡Responde la pregunta del zitzahay! —alcanzó a decir el padre, antes de que la desesperanza le llegara al alma.

—No recuerdo bien… —empezó a decir el muchacho.

Dulkancellin se puso de pie, Kume se puso de pie. Padre e hijo se pararon frente a frente en el centro de una rueda de miradas atónitas.

—Yo lo hice —las palabras resultaban apenas audibles.

Yo oculté la pluma.

—Continúa —dijo Dulkancellin.

—Aproveché… Lo hice cuando todos estaban distraídos mirando la sombra de Kupuka.

—Continúa.

—Yo no iba a dejar que tú…, que él muriera. Pero Kush se me adelantó, y exigió el derecho de la lluvia. La vida del zitzahay quedó a salvo.

—Por breve tiempo.

—Yo no quise…

—Continúa.

—Solamente esperaba el momento oportuno para poner la pluma en su bolsa de viaje. Iba a asegurarme de que la encontraran antes de partir.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó su padre.

—No confiaba… No confío en el zitzahay, aunque haya traído consigo la pluma de Kúkul. Por eso pensé en esconderla. Si él no encontraba la señal… Me equivoqué. Creí que lo obligarías a partir, eso nada más. Y que tú te quedarías con nosotros.

—¿No tienes otra explicación que dar?

—No.

El guerrero esperó que la sangre le desocupara la garganta. Sabía que sus palabras tenían un difícil regreso.

—No sé quién eres —dijo.

Kume estaba deshonrado. Si la vida no le alcanzaba para lavar la marca del repudio, moriría sin nombre. Vieja Kush no pudo detener el sollozo. El padre desconocía al hijo. Y aunque nadie lo advirtió, aquello medía el poder del enemigo cuando todavía, ni siquiera, había zarpado.