Dos Visitantes

—¿Por qué se rascan las piernas de esa forma? —preguntó Kume a sus hermanos.

Los dos que creían estar disimulando con suerte la comezón y el dolor persistentes de las picaduras se miraron sin saber qué contestar. No se atrevían a decir la verdad, y tampoco tenían ánimo suficiente para inventar una excusa. Así que siguieron caminando sin dar señales de haber escuchado la pregunta. Ante aquel silencio, Kume se encogió de hombros y los dejó de lado.

Si en su lugar, Thungür o Kuy-Kuyen hubiesen notado el hecho, habrían insistido con terquedad hasta arrancarles una respuesta. Pero Kume era de carácter taciturno. Pasaba largas horas sin ninguna compañía y, desde su soledad, miraba el mundo con un sentimiento repartido entre la melancolía y la hostilidad. No era de extrañar, entonces, que optara por alejarse de allí sin repetir la pregunta. Después, cayó en uno de esos estados de reconcentración que todos conocían y nadie intentaba alterar. En silencio y un poco rezagado, caminó hasta la casa.

—¡Aquí estamos por fin! —dijo Vieja Kush—. Quítense los mantos y vayan cerca del fuego. Yo voy a preparar agua de menta con miel para olvidar el frío.

Dulkancellin colgaba su abrigo cuando vio la caja de madera labrada que aparecía con la lluvia y desaparecía con el sol. Sonrió para sí y levantó la voz hablándole a Kush que trabajaba en el fuego:

—¿Qué sacarás esta vez de tu baúl?

—Quién puede saberlo —respondió su madre.

—Ojalá saques el peine de Shampalwe —intervino Kuy-Kuyen—. Así nos cuentas, de nuevo, cómo fue su boda.

—No —dijo Thungür, frotándose las manos cerca del fuego—. Mejor que saque la piedra roja del volcán para que nos cuente del día que se abrió la tierra y los lagos tenían burbujas de calor. —Sea lo que sea les contaré una historia…

Cada familia husihuilke conservaba un cofre, heredado por generaciones, que los mayores tenían consigo. Aunque tenía algo menos de dos palmos de altura, y un niño pequeño podía rodearlo con sus brazos, en él se guardaban recuerdos de todo lo importante que había ocurrido a la gente del linaje familiar a través del tiempo. Cuando llegaban las noches de contar historias, volteaban el cofre haciéndolo dar cuatro tumbos completos: primero hacia adelante, después hacia atrás y, finalmente, hacia cada costado. Entonces, el más anciano sacaba del cofre lo primero que su mano tocaba, sin vacilar ni elegir. Y aquel objeto, evocador de un recuerdo, le señalaba la historia que ese año debía relatar. A veces se trataba de hechos que no habían presenciado porque eran mucho más viejos que ellos mismos. Sin embargo, lo narraban con la nitidez del que estuvo allí. Y de la misma forma, se grababa en la memoria de quienes tendrían que contarlo, años después.

Los husihuilkes decían que la Gran Sabiduría guiaba la mano del anciano para que su voz trajera desde la memoria aquello que era necesario volver a recordar. Algunas historias se repetían incansablemente. Algunas se relataban por única vez en el paso de una generación; y otras, quizás, nunca serían contadas.

—Pienso en las viejas historias que quedaron para siempre dentro del cofre —dijo Thungür—. Si nadie las contó, nadie las oyó. Y si nadie las oyó…

—Nadie las recuerda —completó Kush, que llegaba con su vasija cargada de menta dulce—. Siempre repites lo mismo y me obligas a repetir a mí. ¡Tantas veces te lo he dicho! Cuando algo ciertamente grande ocurre suelen ser muchos los ojos que lo están viendo. Y muchas las lenguas que saldrán a contarlo. Entonces, recuerda esto, las viejas historias que jamás se cuenten alrededor de un fuego, alrededor de otro se contarán. Y los recuerdos que un linaje ha perdido viven en las casas de otro linaje.

Kush arrastró una alfombra de cuero para sentarse junto al calor.

Durante un momento, todos permanecieron callados. Luego Dulkancellin habló:

—Thungür piensa en las historias del cofre. Y yo pienso en Kupuka…

Wilkilén y Piukemán se sobresaltaron al oír el nombre del Brujo.

—Me pregunto por qué no estuvo entre nosotros —continuó diciendo Dulkancellin—. ¿Qué pudo ser más importante que la reunión del Valle?

—Muchas son las cosas que han pasado —dijo Kush, decidida a comunicar su incertidumbre—. Demasiadas, para no verlas. El extraño comportamiento de los lulus, los tambores del bosque, la pluma de oropéndola y la ausencia de Kupuka son hilos del mismo telar.

Dulkancellin miró a sus cinco hijos. Por su cabeza pasó el sueño de la noche anterior. «Vieja Kush, aquí tengo otro hilo de la trama de tu telar», pensó.

Un silencio más prolongado que el anterior los dejó solos con sus pensamientos. Kuy-Kuyen pensaba en su madre. Thungür, en el anuncio de la oropéndola. Kume pensaba en Kume. Dulkancellin pensaba en los husihuilkes; y Kush, en los primeros padres de su linaje. Piukemán pensaba en Kupuka y Wilkilén dormía… Hasta que llamaron a la puerta con un golpe fuerte y seco.

—Es Kupuka —dijo Kush, asombrada.

—Es Kupuka —repitieron los demás en un susurro. La manera de golpear la puerta no dejaba lugar a dudas.

Con unos pocos largos pasos, Dulkancellin atravesó la habitación. Quitó la tranca de la puerta y dejó entrar al Brujo de la Tierra. Toda la familia se había puesto de pie para recibirlo. Todos, menos Wilkilén. La pequeña, convencida de que Kupuka venía a recriminarles la desobediencia, se ocultó detrás de la pila de mantas. Nadie notó el movimiento. Y Wilkilén se quedó allí, ovillada en su miedo.

Kupuka puso a un lado el morral y el bastón. Estaba visiblemente cansado, con un cansancio viejo que cerraba más de lo habitual sus ojos alargados.

—Te saludo, hermano Dulkancellin —dijo Kupuka respetando el saludo husihuilke—. Y pido consentimiento para permanecer en este, tu país.

—Te saludo, hermano Kupuka, y te doy mi consentimiento. Nosotros estamos felices de verte erguido. Y agradecemos al camino que te trajo hasta aquí.

—Sabiduría y fortaleza para ti y los tuyos.

—Que el deseo vuelva sobre ti, multiplicado.

Ya estaba dispuesto el mejor cuero para que el Brujo se sentara. Kush salía para traerle pan de maíz, pero Kupuka adivinó su intención y la detuvo.

—¡Vuelve, Vieja Kush! Más tarde aceptaré con gusto una rebanada de tu pan —luego se volvió hacia Dulkancellin: Antes que ninguna otra cosa debo decirte, hermano, que tu vida está a punto de cambiar como del día a la noche cambia el color del aire. Confío en que las señales que me precedieron hayan sido útiles para templar tu ánimo y el de tu familia.

—Señales hubo —respondió Dulkancellin—, y todas tan confusas como tus palabras.

El tono de la réplica de su hijo hizo pensar a Kush que era momento de que ella y sus nietos se fueran a la habitación donde dormían. Se puso de pie con discreción; pero nuevamente, Kupuka la detuvo.

—Traigo noticias que a todos nos conciernen. Es importante que ustedes permanezcan aquí para escucharlas. Eso, si Dulkancellin lo permite.

El guerrero asintió con la cabeza y Vieja Kush volvió a ocupar su sitio, en silencio.

—Bueno —dijo Dulkancellin—. Escuchamos las noticias que traes.

El Brujo de la Tierra sacó un tallo oscuro de adentro de una alforja que colgaba de su cinto y estuvo mordiéndolo durante un rato. Su largo cabello blanco, atado con un cordel, dejaba al descubierto un rostro delgado donde se confundían los indicios del tiempo. Las arrugas revelaban el larguísimo tiempo vivido. Pero en sus ojos ardía la misma luz que, desde los ojos de los guerreros jóvenes, alumbraba el campo de batalla.

—Un hombre camina por el bosque en dirección a esta casa. Está muy cerca, ya casi llega. El hombre es un zitzahay, y ha sido enviado por su pueblo como mensajero y guía.

Dulkancellin levantó un poco la mano, solicitándole a Kupuka la palabra.

—¡Espera un momento, Dulkancellin! —dijo el Brujo de la Tierra, intentando apaciguar la ansiedad del guerrero—. Tengo lo que tengo: brumas y vaguedades. Muchas dudas y poca claridad sobre lo que vengo a decir. Ganaremos tiempo si me permites hacerlo sin interrupción. Luego podrás preguntar cuanto quieras aunque, créeme, muy poco seré capaz de responder. Posiblemente, el mensajero que está a punto de llegar pueda hacerlo por mí.

Dulkancellin pareció resignarse y, acodado en las rodillas, se dispuso a escuchar. Las demás miradas se posaron en Kupuka. Detrás de las mantas, Wilkilén trataba de comprender si lo que estaba escuchando tenía o no relación con la Puerta de la Lechuza.

—La Cofradía del Aire Libre vive días de forzosa agitación, empeñada en cumplir a tiempo y sin errores una tarea difícil. Una tarea muy difícil, y en cierto sentido indescifrable aún para quienes ayudamos a llevarla a cabo. Todo comenzó cuando la Cofradía resolvió que era imperioso propagar una noticia. Al parecer, resolvió al mismo tiempo que esa noticia no debía desparramarse a todos los vientos. La indicación de los Supremos Astrónomos fue la de no esparcirla como un pregón que todos pudiesen escuchar, sino como una confidencia. Esparcir la noticia sigilosamente para que alcance sólo a los oídos indicados —el Brujo de la Tierra observó cuidadosamente a sus amigos husihuilkes, rostro por rostro, antes de continuar—. Digo que un anuncio de enorme importancia debió ser llevado de punta a punta de las Tierras Fértiles, sin llamar la atención. Y por añadidura, en un plazo apenas suficiente. ¿No les dije eso? Entonces lo digo ahora: no nos sobra el tiempo. Un anuncio importante, pero furtivo. Grandes distancias y poco tiempo para recorrerlas. Movimientos inusuales en todos los caminos ¡y que nadie lo note! Semejante trabajo es muy arduo, aún para la Magia. Sé que una compleja red de enlaces se inició en Beleram, la ciudad de los Supremos Astrónomos, y desde aquel lugar se abrió como una estrella. He sabido también que, afortunadamente, todos los mensajeros llegaron a destino. Todos, excepto el que viene hacia aquí. Nuestro mensajero partió de Beleram antes que los otros, pero el camino que debió recorrer es el más largo. Algo lo habrá demorado… ¿Quién sabe? Pronto conoceremos la causa de su retraso porque muy poco falta para que esté frente a nosotros.

Ni Dulkancellin ni su familia, como la gran mayoría de los husihuilkes, habían visto jamás a un zitzahay. Conocían de ellos y de la Comarca Aislada lo que contaban las historias y repetían las canciones. La idea de que pronto uno de ellos estaría allí arrimando las manos al fuego, les aceleraba el corazón y los dejaba sin palabras. Un zitzahay llegaba el mismísimo día en que empezaban las lluvias desde el norte lejano de las Tierras Fértiles. ¿Por qué habría hecho tan largo viaje? ¿Y por quiénes? Kupuka habló de «los oídos indicados». ¿Eran sus oídos los que debían escuchar el anuncio? Kupuka habló de los Supremos Astrónomos. ¡Ellos estaban tan lejos de los Supremos Astrónomos! Eran nada más que una familia husihuilke con su pan de maíz y su fuego. Hasta Dulkancellin prefirió continuar en silencio, escuchando lo que el Brujo de la Tierra tenía para explicarles.

—Digo que los Astrónomos dieron un mandato y, sin demora, todos los recursos de la Magia se pusieron a andar para poder cumplirlo —alrededor de Kupuka el silencio y el desconcierto eran la misma cosa—. Muchos son los riesgos de esta tarea. Una noticia tuvo que atravesar secretamente los difíciles caminos de las Tierras Fértiles hasta llegar a aquellos que fueron elegidos para oírla. Sólo a ellos, y a nadie más. Fácilmente, la noticia podría alterarse en el transcurso del viaje, con malas intenciones o sin ellas. La discreción podría perderse por descuido o malicia, y los mensajeros podrían extraviar el rumbo o ser interceptados. Siempre que grandes cosas parecen prontas a suceder, el equívoco y la traición están rondando —el Brujo de la Tierra volvió a masticar el tallo que sostenía en su mano. El jugo dulzón que sorbía le provocaba un visible deleite.

—¿Y bien…? —dijo Dulkancellin, que empezaba a impacientarse.

—Y bien —continuó Kupuka—. Para proteger el resultado de la misión se concertaron precauciones, precauciones y precauciones. La noticia fue enviada por dos vías diferentes. Los mensajeros humanos anduvieron los senderos de la tierra, en tanto otros emisarios se movieron por caminos ajenos al hombre. Hasta mí llegaron los halcones. Fueron ellos los que me convocaron para referirme las novedades, más allá de la Puerta de la Lechuza. El día de la fiesta del Valle, bajé de la montaña y caminé hasta aquel sitio. Del otro lado del límite es posible entender sin reservas el lenguaje de los animales. Claro que es posible sólo para algunos. ¡Pobre del intruso que entre al lugar prohibido para ver y escuchar lo que no debe!

Con las últimas palabras, el Brujo giró bruscamente la cabeza hacia Piukemán, y clavó sobre él dos ojos de tempestad. Nadie, excepto el niño, percibió la lengua de serpiente que salió de la sonrisa afilada de Kupuka, revoloteó en el aire y desapareció. Kupuka vio a Piukemán perder el aliento y el color y, conforme con el escarmiento, volvió a lo suyo.

—Los Brujos que habitan en las islas de los lulus conocieron los nuevos acontecimientos por las mujerespeces. Al más anciano de nosotros se lo contó el sueño que suele anteceder al despertar cuando dormía al pie de su árbol.

Kupuka hablaba y muchas cosas empezaban a tener sentido. El requerimiento de los halcones, al cual el Brujo de la Tierra debió acudir sin aplazamientos, explicaba su ausencia en el Valle de los Antepasados. Y los tambores que de forma tan extraña retumbaron en el bosque hablarían, sin duda, de estos acontecimientos. Dulkancellin quiso entender más.

—Todavía veo muchas cosas oscuras —dijo el guerrero.

—Si las puedes ver no lo son tanto —respondió Kupuka con su modo de burla. Después su voz se corrió hacia la tristeza—. Oscuras, en verdad oscuras, son aquellas cosas con las que tendrás que tropezar para saber que existen. ¡Pero, adelante! Puedes preguntar.

El guerrero mordió una protesta. Los acertijos de Kupuka lo ponían, ese día, de mal humor.

—Respóndeme esto —dijo—. ¿Por qué se designaron mensajeros humanos? Tú hablaste de otros mensajeros. ¿Acaso no son ellos más confiables?, ¿no son sus lenguas más veraces que las del hombre?

—Más veraces, tal vez. Pero menos sutiles —contestó Kupuka—. Sólo las lenguas humanas son capaces de describir el contorno de una pluma, y la aspereza de una mancha en el pico de un pájaro. Los mensajeros humanos contarán los sucesos tan minuciosamente como ninguna otra criatura lograría hacerlo —el Brujo de la Tierra se puso inquieto de repente—. Los hombres serán mucho más que contadores de estos sucesos. Hacedores serán. Los hombres tomarán decisiones y elegirán rumbos. Luego habrá un resultado.

—Déjame ver si he comprendido —dijo Dulkancellin—. Los Supremos Astrónomos escogieron algunos pocos oídos, de un lado y otro de las Tierras Fértiles, para enterarlos de grandes sucesos que acontecen o que acontecerán. Ahora vuelve a responderme. ¿Qué significa eso para nosotros? ¿Por qué cambiará mi vida más que la del resto de los husihuilkes?

—¡Ay, ay, ay! —protestó Kupuka—. ¡Nada parece suficientemente claro para ti! Tú, Dulkancellin, tú eres uno de esos pocos que la Magia ha elegido. El mensajero zitzahay llamará a tu puerta y a tu entendimiento.

Los husihuilkes reconcentraron el silencio. Todos sabían que faltaba escuchar lo más importante.

—Hermano, tu vida cambiará. ¡Bien harás en aceptar esto sin rebeldía! Y cambiará también la de ellos —Kupuka, que había abandonado el tono burlón, señaló a los demás con un gesto vago de su mano nudosa—. El hombre zitzahay te llevará con él. Y será por largo, largo tiempo. Tal vez…

—¿Me llevará con él? ¿Adonde? —interrumpió Dulkancellin.

—Muy lejos de aquí. A la Comarca Aislada.

Dulkancellin se levantó, llegó frente al Brujo y se puso en cuclillas para verle los ojos de cerca.

—Sólo soy un guerrero husihuilke. Aquí tengo a mis vivos y a mis muertos. Todo lo que necesito está en este bosque. Dame las razones por las que debo partir a la tierra de los zitzahay y entrometerme en los laberintos de la Magia.

—Te las daré —respondió el Brujo de la Tierra—. Debes hacerlo porque eres un guerrero husihuilke, porque aquí tienes a tus vivos y a tus muertos y cuanto necesitas lo encuentras en el bosque. Y porque, tal vez, todo eso esté en peligro.

Dulkancellin iba a seguir preguntando pero Kupuka se apuró a impedirlo.

—¡Ya basta! El mensajero está llegando. Después habrá momentos para las palabras —de inmediato se dirigió a Kush: ¡Tú, mujer, ya puedes entibiar esa menta! El visitante llegará con frío.

Vieja Kush se levantó sin demora. Un poco para cumplir el pedido de Kupuka, y otro poco para llevarse con ella la tristeza. El guerrero se puso de pie y se alejó del fuego. También el Brujo de la Tierra abandonó su alfombra y, con la mirada de los niños puesta sobre él, caminó hasta un costado de la habitación. Wilkilén vio pasar al Brujo muy cerca de su escondite, y se puso a tiritar como afuera tiritaba el follaje. Kupuka, sin embargo, no parecía adivinar su presencia. Lentamente, desanudó el morral. Muchas cosas debía guardar en él, a juzgar por lo difícil que le resultó a Kupuka encontrar lo que buscaba. Finalmente, extrajo un pote de arcilla del tamaño de una nuez que, sujeto entre dos dedos, les mostró a todos. Kush lo interrogó con la mirada.

—Esto es para los niños —respondió Kupuka a la muda pregunta de la anciana—. Les aliviaría, si hiciera falta, la comezón de ciertas picaduras.

El Brujo de la Tierra levantó su rostro hacia el techo y rió con una carcajada sonora que resultó incomprensible para la mayoría de los presentes.

—¡Aquí está! ¡Por fin ha llegado! —dijo Kupuka sin dejar de reír. El visitante llamó tamborileando la puerta con sus dedos. Cuando Dulkancellin abrió, tuvo que bajar la vista para ver de quién se trataba. Desde abajo, un hombre que tenía estatura de niño lo saludó con una sonrisa de luna creciente colgada de sus grandes orejas. El breve plazo que tardó Dulkancellin en reaccionar, abrumado por la extravagante aparición, fue muy valioso para el recién llegado que, rápidamente, se introdujo en la casa por un espacio al costado del guerrero. En dos saltos, el visitante se ubicó en el centro de la habitación. Dulkancellin giró en su lugar dispuesto a increpar duramente aquella entrada descomedida. Pero el pequeño hombre habló antes:

—Cucub es mi nombre. Mi país es la Comarca Aislada, allí vi por primera vez la luz del sol. Voy de un lado a otro lado haciendo prodigiosos malabares y recitando hazañas. Tengo oficio de artista ambulante, es lo que mejor sé hacer. A mi pesar, me designaron mensajero y, aún así, no lo he hecho nada mal. Quizás me retrasé un poco. Muy poco, una miga de tiempo. Pero estoy aquí, arribé al destino de mi duro viaje y eso es lo importante. ¡Hermanos, Cucub los saluda!

El interminable palabrerío fue dicho a gran velocidad, con una voz algo chillona y exageradamente alta para el lugar en el que se encontraban. El zitzahay compuso su presentación valiéndose de ademanes, exclamaciones y reverencias, como un histrión frente a la muchedumbre. Cuando terminó, todos parecían contentos de que Cucub estuviese entre ellos. Casi todos.