Un Viajero

Un hombre abandonaba Beleram al amanecer. A esas horas la ciudad ya estaba en pleno movimiento. Algunos sirvientes de la Casa de las Estrellas alisaban el terreno de juegos, y los vendedores rezagados acarreaban sus productos, cuesta abajo y de prisa, por las callejuelas que desembocaban en el mercado. Los sabrosos olores de los puestos de comida saturaban el aire. En uno de ellos, el hombre se detuvo a comprar una tortilla envuelta en hojas. Olía especialmente bien y le costó unas pocas almendras de oacal. Aquella pausa prematura no estaba contemplada en el riguroso itinerario que los Supremos Astrónomos le habían trazado, pero ¡cuántas veces el recuerdo de ese sabor le devolvió la entereza para seguir el camino!

Muchas personas lo conocían en Beleram, y varias de ellas lo saludaron al pasar. Su equipaje decía a las claras que salía de viaje. El hombre dejó la Casa de las Estrellas con la mitad, y menos, de lo que atesoraba cuando llegó: una bolsa repleta de objetos insólitos, además de los muchos que llevaba encima. Los Supremos Astrónomos le exigieron reducir la carga. Y a pesar de las sensatas razones con que él intentó demostrarles la utilidad de cada una de sus pertenencias, tuvo que resignarse a prescindir de muchas y fantásticas cosas. «¡Recuérdenme que las reclame a mi regreso!», se fue protestando. Su equipaje, por menguado que estuviese, era suficiente para delatar el viaje. Sin embargo, ninguno de los muchos que lo vieron pasar se ocuparon de averiguar la causa ni el rumbo. Ir y volver era lo que él siempre hacía.

La primera parte del viaje fue desandar lo que pocos días atrás había andado. Atravesó la plaza y el terreno de juegos, bajó por la calle del mercado, dejó atrás el naranjal y las primeras poblaciones. «¡Adiós, Beleram!», dijo sin volverse a mirar. «¡Aprovecharé el largo camino para hacerte una canción!»

Pasó el puente que cruzaba sobre el río, y siguió hasta Amarilla del Ciempiés. De Amarilla del Ciempiés caminó hasta los Montes Ceremoniales, los atravesó por un atajo difícil. Y entonces sí, elogió el paisaje con toda su voz. «¡He llegado al valle más hermoso del mundo!» Trece veces Siete Mil Pájaros, así se llamaba el sitio. «Perfumado como pocos, musical como ninguno de los muchos que me ha tocado oír». El viajero hubiera querido demorarse allí algunos cuantos días, pero sabía que no era posible. Continuó su marcha en dirección al mar, y un buen día se halló descendiendo las dunas de arena.

Los Astrónomos le habían ordenado que aguardase en la orilla la llegada de las mujerespeces. Y las mujerespeces vinieron desde el atardecer. Traían una pequeña embarcación que dejaron cerca de la costa, donde el viajero pudo alcanzarla sin dificultad. El viento venía con ellas, por eso el cabello les revoloteaba delante. Después les revoloteaba a las espaldas, cuando se volvieron en dirección al atardecer; y el viento, no.

La barca no se diferenciaba en nada de la que cualquier zitzahay podía construir con algunos haces de totora y unos pocos secretos. Dentro de la barca, había un par de remos y una generosa ración de víveres. El sol alumbró de nuevo y, aunque el aire se había aquietado, el hombre zitzahay se dispuso a zarpar. «¡Adiós, mi Comarca Aislada! Estaré tan lejos de tus estrellas, como nunca antes lo estuve».

Navegó por la Mansa Lalafke porque allí el mar se estaba quieto, ceñido entre orillas. Cortar camino por aquella bahía le ahorró al viajero muchas jornadas. El camino por tierra era largo y muy escarpado donde se confundía con las últimas estribaciones de las Maduinas.

A partir de la mañana en que desembarcó, las cosas para él tuvieron que cambiar. Desde ese preciso instante, aquel viaje debía tornarse migaja y silencio para que un secreto siguiera resguardado. ¡Nadie debía ver a un zitzahay caminando esos lados del continente! Por eso, el viajero agradeció a la barca que lo había transportado, y luego la destruyó hasta las huellas.

Cualquiera que quisiese llegar a Los Confines por el norte, se veía obligado a atravesar el país de los Pastores del Desierto. Los Astrónomos le indicaron caminar sin perder la orilla del Lalafke. De esa forma, evitaría ser visto; porque los Pastores jamás se acercaban al mar. «Por supuesto que así lo hice. Caminé sobre el trazo de los Astrónomos y, hasta donde sé, no me vieron ojos humanos».

Dijo después, en cada ocasión que narró el viaje, no una sino muchas veces.

Dijo «ojos humanos» porque desde que pisó la Tierra sin Sombra un águila lo anduvo rondando. A veces, desaparecía… En una ocasión lo hizo durante toda una jornada, pero siempre regresó. El hombre se alegraba de verla nuevamente, volando alto sobre su cabeza. «Me alegraba como al ver la propia casa cuando uno vuelve bajo los relámpagos». ¡Y claro que tenía motivos para la alegría! Viajando solo y por tierras extrañas no es difícil perder el rumbo, confundir una referencia, desconcertarse en la llanura o en la encrucijada. Siempre que eso sucedía, el ave bajaba graznando. Y con su vuelo, ida y vuelta entre un viajero desconcertado y el camino certero, indicaba por donde continuar. Además, el águila acostumbraba traer en su pico unas hojas carnosas, llenas de jugo reconfortante, que aumentaron la reducida provisión de agua que únicamente podía renovarse en los pocos oasis cercanos a la costa.

Así anduvieron interminables jornadas. «Ella por el cielo, yo por el arenal; y nunca al revés».

Aquel desierto parecía no tener fin. Días de penoso calor, noches heladas. Días y noches, noches y días, y el paisaje siempre idéntico. De tanto en tanto, el que andaba solo por el desierto tiraba un guijarro delante de sí para convencerse de que estaba avanzando. «Has alcanzado el guijarro que tiraste. Serénate, estás caminando. Y con un poco de fortuna, será en la dirección correcta», así decía para su propio consuelo.

Los Supremos Astrónomos le habían enseñado a ordenar el esfuerzo y el descanso, a fin de soportar el desierto. Mientras estuviese en la Tierra sin Sombra, debía iniciar su marcha al atardecer. «Envolverme en mi manta y caminar. Ganar terreno durante la noche y en las horas tempranas de la mañana, porque apenas el sol se alzaba debía armar mi toldo a la mezquina sombra de los espinos, beber mi agua y dormir. Dormir y despertar con cielo rojizo, sumergirme en el mar, comer mi vianda y proseguir el viaje».

Con frecuencia, en medio de la noche, se alzaba un viento lleno de arena, lastimador. ¡Ni pensar en seguir! Los ojos cerrados, la boca apretada y agazapado bajo su manta, se quedaba añorando el aroma de aquella tortilla envuelta en hojas, y esperando a que el viento amainase. Eso sucedía de a poco. Las ráfagas se demoraban en llegar y azotaban menos, la arena volvía a la arena. Y recién entonces, a la cola del viento, podía reanudar la marcha.

«¡Extraño país es la Tierra sin Sombra, donde el mar y el desierto se encuentran en la costa y no se sabe cuál muere y cuál mata!»

Pero un amanecer, un día antes de que su correa tuviera ciento cuarenta marcas, llegó al Pantanoso. El viajero sabía que después de aquel río estaría pisando Los Confines, tierra habitada por los husihuilkes. El aire se sentía diferente, y la vegetación empezaba a aparecer en manchones dispersos.

Para poder cruzar el Pantanoso debió alejarse de la desembocadura, que no era sino una extensa ciénaga que se metía en el mar. De haber seguido por allí, seguramente el lodo se lo hubiera tragado. El mapa de viaje le indicaba caminar tierra adentro. Y aunque aquello también tenía sus riesgos, no eran ni tan fatales ni tan ciertos como los que deparaba el lodazal. Alejarse del mar significaba exponerse a ser visto por los Pastores, que sí frecuentaban los parajes del Pantanoso. Los hombres del desierto llevaban sus animales hasta allí para que bebieran y pastaran. O bien atravesaban el río para comerciar en Los Confines. Los llamellos eran muy apreciados en algunas aldeas husihuilkes, y los Pastores los dejaban a cambio de harina, hierbas medicinales y otros de los tantos bienes que no podían obtener en sus oasis. Como fuera, las posibilidades de ser descubierto se acrecentaban, utilizando el mismo puente por el que los Pastores iban y venían con sus mercancías.

El viajero recién iniciaba el cruce, cuando el águila se puso a graznar insistentemente volando a su alrededor. ¿Qué estaba tratando de decirle? Esta vez, no podía haber equivocado el rumbo. El río era el río. El puente era el puente y tenía sólo dos direcciones: hacia el sur estaba su destino final, hacia el norte estaba el regreso. «¡Amiga, no pretenderás que vuelva al desierto!» Giró siguiéndole el vuelo, y enseguida comprendió cuál era la causa de tanto graznido y tanto aleteo. Un gran rebaño de llamellos avanzaba en dirección al Pantanoso. Apenas si se distinguían los primeros animales; el resto del rebaño era una mancha, pero donde hay llamellos, hay Pastores. Y como, por las inmediaciones, no se veían ni matas suficientemente grandes, ni mucho menos árboles detrás de los cuales acuitarse, el hombre decidió que era urgente redoblar la ventaja que les llevaba y se puso a caminar con toda la rapidez de sus cortas piernas.

Por no pensar en el cansancio, se puso a pensar en los llamellos. De tanto pensar, terminó preguntándose cuál sería la suerte de esas enormes bestias rojizas en la selva de la Comarca Aislada. ¿Cómo avanzarían entre la maraña con sus cuerpos pesados y sus largas patas? No podían trepar ni volar; tampoco adelgazarse como el jaguar, o arrastrarse como la víbora. Los imaginó irremediablemente enredados y añorando sus extensos territorios de arena. Pero justamente entonces reparó en su propio enredo y en su propia añoranza. «¿Qué dices de ti, zitzahay? ¿No es la selva tu territorio y, a pesar de eso, acabas de atravesar el desierto?»

Acababa de atravesarlo, ¡claro que sí! Disfrute su primer paso fuera del puente, y miró hacia arriba en busca del águila. Quería pedirle que se riera con él, pero no pudo encontrarla. Al fin, de puro contento, se rió solo.

Detrás de él, quedaron la desolación, el Pantanoso y los rebaños de llamellos. El bosque se veía cercano. Y con el bosque, aparecía la promesa de un viaje más grato.

Siguió andando. Al poco tiempo notó que el águila no lo había seguido; pero entonces no se preocupó porque, ya lo sabía de sobra, era su costumbre desaparecer. Cuando arribó a las primeras sombras ciertas comenzó a buscarla. Miró tanto al cielo que la confundió con otros pájaros. Por culpa de llevar los ojos hacia arriba, tropezó con cuanto obstáculo había en el camino. Dijo «águila» bajito porque no podía gritar. Dijo «amiga». Buscó y buscó, hasta que comprendió que el águila se había quedado en el desierto. «¡Y yo, pensando en los llamellos!» A pesar de la benevolencia del bosque, no pudo olvidarla. «Vean que aún no he podido».

Nadie fue enviado en lugar del ave para brindarle ayuda. O al menos, él no lo advirtió. Y aunque anhelaba tener alguien con quien conversar, lo cierto es que, cruzando el Pantanoso, el viaje se hizo tan fácil que no necesitó socorro. El camino elegido lo mantuvo a buena distancia de las regiones donde se enclavaban las aldeas de los guerreros del sur. El resto lo hicieron su oído, su olfato y su habilidad para caminar sin ruido. «¡Ignoro si las estrellas me asistieron!»

Por esquivar las poblaciones husihuilkes tuvo que seguir una ruta enrevesada, llena de desvíos, serpenteos y contramarchas. Sin embargo, jamás equivocó sus pasos. En Los Confines los indicadores del rumbo resultaron ser inconfundibles. ¡Cuánto más que en la Tierra sin Sombra! Allí no había otra cosa que las Maduinas al este, el Lalafke al oeste, y siempre arena. En cambio, en el bosque de Los Confines era imposible no advertir la gran cascada o el estero que señalaban cómo continuar. Era imposible extraviarse en un lugar donde cada cosa parecía un gesto que apuntaba al buen camino. Ríos que se derrumbaban hacia el oeste, un enorme cipresal quemado por el fuego del rayo, lagunas gemelas, surgentes, extensiones de lava, cavernas… «Tanto me guió el paisaje que, como hacía en mi tierra, caminé cantando», contó después.