¿Dónde está Kupuca?

Los husihuilkes vivieron en Los Confines, en el sur más remoto de un continente al que sus habitantes llamaron Tierras Fértiles. El país de los guerreros fue un bosque entre las montañas Maduinas y el Lalafke. Un bosque atravesado por ríos caudalosos que subía cipreses hasta la cima de las montañas, y llegaba hasta la playa con laureles y naranjos. El país husihuilke fue un bosque en el sur de la Tierra.

Bastante más al norte de Los Confines, subiendo durante muchas jornadas una ardua pendiente, habitaron los Pastores del Desierto. Un linaje de criadores de llamellos que se extinguió con los últimos oasis. Todavía hacia el norte, y en la otra orilla del continente, vivió el pueblo de los zitzahay. Y más allá de las Colinas del Límite, los Señores del Sol levantaron una civilización de oro. Tal vez, algunos pueblos vivieron y murieron en la cerrazón de la selva madre, sin salir jamás de allí. Y por fin, hubo otros: la gente que habitó donde los mares eran de hielo y el cielo era oscuro, porque el sol se olvidaba de ir.

En Los Confines, Dulkancellin y su familia se acercaban al Valle de los Antepasados la mañana del día que recomenzaban las lluvias.

A mitad del viaje, Thungür pidió permiso a su padre para adelantarse un trecho en el camino. El andar de Kush y de las niñas le resultaba demasiado lerdo, y él no quería desaprovechar aquella mañana. Concedido el deseo el muchacho tomó ventaja y enseguida se perdió de vista.

El lugar exacto donde los husihuilkes iban a reunirse era un espacio casi circular, totalmente cubierto de una hierba rastrera, y contorneado por un crecimiento de grandes hongos blancos. Árboles y malezas se agolpaban alrededor, como para ver la fiesta de los hombres sin trasponer el límite.

Ya casi llegaban cuando vieron que Thungür venía por el camino, en dirección a ellos. Algo traía con él. Algo muy especial, sin duda, porque lo levantaba con todo su brazo estirado y lo agitaba ansiosamente.

—¿Qué trae? ¿Qué habrá encontrado? —se preguntó Kume en voz alta. Y atraído por la ansiedad de su hermano mayor, corrió a encontrarlo.

Piukemán y Kuy-Kuyen lo siguieron de inmediato. Ellos iban adivinando, con la voz entrecortada por la carrera: colmillos… una piedra azul… un caparazón… pezuñas de lulu. Wilkilén, que corría detrás, gritaba cuanto podía para hacer escuchar su vocecita:

—¡Una naranja! ¡Thungür trae una naranja para mí!

Thungür se había detenido, y los esperaba con su tesoro escondido a las espaldas.

—A ver —pidió Kume.

Pero Thungür movió la cabeza en señal de negación. Kume y Piukemán entendieron que, esa vez, no se trataba de un juego; que no debían rodear a su hermano y marearlo y derribarlo para quitarle por la fuerza lo que ocultaba. Kush y Dulkancellin los alcanzaron en ese momento. Dulkancellin no necesitó ni una sola palabra. Miró a su hijo mayor y esperó para conocer la causa de su miedo. Muy despacio, Thungür separó la mano de su espalda y la llevó hacia adelante. Ante los ojos de todos apareció, por fin, lo que estaba ocultando.

—Era eso —protestó Piukemán, decepcionado—. Una pluma negra que, además, es muy pequeña.

Para él, igual que para las dos niñas, el enigma estaba resuelto. Y perdido todo interés, los tres se desentendieron del asunto. El resto de la familia, en cambio, reconoció de inmediato que se trataba de una pluma de oropéndola. Vieja Kush, Dulkancellin, Kume y Thungür, todos ellos sabían que, según el modo de encontrarla, una pluma de oropéndola tenía su significado. Era un anuncio del bosque que no se debía desdeñar.

—¿Cómo la encontraste? —preguntó Dulkancellin, mientras recibía la pluma de la mano temblorosa de Thungür.

—Ya había rodeado el estero. Me faltaba muy poco para llegar a la última bajada, antes del Valle. Y entonces, donde se juntan las encinas viejas, escuché mi nombre. Me tapé los oídos pero volví a escucharlo. Venía desde arriba, desde la copa de una encina que estaba a mi izquierda. Levanté la cabeza y vi caer la pluma. En ese momento, cantó la oropéndola.

—¿Y tú qué hiciste, Thungür? —esta vez fue Kush la que preguntó, acercándose un poco a su nieto. Hacía tiempo que Thungür había sobrepasado a su abuela en altura. Y hacía tiempo, también, que conocía sus deberes.

—Me quedé muy quieto y, sin moverme ni un paso del lugar en el que me había detenido, levanté las manos con las palmas juntas y abiertas.

—Cerraste los ojos… —Kush lo acompañó con un murmullo.

—Cerré los ojos para no buscarla ni esquivarla, y esperé. Pasó un rato y creí que la pluma ya estaría en la tierra. Pero cuando iba a abrir los ojos, la sentí caer en mis manos. Kush habló otra vez, como si recordara:

—La oropéndola volvió a cantar…

—Así es —dijo Thungür—. Después voló en círculo sobre mi cabeza y se alejó.

El bosque ponía una pluma de oropéndola en manos de un varón husihuilke como forma de anunciarle que, en poco tiempo, recaería sobre él la responsabilidad de procurar sustento y protección a su familia. Esta, de entre sus muchas voces, era la que el bosque elegía para advertir que alguien estaba próximo a dejar su lugar y sus deberes. Y para prevenir a quien debía heredarlos. Esta vez, el mensaje era para Thungür. ¿Qué pasaría con Dulkancellin? ¿Por qué dejaría de estar allí como cada día desde que Thungür tenía memoria? ¿Cómo podría él reemplazar a su padre? Thungür se esforzaba en ocultar el desconsuelo. Pero sus brazos le resultaban muy pesados y sus piernas, demasiado débiles. ¿Qué estaba a punto de ocurrir? ¿Quién le aliviaba la tristeza? ¿Quién le indicaba lo que debía hacer?

Thungür no necesitó decir nada de esto porque, antes de hacerlo, tuvo su repuesta.

—Sigue caminando hacia el Valle. Eso es lo que ahora tienes que hacer —le dijo Dulkancellin.

Thungür dudaba, quieto en su lugar. Entonces Dulkancellin volvió a hablar alzando apenas la voz:

—Vamos, Thungür, sigue caminando.

La familia reanudó la marcha en dirección al Valle de los Antepasados, caminando muy juntos unos de otros. Los más pequeños, que adivinaron en el rostro de los mayores algún suceso fuera de lo común, prefirieron no averiguar de qué se trataba.

Sin embargo, el mismo bosque que ocasionó la pena ayudó a disiparla. El olor de la lluvia cercana y la nitidez con que los árboles se veían detrás del viento les hicieron pensar que cualquier dolor estaba muy lejos. Y a poco de andar, el buen ánimo volvió a los corazones husihuilkes.

Kume tomó una piedra y la arrojó a ras del suelo, tan adelante como pudo. Thungür y Piukemán aceptaron el desafío. Y los tres continuaron el viaje corriendo hasta donde las piedras habían llegado, para volver a arrojarlas después de disputarse la victoria.

Kuy-Kuyen y Wilkilén caminaban tomadas de la mano, cantando una canción de cuna. Kush se sonrió de ternura, y revolvió en sus pertenencias hasta encontrar la flauta de caña. Para tocar con mayor comodidad la anciana cargó el morral sobre la espalda y se arremangó hasta los codos el manto que la cubría. La melodía, sencilla y monótona, se sumó a la tranquilidad recobrada. Vieja Kush disminuía cada vez más el ritmo de la marcha, tan concentrada como estaba en soplar las notas justas. Su hijo y sus nietas retenían el paso con la intención de no distanciarse de ella.

Con andar de flauta llegaron, por fin, a la cima del camino. En Los Confines, el terreno ascendía desde la orilla del mar, a través de las aldeas y del bosque, y acababa fundiéndose con las Maduinas. Claro que la pendiente se interrumpía numerosas veces. Bajaba hasta un estero o hasta un lago. Caía en seco con un manantial, o se inclinaba suave. Pero siempre volvía a retomar su destino de montaña. Allí donde Dulkancellin y su familia se detuvieron un momento, antes de recorrer el último tramo, el terreno iniciaba su descenso al valle. También los árboles bajaban un poco, hasta que el círculo de hongos blancos los detenía.

Gente de todas las aldeas llegaba al lugar. La mayoría venía en grupos numerosos por cualquiera de los tres caminos principales. Algunas familias llegaban solas debido a un retraso en la partida o a la ubicación de sus casas, que les facilitaba la entrada por un atajo. La familia de Dulkancellin se contaba entre estas últimas. También ellos habían tomado una senda que acortaba el camino al Valle de los Antepasados.

A medida que iban llegando, los husihuilkes descargaban sus morrales y se ponían a saludar parientes por todo el valle. Entre ellos había quienes se veían con frecuencia; pero muchos otros lo hacían, solamente, en días excepcionales. Hombres y mujeres se agrupaban en rondas diferentes, igual que se repartían las habilidades y los trabajos.

Apenas vieron acercarse a Dulkancellin, varios guerreros se adelantaron a recibirlo. Las mujeres rodearon a Vieja Kush, que saludó a las casadas con un beso en cada mejilla y a las solteras con una palmada en la frente.

La gente de Los Confines amaba a sus ancianos. Y Vieja Kush lo era más que nadie. Quienes crecieron a su par habían muerto años atrás, mientras que ella seguía recorriendo el bosque.

—Me dejaron aquí olvidada —decía Kush cada vez que se hablaba del asunto—. Y debe ser porque no hago ruido.

Vieja Kush tuvo a su hijo muy tardíamente, cuando ya nadie lo creía posible. En esa ocasión, los husihuilkes hablaron de un prodigio.

—Es un don que la vida le da a Kush por ser de cora-zón suave y manos ásperas —así se murmuró, durante largo tiempo, en Los Confines.

La reunión se animaba. Desde Paso de los Remolinos y Las Perdices, desde Los Corales, desde las aldeas que estaban al norte del río Nubloso y, más lejos, desde Wilú-Wilú iban bajando los husihuilkes.

La mayor parte hacía todo el camino a pie. Los que vivían del otro lado del río dejaban sus canoas amarradas en la orilla, y después caminaban hasta el Valle de los Antepasados. Sólo unos pocos, especialmente los que venían de las aldeas altas, llegaban montados en llamellos.

Gente de una tierra asombrosamente abundante, los husihuilkes preveían su sustento tanto como los animales del bosque preveían el suyo. Era seguro que los manzanos repetirían cada año sus manzanas, que los animales de caza procrearían a su tiempo, que un solo zapallo guardaba las semillas de muchos otros. Y a nadie se le ocurría pensar que semejante previsión pudiera mejorarse.

Como excepción, un poco antes del comienzo de las lluvias los husihuilkes acopiaban más de lo habitual para poder afrontar los largos días de aislamiento, cuando el mar y la tierra se volvían hacia adentro y el bosque mezquinaba sus bienes. Hombres y mujeres redoblaban su esfuerzo. Cazaban o hilaban, amasaban arcilla, curtían pieles y tejían cestos. Unos pescaban y guardaban la pesca en sal, otros secaban fruta. Pero ninguno aprovisionaba para sí otra cosa que lo indispensable. El sobrante se trocaba en el Valle de los Antepasados. Así, la abundancia de una aldea compensaba la escasez de otra. Y las habilidades de cada uno resultaban provechosas para todos.

Los habitantes de Wilú-Wilú obtenían valiosas piedras de las montañas: pedernal para encender los fuegos y sílex para fabricar hachas y puntas de flecha. Pero a cambio, necesitaban la sal y los peces desecados que la gente de Los Corales acarreaba en cestos de junco. Los cestos se fabricaban en las aldeas que estaban a orillas de El Nubloso, donde los juncos crecían como plaga. Allí también modelaban recipientes de barro cocido: cántaros, vasijas, y unas pequeñas tinajas muy apreciadas en Hierbas Dulces, porque en ellas guardaban los colmeneros la miel roja de sus panales. Las mujeres de Paso de los Remolinos, célebres tejedoras, llevaban mantos y paños de lana que resultaban imprescindibles en los inviernos a orillas del mar para los pescadores de Los Corales.

Los bienes se depositaban en hileras que los husihuilkes recorrían sin apresuramiento. Como cada aldea conocía las necesidades de las demás, y como en todas ellas se tenía en cuenta los hechos desacostumbrados que, para bien o para mal, hubieran alterado la vida de sus vecinos, la mayoría de los intercambios eran predecibles y se repetían con pocas variaciones de año en año.

Aquella vez, Kush había llevado tres mantas de lana teñidas de color verde y adornadas con guardas rojas y amarillas. A cambio de ellas, eligió un vaso para moler maíz, cuero para renovar las botas de los varones, hierbas medicinales y algo de pescado seco.

Terminado el tiempo de dar y recibir, Vieja Kush, igual que el resto de las mujeres, se ocupó en los preparativos de la comida.

Los músicos, ubicados en diferentes lugares del valle, recibían la visita de pequeños grupos que se cruzaban yendo de un instrumento a otro. Los que venían de escuchar el sonido oscuro del tambor caminaban ensimismados. Otros todavía bailaban los sones del racimo de calabazas secas. Las trenzas de junco engomadas demoraban en callarse. Por eso, la gente a su alrededor recordaba tiempos pasados. Solamente el flautista no se quedaba quieto. Daba vueltas al valle, una y otra vez, tocando su canción. Detrás suyo, el cortejo se renovaba a cada vuelta.

Cuando la flauta pasó frente a Kush, la anciana abandonó un momento su tarea para saludarla.

—Ven a cantar conmigo, Vieja Kush —le dijo la flauta.

—No te falta compañía, silbadora —respondió Kush—. Mejor sigo con mis quehaceres.

La anciana levantó la mano en señal de saludo y volvió a concentrarse en acomodar palmitos en una corteza. Apenas la tuvo lista, llamó a su nieta mayor:

—¡Kuy-Kuyen, ven aquí! —la niña llegó enseguida y Kush continuó: Llévate esta bandeja para convidar y, cuando se vacíe, regresa por más. Antes, saca uno para ti.

Kuy-Kuyen tomó un palmito y lo mordió con gusto. Por allí cerca, Wilkilén había estado mirando.

—¡Abuela Kush! Dame algo para el convite —pidió la niña.

—Ven aquí que te acomodo un poco la ropa —dijo su abuela. Le ajustó las tiras que sostenían la botitas de piel, acomodó el gorro con orejeras que le enmarcaba el rostro con flecos de colores y se aseguró, especialmente, de que la capa estuviese bien cerrada. Mientras tanto, Wilkilén miraba el viento arriba del valle y, por imitarlo, soplaba con fuerza y balanceaba los brazos como si fueran ramas.

—Podría terminar más rápido si te quedaras quieta —le dijo Kush.

Wilkilén trajo del cielo una mirada pensativa.

—Era para saber si la gente se cansa de ser viento —y bajando los brazos, agregó—: sí, se cansa.

Vieja Kush miró a su nieta, y la pluma de oropéndola le volvió al recuerdo. Abrazó fuerte a la pequeña. Le besó las mejillas heladas buscando atenuar la inquietud que había vuelto a sorprenderla. Y de inmediato, se ocupó de satisfacerle el deseo.

—Veamos qué puedo darte —murmuró un poco para sí, un poco para la niña. Finalmente eligió una vasija de tamaño regular donde había preparado una crema espesa de nueces y hierbas, buena para untar el pan.

—Llévalo así para que puedan servirse —dijo, al mis-mo tiempo que hundía en la crema pequeñas paletas de madera—. Será bien recibido.

Wilkilén partió con la vasija, atenta a sus propios pasos. Vieja Kush la acompañó con la mirada y, cuando casi la perdía de vista, vio llegar a Dulkancellin.

Su hijo venía a buscarla, pues juntos debían ir a saludar a los parientes de Shampalwe que habían venido desde Wilú-Wilú.

—¿Estás lista, Kush? —le preguntó.

—Sí. Toma de ese morral unos obsequios que les he traído y vamos para allá.

Partieron en silencio. A ninguno de los dos le resultaba sencillo volver a ver los ojos de Shampalwe en los de sus hermanos. Sin embargo, la fiesta del Valle era una de las pocas ocasiones en que los parientes podían abrazar a los niños, y conocer las novedades. Wilú-Wilú quedaba al pie de las montañas Maduinas, lejos de Paso de los Remolinos. Por esta razón, muy pocas veces durante el año los parientes volvían a reunirse.

El cielo se oscurecía rápidamente y el aire se enfriaba. Cobijados en el valle, los husihuilkes miraban el viento sobre sus cabezas, como antes Wilkilén lo había hecho, y vaticinaban un difícil regreso a sus casas. La fiesta ya no tardaría en terminar y una sola pregunta andaba de boca en boca: ¿Dónde está Kupuka?

Kupuka no estaba en el Valle de los Antepasados. El Brujo de la Tierra, el que veía más lejos que nadie y conocía el idioma del tambor no llegaba, como era su costumbre, cargando un morral lleno de misterios para recibir junto a ellos la lluvia nueva. Con una sorda sensación de soledad, los husihuilkes se preguntaban cuál sería la causa de su ausencia.

Alguien que no pensaba en Kupuka pasó a través de la pregunta repetida, casi sin escucharla. Caminó tratando de hacerse invisible, atravesó la línea de los hongos blancos y siguió más allá. Tomó el camino del oeste, cuesta arriba, hasta donde se bifurcaba por primera vez en un sendero angosto. Este sendero, que se apartaba del camino principal, abandonaba también el ascenso para volver a bajar con una pendiente muy pronunciada. Cuando el sigiloso llegó allí empezó a descender con una velocidad sorprendente, andando de costado y compensando el declive con su cuerpo. Pero, enseguida, una voz familiar lo llamó:

—¡Piukemán! ¡Piukemán, espérame!

Un poco sorprendido, pero mucho más, enojado, Piukemán se detuvo y miró hacia atrás. Wilkilén lo había seguido y estaba bajando por el sendero casi sentada para no caerse. Piukemán volvió sobre sus pasos.

—¿Qué estás haciendo aquí, Wilkilén? —gritó furioso—. ¡Siempre estropeas todo!

—Yo no… —intentó decir la niña. Pero Piukemán la interrumpió:

—¡Ahora no digas nada!

Los ojos negros de Wilkilén se llenaron de lágrimas y, como siempre que estaba triste, se puso a jugar con sus trenzas.

—¡Y tampoco llores!

Entonces, justo entonces, Wilkilén se puso a llorar porque Piukemán era su hermano querido, y nunca antes la había tratado de esa manera.

Pero Piukemán ya no la miraba. Estaba tratando de decidir si regresaba con ella al Valle de los Antepasados, o si la llevaba de compañera en la desobediencia. No podía dejarla volver sola. Pero si abandonaba aquella oportunidad tendría que esperar hasta la fiesta del sol, y eso parecía demasiado. Tomó a Wilkilén de la mano y reanudó la marcha hacia abajo.

El sendero que seguían los hermanos era el único que llegaba hasta la Puerta de la Lechuza, más allá de la cual estaba prohibido el paso.

Piukemán era, entre los varones, el más parecido a su madre. De ella le venía esa urgente curiosidad por todas las cosas. Shampalwe había pagado con su vida el interés por las extrañas flores de la cueva. A su tiempo, también Piukemán pagaría un alto precio. Desde que tuvo suficiente entendimiento, empezó a preguntar qué había del otro lado de la Puerta, y quién prohibía a los husihuilkes llegar allí. Pero nunca, hasta ese momento, había obtenido respuestas. Finalmente decidió averiguarlo por sí mismo. Dos veces, en celebraciones pasadas, había abandonado el Valle de los Antepasados y recorrido el sendero hasta el límite de lo permitido. Y las dos veces fue mayor el miedo y regresó sin atreverse a quebrantar la inmemorial prohibición. Piukemán tenía vividas once temporadas de lluvia, y no estaba dispuesto a dejar que pasara otra sin atreverse a cruzar la Puerta de la Lechuza. No llegarían a tres sus derrotas. La ocurrencia de Wilkilén consiguió hacerlo vacilar. Pero incapaz de resignarse a ser vencido nuevamente, resolvió seguir adelante aunque tuviera que llevar de la mano a su hermana menor.

El atajo abrupto y estrecho que descendieron con bastante dificultad, los dejó en un bajo donde la luz apenas llegaba. El aire de aquel lugar, muy frío y espeso de humedad, punzaba en la respiración. Una capa de hojas que por partes se engrosaba considerablemente, sostenía el paso de los niños, permitiéndoles avanzar sin embarrarse. Al pie de los árboles se multiplicaban las especies de la sombra. Plantas rastreras, hongos, y pequeños gusanos que aparecían por montones bajo cada piedra desplazada eran la más visible manifestación de la vida. Piukemán ya había estado allí, por eso marchó directamente a reencontrarse con el sendero aunque parecía como intencionalmente disimulado. Anduvieron un trecho en línea zigzagueante y apretada de vegetación, cada vez más adentro de aquella hondonada oscura. Los dos hermanos avanzaban tiritando y golpeando los dientes. Ni siquiera los mantos que llevaban bien ceñidos al cuerpo les servían de mucho porque el frío mojado les estaba trepando por los pies. De pronto, el camino se enderezó y el espacio se despejó de maleza. Habían llegado a la Puerta de la Lechuza.

Frente a ellos se alzaban dos árboles enormes, separados uno del otro la medida de un hombre con los brazos abiertos. Desde cierta distancia, se veía con claridad que el espacio entre los troncos tenía la forma de una lechuza. Wilkilén y Piukemán se quedaron inmóviles mirando la silueta del ave de los muchos nombres, pariente de los Brujos de la Tierra.

Piukemán fue el primero en reponerse y, con un gesto que intentó ser desafiante, le indicó a su hermana que iban a seguir avanzando. Se apretaron la mano con fuerza y caminaron hasta la Puerta de la Lechuza. La cercanía les desdibujó el contorno del ave, y con las cosas así facilitadas atravesaron la puerta prohibida.

Piukemán quería silbar para ayudar al buen ánimo, pero no había forma de que el silbido saliera sin quebrarse. Ni siquiera Wilkilén, entusiasta en las conversaciones, pronunciaba palabra. Y aunque a su alrededor todo parecía habitual, nunca antes el bosque los había puesto tristes como estaban.

Como sea, no alcanzaron a internarse demasiado en el lugar porque tras una curva, en un claro al costado del camino, encontraron a Kupuka. El Brujo no pareció escucharlos. Estaba de espaldas a ellos sentado en cuclillas. Una mano sostenía una rama con forma de serpiente, y la otra dibujaba en la tierra algo que los niños no alcanzaban a ver. Su cabello blanco caía desgajado sobre la espalda. Y por debajo de la piel de venado que lo cubría, asomaban sus plantas descalzas, duras de caminar el bosque y las montañas.

Los dos hermanos se escondieron detrás de un arbusto, temerosos de la reacción de Kupuka si los descubría dentro del lugar negado. El Brujo de la Tierra estaba repitiendo una letanía sagrada. Cuando terminó, giró la cabeza hacia el lado del corazón de modo que se descubrió el perfil de su rostro. En cuanto lo vieron, Piukemán y Wilkilén notaron algo diferente. Aquél que vieron no era el rostro de Kupuka tal como ellos lo conocían. El cambio resultaba confuso pero no por eso menos terrible. La nariz, muy dilatada y hacia arriba, latía de un modo extraño. El mentón se estiraba un poco hacia adelante y su respiración tenía filamentos de colores. Si hubieran podido mover las piernas habrían salido corriendo de allí, sin parar hasta el regazo de Kush. Pero las piernas querían quedarse. De repente, Kupuka dio un aullido y, de un salto, se puso de pie. Cantó alto palabras de otra lengua. Y, frente a los dos que miraban congelados de espanto, se puso a dar giros con un pie fijo y el otro pie coceando la tierra.

La cara de Kupuka aparecía transformada en cada uno de esos giros. Su voz, en cambio, seguía siendo la misma y seguía cantando, aunque se oía llegar desde un lugar muy alejado. En el primer giro, la cara estaba levemente emplumada. Después tuvo hocico de liebre, sacó lengua de lagarto y se detuvo, olisqueando el aire, con colmillos de gato salvaje.

Piukemán no podía pensar. Wilkilén no podía llorar. Así estuvieron hasta que un dolor intenso los arrancó de la fascinación que los tenía atrapados. Eran hormigas rojas que se habían encaramado por sus botas y estaban picándoles las piernas con furia. Reteniendo el grito se pusieron a quitárselas con urgencia y, por un breve momento, se olvidaron de Kupuka.

Antes de que pudieran acabar de quitarse las diminutas dañinas que se les escabullían por todo el cuerpo, escucharon un sonido que los apuró a erguirse. Entre el cielo y sus cabezas revoloteaba una mancha creciente de mariposas blancas que parecían venir de la nada; como si pasaran de no existir a existir a través de un agujero del aire. Igual que en respuesta a una orden de ataque, la multitud de mariposas voló sobre ellos. Cientos y cientos de alas que se abalanzaron rabiosas contras sus rostros. Tantas alas, que cubrieron por completo el claro del bosque donde Kupuka cumplía sus oficios de Brujo.

Piukemán y Wilkilén retrocedieron dando manotazos para apartar el enjambre, pero era muy poco lo que lograban quitarse de encima. En poco tiempo eran dos siluetas cubiertas de mariposas con manos cubiertas de mariposas que no les servían para limpiarse el rostro. Vacilante y casi enceguecido por el aleteo, Piukemán buscó a Wilkilén. La pequeña se había apartado de él en su afán de deshacerse del ataque. Cuando la tuvo a su alcance tomó a su hermana en brazos y la resguardó contra el pecho. Entonces sí, corrió cuanto pudo… Pobre Piukemán corrió como pudo, perseguido por un viento de alas blancas, hasta cruzar la Puerta de la Lechuza.

Ni una sola mariposa traspuso el límite de la Puerta. Se detuvieron allí, colgadas del cielo, y después regresaron sobre su vuelo. Apenas Piukemán estuvo seguro de que no volverían, bajó despacio a Wilkilén y él mismo se dejó caer para descansar un poco. Dos o tres respiraciones profundas, antes de volver a caminar, les devolvieron el aire perdido. A pocos pasos en dirección al Valle, Piukemán miró hacia atrás. De árbol a árbol, la Puerta de la Lechuza estaba totalmente cubierta por una intrincada telaraña que le llevaría a su dueña varios días de trabajo. A pesar de que no pudo comprender aquel suceso, Piukemán sintió alivio. Tal vez nunca habían estado del otro lado.

El resto del camino fue sencillo. Reconfortados por el regreso, ni siquiera temían el enojo de Dulkancellin por la ausencia que, seguramente, ya habría notado.

Los devolvió el mismo sendero. La fiesta seguía. Y ellos se metieron entre la gente con la cabeza baja, avergonzados de sólo imaginar que ya todos conocían la desobediencia. Andando así, tropezaron con su abuela y su padre. Piukemán y Wilkilén fueron levantando la vista, demorándose en encontrar los ojos relampagueantes de Dulkancellin y la mirada triste de Vieja Kush. Una nueva sorpresa les aguardaba: ambos los miraban sonrientes.

—Veníamos buscándolos. Debemos ir juntos a saludar a los parientes de mamá Shampalwe —dijo Kush.

—Allí está Kuy-Kuyen —dijo Dulkancellin, señalando—. Adelántense con ella. Yo voy a buscar a Kume y a Thungür.

Piukemán y Wilkilén no hicieron más que asentir y obedecer.

Un rato después, la fiesta terminaba. Las familias cargaban sus cosas y se despedían. Bajo el cielo encapotado, los husihuilkes marchaban a encontrarse con el viento helado que venía del mar y ladeaba el bosque hacia las montañas.

El Valle de los Antepasados quedaba solo hasta el próximo día claro. Sin más habitantes que las almas.