La noche del guerrero

Dulkancellin no podía dormir, pese a que la noche era una gran quietud y unas cuantas estrellas que persistían en las últimas grietas del cielo. La vida en Los Confines estaba acurrucada y hasta el retumbe lejano de la tormenta era otra forma del silencio.

El guerrero cerró los ojos esperando el sueño. Giró hacia la pared que daba al bosque, giró hacia la pared contra la cual estaba apoyada el hacha. No quería volver a recordar los sucesos del día; y sin embargo, mucho rato después, seguía tratando de comprender el sentido de los tambores. Dulkancellin recordó lo que Vieja Kush decía: que el sueño jamás va donde lo llaman, y siempre donde lo desairan. Entonces, para que el sueño sintiera el desaire, se ocupó en distinguir y separar la respiración de cada uno de los seis que dormían en la casa. Pero antes de comprobar si Vieja Kush tenía razón, oyó unos ruidos que parecían venir del lado del nogal. Se puso de pie con sólo un movimiento silencioso y enseguida estuvo fuera de la casa con el hacha de piedra en una mano y el escudo en la otra. Allí permaneció, inmóvil junto a la puerta, hasta asegurarse de que nadie estaba tan cerca que pudiera entrar mientras él se alejaba para averiguar lo que ocurría. Después se dirigió sin ningún ruido hacia uno de los extremos de la casa y, cuando casi llegaba, cambió bruscamente su ritmo y afrontó la esquina con un salto. Pero, por una vez, el guerrero husihuilke fue sorprendido.

Entre la casa y el bosque, decenas de lulus giraban sin sentido aparente haciendo viborear sus colas luminosas. Las bocas de todos ellos tenían la forma del soplido. Sin embargo los soplidos no se escuchaban. Dulkancellin avanzó hasta hacerse ver. Apenas los lulus notaron su presencia, corrieron al pie de los primeros árboles y se transformaron en una multitud de ojos amarillos que lo miraban sin parpadear. Un lulu muy viejo se adelantó unos pasos. El guerrero lo veía con demasiada nitidez, teniendo en cuenta la distancia y la oscuridad que había de por medio. La criatura de la isla señaló hacia el oeste con su brazo raquítico y Dulkancellin siguió el movimiento. El mar Lalafke solamente podía verse, desde la casa, en los días nítidos del verano; y aún entonces era un contorno que subía sobre el horizonte y bajaba enseguida. Para cuando el husihuilke giró la cabeza, el mar estaba allí tapándole el cielo, derrumbándose sobre su casa, su bosque y su vida. Dulkancellin prolongó un grito salvaje y, por instinto, levantó el escudo. Pero el mar detuvo su caída y se abrió como un surco de la huerta de Kush. Por el surco, pisoteando hortalizas, avanzaban hombres descoloridos a lomo de grandes animales con cabellera. Estaban lejos y cerca, y sus ropas no ondeaban con el viento de la carrera. Por primera y última vez en su vida, el guerrero retrocedió. Para entonces, el soplido de los lulus se había transformado en una estridencia insoportable. A través de los hombres descoloridos Dulkancellin vio una tierra de muerte: algunos venados, con la piel arrancada, se arrastraban sobre cenizas. Los naranjos dejaban caer sus frutos emponzoñados. Kupuka caminaba hacia atrás y tenía las manos cortadas. En algún lugar Wilkilén lloraba con el llanto de los pájaros. Y Kuy Kuyen, picada de manchas rojas, miraba detrás de un viento de polvo.

El guerrero se despertó sobresaltado. Otra vez resultaban verdades los decires de Kush. El hacha seguía apoyada contra la pared. Y el silencio seguía.

Dulkancellin recordó que era día de fiesta. Faltaba muy poco para el amanecer, y un poco menos para que su madre se levantara a encender el fuego y a comenzar con los trajines de la jornada.

Cubierto con un manto de piel, Dulkancellin abandonó la casa con la sensación de que era la segunda vez que lo hacía en el curso de esa noche. Afuera estaba el mundo familiar y el guerrero lo respiró hondo. Un gris opaco aparecía detrás de la noche. Por el sur, cubriéndolo, venía otro gris, macizo como las montañas.

El cabello de Dulkancellin estaba sujeto con un lazo en la parte superior de la cabeza, como lo llevaban los husihuilkes cuando iban a la guerra o cuando adiestraban su cuerpo.

La distancia que lo separaba del bosque le alcanzó para la canción que sólo los guerreros podían cantar. Cantando prometían honrar, cada mañana, la sangre que se había tendido a dormir por la noche y a cambio, suplicaban morir en la pelea.

Cuando Dulkancellin llegó a los grandes árboles se quitó el manto y lo abandonó sobre unas raíces. Comenzó doblándose como una caña nueva, corrió a través de la maleza, saltó la distancia de un jaguar, trepó hasta donde parecía imposible y por último, se sostuvo colgado de una rama hasta que el dolor lo derrumbó. De regreso a la casa, recogió su manto y algunas semillas para masticar.

Desde la muerte de Shampalwe se había vuelto áspero y silencioso. Antes, decían de él que peleaba sin miedo a la muerte. Ahora se lamentaban de verlo pelear sin apego a la vida.